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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (3 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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«Está muy bien», le dije. «¿Se la sacó ayer?»

«Sí, ayer mismo», dijo él, y sin más me explicó: «Es que viene mi esposa».

No me dijo
la foto es un regalo.
No aclaró por qué ese regalo tan curioso interesaría a su esposa. No se refirió a sus años en la cárcel, aunque para mí era evidente que esa circunstancia planeaba sobre toda la situación, un buitre sobre un perro moribundo. Ricardo Laverde, en todo caso, actuaba como si nadie en el billar supiera de su pasado; sentí en el instante que esa ficción conservaba para nosotros un delicado equilibrio, y preferí mantenerla.

«¿Cómo así que viene?», pregunté. «¿Viene de dónde?»

«Ella es de Estados Unidos, la familia vive allá. Mi esposa está, bueno, digamos que está de visita.» Y luego: «¿Está bien la foto? ¿Le parece buena?».

«Me parece muy buena», le dije con algo de involuntaria condescendencia. «Sale muy elegante, Ricardo.»

«Muy elegante», dijo él.

«Así que está casado con una gringa», dije.

«Imagínese.»

«¿Y viene para Navidad?»

«Pues ojalá», dijo Laverde. «Ojalá que sí.»

«¿Por qué ojalá, no es seguro?»

«Bueno, tengo que convencerla primero. Es cuento largo, no me pida que le explique.»

Laverde quitó el forro negro de la mesa, no de un tirón, como hacían otros billaristas, sino doblándolo por partes, con meticulosidad, casi con afecto, como se dobla una bandera en un funeral de Estado. Se agachó sobre la mesa, volvió a erguirse, buscó el mejor ángulo, pero después de todo el ceremonial acabó tacando con la bola equivocada. «Mierda», dijo. «Perdón.» Se acercó al tablero, preguntó cuántas carambolas había hecho, las marcó con la punta del taco (y rozó sin quererlo la pared blanca, dejando un lunar azul y oblongo junto a otros lunares azules acumulados a través del tiempo). «Perdón», volvió a decir. Su cabeza, de repente, estaba en otra parte: sus movimientos, su mirada fija en las bolas de marfil que lentamente asumían sus nuevas posiciones sobre el paño, eran los de alguien que se ha ido, una especie de fantasma. Empecé a considerar la posibilidad de que Laverde y su esposa estuvieran divorciados, y entonces me llegó, como una epifanía, otra posibilidad más dura y por eso más interesante: su esposa no sabía que Laverde había salido de la cárcel. En un breve segundo, entre carambola y carambola, imaginé a un hombre que sale de una cárcel bogotana —la escena en mi imaginación tenía lugar en la Distrital, la última que había conocido como estudiante de Criminología— y que mantiene su salida en secreto para sorprender a alguien, una especie de Wakefield al revés, interesado en ver en la cara de su único familiar la expresión de amor sorprendido que todos hemos querido ver, o incluso hemos provocado con elaborados ardides, alguna vez en la vida.

«¿Y cómo se llama su esposa?», pregunté.

«Elena», me dijo.

«Elena de Laverde», dije yo como sopesando el nombre, y atribuyéndole el posesivo que casi toda la gente de esa generación seguía usando en Colombia.

«No», me corrigió Ricardo Laverde. «Elena Fritts. Nunca quisimos que se pusiera mi apellido. Una mujer moderna, ya ve.»

«¿Eso es moderno?»

«Bueno, en esa época era moderno. No cambiarse de apellido. Y como era gringa la gente se lo perdonaba.» Y entonces, con levedad repentina o recuperada: «Qué, ¿nos tomamos un traguito?».

