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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

El sol de Breda (10 page)

BOOK: El sol de Breda
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—El mozo era poca cosa para un hombre de hígados como vos.

Se había desplazado un poco el escenario, y el negocio discurría ahora por otros cauces y con relativa discreción. Diego Alatriste y el valenciano estaban cosa de cincuenta pasos más allá, al pie del terraplén de un dique que los ocultaba de la vista del campamento. Sobre el dique, alto de ocho o diez codos, los camaradas de mi amo mantenían a distancia a los curiosos. Lo hacían como quien no quiere la cosa, formando una suerte de barrera que no dejaban franquear a nadie. Eran Llop, Rivas, Mendieta y algunos otros, incluido Sebastián Copons, cuyas manos de hierro me habían sujetado en la pendencia, y junto al que yo me encontraba ahora, asomando la cabeza para ver lo que ocurría abajo, en la orilla del canal. A mi alrededor, los camaradas de Alatriste disimulaban con bastante apariencia, mirando ora a un lado ora a otro, y disuadiendo con resueltas ojeadas, retorcer de bigotes y manos en los pomos de las espadas a quienes pretendían acercarse a echar un vistazo. Para que todo transcurriese en debida forma, habían hecho venir también a dos conocidos del valenciano, por si luego era necesaria fe de testigos sobre los pormenores del reñir.

—No querréis —añadió Alatriste— que os llamen Traganiños.

Lo dijo muy helado y con mucha zumba, y el valenciano masculló un pese a tal que todos pudimos oír desde lo alto del terraplén. No quedaba en él ni rastro de vapores de vino, y se pasaba la mano izquierda por la barba y el mostacho, muy descompuesto de talante, mientras sostenía la herreruza desenvainada en la diestra. A pesar de su aspecto amenazador, del juramento y de la hoja desnuda, en el sobrescrito se le veía que no estaba del todo inclinado a batirse; pues de otro modo ya se habría arrojado sobre el capitán, resuelto a madrugarle y llevárselo por delante. Había sido arrastrado hasta allí por la negra honrilla y por el estado poco airoso de su crédito tras la pendencia conmigo; pero echaba de vez en cuando ojeadas a lo alto del terraplén, como si aún confiara en que alguien terciase antes que todo fuere a más. De cualquier modo, la mayor parte del tiempo lo dedicaba a observar los movimientos de Diego Alatriste; que muy lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo, se había quitado el sombrero y ahora, siempre con movimientos despaciosos, alzaba por encima de la cabeza la bandolera con los doce apóstoles, la ponía junto al arcabuz en el suelo, a la orilla del canal, y luego empezaba a desabrocharse los pasadores del jubón, con la misma flema.

—Un hombre de hígados como vos… —repitió, fijos sus ojos en los del otro.

Al oírse tratar de vos por segunda vez, y además con tan fría guasa, el valenciano resopló furioso, miró hacia los del terraplén, dio un paso adelante y otro hacia un lado, y movió la espada de derecha a izquierda. Cuando no se aplicaba entre familiares, amigos o personas de muy diferente condición, el
vos
en lugar de
uced
o
vuestra merced
era fórmula poco cortés, que entre los siempre suspicaces españoles se tomaba muchas veces como insulto. Si consideramos que en Nápoles el conde de Lemos y don Juan de Zúñiga llegaron a meter mano a las toledanas, ellos y su séquito y hasta sus criados, y que ciento cincuenta aceros se desnudaron aquel día porque el uno llamó al otro señoría en vez de excelencia, y el otro al uno vuesamerced en vez de señoría, resulta fácil hacerse idea del asunto. Saltaba a la cara que el valenciano no sufría con agrado aquel voseo, y que, pese a su indecisión —era evidente que conocia de vista y de reputación al hombre que estaba frente a él—, eso no le dejaba más que batirse. El mero hecho de envainar la espada ante otro soldado que lo trataba de vos, y teniéndola como ya la tenía de modo tan fanfarrón en la mano, habría sido mucha afrenta para su reputación. Y pronunciada en castellano, la palabra reputación era entonces mucha palabra. No en balde los españoles peleamos siglo y medio en Europa arruinándonos por defender la verdadera religión y nuestra reputación; mientras que luteranos, calvinistas, anglicanos y otros condenados herejes, pese a especiar su olla con mucha Biblia y libertad de conciencia, lo hicieron en realidad para que sus comerciantes y sus compañías de Indias ganaran más dinero; y la reputación, si no gozaba de ventajas prácticas, los traía al fresco. Que siempre fue muy nuestro guiarse menos por el sentido práctico que por el orapronobis y el qué dirán. De modo que así le fue a Europa, y así nos fue a nosotros.

