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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El señor de los demonios (37 page)

BOOK: El señor de los demonios
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—Creo que será mejor que no nos crucemos en el camino de tu abuelo —respondió el hombrecillo con cara de rata—. Puede pasar un tiempo antes de que recupere la compostura.

—Limítate a leerlo, Seda. No lo comentes.

Seda volvió a mirar a Belgarath, que estaba en un extremo de la habitación dando puñetazos contra la pared de piedra.

—«Belgarath —leyó Seda—: Os he vencido, anciano. Ahora me dirijo al lugar que ya no existe para el enfrentamiento final. Seguidme si podéis. Tal vez este libro os sirva de ayuda.»

—¿Está firmado? —preguntó Velvet.

—Por Zandramas —respondió—. ¿Quién si no?

—Es una carta verdaderamente ofensiva —murmuró Sadi con la vista fija en Belgarath, que continuaba golpeando la pared con rabia e impotencia—. Tal como están las cosas, me extraña que lo haya tomado tan bien.

—Esto aclara muchas cosas —dijo Velvet con aire pensativo.

—¿Como cuáles? —preguntó Seda.

—Nos preguntábamos si Zandramas estaría todavía aquí y por lo visto no es así. Ni siquiera un idiota iba a dejar semejante mensaje a Belgarath sabiendo que él podía atraparlo.

—Eso es verdad —asintió—. Entonces ya no hay motivo para que sigamos aquí, ¿no es cierto? El Orbe ha vuelto a indicarnos el camino, así que ¿por qué no salimos de esta casa y seguimos buscando a Zandramas?

—¿Sin averiguar quién se oculta aquí? —preguntó Feldegast—. Se me ha despertado la curiosidad y no quisiera irme sin satisfacerla. —Miró al furioso Belgarath, que seguía en el otro extremo de la habitación—. Además, pasará un tiempo antes de que nuestro anciano amigo recupere la compostura. Iré hasta el final del pasillo y veré si hay alguna grieta desde donde espiar la planta baja; sólo para encontrar respuesta a algunas preguntas que me han estado atormentando. —Se acercó a la mesa y encendió una vela con la llama de su lámpara—. ¿Te gustaría acompañarme, príncipe Kheldar? —lo invitó.

—¿Por qué no? —respondió Seda encogiéndose de hombros.

—Yo voy con vosotros —dijo Garion mientras le entregaba el libro a Polgara. Luego miró a Belgarath—. ¿Crees que lo superará?

—Yo hablaré con él, cariño. No tardéis mucho.

El joven rey asintió con un gesto y salió de la habitación seguido por Seda y el comediante.

Al final del pasillo había otra habitación. Era una estancia pequeña con estantes en las paredes. Garion supuso que en el pasado había sido una despensa o un armario para la ropa blanca.

Las hojas secas se habían acumulado en los rincones y junto a las paredes, pero de repente divisaron un suave resplandor en la oscuridad y oyeron el murmullo de unas voces.

—Por lo visto, mi furioso amigo tenía razón —murmuró Feldegast—. Parece que la argamasa de esa pared se ha desmoronado. Si quitamos las hojas, encontraremos grietas desde donde espiar. Echemos un vistazo y veamos qué ocurre en la casa de Torak.

Garion tuvo la sensación de estar viviendo aquella situación por segunda vez. Había sido en el palacio del rey Anheg, en Val Alorn. Había estado siguiendo a un hombre vestido con una túnica verde hasta que llegó a un sitio donde la argamasa de la pared se había desmoronado, permitiendo oír las voces que venían de abajo. Entonces recordó algo más: ¿acaso Belgarath no había dicho en Tol Honeth que casi todo lo que había sucedido durante la búsqueda del Orbe volvería a suceder, ya que se dirigían hacia otro encuentro entre el Niño de la Luz y el Niño de las Tinieblas? Intentó borrar aquella idea de su mente, pero no lo consiguió.

