Read El sol de Breda Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

El sol de Breda (8 page)

BOOK: El sol de Breda
3.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pero el maestre de campo quería sangre u obediencia. Los dos sentenciados ya colgaban de un árbol; así que, resuelto el negocio, la escolta de tudescos —grandes, rubios e insensibles como trozos de carne— rodeaba de nuevo alabardas en alto a don Pedro de la Daga. Dio nuevas órdenes éste, Volvieron a sonar cajas, corneta y pífanos, y siempre con su maldito puño derecho en la cadera, Jiñalasoga vio cómo las compañías leales se ponían en marcha avanzando contra los amotinados.

—¡Tercio de Cartagena!… ¡Aaaal…to!

De pronto quedó todo en silencio. Compañías leales y rebeldes estaban en filas cerradas a unas treinta varas de distancia unas de otras, todas con las picas dispuestas y los arcabuces bala en caño. Las banderas salidas de las filas habíanse juntado en el centro de la formación, con los soldados fieles escoltándolas. Yo estaba entre ellos, pues me quise meter en la línea junto a mi amo; que ocupaba su puesto con la docena de hombres de la compañía que no estaban del otro lado, entre el sotalférez Minaya y Sebastián Copons. Sin arcabuz, con la espada en la vaina y los pulgares colgados del cinto, Diego Alatriste parecía hallarse allí sólo de visita, y nada en su actitud indicaba que estuviese dispuesto a acometer a sus antiguos compañeros.

—¡Tercio de Cartagena!… ¡Alistaaaar.. arcabuces!

Recorrió las filas el sonido metálico de los arcabuceros al preparar sus armas poniendo pólvora en la cazoleta y la cuerda encendida en la llave. Entre el humo grisáceo que despedian las mechas, veía yo desde mi lugar los rostros que teníamos enfrente: curtidos, barbudos, con cicatrices, ceños resueltos bajo las rotas alas de los sombreros y los morriones.

Al movimiento de nuestros arcabuces algunos hicieron lo mismo, y muchos coseletes de las primeras filas calaron sus picas. Pero oyéronse entre ellos gritos y protestas —«señores, señores, razón», se voceaba— y casi todos los arcabuces y picas rebeldes se alzaron de nuevo, dando a entender que no era su intención batir a compañeros. A este lado, todos nos volvimos a mirar al maestre de campo cuando su voz resono en la explanada:

—¡Sargento mayor!… ¡Devuelva a esos hombres a la obediencia del rey!

El sargento mayor Idiáquez se adelantó bastón en mano e intimó a los rebeldes a deponer su actitud de inmediato. Era mero formulismo, e Idiáquez, un veterano que habíase amotinado él mismo no pocas veces en otros tiempos —sobre todo en el año 98 del siglo viejo, cuando la falta de pagas y la indisciplina nos hicieron perder media Flandes—, intervino breve y seco volviéndose a nuestras filas sin esperar respuesta por su parte, ninguno de los que teníamos enfrente pareció dar más importancia al trámite que el propio sargento mayor, Y sólo se escucharon gritos aislados de «las pagas, las pagas». Tras lo cual, siempre muy erguido sobre la silla de montar e implacable bajo su coraza repujada, don Pedro de la Daga alzó una mano guarnecida de ante.

—¡Calaaaad… arcabuces!

Los arcabuceros encararon sus armas, el dedo en el gatillo de la llave de mecha, y soplaron las cuerdas encendidas. Los mosquetes, más pesados, apoyábanse en las horquillas apuntando a los de enfrente, que empezaban a agitarse en sus filas; inquietos, pero sin resolverse en actitud hostil.

—¡Orden de fuego!… ¡A mi voz!

