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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (68 page)

BOOK: El símbolo perdido
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«Zachary se convirtió en Andros.

»Andros se convirtió en Mal'akh.

»Y esta noche, Mal'akh se convertirá en la más grandiosa de todas sus encarnaciones.»

En ese momento, en Kalorama Heights, Katherine Solomon estaba de pie, delante del cajón abierto del escritorio, contemplando lo que sólo podía describirse como la colección de un fetichista, compuesta por fotografías y viejos recortes de prensa.

—No lo entiendo —dijo, volviéndose hacia Bellamy—. Es evidente que ese lunático estaba obsesionado con mi familia, pero...

—Sigue mirando... —la instó Bellamy mientras tomaba asiento, sin perder la expresión de honda conmoción.

Katherine continuó el recorrido por la pila de recortes, todos los cuales guardaban relación con la familia Solomon: los numerosos éxitos de Peter, las investigaciones de Katherine, el terrible asesinato de Isabel, su madre, los problemas de Zachary Solomon con las drogas, su encarcelamiento y su brutal asesinato en una prisión turca.

La fijación de ese hombre con la familia Solomon iba más allá del fanatismo, y sin embargo Katherine no veía nada que explicara su obsesión.

Entonces encontró las fotografías. La primera mostraba a Zachary, metido hasta las rodillas en el mar azul intenso de una playa bordeada de blancas casas encaladas.

«¿Grecia?»

Supuso que la foto sólo podía corresponder a la temporada de drogas y escándalos que Zach había pasado en Europa. Curiosamente, el muchacho tenía un aspecto mucho más saludable que en las imágenes captadas por los
paparazzi,
en las que se veía a un jovencito demacrado, de fiesta permanente con otros depravados. En ésa, sin embargo, parecía más en forma, más fuerte y maduro. Katherine no recordaba haberlo visto nunca tan saludable.

Extrañada, buscó la fecha impresa en la foto.

«Pero esto es... imposible.»

La fotografía estaba fechada casi un año después de la muerte de Zachary en la cárcel.

De pronto, Katherine empezó a pasar desesperadamente las fotos de la pila. En todas aparecía Zachary Solomon..., que poco a poco se iba volviendo mayor. La colección parecía una especie de autobiografía en imágenes, la crónica de una lenta transformación. A medida que avanzaba en la pila, Katherine notó un cambio repentino y espectacular. Vio con horror cómo empezaba a transmutarse el cuerpo de Zachary. Los músculos se volvían protuberantes y los rasgos faciales se metamorfoseaban, como probable consecuencia del abuso de esferoides. El físico parecía duplicar su masa y los ojos adquirían una ferocidad escalofriante.

«¡Ni siquiera lo reconozco!»

No se parecía en nada al recuerdo que Katherine tenía de su sobrino.

Cuando llegó a la fotografía del hombre con la cabeza rapada, sintió que las rodillas se le aflojaban. Entonces vio una imagen del cuerpo desnudo... adornado con los primeros tatuajes. Sintió que se le paralizaba el corazón. «¡Dios santo, no!»

Capítulo 120

—¡Gire a la derecha! —gritó Langdon desde el asiento trasero del todoterreno Lexus confiscado.

Simkins irrumpió en S Street y condujo el vehículo como una exhalación a través de un barrio residencial de calles arboladas. Cuando estuvieron cerca de Sixteenth Street la Casa del Templo surgió a su derecha como una montaña.

El agente contempló impresionado la enorme estructura. Parecía como si alguien hubiera construido una pirámide sobre el Panteón de Roma. Se dispuso a girar a la derecha en Sixteenth Street con la intención de detenerse a la entrada del edificio.

—¡No, no gire! —le ordenó Langdon—. ¡Siga recto! ¡No se aparte de esta calle!

Simkins obedeció y siguió adelante, a lo largo del lado este del edificio.

—Cuando llegue a la esquina —le indicó Robert—, gire a la derecha.

Simkins siguió las instrucciones del GPS y, poco después, Langdon le señaló un acceso sin pavimentar, casi imposible de ver, que dividía en dos el jardín trasero de la Casa del Templo. El agente giró para entrar en el sendero y condujo el Lexus hacia la fachada trasera del edificio.

—¡Miren! —exclamó Langdon, señalando un vehículo solitario estacionado cerca de la puerta de atrás. Era una furgoneta grande—. Están aquí.

Simkins aparcó el todoterreno y apagó el motor. Los ocupantes del vehículo se apearon en silencio y se prepararon para entrar. Simkins levantó la vista y contempló la monolítica estructura.

—¿Ha dicho que la Sala del Templo está allá arriba?

Langdon asintió, señalando con el dedo la cúspide del edificio.

—Esa parte plana en lo alto de la pirámide es en realidad una claraboya.

Simkins se volvió súbitamente hacia Langdon.

—¿La Sala del Templo tiene una claraboya?

Langdon lo miró con extrañeza.

—Por supuesto, un óculo abierto al cielo, directamente sobre el altar.

El UH-60 estaba posado en Dupont Circle, con el motor en marcha.

En uno de los asientos de pasajeros, Sato se mordisqueaba las uñas, a la espera de noticias de su equipo.