Quitaron con cuidado las hojas amontonadas sobre la grieta del fondo del armario, con cuidado de no arrojar ninguna a la planta baja. Luego cada uno de ellos eligió un sitio desde donde oír y ver lo que sucedía.

La sala de la planta inferior era bastante grande. Cortinas descoloridas cubrían las ventanas y un montón de telarañas colgaban de los rincones. En las paredes había antorchas humeantes, apoyadas sobre soportes circulares de hierro, y en el suelo se acumulaban el polvo y la basura de muchos años. La habitación estaba llena de grolims vestidos de negro, algunos karands zarrapastrosos y unos cuantos guardianes del templo con sus brillantes uniformes. Al fondo de la sala, un grupo de enormes galgos de Torak, formados en fila como si fueran un destacamento de soldados. Frente a ellos se alzaba un altar negro, con señales de haber sido usado recientemente, flanqueado a cada lado por un brasero encendido. Contra la pared, sobre un alto estrado o plataforma, un trono dorado, y tras él unas cortinas negras y una gran réplica de la cara de Torak.

—¿Sabéis? —dijo Feldegast—. Esa era la sala del trono de ToraL

—Esos son chandims, ¿verdad? —murmuró Garion.

—Los mismos, mitad humanos, mitad animales. Me sorprende que Urvon haya decidido ocupar el lugar con sus perros, aunque tal vez el mejor uso que pueden darle a la casa de Ashaba es usarla de perrera.

Por la forma en que todos aquellos hombres miraban nerviosos al trono era evidente que aguardaban a alguien.

Entonces se oyó el estruendo de un gong, que reverberó entre las nubes de humo de la sala.

—¡De rodillas! —ordenó una voz estridente a la multitud reunida—. ¡Obediencia y respeto al nuevo dios de Angarak!

—¿Qué? —exclamó Seda en un murmullo ahogado.

—Mira y calla —le replicó Feldegast.

Desde abajo llegó el retumbar de los tambores, seguido por una fanfarria de trompetas. Las cortinas descoloridas que estaban junto al trono dorado se abrieron y entró una doble hilera de grolims, cantando con fervor, mientras los chandims y guardianes se arrodillaban y los galgos y los karands se arrastraban gimoteando.

El redoble de los tambores continuaba y una figura ataviada con ropas doradas y una corona en la cabeza salió majestuosamente de entre las cortinas. Estaba rodeada por un aura resplandeciente, aunque Garion notó enseguida que era una ilusión óptica producida por un truco de hechicería. La figura alzó la cabeza en un gesto de presuntuosa arrogancia. La cara del hombre aparecía moteada de antojos que si bien algunos tenían el color de una piel saludable, otros mostraban una tétrica palidez. Lo que más impresionó a Garion, sin embargo, era el hecho de que los ojos del hombre expresaban un estado espantoso de locura.

—¡Urvon! —exclamó Feldegast, conteniendo el aliento—. ¡Hijo moteado de una perra sarnosa!

Detrás mismo del hombre con la cara señalada había una figura sombría y encapuchada, a la que no alcanzaban a ver el rostro. La oscuridad que la cubría no se debía a la típica ropa negra de los grolims, sino que parecía que la irradiaba su propio cuerpo, de modo que Garion percibió con un escalofrío el aire malsano que emanaba de ella.

Urvon subió al estrado y se sentó en el trono, con los ojos desorbitados, propios de un demente, y la cara petrificada en una mueca de altanería y soberbia. La figura envuelta en sombras se situó detrás de su hombro izquierdo y se inclinó para murmurarle algo al oído.

Los chandims, los guardias y los karands de la sala del trono continuaron arrodillados, lisonjeando y gimiendo como los galgos, mientras el último discípulo de Torak se regodeaba con sus adulaciones. Luego una docena de chandims vestidos de negro se humillaron ante el trono con los cofres dorados que traían y los dejaron delante con solemnidad. Cuando abrieron los cofres, Garion vio que estaban llenos de oro y de joyas.