Y así, entre trago y trago de un ron blanco que dejaba en la garganta un regusto de alcohol médico, se nos fue la tarde. A eso de las cinco ya el billar había dejado de importarnos, así que abandonamos los tacos sobre la mesa, metimos las tres bolas en el rectángulo de cartón de su cajita y nos sentamos en las sillas de madera, como espectadores o acompañantes o jugadores cansados, cada uno con su vaso alto de ron en la mano, moviéndolo de vez en cuando para que el hielo nuevo se mezclara bien, empañándolo cada vez más con nuestros dedos sucios de sudor y polvo de tiza. Desde allí dominábamos la barra, la entrada a los baños y la esquina donde colgaba el televisor, y podíamos incluso comentar las jugadas de un par de mesas. En una de ellas cuatro jugadores que nunca habíamos visto, de guante de seda y taco desarmable, apostaban en un chico más de lo que nosotros gastábamos juntos en un mes. Fue allí, sentados uno al lado del otro, que Ricardo Laverde me dijo lo de no haber mirado a nadie a los ojos. También fue allí que algo comenzó a incomodarme acerca de Ricardo Laverde: una incoherencia profunda entre su dicción y sus modales, que nunca dejaban de ser elegantes, y su aspecto desgarbado, su economía precaria, su presencia misma en estos lugares donde busca algo de estabilidad la gente cuya vida, por la razón que sea, es inestable.

«Qué raro, Ricardo», le dije. «Nunca le he preguntado qué hace.»

«Es verdad, nunca», dijo Laverde. «Ni yo a usted tampoco. Pero es porque me lo imagino profesor, por aquí todos lo son, en el centro hay demasiadas universidades. ¿Es usted profesor, Yammara?»

«Sí», dije. «De Derecho.»

«Ah, qué bueno», dijo Laverde con una sonrisa ladeada. «En este país no hay suficientes abogados.»

Pareció que iba a decir algo más. No dijo nada.

«Pero no me ha contestado», insistí entonces. «Qué hace usted, a qué se dedica.»

Hubo un silencio. Qué cosas se le debieron de pasar por la cabeza en esos dos segundos: ahora, con el tiempo, puedo entenderlo. Qué cálculos, qué renuncias, qué reticencias.

«Soy piloto», dijo Laverde en una voz que yo no había oído nunca. «Fui piloto, mejor dicho. Lo que soy es un piloto retirado.»

«¿Piloto de qué?»

«Piloto de cosas que se pilotan.»

«Bueno, sí, ¿pero qué cosas? ¿Aviones de pasajeros? ¿Helicópteros de vigilancia? Es que yo de esto...»

«Mire, Yammara», me cortó con voz pausada pero firme a la vez, «yo mi vida no se la cuento a cualquiera. No confunda el billar con la amistad, hágame el favor».

Hubiera podido ofenderme, pero no lo hizo: en sus palabras, detrás de la agresividad repentina y más bien gratuita, había un ruego. Después de la respuesta grosera vinieron esos gestos de arrepentimiento o de reconciliación, un niño llamando la atención de maneras desesperadas, y yo perdoné la grosería como se le perdona a un niño. Cada cierto tiempo venía don José, el encargado del local: un hombre grueso y calvo, envuelto en un delantal de carnicero, que nos llenaba los vasos de hielo y de ron y enseguida volvía a su banca de aluminio, al lado de la barra, para enfrentarse al crucigrama de
El Espacio.
Yo pensaba en Elena de Laverde, la esposa. Un día cualquiera de un año cualquiera, Ricardo salió de su vida y entró en la cárcel. ¿Pero qué había hecho para merecerlo? ¿Y no lo había visitado su esposa en todos esos años? ¿Y cómo acababa un piloto pasando los días en los billares del centro bogotano y gastándose la plata en apuestas? Tal vez fue aquélla la primera vez que pasó por mi cabeza, si bien de forma intuitiva y rudimentaria, la misma idea que se repetiría después, encarnada en palabras distintas o a veces sin necesidad de palabras:
Este hombre no ha sido siempre este hombre. Este hombre era otro hombre antes.