Aquello resonó bien claro en la explanada, y aunque algunos hombres de las hiladas rebeldes retrocedieron, debo decir que casi todos permanecieron impertérritos en sus puestos, pese a las bocas amenazantes de los arcabuces leales. Yo miré a Diego Alatriste y vi que, como la mayor parte de los soldados, incluso quienes sostenían las armas y quienes enfrente aguardaban a pie firme la escopetada, miraba al sargento mayor Idiáquez; y los capitanes y sargentos de compañías también lo miraban, y éste miraba a su vez a usía el señor maestre de campo. Que no miraba a nadie, como si estuviera en un ejercicio que lo fastidiara mucho. Y ya alzaba la mano Jiñalasoga cuando todos vimos —o creímos ver, que es más propio— cómo ldiáquez hacía un levísimo ademán negativo con la cabeza: apenas un movimiento que ni siquiera podía considerarse como tal; un gesto inexistente, digo, y por tanto no reñido con la disciplina, de modo que más tarde, cuando se indagaron responsables, nadie pudo jurar haberlo visto. Y con ese gesto, justo en el instante en que don Pedro de la Daga daba la voz de «fuego», las ocho compañías leales abatieron sus picas, y los arcabuceros, como un solo hombre, dejaron sus armas en el suelo.

IV. DOS VETERANOS

Fueron menester tres días de negociación, la mitad de las pagas atrasadas y la presencia de nuestro general don Ambrosio Spínola en persona para que los amotinados de Oudkerk volviéramos a la obediencia. Tres días en que la disciplina del tercio de Cartagena se mantuvo más a rajatabla que nunca, con los oficiales y banderas de todas las compañías recogidos en el pueblo y el tercio acampado extramuros; pues ya dije que nunca fueron más disciplinados los tercios que cuando se amotinaban. En esta ocasión incluso se reforzaron los puestos de centinela avanzados, para prevenir que los holandeses aprovechasen las circunstancias para venir sobre nosotros como gorrino al maíz. En cuanto a los soldados, un servicio de orden establecido por los representantes electos funcionó muy eficaz y sin miramientos, llegando al extremo de ajusticiar, esta vez sin que nadie protestara lo más mínimo, a cinco maltrapillos que quisieron saquear por su cuenta en el pueblo. Denunciados por los vecinos, un juicio sumarísimo de sus propios compañeros los hizo arcabucear junto a la tapia del cementerio, y allí hubo paz y después gloria. En realidad los sentenciados eran en principio sólo cuatro; pero diose la circunstancia de que a otros dos reos de delitos menores se los sentenció a cortárseles las orejas, y uno de ellos protestó con muchos porvidas y votos a tal, diciendo que un hidalgo y cristiano viejo como él, biznieto de Mendozas y de Guzmanes, antes prefería verse muerto que sufrir tal afrenta. De modo que el tribunal, que a diferencia de nuestro maestre de campo y al estar formado por soldados y camaradas era comprensivo en lo tocante a puntos de honra, decidió hacer merced de la oreja, cambiándosela al fulano por una bala de arcabuz; sin que le valiera al reo un último desdigo que le sobrevino —sin duda era hidalgo voluble— cuando se halló, con sus dos orejas intactas, ante la tapia del cementerio.

