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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

El sol de Breda (3 page)

BOOK: El sol de Breda
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Pero volvamos a Oudkerk. Después que el soldado se fue y yo me alejé de la plaza, anduve en busca del capitán Alatriste, a quien encontré bien de salud con el resto de su escuadra, junto a una pequeña fogata, en el jardín trasero de una casa que daba sobre el embarcadero del canal próximo a la muralla. El capitán y sus camaradas habían sido encargados de atacar aquella parte del pueblo, a fin de incendiar las barcas del muelle y poner mano en la puerta posterior, cortando de ese modo la retirada a las tropas enemigas del recinto. Cuando di con él, los restos de las barcas carbonizadas humeaban en la orilla del canal, y sobre la tablazón del muelle, en los jardines y en las casas podían apreciarse las huellas de la reciente lucha.

—Íñigo —dijo el capitán.

Sonreía fatigado y algo distante, con esa mirada que les queda impresa a los soldados después de un combate difícil. Una mirada que los veteranos de los tercios llamaban
del último cuadro
y que, con el tiempo que yo llevaba en Flandes, había aprendido a distinguir bien de las otras: la del cansancio, la de la resignación, la del miedo, la del toque de degüello. Aquélla era la que te queda en los ojos después que hayan pasado por ellos todas las otras, y también era exactamente la que el capitán Alatriste tenía en ese momento. Descansaba sentado en un banco, el codo sobre una mesa y la pierna izquierda extendida, como si le doliera. Sus botas altas hasta la rodilla estaban llenas de barro, y llevaba sobre los hombros una ropilla parda, sucia y desabrochada, bajo la que podía verse su viejo coleto de piel de búfalo. El sombrero estaba sobre la mesa, junto a una pistola —observé que había sido disparada— y el cinto con su espada y la daga.

—Acércate al fuego.

Obedecí con gusto, mirando los cadáveres de tres holandeses que yacían cerca: uno sobre las tablas del muelle próximo, otro bajo la mesa. El tercero estaba boca abajo, en el umbral de la puerta trasera de la casa, con una alabarda que no le sirvió para defender su vida ni para ningún otro menester. Observé que tenía las faltriqueras vueltas del revés, le habían quitado el coselete y los zapatos, y le faltaban dos dedos de una mano, sin duda porque quien lo despojó tenía prisa por sacarle los anillos. El reguero de su sangre, rojo pardusco, cruzaba el jardín hasta donde se hallaba sentado el capitán.

—Frío ése no tiene ya —dijo uno de los soldados.

Por su fuerte acento vascuence, sin necesidad de volverme, supe que quien había hablado era Mendieta, vascongado como yo, un vizcaíno cejijunto y fuerte que lucía un mostacho casi tan grande como el de mi amo. Completaban el rancho Curro Garrote, un malagueño de los Percheles tan tostado que parecía moro, el mallorquín José Llop, y Sebastián Copons, viejo camarada de antiguas campañas del capitán Alatriste: un aragonés pequeño, reseco y duro como la madre que lo parió, cuyo rostro parecía tallado en la piedra de los mallos de Riglos. Por las cercanías vi rondar a otros de la escuadra: los hermanos Olivares y el gallego Rivas.

Todos se holgaron de verme bueno y entero, pues conocían mi difícil tarea en el puente levadizo, aunque no hubo grandes aspavientos por su parte; de un lado no era la primera vez que yo olía la pólvora en Flandes, del otro ellos mismos tenían asuntos propios en que pensar, y por demás no eran del tipo de soldados que pregonan en exceso lo que, en el fondo y por oficio, no es sino obligación de todo el que cobra paga de su rey. Aunque en nuestro caso —o más bien en el de ellos, pues los mochileros no teníamos derecho a ventajas ni soldada— el tercio llevaba mucho tiempo sin ver la color de un real de a ocho.

Tampoco Diego Alatriste se excedió en su bienvenida, pues ya he dicho que se limitó a sonreír apenas, torciendo el mostacho como al aire de otra cosa. Luego, al ver que yo me quedaba dando vueltas alrededor como un buen perro en procura de una caricia del amo, alabó mi jubón de terciopelo rojo y acabó ofreciéndome un trozo de pan y unas salchichas que sus compañeros asaban en la fogata que les servía también para calentarse. Aún tenían las ropas húmedas tras la noche pasada en el agua del canal, y sus rostros grasientos, sucios y desgreñados por la vela y el combate, reflejaban cansancio. Estaban, sin embargo, de buen humor. Seguían vivos, todo había salido bien, el pueblo era otra vez de la religión católica y del rey nuestro señor, y el botín —varios sacos y hatos apilados en un rincón— razonable.

