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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (13 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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«¿Quién lo escribió?»

«Eso no importa. No sé. No importa.»

«Cómo que no importa.»

«La redacción», dijo Maya, impaciente. «Lo escribió la redacción, un periodista cualquiera, un reportero, no sé. Un tipo sin nombre que un día llegó a la casa de mis abuelos y comenzó a hacer preguntas. Y luego vendió el artículo y luego siguió escribiendo otros. ¿Qué importa, Antonio? ¿Qué importa quién lo escribió?»

«Pero es que no entiendo», dije. «Qué es esto.»

Maya suspiró: fue un suspiro caricaturesco, como el de un mal actor, pero en ella parecía genuino, igual que genuina era su impaciencia. «Esto es el relato de un día», dijo. «Mi bisabuelo lleva a mi abuelo a una exhibición de aviones. El capitán Laverde lleva a su hijo Julio a ver aviones. Su hijo Julio tiene quince años. Luego va a crecer y se va a casar y va a tener a un hijo y le va a poner Ricardo. Y Ricardo va a crecer y me va a tener a mí. No sé qué es tan difícil de entender. Esto es el primer regalo que le hizo mi padre a mi madre, mucho antes de que se casaran. Yo lo leo ahora y entiendo muy bien.»

«Qué cosa.»

«Que le haya regalado esto. Para ella fue un gesto ostentoso y hasta un poco arribista: mire lo que escriben de mi familia, mi familia sale en la prensa, etcétera. Pero luego se fue dando cuenta. Ella era una gringa perdida que estaba saliendo con un colombiano sin entender gran cosa ni de Colombia ni del colombiano. Cuando uno es nuevo en una ciudad, lo primero es conseguir una guía, ¿cierto? Bueno, pues eso es este artículo de 1968 sobre un día de treinta años atrás. Mi padre le estaba entregando a mi madre una guía. Sí, una guía, por qué no pensarlo así. Una guía de Ricardo Laverde. Una guía de sus emociones, con todas las rutas bien marcadas, y todo.»

Dejó un silencio y añadió:

«Bueno, usted dirá. ¿Le pido una cerveza?»

Le dije que sí, una cerveza, muchas gracias. Y comencé a leer. «Bogotá estaba de fiesta», así comenzaba el texto. Y luego:

Ese domingo de 1938 se celebraban los cuatrocientos años de su fundación, y la ciudad entera estaba llena de banderas. El aniversario no era ese día exactamente, sino un poco después; pero las banderas ya estaban por toda la ciudad, pues a los bogotanos de esa época les gustaba hacer las cosas con tiempo. Muchos años después, recordando ese día aciago, Julio Laverde hablaría sobre todo de las banderas. Recordaría a su padre llevándolo a pie desde la casa de la familia hasta el Campo de Marte, en el barrio de Santa Ana, que en esa época era menos un barrio que un descampado y quedaba más bien apartado de la ciudad. Pero con el capitán Laverde no había la más remota posibilidad de que uno agarrara un bus o aceptara un aventón; caminar era una actividad noble y honorable y moverse sobre ruedas, una cosa de nuevos ricos y plebeyos. Según Julio, el capitán Laverde se pasó el trayecto entero hablando de las banderas, repitiendo que un bogotano de verdad tenía que saber el significado de su bandera y proponiéndole a su hijo pruebas constantes de cultura urbana.

—¿No les enseñan estas cosas en el colegio? —decía—. Es una vergüenza. Adónde va esta ciudad en manos de estos ciudadanos.

Y entonces lo obligaba a recitar que el rojo era símbolo de libertad, caridad y salud, y el amarillo de justicia, virtud y clemencia. Y Julio repetía sin chistar:

—Justicia, clemencia y virtud. Libertad, salud, caridad.

El capitán Laverde era un héroe condecorado de la guerra con el Perú. Había volado junto con Gómez Niño y Herbert Boy, entre otras leyendas, y había tenido un comportamiento distinguido en la operación de Tarapacá y en la toma de Güepí. Gómez, Boy y Laverde, éstos eran los tres nombres de que se habló después siempre que se quiso hablar del papel de las Fuerzas Aéreas Colombianas en la victoria. Los tres mosqueteros del aire: uno para todos y todos para uno. Aunque no siempre eran los mismos los mosqueteros. A veces se trataba de Boy, Laverde y Andrés Díaz; o de Laverde, Gil y Von Oertzen. Eso dependía de quién contara la historia. Pero el capitán Laverde siempre estaba allí.