—Nadie os dio vela en este entierro —dijo el valenciano, ronco.

—Cierto —concedió Alatriste, como si hubiera considerado lo del entierro muy a fondo—. Pero pensé que todo un señor soldado como vos requería algo más parejo… Así que espero serviros yo.

Estaba en camisa, y los zurcidos de ésta, sus calzones remendados y las viejas botas sujetas bajo las rodillas con cuerdas de arcabuz, no disminuían un ápice su imponente apariencia. El agua del canal reflejó el brillo de su espada cuando la extrajo de la vaina.

—¿Os place decirme vuestro nombre?

El valenciano, que se desabrochaba un justillo con tantos sietes y zurcidos como la camisa del capitán, hizo un gesto hosco con la cabeza. Sus ojos no se apartaban de la herreruza de su adversario.

—Me llaman García de Candau.

—Mucho gusto —Alatriste había llevado la mano zurda atrás, a su costado, y en ella relucía ahora también su daga vizcaína con guardas de gancho—. El mío…

—Sé cómo os llaman —lo interrumpió el otro—. Sois ese capitán de pastel que se da un título que no tiene.

En lo alto del terraplén, los soldados se miraron unos a otros. Al valenciano el vino le daba hígados, después de todo. Porque conociendo a Diego Alatriste, y pudiendo esperar librarse con una mojada de soslayo y unas semanas boca arriba, meterse en aquellas honduras era naipe fijo para irse por la posta. Así que todos quedamos expectantes, resueltos a no perder detalle.

Entonces ví que Diego Alatriste sonreía. Y yo había vivido junto a él tiempo suficiente para conocer aquella sonrisa: una mueca bajo el mostacho, fúnebre como un presagio, carnicera como la de un lobo cansado que una vez más se dispone a matar. Sin pasión y sin hambre. Por oficio.

Cuando retiraron al valenciano de la orilla, porque estaba con medio cuerpo en el agua, la sangre teñía de rojo, alrededor, el agua tranquila del canal. Todo se había hecho según las reglas de la esgrima y la decencia, puestos de firme a firme, dando el tajo y metiendo pies con aderezo de amagos de daga, hasta que la toledana del capitán Alatriste terminó entrando por donde solía. Así que al hacerse averiguaciones sobre esa muerte —entre barajas, pendencias y jiferazos contáronse otros tres despachados en la jornada, amén de media docena a los que apuñalaron de consideración— todos los testigos, soldados del rey nuestro señor y hombres de palabra, dijeron sin empacho que el valenciano había caído al canal, muy mamado, hiriéndose con su propia arma; de modo que el barrachel del tercio, bien aliviado para su coleto, dio por zanjado el negocio y cada mochuelo fuese a su olivo. Además, aquella misma noche se produjo el ataque holandés. Y el barrachel, y el maestre de campo, y los propios soldados, y el capitán Alatriste y yo mismo teníamos —vive Dios que sí— cosas más urgentes en que pensar.