Fue aquélla la primera vez que vi a don Ambrosio Spínola y Grimaldi, marqués de los Balbases, grande de España, capitán general del ejército de Flandes, y cuya imagen, armadura pavonada en negro claveteado de oro, bengala de general en la mano zurda, valona de puntas flamencas, banda roja y botas de ante, evitando cortésmente que ante él se incline el holandés vencido, habría de quedar para siempre en la Historia merced a los pinceles de Diego Velázquez; en el cuadro famoso del que hablaré en su momento, pues no en balde fui quien proporcionó al pintor, años más tarde, cuantos pormenores hubo menester. El caso es que cuando lo de Oudkerk y lo de Breda tenía nuestro general cincuenta y cinco o cincuenta y seis años, y era delgado de cuerpo y de rostro, pálido y con barba y pelo gris. A su carácter astuto y firme no resultaba ajena la patria genovesa, que había dejado para servir por afición a nuestros reyes. Soldado paciente y afortunado, no tenía el carisma del hombre de hierro que fue el duque de Alba, ni las mañas de otros de sus antecesores; y sus enemigos en la Corte, que aumentaban con cada uno de sus éxitos —no podía ser de otro modo entre españoles—, lo acusaban a la vez de extranjero y ambicioso. Pero lo cierto es que había conseguido los más grandes triunfos militares para España en el Palatinado y en Flandes, puesto al servicio de aquella su fortuna personal, hipotecado los bienes de su familia para pagar a las tropas, e incluso perdido a su hermano Federico en un combate naval con los rebeldes holandeses. En la época su prestigio militar era inmenso; hasta el punto de que cuando preguntaron a Mauricio de Nassau, general en jefe enemigo, quién era el mejor soldado de la época, respondió:
«Spínola es el segundo»
. Nuestro don Ambrosio era, además, hombre de hígados; y ello le había granjeado reputación entre la tropa, ya en las campañas anteriores a la tregua de los Doce Años. Diego Alatriste podía dar fe con sus propios recuerdos de cuando el socorro a la Esclusa y el asedio de Ostende: viéndose en este último tan arrimado al peligro el marqués en medio de la refriega, que los soldados, y el propio Alatriste entre ellos, abatieron picas y arcabuces, negándose a combatir hasta que su general no se pusiera a recaudo.

El día que don Ambrosio Spínola en persona liquidó el motín, muchos lo vimos salir de la tienda de campaña donde se habían llevado a cabo las negociaciones. Lo seguía su plana mayor y nuestro cabizbajo maestre de campo; mordiéndose éste las guías del mostacho, de furia, al no haber conseguido su propósito de ahorcar a uno de cada diez amotinados como escarmiento. Pero don Ambrosio, con su mano izquierda y su buen talante, había declarado resuelto el negocio. En ese momento, restablecida la disciplina formal del tercio, los oficiales y las banderas se reintegraban a sus compañías; y ante las mesas de los contadores —el dinero salía de las arcas personales de nuestro general— empezaban a formarse ávidas filas de soldados, mientras alrededor del campamento, cantineras, prostitutas, mercaderes, vivanderos y otra gentuza parásita, se prevenía a recibir su parte de aquel torrente de oro.

Diego Alatriste estaba entre los que se movían alrededor de la tienda. Por eso, cuando don Ambrosio Spínola abandonó ésta, deteniéndose un instante para acostumbrar los ojos a la luz, el toque de corneta hizo que Alatriste y sus compañeros se acercaran a mirar de cerca al general. Por hábito de veteranos, la mayor parte había cepillado sus ropas remendadas, las armas estaban bruñidas, y hasta los sombreros lucían airosos pese a zurcidos y agujeros; pues los soldados que tenían a gala su condición celaban en demostrar que un motín no era menoscabo de gallardía en la milicia; de modo que dábase la paradoja de que pocas veces lucieron los del tercio de Cartagena como a la vista de su general al concluir lo de Oudkerk. Así pareció apreciarlo Spínola cuando, con Toisón de Oro reluciéndole en la gorguera, escoltado por sus arcabuceros selectos y seguido de plana mayor, maestre de campo, sargento mayor y capitanes, fue a pasear muy despaciosamente entre los numerosos grupos que le abrían calle y vitoreaban con entusiasmo por ser quien era, y sobre todo porque había ido a pagarles. También lo hacían para marcarle diferencias a don Pedro de la Daga, que caminaba tras su capitán general rumiando el despecho de no tener con qué cebar la soga, y también la filípica que, según contaban los avisados, habíale espetado don Ambrosio muy en privado y al detalle, amenazándolo con retirarle el mando si no cuidaba de sus soldados como de las niñas de sus ojos. Esto es lo que se decía, aunque dudo que lo de las niñas fuera verdad; pues resulta sabido que, simpáticos o tiranos, estúpidos o astutos, todos los generales y maestres de campo fueron siempre perros de la misma camada, a quienes sus soldados diéronseles un ardite, sólo buenos para abonar con sangre toisones y laureles. Pero aquel día los españoles, alegres por el buen término de su asonada, estaban dispuestos a aceptar cualquier rumor y cualquier cosa. Sonreía paternal don Ambrosio a diestro y siniestro, decía «señores soldados» e «hijos míos», saludaba gentil de vez en cuando con la bengala de tres palmos, y a veces, al reconocer el rostro de un oficial o un soldado viejo, le dedicaba unas corteses palabras. Hacia, en suma su oficio. Y vive Dios que lo hacía bien.