Pues bien, esa mañana de domingo, en el Campo de Marte, se había programado una revista de aviación militar para celebrar el aniversario de Bogotá. Era un evento fastuoso como el que hubiera armado un emperador romano. El capitán Laverde se había citado allí con tres veteranos, amigos que no veía desde el armisticio porque ninguno de ellos vivía en Bogotá, pero tenía, además, otras razones para asistir a la revista. Por una parte, había sido invitado a la tribuna presidencial por el mismísimo presidente López Pumarejo. O casi: el general Alfredo De León, muy cercano al Presidente, le había dicho que al Presidente le daría mucho gusto contar con su ilustre presencia.

—Imagínese —le decía—, una figura como usted que ha defendido nuestros colores contra el enemigo agresor, un hombre como usted a quien debemos la libertad de la patria y la integridad de sus fronteras.

El honor de la invitación presidencial era entonces otra de las razones. Pero había una razón añadida, menos honrosa pero más perentoria. Entre los pilotos que iban a volar estaba el capitán Abadía.

César Abadía no había cumplido los treinta, pero ya el capitán Laverde había vaticinado que aquel jovencito de provincias, delgado y sonriente y que a pesar de su corta edad contaba unas dos mil quinientas horas de vuelo, se iba a convertir en el mejor piloto de máquinas livianas de la historia colombiana. Laverde lo había visto volar durante la guerra con el Perú, cuando el capitán no era capitán sino teniente, un jovenzuelo de Tunja que daba lecciones de valor y dominio a los más experimentados pilotos alemanes. Y Laverde lo admiraba como se admira desde la simpatía y la experiencia: la simpatía de saber que uno también es admirado y la experiencia de saber que uno tiene la que al otro le falta. Pero lo que le importaba a Laverde no era ver él mismo las reputadas hazañas aéreas del capitán Abadía: lo que buscaba y deseaba era
que las viera su hijo.
Para eso llevaba a Julio al Campo de Marte. Para eso le había hecho atravesar Bogotá a pie y entre banderas. Para eso le había explicado que iban a ver tres tipos de aviones, los Junker, los Falcon de la cuadrilla de observación y los Hawk de la cuadrilla de caza. El capitán Abadía volaría un Hawk 812, una de las máquinas más ágiles y veloces jamás inventadas por el hombre para las duras y crueles tareas de la guerra.

—Hawk quiere decir halcón en inglés —le dijo el capitán al joven Julio, al tiempo que le desordenaba con la mano el pelo corto—. Tú sabes lo que es un halcón, ¿no?

Julio dijo que sí, que lo sabía bien, que muchas gracias por la explicación. Pero habló sin entusiasmo. Iba mirando el pavimento, o tal vez mirando los zapatos de la multitud, las cincuenta mil personas con que ya se habían topado y entre las cuales ya se mezclaban. Los abrigos rozándose, los bastones de madera y los paraguas cerrados chocando y enredándose, las ruanas que dejaban una estela de olor a lana virgen, los uniformes militares de hombros engalanados y pechos cubiertos de medallas, los policías en activo que caminaban con paso lento entre la gente o que la observaban desde arriba, montados en caballos altos y mal alimentados que iban dejando en lugares impredecibles un azaroso rastro de excrementos hediondos... Julio nunca había visto tanta gente junta. En Bogotá nunca se había reunido tanta gente en un mismo lugar y con un mismo propósito.

Y tal vez fue el ruido que hacía la gente, sus saludos entusiastas, sus conversaciones a gritos, o tal vez los olores mezclados que despedían sus alientos y sus ropas, el caso es que Julio se sintió de repente metido en un carrusel que giraba demasiado rápido, sintió que los colores sabían a algo amargo y que tenía pasto en la lengua.

—Estoy mareado —le dijo al capitán Laverde.