Finalmente, la voz de Simkins crepitó en la radio.

—¿Directora?

—Aquí Sato —repuso ella.

—Estamos entrando en el edificio, pero tengo un dato adicional para usted.

—Adelante.

—El señor Langdon acaba de informarme de que la sala donde probablemente se encuentra el objetivo tiene una claraboya muy grande.

Sato consideró la información durante unos segundos.

—Entendido, gracias.

Simkins cortó la comunicación.

Sato escupió una uña y se volvió hacia el piloto.

—Despega.

Capítulo 121

Como cualquier padre que ha perdido a un hijo, Peter Solomon solía pensar con frecuencia en la edad que tendría su muchacho..., y se preguntaba a menudo cómo habría sido y lo que habría llegado a ser.

Ahora tenía sus respuestas.

La enorme bestia tatuada que tenía delante había empezado su vida como una criatura pequeña y frágil. Peter recordaba a Zach de bebé, acurrucado en su moisés de mimbre..., o dando los primeros pasos tambaleantes por su estudio..., o aprendiendo a decir las primeras palabras. El hecho de que la maldad pudiera nacer de un niño inocente, criado en el seno de una familia atenta y cariñosa, seguía siendo una de las grandes paradojas del alma humana. Mucho antes, Peter se había visto obligado aceptar que, si bien la sangre que corría por las venas de su hijo era suya, el corazón que latía en su pecho sólo le pertenecía a él. Y ese corazón era único y singular, como elegido al azar por el universo.

«Mi hijo... es el asesino de mi madre, de mi amigo Robert Langdon y posiblemente también de mi hermana.»

Una helada insensibilidad inundó el corazón de Peter mientras buscaba en los ojos de su hijo alguna conexión..., cualquier cosa que le resultara familiar. Sin embargo, los ojos del hombre que tenía ante sí, aunque grises como los suyos, eran los de un completo desconocido y estaban llenos de odio y de un rencor de dimensiones casi sobrenaturales.

—¿Tienes suficiente fuerza? —le preguntó su hijo con voz desafiante, fijando la vista en el cuchillo del Akedá, que Peter tenía en la mano—. ¿Eres capaz de terminar lo que empezaste hace tantos años?

—Hijo... —Solomon casi no reconoció su propia voz—. Yo... yo te quería...

—Dos veces intentaste matarme. Me abandonaste en la prisión y me disparaste en el puente de Zach. ¡Ahora termina lo que has empezado!

Por un instante, Solomon se sintió flotar fuera de su cuerpo. No se reconoció. Había perdido una mano, tenía la cabeza completamente rapada, vestía una túnica negra y estaba sentado en una silla de ruedas, aferrado a un cuchillo antiguo.

—¡Termínalo! —volvió a gritar el hombre, y el grito hizo ondular los tatuajes que le cubrían el pecho—. ¡Matarme es la única manera de salvar a Katherine! ¡La única manera de salvar a tus hermanos!

Solomon sintió que la mirada se le desplazaba hacia el ordenador portátil y el módem USB, colocados sobre la silla con tapizado de cuero.

enviando mensaje: 92% completado

Su mente no conseguía apartar las imágenes de Katherine desangrándose, ni de sus hermanos masones.

—Todavía hay tiempo —susurró el hombre—. Sabes bien que es tu única oportunidad. Líbrame de mi envoltorio mortal.

—Por favor —suplicó Solomon—, no hagas esto...

—¡Lo has hecho tú! —escupió el hombre—. ¡Tú obligaste a tu hijo a tomar una decisión imposible! ¿Recuerdas aquella noche? ¿Riqueza o sabiduría? Esa noche me apartaste de ti para siempre. Pero he vuelto, padre... Y esta noche te toca elegir a ti: ¿Zachary o Katherine? ¿Cuál de los dos? ¿Matarás a tu hijo para salvar a tu hermana? ¿Matarás a tu hijo para salvar a tu hermandad y a tu país? ¿O esperarás a que sea demasiado tarde? ¿A que Katherine haya muerto y el vídeo haya empezado a circular... y tú tengas que vivir el resto de tu vida sabiendo que podrías haber impedido las dos tragedias? El tiempo se agota. Ya sabes lo que tienes que hacer.

A Peter le dolía el corazón.

«Tú no eres Zachary —se dijo—. Zachary murió hace tiempo, hace mucho tiempo. Seas quien seas..., y vengas de donde vengas..., no eres mío.»

Y aunque Peter Solomon no creía sus propias palabras, sabía que debía elegir.

Se estaba quedando sin tiempo.

«¡Encuentra la escalinata!»

Robert Langdon corría por los pasillos oscuros, tratando de hallar el tortuoso camino hacia el centro del edificio. Turner Simkins lo seguía, pisándole los talones. Tal como Langdon esperaba, su carrera desembocó en el vasto vestíbulo central.

Dominado por ocho columnas dóricas de granito verde, el vestíbulo parecía un sepulcro híbrido (medio grecorromano y medio egipcio), con estatuas de mármol negro, lámparas colgantes en forma de cáliz, cruces teutónicas, medallones con fénix bicéfalos y candelabros de pared adornados con la cara de Hermes.