Estaba ya oscuro cuando salimos. No tengo el inventario preciso de lo bebido en los billares, pero sé que el ron se nos había subido a la cabeza, y las aceras de La Candelaria se habían vuelto incluso más estrechas. Apenas se podía caminar en ellas: la gente salía de las miles de oficinas del centro para irse a casa, o entraba en los almacenes para comprar regalos navideños, o formaba coágulos en las esquinas, mientras esperaba una buseta. Lo primero que hizo Ricardo Laverde al salir fue tropezar con una mujer de sastre color naranja (o de un color que allí, bajo las luces amarillas, parecía naranja). «Mire a ver, bobo», le dijo la mujer, y entonces me resultó evidente que dejarlo llegar a su casa en ese estado era irresponsable o incluso riesgoso. Me ofrecí a acompañarlo y él aceptó, o por lo menos no se negó de ninguna manera perceptible. En cuestión de minutos estábamos pasando frente al portón cerrado de la iglesia de La Bordadita, y a partir de un momento la muchedumbre quedó atrás, como si hubiéramos entrado en otra ciudad, una ciudad en toque de queda. La Candelaria profunda es un lugar fuera del tiempo: en toda Bogotá, sólo en ciertas calles de esa zona es posible imaginar cómo era la vida hace un siglo. Y fue durante esa caminata que Laverde me habló por primera vez como se le habla a un amigo. Al principio pensé que intentaba congraciarse conmigo después de la gratuita descortesía de antes (el alcohol suele provocar estos arrepentimientos, estas íntimas culpas); luego me pareció que había algo más, una tarea urgente cuyas motivaciones yo no alcanzaba a comprender, un deber inaplazable. Le seguí la corriente, claro, como se les sigue la corriente a todos los borrachos del mundo cuando empiezan a contar sus historias de borrachos. «Esta mujer es todo lo que tengo», me dijo.

«¿Elena?», dije yo. «¿Su esposa?»

«Es todo, todo lo que tengo. No me pida que le dé detalles, Yammara, para nadie es fácil hablar de sus errores. Y yo tengo los míos, como todos. La he cagado, claro. La he cagado mucho. Usted es muy joven, Yammara, tan joven que tal vez siga virgen en esto de los errores. No me refiero a haberle puesto los cachos a su noviecita, no es eso, no me refiero a haberse comido a la noviecita de su mejor amigo, ésas son cosas de niños. Me refiero a los errores de verdad, Yammara, eso es una vaina que usted no conoce todavía. Y mejor. Aproveche, Yammara, aproveche mientras pueda: uno es feliz hasta que la caga de cierta forma, luego no hay manera de recuperar eso que uno era antes. Bueno, eso es lo que voy a confirmar en estos días. Elena va a venir y yo voy a tratar de recuperar lo que había antes. Elena era el amor de mi vida. Y nos separamos, no queríamos separarnos, pero nos separamos. La vida nos separó, la vida hace esas cosas. Yo la cagué. La cagué y nos separamos. Pero lo que importa no es cagarla, Yammara, óigame bien, lo que importa no es cagarla, sino saber remediar la cagada. Aunque haya pasado el tiempo, los años que sean, nunca es tarde para remendar lo que uno ha roto. Y eso es lo que voy a hacer. Elena viene ahora y eso es lo que voy a hacer, ningún error puede durar para siempre. Todo esto fue hace mucho tiempo, muchísimo tiempo. Usted ni había nacido, creo yo. Pongamos 1970, más o menos. ¿Usted cuándo nació?»

«En el 70, sí», dije. «Exactamente.»

«¿Seguro?»

«Seguro.»

«¿No nació en el 71?»

«No», dije. «En el 70.»

«Bueno, pues eso. En ese año pasaron muchas cosas. En los años siguientes también, claro, pero sobre todo en ese año. Ese año nos cambió la vida. Yo dejé que nos separaran, pero lo que importa no es eso, Yammara, óigame bien, lo que importa no es eso, sino lo que va a pasar ahora. Elena viene ahora y eso es lo que voy a hacer, arreglar las vainas. No puede ser tan difícil, ¿no? ¿Cuánta gente conoce uno que ha arreglado el caminado a mitad de camino? Mucha gente, ¿o no? Pues eso voy a hacer yo. No puede ser tan difícil.»