Pero Laverde no le hizo caso. O mejor, sí le hizo caso, pero no para preocuparse de su mareo sino para presentarle a un hombre que ya se acercaba. Era alto, tenía bigote a lo Rodolfo Valentino y vestía uniforme militar.

—General De León, le presento a mi hijo —dijo el capitán. Y luego le habló a Julio—: El general es el prefecto general de seguridad.

—General prefecto general —dijo el general—. Ojalá le cambiaran el nombre al puesto. Mire, capitán Laverde, me manda el Presidente para que lo lleve a su sitio, es que en esta marabunta es tan fácil perderse.

Ése era Laverde: un capitán a quien venían a buscar generales en nombre del Presidente. Y así fue como el capitán y su hijo se encontraron caminando hacia la tribuna presidencial un par de pasos por detrás del general De León, tratando de seguirlo, de no perderlo de vista y de fijarse al mismo tiempo en el mundo extraordinario de las celebraciones. Había llovido la noche anterior y quedaban charcos aquí y allá, y si no había charcos había parches de barro donde los tacones de las mujeres se quedaban clavados. Eso le sucedió a una jovencita de bufanda rosada: perdió un zapato, éste de color crema, y Julio se agachó para recuperarlo mientras ella, coja y sonriente, se quedaba paralizada como un flamenco. Julio la reconoció. Estaba seguro de haberla visto en las páginas sociales: era extranjera, le parecía, hija de negociantes o de industriales. Sí, era eso, la hija de unos empresarios europeos. ¿Pero quiénes eran? ¿Importadores de máquinas de coser, fabricantes de cerveza? Trató de encontrar el nombre en su memoria, pero no tuvo tiempo de hacerlo, porque ya el capitán Laverde lo agarraba del brazo y lo hacía subir por los crujientes peldaños de madera que llevaban a la tribuna presidencial, y por encima del hombro Julio alcanzó a ver cómo la bufanda rosada y los zapatos crema empezaban a subir las otras escaleras, las de la tribuna diplomática. Eran dos estructuras idénticas y estaban separadas por una franja de terreno ancha como una avenida, como cabañas de dos niveles construidas sobre pilotes gruesos, la una puesta al lado de la otra pero las dos mirando hacia el terreno baldío sobre el cual pasarían los aviones. Idénticas, sí, salvo por un detalle: en el medio de la tribuna presidencial se levantaba un mástil de dieciocho metros de alto donde ondeaba la bandera colombiana. Años después, hablando de lo sucedido ese día, Julio llegaría a decir que esa bandera, puesta precisamente en ese espacio, le había causado desconfianza desde el primer momento. Pero es fácil decir esas cosas cuando ya todo ha pasado.

El ambiente era el de una fiesta mayor. Las ráfagas de aire traían olores de fritanga, la gente llevaba en la mano bebidas que terminaban antes de subir. Cada tablón de las dos escaleras estaba lleno con la gente que no había cabido en las tribunas, y también el espacio de terreno entre las dos escaleras. Julio se sintió mareado y lo dijo, pero el capitán Laverde no lo oyó: caminar entre los invitados era difícil, había que saludar a los conocidos y al mismo tiempo despreciar a los advenedizos, cuidarse mucho de desairar a alguien a la vez que se cuidaba uno de honrar con el saludo a quien no debía. Abriéndose paso entre la gente, sin despegarse un instante, el capitán y su hijo ganaron la baranda. Desde allí Julio vio a dos hombres de pelo escaso que conversaban con aire circunspecto a pocos metros del mástil, y a éstos sí que los reconoció enseguida: eran el presidente López, vestido de colores claros y corbata oscura y gafas de marco redondo, y el presidente electo Santos, vestido con colores oscuros y chaleco claro y gafas de marco redondo también. El hombre que salía y el hombre que entraba: el destino del país resuelto en dos metros cuadrados de una construcción de carpintería. Una pequeña muchedumbre de gente prestante —los Lozano, los Turbay, los Pastrana— separaba el palco de los presidentes de la parte trasera de la tribuna, digamos del nivel superior, donde estaban los Laverde. Desde la distancia, por encima de la muchedumbre prestante, el capitán saludó con la mano a López, López le devolvió el saludo con una sonrisa que no enseñaba los dientes, y entre los dos se hicieron señas mudas de encontrarse después porque ahora la cosa comenzaba. Santos se dio la vuelta para ver con quién se hacía señas López; reconoció a Laverde, inclinó levemente la cabeza, y en ese momento aparecieron en el cielo los trimotores Junker y arrastraron con su estela todas las miradas.