V. LA FIEL INFANTERÍA

El enemigo atacó en mitad de la noche, y los puestos de centinela perdida se convirtieron en eso, en perdidos por completo, acuchillados sin tiempo a decir esta boca es mía. Mauricio de Nassau había aprovechado las aguas revueltas del motín, e informado por sus espías vínose sobre Oudkerk desde el norte, intentando meter en Breda un socorro de holandeses e ingleses, con mucha copia de infantería y caballería que se adelantó haciendo gentil destrozo en nuestras avanzadas. El tercio de Cartagena y otro de infantería valona que acampaba en las cercanías, el del maestre don Carlos Soest, recibieron orden de situarse en el camino de los holandeses y retrasarlos hasta que nuestro general Spínola organizase el contraataque. De modo que en plena noche nos despertaron redobles de cajas, y píf anos, y gritos de tomar el arma. Y nadie que no haya vivido tales momentos puede imaginar la confusión y el desbarajuste: hachas encendidas iluminando carreras, empujones y sobresaltos, rostros serenos, graves o atemorizados, órdenes contradictorias, gritos de capitanes y sargentos disponiendo apresuradamente filas de soldados soñolientos, a medio vestir, que se colocan los arreos de guerra; todo ello entre el rataplán ensordecedor de tambores arriba y abajo del campamento a la población, gente asomada a las ventanas y a las murallas, tiendas abatidas, caballerías que relinchan y se alzan de manos contagiadas por la inminencia del combate. Y brillo de acero, y relucir de picas, morriones y coseletes. Y viejas banderas que son sacadas de sus fundas y se despliegan, cruces de Borgoña, barras de Aragón, cuarteles con castillos y leones y cadenas, a la luz rojiza de las antorchas y las fogatas.

La compañía del capitán Bragado se puso en marcha de las primeras, dejando a su espalda los fuegos del pueblo fortificado y el campamento, y adentrándose en la oscuridad a lo largo de un dique que bordeaba extensas marismas y turberas. Por la fila de soldados corría la palabra de que ibamos al molino Ruyter, cuyo paraje era paso obligado para el holandés en su camino a Breda, por ser lugar angosto y, a lo que decían, imposible de esguazar por otro sitio. Yo caminaba con los demás mochileros entre la compañía de Diego Alatriste, llevando su arcabuz y el de Sebastián Copons y muy cerca de ellos, pues también portaba provisión de pólvora y balas y parte de sus pertrechos; ejercicio constante que, dicho sea de paso, y gracias al dudoso privilegio de cargar como una mula, solíame fortalecer los miembros día tras día; que para un español —nosotros siempre hicimos, que remedio, rancho con las desgracias— nunca ha habido mal que por bien no venga. O viceversa:

Pues hermanos y señores,

ya sabéis sin que os lo diga

que se ganan los honores

con grandísima fatiga.

El camino no era fácil en la oscuridad, pues había muy poca luna y casi siempre cubierta; de modo que a trechos algún soldado tropezaba, o se detenía la hilada y chocaban unos con otros, y entonces a lo largo del dique corrían los votos a tal y los pardieces igual que granizada de balas. Mi amo era, como de costumbre, una silueta silenciosa a la que yo seguía cual sombra de una sombra; y así íbamos haciendo andar mientras en mi cabeza y mi corazón se cruzaban encontrados sentimientos: de una parte, la cercanía de la acción en una naturaleza joven como la mía; de la otra el reparo a lo desconocido, agravado por aquella tiniebla y por la perspectiva de reñir en campo abierto con enemigo numeroso. Tal vez por eso habíame impresionado sobremanera cuando, aún en Oudkerk y recién formado el tercio a la luz de las antorchas, hasta los más descreídos habíanse sosegado un momento para hincar rodilla en tierra y descubrirse, mientras el capellán Salanueva recorría las filas dándonos una absolución general, por si las moscas. Que aunque el páter era un fraile hosco y estúpido al que se le trababan los latines en el vino, a fin de cuentas era lo único más o menos santo que teníamos a mano. Pues una cosa no quita la otra; y vistos en mal trance, nuestros soldados prefirieron siempre un
ego te absolvo
de mano pecadora que irse a pelo al otro barrio.

Hubo un detalle que me inquietó sobremanera, y por los comentarios alrededor también dio que pensar a los veteranos. Franqueando uno de los puentes cercanos al dique, vimos que algunos gastadores alumbrados con fanales aprestaban hachas y zapas para derribarlo a nuestra espalda, sin duda por cortar el paso al holandés en aquella parte; pero eso significaba también que ningún refuerzo ibamos a tener de ese lado, y que por ahí se nos hacía imposible un eventual sálvese quien pueda. Quedaban otros puentes, sin duda; pero calculen vuestras mercedes el efecto que eso hace cuando marchas a oscuras hacia el enemigo.