—Estas ofrendas me complacen —declaró el discípulo con voz chillona—. Dejad que otros se acerquen y traigan sus ofrendas al nuevo dios de Angarak.

Los chandims se miraron entre sí consternados y se consultaron unos a otros en murmullos.

Las siguientes ofrendas fueron presentadas en simples cajas de madera, que, una vez abiertas, revelaron guijarros y ramitas. Cada uno de los chandims que llevaban las cajas al altar dejó su ofrenda sobre la piedra negra y la cambió con cautela por uno de los cofres.

Urvon contempló con regocijo los cofres y las cajas, por lo visto incapaz de distinguir entre el oro y los guijarros. Los chandims continuaron aproximándose al altar, dejando una ofrenda y retirando otra antes de regresar al final de la fila.

—Estoy muy orgulloso de vosotros, sacerdotes —dijo Urvon con voz estridente cuando la pantomima hubo acabado—. Habéis traído ante mí los mayores tesoros del mundo. —Mientras los chandims, karands y guardianes del templo se ponían de pie, la figura sombría que estaba junto a Urvon siguió murmurando algo al oído de éste—. Y ahora recibiré a Mengha —anunció el loco—, mi siervo preferido, pues él me ha traído este espíritu familiar que me ha revelado mi divinidad —añadió señalando la figura sombría que estaba a su lado.

—Convocad a Mengha para que rinda homenaje al dios Urvon. El nuevo dios de Angarak le concederá la gracia de recibirlo —dijo una voz atronadora que parecía proceder de ultratumba.

Desde la puerta de entrada se oyó otra fanfarria de trompetas y otra voz resonó solemne:

—¡Salud a Urvon, nuevo dios de Angarak! Mengha se aproxima a rendir su homenaje y a solicitar consejo del dios viviente.

Otra vez se oyó el redoble de los tambores, y un hombre vestido con una túnica negra de grolim caminó por el ancho pasillo hacia el estrado. Al llegar junto al altar, se inclinó ante el loco sentado en el trono de Torak.

—Contemplad el temible rostro de Mengha, el siervo preferido del dios Urvon, que pronto se convertirá en su primer discípulo —bramó la voz atronando el ambiente.

La figura se volvió y se quitó la capucha negra para mostrar su cara a la multitud.

Garion tuvo que reprimir un grito de sorpresa. El hombre que estaba frente al altar era Harakan.

Capítulo 18

—¡Por Belar! —maldijo Seda entre dientes.

—Inclinaos todos ante el primer discípulo de vuestro dios —exclamó Urvon con voz cavernosa—. Os ordeno que lo honréis. —Se oyó un murmullo de sorpresa entre los chandims y Garion, desde su escondite, creyó detectar cierta reticencia en las caras de algunos de aquellos hombres—. ¡Inclinaos ante él! —rugió Urvon, y se puso de pie—. ¡Él es mi discípulo!

Los chandims miraron primero al furioso loco del estrado y luego al temible rostro de Harakan. Enseguida se arrodillaron, temerosos.

—Me complace ver con cuánta presteza obedecéis las órdenes de vuestro dios —observó Harakan con sarcasmo—. Siempre lo recordaré. —Y en su voz había un deje amenazador.

—Sabed que mi discípulo habla con mi voz —anunció Urvon mientras volvía a sentarse—. Sus palabras son las mías y tendréis que obedecerle como me obedecéis a mí.

—Escuchad las palabras de vuestro dios —entonó Harakan con la misma voz opaca—, pues grande es el poder del dios de Angarak, cuyo corazón se indignará si no le obedecéis. Sabed también que yo, Mengha, soy la espada de Urvon, además de su voz, y que serán mis manos las encargadas de castigar a los desobedientes.

La amenaza ya no era velada y Harakan paseó su mirada despacio por las caras de los sacerdotes reunidos, como si desafiara a todos y cada uno de ellos a elevar una protesta.