Todo eso me dijo Ricardo Laverde. Estábamos solos al llegar a su calle, tan solos que habíamos comenzado, sin darnos cuenta, a caminar por el medio de la calzada. Una carreta atiborrada de periódicos viejos y tirada por una mula famélica pasó bajando, y el hombre que llevaba las riendas (la cabuya anudada que hacía las veces de riendas) tuvo que silbar para no pasarnos por encima. Recuerdo el olor de la mierda del animal, aunque no recuerdo que cagara en ese preciso momento, y recuerdo también la mirada de un niño que iba detrás, sentado en las tablas de madera con los pies colgando. Y luego me recuerdo estirando una mano para despedirme de Laverde y quedándome con la mano en el aire, más o menos como aquella otra mano cubierta de palomas en la foto de la plaza de Bolívar, porque Laverde me dio la espalda y, abriendo un portón con una llave de otros tiempos, me dijo:

«No me diga que se va a ir ahora. Entre y se toma el último, joven, ya que estamos hablando tan rico.»

«Es que yo tenía que irme, Ricardo.»

«Uno no tiene sino que morirse», dijo él, la lengua un poco torpe. «Un traguito y no más, le juro. Ya que se pegó el viaje hasta este sitio dejado de Dios.»

Habíamos llegado frente a una vieja casa colonial de un solo piso, no cuidada como un escenario cultural o histórico, sino decadente y triste, una de esas propiedades que pasan de generación en generación a medida que las familias se empobrecen, hasta que el último de la línea la vende para salir de una deuda o la pone a producir como pensión o prostíbulo. Laverde estaba de pie en el umbral y mantenía el portón abierto con un pie, en uno de esos equilibrios precarios que sólo un buen borracho logra. Al fondo alcancé a ver un corredor de suelos de ladrillo y luego el patio colonial más pequeño que he visto nunca. En el centro del patio, en lugar de la tradicional fuente, había un tendedero de ropa, y las paredes de cal del corredor estaban adornadas con calendarios de mujeres desnudas. Yo había estado en otras casas parecidas, así que pude imaginar lo que había más allá del corredor oscuro: imaginé habitaciones de puertas de madera verde que se cierran con candado como un cobertizo, e imaginé que en uno de esos cobertizos de tres por dos, alquilado por semanas, vivía Ricardo Laverde. Pero era tarde, yo tenía que pasar mis notas al día siguiente (cumplir con la insoportable burocracia universitaria, eso no da tregua), y caminar por ese barrio, pasada cierta hora de la noche, era provocar demasiado a la suerte. Laverde estaba borracho y se había embarcado en unas confidencias cuya cercanía yo no había previsto, y me di cuenta en ese momento de que una cosa era preguntarle qué tipo de máquinas pilotaba y otra, muy distinta, meterme con él en su cuartucho diminuto para verlo llorar por los amores perdidos. Nunca me ha resultado fácil la intimidad, y mucho menos con otros hombres. Todo lo que Laverde me fuera a contar entonces, pensé, me lo podría contar también al día siguiente, al aire libre o en lugares públicos, sin vacuas camaraderías ni llantos en mi hombro, sin frívolas solidaridades masculinas. El mundo no se va a acabar mañana, pensé. Ni a Laverde se le va a olvidar su vida. Así que no me sorprendió demasiado oírme decir:

«De verdad que no, Ricardo. Para otra vez será.»

Él se quedó quieto un instante.

«Pues sí», dijo entonces. Si su decepción fue grande, no lo demostró. Ya dándome la espalda, cerrando el portón tras de sí, me espetó: «Será para otra vez».

Por supuesto que si hubiera sabido entonces lo que sé ahora, si hubiera podido prever la manera en que Ricardo Laverde marcaría mi vida, no lo habría pensado dos veces. Desde entonces me he preguntado con frecuencia qué habría pasado si hubiera aceptado la invitación, qué me habría contado Laverde si yo hubiera entrado para tomar el último trago que nunca es el último, cómo habría modificado eso lo que vino después.

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