Langdon giró y se encaminó hacia la amplia escalinata de mármol al otro extremo del vestíbulo.

—Esa escalera conduce directamente a la Sala del Templo —susurró mientras los dos hombres subían tan a prisa y en silencio como les era posible.

En el primer rellano, Langdon se encontró cara a cara con el busto de bronce de un destacado masón, Albert Pike, con su frase más célebre grabada en la base: «Lo que hacemos sólo para nosotros muere con nosotros; lo que hacemos para los demás y para el mundo permanece y es inmortal.»

Mal'akh percibió un cambio palpable en la atmósfera de la Sala del Templo, como si toda la frustración y el dolor experimentados alguna vez por Peter Solomon hubieran aflorado a la superficie... para concentrarse con la fuerza de un láser sobre el hombre tatuado.

«Sí..., ha llegado el momento.»

Peter Solomon se había levantado de la silla de ruedas y estaba de pie, de cara al altar y con el cuchillo en la mano.

—Salva a Katherine —lo desafió Mal'akh para que se acercara al altar, mientras él mismo retrocedía y finalmente se acostaba sobre el blanco sudario que había preparado—. Haz lo que tienes que hacer.

Como moviéndose en medio de una pesadilla, Peter empezó a avanzar, centímetro a centímetro.

Mal'akh terminó de acostarse y contempló a través del óculo la luna invernal.

«El secreto es cómo morir.»

El momento no podía ser más perfecto.

«Adornado con la Palabra Perdida de los siglos, doy en ofrenda mi propio cuerpo, inmolado por la mano izquierda de mi padre.»

Mal'akh hizo una inspiración profunda.

«Recibidme, demonios, porque éste es mi cuerpo, y a vosotros os lo ofrezco.»

De pie junto a Mal'akh, Peter Solomon estaba temblando. Sus ojos anegados de lágrimas brillaban de desesperación, indecisión y angustia. Miró por última vez en dirección al módem y el ordenador portátil, al otro lado del recinto.

—Decídete —susurró Mal'akh—. Líbrame de la carne. Dios lo quiere y tú también lo quieres.

Apoyó las manos a los lados del cuerpo y arqueó el pecho hacia adelante, ofreciendo al cuchillo el magnífico fénix bicéfalo.

«Ayúdame a deshacerme del cuerpo que envuelve mi alma.»

Los ojos llorosos de Peter parecían mirar a través de Mal'akh, mirándolo sin verlo.

—¡Yo maté a tu madre! —musitó Mal'akh—. ¡Asesiné a Robert Langdon! ¡Ahora mismo estoy matando a Katherine! ¡Estoy destruyendo a tus hermanos! ¡Haz lo que tienes que hacer!

Para entonces, el rostro de Peter era una máscara de dolor y sufrimiento. Peter Solomon echó atrás la cabeza, lanzó un grito angustiado y levantó el cuchillo.

Robert Langdon y el agente Simkins llegaron sin aliento a las puertas cerradas de la Sala del Templo, en el preciso instante en que un grito escalofriante brotaba del interior del recinto. Era la voz de Peter, Langdon estaba seguro.

Fue un grito de absoluta agonía.

«¡He llegado tarde!»

Sin prestar atención a Simkins, aferró los tiradores y, con una fuerte sacudida, abrió las puertas de par en par. La horripilante escena que se abrió ante sus ojos confirmó sus peores temores. Allí, en el centro de la cámara tenuemente iluminada, la figura de un hombre con la cabeza rapada se erguía delante del grandioso altar. Llevaba puesta una túnica negra y en sus manos refulgía la hoja de un cuchillo de grandes dimensiones.

Antes de que Langdon pudiera moverse, el hombre comenzó a bajar el cuchillo hacia el cuerpo que yacía en el altar.

Mal'akh había cerrado los ojos.

«¡Tan hermoso! ¡Tan perfecto!»

La antigua hoja del cuchillo del Akedá había resplandecido a la luz de la luna mientras describía un arco hacia él. Fragantes volutas de humo habían ascendido en espiral sobre su cabeza, preparando el camino para su alma a punto de ser liberada. El solitario grito de tormento y desesperación que había lanzado su verdugo aún resonaba en el sagrado recinto, mientras caía el cuchillo.

«Estoy ungido con sangre de sacrificios humanos y lágrimas de progenitores.»

Mal'akh se preparó para el golpe glorioso.

El momento de su transformación había llegado.

Increíblemente, no sintió ningún dolor.

Una vibración atronadora le inundó el cuerpo, ensordecedora y profunda. La cámara empezó a sacudirse y una blanca luz brillante lo cegó desde lo alto. El cielo rugía.

Mal'akh supo entonces que había sucedido exactamente tal como lo había planeado.

Langdon no recordaba haber corrido hacia el altar cuando el helicóptero apareció sobre sus cabezas. Tampoco recordaba haber saltado con los brazos extendidos para abalanzarse sobre el hombre de la túnica negra e intentar derribarlo antes de que pudiera asestar un segundo golpe con el cuchillo.

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