—¡Salud a Mengha, discípulo del dios viviente! —gritó uno de los guardianes del templo.

—¡Salud a Mengha! —respondieron los demás guardianes golpeando sus puños contra los escudos, a modo de saludo.

—¡Salud a Mengha! —exclamaron los karands.

—¡Salud a Mengha! —repitieron los chandims, sometiéndose por fin a su autoridad.

Luego los galgos se arrastraron sobre sus vientres para adular a Harakan y lamerle las manos.

—Muy bien —dijo el loco sentado en el trono—. ¡Sabed que el dios de Angarak está orgulloso de vosotros!

Otra figura entró entonces en la sala del trono, por las mismas cortinas que habían dado paso a Urvon. Era una figura delgada, vestida con una túnica de raso negro. Su cara quedaba semioculta tras una capucha y llevaba algo escondido entre la ropa. Cuando llegó al altar, echó hacia atrás la cabeza con una risa despreciable, y dejó al descubierto un rostro como esculpido en mármol blanco cuya belleza y crueldad eran sobrenaturales.

—Pobres tontos —dijo con voz áspera—, ¿acaso creéis que podéis elegir un nuevo dios de Angarak sin mi permiso?

—Yo no os he llamado, Zandramas —gritó Urvon.

—No me siento obligada a esperar que me llaméis, Urvon —respondió ella con una voz que expresaba todo el desprecio del mundo—. No soy vuestra sierva, como aquellos perros. Yo sirvo al dios de Angarak y cuando él regrese vos pereceréis.

—¡Yo soy el dios de Angarak! —gritó él.

Mientras tanto, Harakan caminaba alrededor del altar para acercarse a ella.

—¿Opondréis vuestro insignificante poder al de la Niña de las Tinieblas, Harakan? —preguntó ella con voz fría como el hielo—. Aunque os hayáis cambiado de nombre, vuestro poder no ha aumentado.

Harakan se detuvo, con expresión de desconfianza, y Zandramas se volvió hacia Urvon.

—Lamento que no me hayan comunicado vuestra divinización, Urvon —continuó ella—, pues si lo hubiera sabido, habría venido a rendiros homenaje y a pedir vuestra bendición. —Entonces sus labios se curvaron en una sonrisa que desfiguró su cara—. ¿Vos? ¿Vos, un dios? Aunque os sentarais sobre el trono de Torak durante toda la eternidad, hasta que esta miserable ruina se desmoronara sobre vos, nunca jamás os convertiríais en un dios. Podéis tocar la basura y llamarla oro, podéis regodearos en las adulaciones de estos perros serviles, que ahora mismo ensucian la sala del trono con sus excrementos, pero nunca seréis un dios. Aunque escuchéis con atención las palabras de vuestro demonio domesticado, Nahaz, que alimenta vuestra locura con sus murmullos, nunca os convertiréis en un dios.

—¡Yo soy un dios! —gritó Urvon volviendo a ponerse de pie.

—¡Ah!, ¿sí? Tal vez sea cierto, Urvon —dijo ella casi con un ronroneo—. Pero si así fuera, disfrutad de vuestra divinidad mientras podáis, pues al igual que el mutilado Torak, estáis condenado.

—¿Quién tiene el poder necesario para matar a un dios? —gritó él echando espumarajos por la Doca.

—¿Quién tiene el poder? —preguntó ella, con una risa sardónica—. El mismo que mató a Torak. Prepárate para recibir la mortal embestida de la espada de Puño de Hierro, pues ahora yo convoco al ejecutor de dioses.

Se adelantó Zandramas y colocó sobre el altar negro el bulto que había estado ocultando entre sus ropas. Alzó la cara y miró directamente a la grieta a través de la cual Garion la espiaba con incredulidad.

—¡Contemplad a vuestro hijo, Belgarion, y escuchad su llanto! —gritó y retiró la manta para descubrir al pequeño Geran. El bebé tenía la cara desfigurada por una mueca de terror y comenzó a llorar desesperadamente.

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