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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El señor de los demonios (38 page)

BOOK: El señor de los demonios
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Garion ya no pudo pensar en ninguna otra cosa. Aquél había sido el quejido que había oído una y otra vez desde que salió de Mal Zeth. No era el llanto del pequeño afectado por la peste el que aparecía en sus sueños, sino el de su propio hijo. Incapaz de resistirse a esa implorante llamada, se puso de pie de un salto. Era como si de repente hubiera aparecido una cortina de llamas delante de sus ojos y hubiera borrado toda idea de su mente, excepto la desesperada necesidad de rescatar al pequeño que lloraba sobre el altar.

Tuvo la vaga sensación de que corría por los lóbregos pasillos cubiertos de hojas con la espada de Puño de Hierro en la mano, gritando desaforadamente.

Corría a tal velocidad que las puertas desvencijadas de las habitaciones vacías parecían desdibujarse a su paso. Entonces creyó oír un grito lejano de Seda, tras él:

—¡Garion! ¡No!

Sin embargo, él siguió corriendo, furioso, con la enorme y resplandeciente espada de Puño de Hierro en alto.

Incluso años más tarde, Garion no sabía cómo había bajado las escaleras. Sólo recordaba vagamente su entrada en la sala.

Varios guardianes del templo y karands intentaron detenerlo, pero el joven rey de Riva se abrió paso como el campesino que siega un campo de trigo. Los hombres caían sobre charcos de sangre, pero él avanzaba entre sus filas.

La puerta de la sala del trono estaba cerrada con llave, pero Garion ni siquiera necesitó recurrir a la hechicería. Destrozó la puerta con su llameante espada y derribó a todos los que intentaban mantenerla cerrada.

Irrumpió, pues, en la sala con fuego en la mirada y rugió a los aterrorizados hombres allí presentes, que lo contemplaban boquiabiertos, mientras se abría paso entre ellos, rodeado de un aura de luz azul. Sus labios dibujaban una horrible mueca que dejaba sus dientes al descubierto y la terrible espada ardiente asestaba golpes a diestro y siniestro como si se tratara de las cizallas del destino.

Un grolim se interpuso en su camino con la mano en alto, al tiempo mismo que Garion convocaba su poder con un estruendo que él era incapaz de oír. Los demás grolims retrocedieron horrorizados cuando la punta de la llameante espada salió por la espalda del osado sacerdote. El grolim mortalmente herido miró fijamente la espada clavada en su pecho, intentó cogerla con manos temblorosas, pero Garion lo empujó con brusquedad y continuó su siniestra marcha.

Un karand que llevaba un palo con una calavera en la punta le bloqueó el paso mientras murmuraba un encantamiento, pero sus palabras se interrumpieron súbitamente, cuando la espada de Garion le atravesó el cuello.

—¡Contemplad, Urvon, al Justiciero de los dioses! —exclamó Zandramas—. ¡Vuestra vida llega a su fin, dios de Angarak, pues Belgarion acabará contigo como lo hizo con el propio Torak! —Luego dio media vuelta, dando la espalda al asustado loco—. ¡Saludad al Niño de la Luz! —anunció con voz estridente, y dedicó una sonrisa sarcástica a Garion—. ¡Salud, Belgarion! Matad de una vez al dios de Angarak, pues ésa es vuestra misión. Yo aguardaré vuestra llegada en el lugar que ya no existe.

Cogió, sin más, al bebé entre sus brazos, volvió a cubrirlo con su capa y desapareció.

Garion se dio cuenta de que había sido engañado y lo invadió una súbita sensación de desazón. Zandramas no había estado allí con su hijo, y había desatado su ira contra una simple proyección. Peor aún, había sido manipulado mediante la pesadilla del llanto de un niño, y ahora advertía que había sido ella quien la había puesto en su mente para obligarle a cumplir sus despreciables órdenes.

Vaciló, bajó la espada y el fuego de la cuchilla se desvaneció.

—¡Matadlo! —gritó Harakan—. ¡Matad al hombre que asesinó a Torak!

—¡Matadlo! —repitió Urvon con voz que era un grito de demencia—. ¡Matadlo y ofrecedme su corazón en sacrificio!

Media docena de guardianes del templo comenzaron a avanzar con cautela y cierta reticencia. Garion alzó la flameante espada, y los guardianes retrocedieron asustados.

Harakan miró con expresión de desprecio a los hombres vestidos con armaduras.

—Éste es el premio por vuestra cobardía —dijo. Extendió una mano, murmuró una sola palabra y uno de los guardianes cayó al suelo retorciéndose con la cota de malla y el casco incandescente, asándolo vivo—. ¡Ahora, obedecedme! —rugió—. ¡Matadlo!

Esta vez los aterrorizados guardianes atacaron con más vehemencia y obligaron a Garion a retroceder paso a paso. En ese preciso momento el joven oyó el rumor de unas rápidas pisadas en el pasillo. Miró hacia atrás y vio que sus amigos entraban corriendo en la sala.

—¿Has perdido la cabeza? —preguntó Belgarath, furioso.