—Después de tres meses ayunos de paga —comentaba Curro Garrote, limpiando los anillos ensangrentados del holandés muerto— esto nos da cuartel.

Al otro lado del pueblo sonaron clarinazos y redobles de trompetas y cajas. La niebla empezaba a levantarse, y eso nos permitió ver una hilera de soldados que avanzaba por encima del dique del Ooster. Las largas picas se movían como un bosque de juncos entre los últimos restos de bruma gris, y un breve rayo de sol, adelantado a modo de avanzadilla, hizo relucir los hierros de las lanzas, los morriones y los coseletes, reflejándolos en las aguas quietas del canal. Al frente iban caballos y banderas con la buena y vieja cruz de San Andrés, o de Borgoña: el aspa roja, enseña de los tercios españoles:

—Es Jiñalasoga —dijo Garrote.

Jiñalasoga
era el apodo que daban los veteranos a don Pedro de la Daga, maestre de campo del tercio viejo de Cartagena. En lengua soldadesca de la época, jiñar equivalía —disimulen vuestras mercedes— a proveerse, o sea, cagar. Lo que suena algo ordinario traído aquí a cuento; pero, pardiez, éramos soldados y no monjas de San Plácido. En cuanto a lo de la soga, que a eso iba, nadie que conociese la afición de nuestro maestre de campo a ahorcar a sus hombres por faltas a la disciplina albergaba dudas sobre la oportunidad del mote. El caso, para terminar, es que jiñalasoga, por mejor nombre el maestre don Pedro de la Daga, que tanto monta, venía por el dique a tomar posesión oficial de Oudkerk con la bandera de refuerzo del capitán don Hernán Torralba.

—A media mañana llega —murmuró Mendieta, malhumorado—. Y con todo el tajo hecho, o así.

Diego Alatriste se puso lentamente en pie, y vi que lo hacía con dificultad, doliéndose de la pierna que había tenido extendida todo el rato. Yo sabía que no era herida nueva, sino vieja de un año, en la cadera, recibida en los callejones próximos a la plaza Mayor de Madrid durante el penúltimo encuentro con su viejo enemigo Gualterio Malatesta. La humedad le producía molestias reumáticas, y la noche pasada en las aguas del Ooster no era receta para remediarlas.

—Vamos a echar un vistazo.

Se atusó el mostacho, ciñó la pretina con espada y vizcaína, introdujo la pistola en el cinto y cogió el sombrero de grandes alas con su eterna y siempre ajada pluma roja. Luego, despacio, volvióse a Mendieta.

—Los maestres de campo siempre llegan a media mañana —dijo, y en sus ojos glaucos y fríos era imposible conocer si hablaba en serio o de zumba—. Que para eso ya madrugamos nosotros.

II. EL INVIERNO HOLANDÉS

Pasaron las semanas, y los meses, y se entró bien adentro el invierno; y pese a que nuestro general don Ambrosio Spínola había vuelto a apretar la mancuerda a las provincias rebeldes, Flandes se iba perdiendo, y nunca se acababa de perder, hasta que al cabo se perdió. Y consideren por lo menudo vuestras mercedes que, cuando digo que nunca se acababa de perder, me refiero a que sólo la poderosa máquina militar española sostenía el cada vez más débil lazo con aquellas lejanas tierras desde las que un correo, reventando caballos de posta, tardaba tres semanas en llegar a Madrid. Al norte, los Estados Generales, apoyados por Francia, Inglaterra, Venecia y otros enemigos nuestros, se consolidaban en su rebeldía merced al culto calvinista, más útil para los negocios de sus burgueses y comerciantes que la verdadera religión, opresiva, anticuada y poco práctica para quienes preferían habérselas con un Dios que aplaudiese el lucro y el beneficio, sacudiéndose de paso el yugo de una monarquía castellana demasiado distante, centralista y autoritaria. Y por su parte, los Estados católicos del sur, aún leales, empezaban a estar hartos del costo de una guerra que habría de totalizar ochenta años, y de las exacciones y agravios de unas tropas que cada vez más eran consideradas tropas de ocupación. Todo eso pudría no poco el ambiente, y a ello hemos de añadir la decadencia de la propia España, donde un rey bien intencionado e incapaz, un valido inteligente pero ambicioso, una aristocracia estéril, un funcionariado corrupto y un clero por igual estúpido y fanático, nos llevaban de cabeza al abismo y a la miseria, con Cataluña y Portugal a punto de separarse de la Corona, este último para siempre. Estancados entre reyes, aristócratas y curas, con usos religiosos y civiles que despreciaban a quienes pretendían ganar honradamente el pan con sus manos, los españoles preferíamos buscar fortuna peleando en Flandes o conquistando América, en busca del golpe de suerte que nos permitiese vivir como señores, sin pagar impuestos ni dar golpe. Ésa fue la causa que hizo enmudecer nuestros telares y talleres, despobló España y la empobreció; y nos redujo primero a ser una legión de aventureros, luego un pueblo de hidalgos mendicantes, y al cabo una chusma de ruines sanchopanzas. Y de ese modo, la vasta herencia recibida de sus abuelos por el rey nuestro señor, aquella España en la que nunca se ponía el sol, pues cuando el astro se ocultaba en uno de sus confines ya los alumbraba por otro, seguía siendo lo que era sólo merced al oro que traían los galeones de las Indias, y a las picas —las famosas lanzas que Diego Velázquez iba a inmortalizar muy pronto precisamente gracias a nosotros— de sus veteranos tercios. Con lo que, pese a nuestra decadencia, todavía no éramos despreciados y aún éramos temidos. De modo que muy en sazón y justicia, y para afrenta de todas las otras naciones, podíase decir aquello de:

¿Quién hablaba aquí de guerra?

¿Aún nuestra memoria brilla?

¿Aún al nombre de Castilla

tiembla de pavor la Tierra?

Disimularán vuestras mercedes que me incluya con tan parca modestia en el paisaje; pero a esas fechas de la campaña de Flandes, aquel jovencito íñigo Balboa que conocieron cuando la aventura de los dos ingleses y la del convento, ya no lo era tanto. El invierno del año veinte y cuatro, que el tercio viejo de Cartagena pasó de guarnición en Oudkerk, hallóme en pleno vigor de mi crecimiento. Ya he contado que el olor a pólvora me era harto familiar, y aunque por edad no empuñaba pica, espada ni arcabuz en los combates, mi condición de mochilero de la escuadra donde servía el capitán Alatriste habíame convertido en veterano de todo tipo de lances. Mi instinto ya era el de un soldado, podía olfatear una cuerda de arcabuz encendida a media legua, distinguía las libras y las onzas de cada bala de cañón o mosquete por su zumbido, y desarrollaba singular talento en el menester que los mochileros llamábamos forrajear: incursiones en cuadrilla por las cercanías, merodeando en busca de leña y comida para los soldados y para nosotros mismos. Eso resultaba imprescindible cuando, como era el caso, las tierras se veían devastadas por la guerra, escaseaba el bastimento y cada cual debía arreglárselas a su aire. No siempre era pan comido; y lo prueba que, en Amiens, franceses e ingleses nos mataron a ochenta mochileros, algunos de doce años, que andaban forrajeando en el campo: inhumanidad incluso en tiempo de guerra, que luego los españoles vengaron a destajo, pasando a cuchillo a doscientos soldados de la rubia Albión. Porque donde las dan, las toman. Y si bien a la larga los súbditos de las reinas y los reyes de la Inglaterra nos fastidiaron bien en muchas campañas, cumplido es recordar que despachamos a no pocos; y que sin ser tan recios mozos como ellos, ni tan rubios, ni tan vocingleros bebiendo cerveza, en lo tocante a arrogancia nunca nos mojaron la oreja. Además, si el inglés combatió siempre con el valor de su soberbia nacional, nosotros lo hicimos con el de nuestra desesperación nacional, que tampoco era —qué remedío— moco de pavo. De modo que se lo hicimospagar muy caro en su maldito pellejo, a ellos y a tantos otros:

Pues esto fue, no es nada,

una pierna no mas, de una volada.

¿Qué piensan esos perros luteranos?

¿Piernas me quitan, y me dejan manos?