El caso es que con puente a nuestra espalda o sin él, llegamos al molino Ruyter antes del alba. Desde allí podíase oír el petardeo lejano de la escopetada que nuestros arcabuceros más avanzados sostenían escaramuzando con los holandeses. Ardía una fogata, y a su resplandor vi al molinero y su familia, mujer y cuatro hijos de poca edad, todos en camisa y espantados, desalojados de su vivienda y mirando impotentes cómo los soldados rompían puertas y ventanas, fortificabanel piso superior y amontonaban los pobres muebles para formar baluarte. Las llamas hacían relucir morriones y coseletes, lloraban los críos de terror ante aquellos hombres rudos vestidos de acero, y se llevaba el molinero las manos a la cabeza, viéndose arruinado y devastada su hacienda sin que nadie se conmoviera por ello; que en la guerra toda tragedia viene a ser rutina, y el corazón del soldado se endurece tanto en la desgracia ajena como en la propia. En cuanto al molino, nuestro maestre de campo lo había elegido como puesto de mando y observatorio, y veíamos a don Pedro de la Daga conferenciar en la puerta con el maestre de los valones, rodeados ambos de sus planas mayores y sus banderas. De vez en cuando volvíanse a mirar unos fuegos lejanos, distantes cosa de media legua, como de casares que ardían en la distancia, donde parecía concentrarse el grueso de los holandeses.

Aún se nos hizo avanzar un poco más, dejando atrás el molino; y las compañías se fueron desplegando en las tinieblas entre los setos y bajo los árboles, pisando hierba empapada que nos mojaba hasta las rodillas. La orden era no encender fuegos de leña y esperar, y de vez en cuando una escopetada cercana o una falsa alarma hacían agitarse las filas, con muchos quién vive y quién va y otras voces militares al uso; que el miedo y la vigilia son malos compañeros del reposo. Los de vanguardia tenían las cuerdas de los arcabuces encendidas, y en la oscuridad brillaban sus puntos rojos como luciérnagas. Los más veteranos se tumbaron en el suelo húmedo, resueltos a descansar antes del combate. Otros no querían o no podían, y se estaban muy en vela y alerta, escudriñando la noche, atentos al escopeteo esporádico de las avanzadillas que escaramuzaban cerca. Yo estuve todo el tiempo junto al capitán Alatriste, que con su escuadra fue a tenderse junto a un seto. Los seguí tanteando en la oscuridad, con la mala fortuna de arañarme cara y manos en las zarzas, y un par de veces oí la voz de mi amo llamándome para asegurarse de que estaba cerca. Por fin requirió él su arcabuz y Sebastián Copons el suyo, y me encargaron mantuviera una cuerda encendida de ambos cabos por si les fuere menester. Así que saqué de mi mochila eslabón y pedernal, y chisqueando al resguardo del seto hice lo que me mandaron y soplé bien la mecha, poniéndola en un palo que clavé en el suelo para que se mantuviera seca y encendida y todos pudieran proveerse de ella. Luego me acurruqué con los demás, intentando descansar de la caminata, y quise dormir un poco. Mas fue en vano. Hacía demasiado frío, la hierba húmeda calaba por abajo mis ropas, y por arriba el relente de la noche nos empapaba a todos muy a gusto de Belcebú. Sin apenas darme cuenta fui arrimándome al reparo del cuerpo de Diego Alatriste, que permanecía tumbado e inmóvil con su arcabuz entre las piernas. Sentí el olor de sus ropas sucias mezclado con el cuero y metal de sus arreos, y me pegué a él en busca de calor; cosa que no me estorbó, manteniéndose inmóvil al sentirme cerca. Y sólo más tarde, cuando dio en rayar el alba y yo empecé a tiritar, se ladeó un instante y cubrióme sin decir palabra con su viejo herreruelo de soldado.

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