—Te lo explicaré más tarde —dijo Garion, aún molesto por la frustración y el desencanto. Luego volvió su atención a los guardianes que tenía delante y comenzó a asestar golpes con su espada, forzándolos a retroceder.

Mientras tanto, Belgarath se enfrentó a los chandims que estaban a un lado del pasillo central, se concentró un instante e hizo un gesto. De repente surgieron grandes llamas de las piedras del suelo. Luego Polgara y el anciano hechicero parecieron comunicarse en silencio y también comenzó a arder el otro lado del pasillo.

Dos de los guardianes habían caído, derribados por la espada de Garion, pero otros, acompañados por karands de ojos desorbitados, acudían en ayuda de sus compañeros, aunque obviamente asustados por las llamas que tendrían que cruzar antes de atacar.

—¡Unid vuestros poderes! —gritó Harakan—. ¡Apagad el fuego!

Incluso mientras se enfrentaba con los guardianes y los karands, que asestaban golpes desesperados con sus espadas a la de Puño de Hierro, Garion pudo oír las vibraciones de los poderes de los grolims. A pesar de los esfuerzos de Polgara y Belgarath, las llamas del pasillo vacilaron y comenzaron a apagarse.

Uno de los galgos se abrió paso entre los guardianes que rodeaban a Garion, con los ojos brillantes y la boca abierta, enseñando sus afilados dientes. La bestia saltó directamente a su cara con un horrible aullido, pero cayó al suelo cuando Garion le abrió la cabeza con la espada.

Harakan avanzó entre los guardianes y los karands para enfrentarse con él.

—Volvemos a encontrarnos, Belgarion —dijo con voz que parecía más un ladrido—. Arroja tu espada o mataré a tus amigos y a tu esposa. Tengo un centenar de chandims conmigo, y ni siquiera tú eres capaz de acabar con todos ellos. —Y con esas palabras comenzó a convocar su poder.

Ante la mirada atónita de Garion, Velvet llegó corriendo junto al temible grolim.

—¡Por favor! ¡Por favor, no me mates! —gimió, y se arrojó a los pies de Harakan, cogiéndose a su túnica en actitud implorante.

Desconcertado por aquella súbita e inesperada muestra de temor, Harakan dejó de convocar su poder y retrocedió, mientras intentaba desasirse de la joven a puntapiés. Sin embargo, ella no se soltó y siguió rogando por su vida entre sollozos.

—¡Sacadla de aquí! —gritó Harakan a sus hombres, girando la cabeza.

Pero aquel instante de distracción resultó ser fatal. Velvet sacó algo de su corpiño con tal rapidez que su mano pareció desdibujarse en el aire: era una pequeña serpiente verde.

—¡Un regalo para ti, Harakan! —gritó con voz triunfal—. Un regalo para el jefe del culto del Oso de parte de Hunter.

Y le arrojó la serpiente a la cara.

Harakan dio un grito, alzó las manos para librarse de Zith, pero su grito se convirtió en un gemido escalofriante, y agitó los brazos convulsivamente. Retrocedió después entre movimientos bruscos y quejidos, pero el pequeño reptil furioso lo mordía una y otra vez. Por fin tensó sus músculos y cayó sobre el altar con la espalda arqueada, agitando las manos en vano, golpeándose la cabeza sobre la piedra negra, los ojos desencajados y la lengua hinchada asomándole por la boca. Luego mojó sus labios de una espuma negra, sacudió los brazos varias veces más, y su cuerpo se deslizó, inerte, desde el altar.

—Eso es por Bethra —le dijo Velvet al hombre que yacía en el suelo, junto al altar.

Los chandims retrocedieron aterrorizados, con la vista fija en la figura inerte de su jefe.

—¡Ellos son pocos y nosotros muchos! —les gritó Urvon—. ¡Destruidlos! ¡Vuestro dios os lo ordena!

Los chandims miraron primero al cuerpo desfigurado, luego al loco sentado en el trono y por fin a la pequeña y terrible serpiente que se había colocado sobre el altar con la cabeza alzada en actitud amenazadora, y profiriendo una serie de escalofriantes silbidos.

—Ya es suficiente —dijo Belgarath.

El anciano esperó a que se apagara la última de las llamas y volvió a convocar su poder; por su parte, Garion irguió los hombros e imitó a su abuelo, consciente de que los grolims también se concentraban para el gran enfrentamiento final.

—Pero ¿qué significa todo esto? —rió sin más Feldegast mientras se interponía entre Garion y sus enemigos—. Sin duda, amigos, podemos dejar a un lado nuestros pequeños odios y diferencias. Os propongo una cosa: dejadme haceros una demostración de mis habilidades y todos reiremos juntos y firmaremos la paz. Ningún hombre puede abrigar odio en su corazón mientras se retuerce de risa, ¿no es cierto?

Y sin esperar respuesta comenzó a hacer malabarismos con varias bolas de colores. Los grolims se quedaron boquiabiertos, atónitos por esta súbita interrupción, mientras Garion miraba con incredulidad al comediante, que parecía estar buscando su propia muerte. Feldegast siguió con su numerito: se subió a un banco de un salto sosteniéndose con una sola mano, mientras seguía atajando las bolas con la mano libre y los pies. Las bolas giraban cada vez más rápidas y su número aumentaba, como si aparecieran por arte de magia. Cuanto más rápido giraban, más brillantes se volvían, hasta que por fin se pusieron incandescentes y el hombrecillo jugueteó boca abajo con verdaderas bolas de fuego.