Cruzóse entonces con el capitán Alatriste, que entre sus camaradas se tenía aparte, viéndolo pasar. Cierto es que el grupo daba motivos para admirarlo, pues ya dije que la escuadra de mi amo era casi toda de soldados viejos, con mucho mostacho y cicatriz en la piel hecha a la intemperie como cuero de Córdoba; y por su aspecto, en especial cuando estaban como aquel día con todos los arreos, doce apóstoles en bandolera, espada y daga y arcabuz o mosquete en mano, nadie habría dudado que no existía holandés, ni turco, ni criatura del infierno que se les resistiera metidos en faena y con los tambores redoblando a degüello. El caso es que observó don Ambrosio al grupo, admirando su aspecto, e iba a sonreírles y seguir camino cuando reconoció a mi amo, refrenó el paso un momento, y le dijo, en su suave español rico en resonancias italianas:

—Pardiez, capitán Alatriste, ¿sois vos?… Creí que os habíais quedado para siempre en Fleurus.

Se destocó Alatriste, quedando con el chapeo en la mano zurda y la muñeca de la diestra descansando sobre la boca del arcabuz.

—Cerca estuve —respondió mesurado—; como me hace el honor de recordar vuecelencia. Pero no era mi hora.

El general observó con atención las cicatrices en el rostro curtido del veterano. Le había dirigido la palabra por vez primera veinte años atrás, durante el intento de socorro de la Esclusa; cuando, sorprendido por una carga de caballería, don Ambrosio túvose que refugiar en un cuadro formado por este y otros soldados. Junto a ellos, olvidado de su rango, el ilustre genovés había tenido que pelear pie a tierra por su vida, a cuchilladas y escopetazos, durante una larga jornada. Ni él había olvidado aquello, ni Alatriste tampoco.

—Ya veo —dijo Spínola—. Y eso que, en los setos de Fleurus, don Gonzalo de Córdoba me contó que peleasteis como buenos.

—Dijo verdad don Gonzalo en lo de buenos. Casi todos los camaradas quedaron allí.

Spínola se rascó la perilla, como si acabase de recordar algo.

—¿No os hice entonces sargento?

Alatriste negó despacio con la cabeza.

—No, Excelencia. Lo de sargento fue en el año dieciocho, porque vuecelencia me recordaba de La Esclusa.

—¿Y cómo sois otra vez soldado?

—Perdí mi plaza un año después, por un duelo.

—¿Cosa grave?

—Un alférez.

—¿Muerto?

—Del todo.

Consideró la respuesta el general, cambiando luego una mirada con los oficiales que lo rodeaban. Fruncía ahora el ceño, e hizo ademán de seguir camino.

—Vive Dios —dijo— que me sorprende no os ahorcaran.

—Fue cuando el motín de Mastrique, Excelencia.

Alatriste había hablado sin inmutarse. El general se demoró un instante, haciendo memoria.

—Ah, ya me acuerdo —las arrugas se habían borrado de su frente y sonreía de nuevo—. Los tudescos y el maestre de campo al que salvasteis la vida… ¿No os concedí una ventaja de ocho escudos por aquello?

BOOK: El sol de Breda
3.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

NotoriousWoman by Annabelle Weston
Gerard's Beauty by Marie Hall
Guilt by Elle, Leen
Lena's River by Caro, Emily
The Lake Season by Hannah McKinnon
Jekel Loves Hyde by Beth Fantaskey
Azar Nafisi by Reading Lolita in Tehran
Raven by Ashley Suzanne
Twilight by Book 1