En fin. Lo cierto es que durante ese invierno de luz indecisa, niebla y lluvia gris, forrajeé, merodeé y escaramucé de aquí para allá, en aquella tierra flamenca que no era árida a la manera de la mayor parte de España —ni en eso nos sonrió Dios—, sino casi toda verde como las campas de mi Oñate natal, aunque mucho más llana y surcada de ríos y canales. En semejante actividad me revelé consumado perito robando gallinas, desenterrando nabos, poniéndole la daga en el cuello a campesinos tan hambrientos como yo para quitarles su magra comida. Hice, en suma, y aún haría otras en mis siguientes años, muchas cosas que no estoy orgulloso de recordar; pero sobreviví al invierno, socorrí a mis camaradas y me hice un hombre en toda la extensa y terrible acepción de esa palabra:

Ceñí, en servicio de mi rey, la espada

antes que el labio me ciñese el bozo…

Como escribió de sí mismo el propio Lope. También perdí mi virginidad. O mi virtud, dicho a la manera del buen Dómine Pérez. Que a tales alturas, en Flandes y en mi situación de medio mozo y medio soldado, era una de las pocas cosas que me quedaban por perder. Pero ésa es historia íntima y particular, que no tengo intención de referir aquí por lo menudo a vuestras mercedes.

La escuadra de Diego Alatriste era la principal de la bandera del capitán don Carmelo Bragado, y estaba formada por lo mejor de cada casa: gente de hígados, acero fácil y pocos remilgos, hecha a sufrir y a pelear, todos ellos soldados veteranos que como mínimo llevaban entre pecho y espalda la campaña del Palatinado o años de servir en el Mediterráneo con los tercios de Nápoles o Sicilia, cual era el caso del malagueño Curro Garrote. Otros, como el mallorquín José Llop o el vizcaíno Mendieta, ya habían combatido en Flandes antes de la tregua de los Doce Años, y unos pocos, como Copons, que era de Huesca, y el propio Alatriste, alcanzaban en sus amarillentas hojas de servicio los últimos años del buen don Felipe Segundo; a quien Dios tenga en su gloria, y bajo cuyas viejas banderas, como diría Lope, habían ceñido ambos al mismo tiempo espada y bozo. Entre bajas e incorporaciones, la escuadra solía sumar diez o quince hombres, según los casos, y no tenía una función específica en la compañía que no fuese la de moverse con rapidez y reforzar a las otras en sus diversas acciones; para lo que contaba con media docena de arcabuces y otros tantos mosquetes. La escuadra se regía de modo singular: no había un cabo, o jefe, pues en campaña quedaba a la orden directa del capitán Bragado, que lo mismo la empleaba en línea con el resto que la dejaba ir a su aire en golpes de mano, descubiertas, escaramuzas y almogavarías. Todos eran, como dije, fogueados y conocedores de su oficio; y tal vez por ello, en su modo interno de regirse, aún sin haber designado cabo ni jerarquía formal ninguna, una suerte de acuerdo tácito atribuía la autoridad a Diego Alatriste. En cuanto a los tres escudos de ventaja que reportaba el cargo de cabeza de escuadra, era el capitán Bragado quien los percibía; ya que como tal figuraba en los papeles del tercio, amén de sus cuarenta de sueldo como capitán efectivo de la bandera. Pues, aunque hombre de casta acorde a su apellido y razonable oficial mientras no se ofendiese la disciplina, don Carmelo Bragado era de los que oyen cling y dicen mío; nunca dejaba pasar de largo un maravedí, e incluso mantenía enrolados a muertos y desertores para quedarse con sus pagas, cuando las había. Ésa, por otra parte, era práctica muy al uso, y en descargo de Bragado podemos decir dos cosas: nunca se negaba a socorrer a los soldados que lo habían menester, y además propuso en dos ocasiones a Diego Alatriste para la ventaja de cabo de escuadra, por más que ambas dos éste declinó el ascenso. Sobre la estima en que Bragado tenía a mi amo, diré sólo que cuatro años antes, en la Montaña Blanca, cuando el fracaso del primer asalto de Tilly y el segundo ataque bajo las órdenes de Boucquoi y el coronel don Guillermo Verdugo, Alatriste y el capitán Bragado —y también Lope Balboa, mi padre— habían subido hombro con hombro ladera arriba, peleando por cada palmo de terreno entre los peñascos cubiertos de cadáveres; y que un año después de eso, en la llanura de Fleurus, cuando don Gonzalo de Córdoba ganó la batalla pero el tercio viejo de Cartagena resultó casi aniquilado tras aguantar a pie firme varias cargas de caballería, Diego Alatriste estaba entre los últimos españoles que mantuvieron impávidos las filas en torno a la bandera que, muerto el alférez portaestandarte, muertos todos los otros oficiales, sostenía en alto el propio capitán Bragado. Y en aquel tiempo y entre aquellos hombres, esas cosas, pardiez, aún significaban algo.

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