Luego flexionó el brazo que lo sostenía sobre el banco y se incorporó. Sin embargo, cuando sus pies tocaron el suelo, ya no era Feldegast, el bufón, sino el jorobado y deforme hechicero Beldin. Con una súbita risa satánica comenzó a arrojar las bolas de fuego a los grolims y a sus guerreros.

Su puntería era perfecta y las bolas de fuego atravesaban las túnicas de los grolims, las cotas de malla de los guardianes del templo y las camisas de los karands con igual facilidad. Agujeros humeantes aparecieron en los pechos de sus víctimas, que caían por docenas. La sala del trono se llenó de humo y de olor a carne quemada, mientras el pequeño y feo hechicero continuaba con su mortal bombardeo.

—¡Tú! —gritó Urvon, aterrorizado, y su locura pareció desvanecerse ante la presencia del hombre que había temido durante miles de años, mientras los aterrorizados chandims y sus compañeros huían entre gritos de pánico.

—Me alegra verte otra vez, Urvon —dijo el jorobado con voz divertida—. La última vez que nos vimos dejamos una conversación sin concluir, pero si no recuerdo mal, estaba prometiendo abrirte el estómago con un hierro candente y sacarte las tripas. —Extendió su deforme mano derecha, chasqueó los dedos y apareció en su puño un temible gancho al rojo vivo, humeante y resplandeciente—. ¿Por qué no continuamos donde habíamos quedado? —sugirió, acercándose al hombre de cara manchada sentado en el trono.

Entonces la sombra que estaba detrás del loco Urvon se adelantó.

—Alto —dijo con voz que era apenas un ronco murmullo—. Necesito a esta criatura. —Señaló con su mano al asustado discípulo de Torak—. Sirve a mis propósitos y no te permitiré que lo mates.

—Tú debes de ser Nahaz —dijo Beldin con voz siniestra.

—Lo soy —susurró la figura—. Nahaz, Señor de los Demonios y Maestro de las Tinieblas.

—Pues vete a buscar otro juguete, Señor de los Demonios —gruñó el jorobado—. Este es mío.

—¿Quieres oponer tu poder al mío, hechicero?

—Si fuera necesario...

—Pues mírame a los ojos y prepárate para morir.

El demonio se despojó de su manto de tinieblas y Garion retrocedió alarmado súbitamente. La cara de Nahaz era horrible, pero sus espantosos rasgos no eran lo más aterrador de su persona. Sus ojos reflejaban una crueldad tan grande que helaba la sangre. Aquellos ojos se volvieron cada vez más brillantes y despidieron dos llamas verdes en dirección a Beldin. El deforme hechicero se irguió y alzó una mano, emanando una intensa luz azul que parecía envolver su cuerpo como un escudo protector.

—Tu poder es grande —murmuró Nahaz—, pero el mío lo es aún más.

Entonces Polgara se acercó por el pasillo central de la sala, con el mechón blanco de su pelo resplandeciente. Durnik y Belgarath avanzaban con la hechicera. Cuando pasaron junto a él, Garion se unió a ellos. Se aproximaron despacio a Beldin, al llegar allí Garion advirtió que Eriond ya se hallaba a su ado.

—Bien, demonio —dijo Polgara con voz implacable—, ¿te enfrentarás a todos nosotros?

Garion desenvainó la espada, que rápidamente ardió en llamas.

—¿Y a esto? —añadió liberando el poder del Orbe.

El demonio retrocedió un poco, pero luego se irguió otra vez, con la cara inundada por la horrible luz verde de sus ojos. Cogió del interior de su túnica de sombras algo similar a un cetro o una vara con una intensa llama verde. Sin embargo, al alzar la vara, pareció ver algo que antes se le había escapado. Una súbita expresión de miedo se reflejó en su horrible cara y el fuego de la vara se apagó al mismo tiempo que la luz que bañaba su rostro comenzaba a desvanecerse. Entonces alzó la cara hacia el techo abovedado y profirió un grito terrible y desgarrador. Luego se giró con rapidez hacia el aterrorizado Urvon. Extendió sus manos de sombras, cogió al loco vestido con ropas doradas y lo levantó sin esfuerzo del trono. Entonces huyó, empujándose con su fuego como si fuera un enorme ariete y derrumbando las paredes de la casa de Torak a su paso.

En la desesperada huida, la corona que reposaba sobre la cabeza de Urvon cayó al suelo con el suave repiqueteo del latón.

Capítulo 19

Beldin soltó una amarga maldición y arrojó el hierro candente hacia el trono. Luego se dirigió al humeante agujero que había dejado el demonio en la pared al huir de la sala.

Pero Belgarath se interpuso en el camino del furioso jorobado.

—No, Beldin —le dijo con firmeza.

—Apártate, Belgarath.

—No voy a permitir que persigas a un demonio que podría atacarte en cualquier momento.

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