Julio estaba absorto. Nunca había visto maniobras de tanta complejidad a tan poca distancia. Los Junkers eran pesados, y su cuerpo veteado les daba un aspecto de grandes peces prehistóricos, pero se movían con dignidad. Cada vez que pasaban, el aire desplazado llegaba como olas a la tribuna, despeinando a las damas que no llevaban sombrero. El cielo nublado de Bogotá, esa sábana sucia que parecía haber cubierto la ciudad desde su fundación, era la pantalla perfecta para la proyección de esta película. Sobre el fondo de las nubes pasaban los tres trimotores y ahora los seis Falcon, como de un lado al otro de un gigantesco teatro. La formación era de una perfecta simetría. Julio olvidó por un instante el sabor amargo de la boca y su mareo desapareció y su atención se perdió en los cerros orientales de la ciudad, su silueta brumosa que se extendía al fondo, larga y oscura como la de un lagarto dormido. Sobre los cerros estaba lloviendo: la lluvia, pensó, no tardaría en llegar hasta aquí. Los Falcon volvían a pasar y se volvía a sentir el remezón del aire. El estruendo de los motores no alcanzaba a ahogar los gritos admirados de las tribunas. El disco traslúcido de las hélices en movimiento soltaba breves estallidos de luz cuando el avión dibujaba un giro. Entonces aparecieron los cazas. Salieron de ninguna parte, asumieron de inmediato una formación de golondrinas migratorias, y de repente era difícil recordar que las criaturas no estaban vivas, que había alguien al mando. «Es Abadía», dijo una voz de mujer. Julio se dio la vuelta para ver quién había sido, pero entonces las mismas palabras se repitieron desde otro lado de la tribuna: el nombre del piloto estrella se movía entre la gente como un mal rumor. El presidente López levantó un brazo marcial y señaló el cielo.

—Ahora sí —dijo el capitán Laverde—. Aquí viene lo de verdad.

Junto a Julio había una pareja de unos cincuenta años, un hombre de corbatín a lunares y su mujer, cuya cara de ratón no ocultaba que alguna vez había sido bella. Julio escuchó que el hombre decía que iba a acercar el carro. Y escuchó también a su esposa: «Pero qué bobada, quédate aquí y vamos después, te vas a perder lo mejor». En ese momento, el escuadrón pasó volando a poca altura frente a la tribuna y enfiló hacia el sur. Los aplausos estallaron, y Julio aplaudió también. El capitán Laverde se había olvidado de él: su mirada estaba fija en lo que sucedía en el cielo, los peligrosos diseños que tenían lugar allá arriba, y entonces Julio comprendió que tampoco su padre había visto nunca nada semejante. «Yo no sabía que cosas así se podían hacer con un avión», diría Laverde mucho después, cuando el episodio fuera revivido en reuniones sociales, o en cenas familiares. «Era como si Abadía hubiera suspendido las leyes de la gravedad.» Volviendo desde el sur, el caza Hawk del capitán Abadía se apartó de la formación, o más bien fueron los demás Hawks los que se apartaron, dispersándose como un ramillete. Julio no supo en qué momento se quedó solo Abadía, ni dónde se habían metido los otros ocho pilotos, que desaparecieron de repente como si la nube se los hubiera tragado. Entonces la nave solitaria pasó por primera vez frente a la tribuna haciendo un rollo que arrancó gritos y aplausos. Las cabezas la siguieron y la vieron serpentear y volverse sobre sí misma y regresar, esta vez volando más bajo y a más velocidad, dibujar un nuevo rollo con las montañas como fondo, luego perderse de nuevo en los cielos del norte, luego volver a aparecer en ellos, como surgiendo de la nada, y enfilar hacia las tribunas.

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