Read El sol de Breda Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

El sol de Breda (2 page)

BOOK: El sol de Breda
2.72Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

No hubo violencia con las mujeres, al menos tolerada. Ni tampoco embriaguez en la tropa; que a menudo, hasta en los soldados de más disciplina, ésta suele aparejar aquélla. Las órdenes en tal sentido eran tajantes como filo de toledana, pues nuestro general en jefe, don Ambrosio Spínola, no quería indisponerse aún más con la población local, que bastante tenía con verse acuchillada y saqueada como para que encima le forzasen a las legítimas. Así que en vísperas del ataque, para poner las cosas en su sitio y por aquello de más vale un por si acaso que un quién lo diría, ahorcóse a dos o tres soldados convictos, propensos a los delitos de faldas. Que ninguna bandera o compañía es perfecta; e incluso en la de Cristo, que fue como él mismo se la quiso reclutar, hubo uno que lo vendió, otro que lo negó y otro que no lo creyó. El caso es que, en Oudkerk, el escarmiento preventivo fue mano de santo; y salvo algún caso de violencia aislada —al día siguiente hubo otra sumarisima ejecución
ad hoc
—, inevitable donde hay que vérselas con mílites vencedores y ebrios de botín, la virtud de las flamencas, fuera la que fuese, pudo mantenerse intacta. De momento.

El Ayuntamiento ardía hasta la veleta. Yo iba con Jaime Correas, muy contentos ambos por haber salvado la piel en la puerta del baluarte y por haber desempeñado a satisfacción de todos, salvo por supuesto de los holandeses, la misión confiada. En mis alforjas, recuperadas tras el combate y aún tintas en sangre fresca del holandés del bigote rubio, habíamos metido cuantas cosas de valor pudimos encontrar: cubiertos de plata, algunas monedas de oro, una cadena que le quitamos al cadáver de un burgués, y un par de jarras de peltre nuevas y magníficas. Mi compañero se tocaba con un hermoso morrión adornado con plumas, que había pertenecido a un ínglés que ya no tenía cabeza donde lucirlo, y yo me pavoneaba con un buen jubón de terciopelo rojo, pasado de plata, obtenido en una casa abandonada por la que habíamos zascandileado a nuestro antojo. Jaime era como yo mochilero, o sea, ayudante o paje de soldado; y juntos habíamos vivido suficientes fatigas y penurias para considerarnos buenos camaradas. A Jaime el botín y el éxito de la peripecia en el puente levadizo, que nuestro capitán de bandera, don Carmelo Bragado, había prometido recompensar si salía bien, le consolaba del disfraz de joven campesina que habíamos echado a suertes y que aún lo tenía algo corrido. En cuanto a mí, que a esas alturas de mi aventura flamenca ya había decidido ser soldado cuando cumpliese la edad reglamentaria, todo aquello me sumía en una especie de vértigo, de ebriedad juvenil con sabor a pólvora, gloria, exaltación y aventura. Así es, voto a Cristo, como llega a verse la guerra con la edad de los versos de un soneto, cuando la diosa Fortuna hace que no deba oficiar uno de víctima —Flandes no era mi tierra, ni mi gente— sino de testigo. Y a veces, también, de precoz verdugo. Pero ya dije a vuestras mercedes en otra ocasión que aquéllos eran tiempos en que la vida, incluso la de uno mismo, valía menos que el acero que se empleaba en quitarla. Tiempos difíciles y crueles. Tiempos duros.

Contaba que llegamos a la plaza del Ayuntamiento y nos quedamos allí un poco, fascinados por el incendio y los cadáveres ingleses —muchos eran rubios o rojizos y pecosos— desnudos y amontonados junto a las puertas. De vez en cuando nos cruzábamos con españoles cargados de botín, o con grupos de atemorizados holandeses que miraban desde los soportales de la plaza, agrupados como rebaños bajo la vigilancia de nuestros camaradas armados hasta los dientes. Fuimos a echar un vistazo. Había mujeres, ancianos y niños, y pocos varones adultos. Recuerdo algún mozo de nuestra edad que nos miraba entre sombrío y curioso, y también mujeres de tez pálida y ojos muy abiertos bajo las tocas blancas y las trenzas rubias; ojos claros que observaban llenos de pavor a los soldados cetrinos, de piel tostada y menos altos que sus hombres flamencos, pero con poblados bigotazos, barba cerrada y fuertes piernas, que por allí andaban mosquete al hombro, espada en mano, revestidos de cuero y metal, tiznados de mugre, sangre, barro del dique y humo de pólvora. Nunca olvidaré el modo en que aquellas gentes nos miraban a nosotros, los españoles, allí en Oudkerk como en tantos otros lugares; la mezcla de sentimientos, odio y temor, cuando nos veían llegar a sus ciudades, desfilar ante sus casas cubiertos por el polvo del camino, erizados de hierro y vestidos de andrajos, aún más peligrosos callados que vociferantes. Orgullosos hasta en la miseria, como la
Soldadesca
de Bartolomé Torres Naharro:

Mal por mal,

en la guerra, voto a tal,

valen al hombre sus manos

y nunca falta un real.

Éramos la fiel infantería del rey católico. Voluntarios todos en busca de fortuna o de gloria, gente de honra y también a menudo escoria de las Españas, chusma propensa al motín, que sólo mostraba una disciplina de hierro, impecable, cuando estaba bajo el fuego enemigo. Impávidos y terribles hasta en la derrota, los tercios españoles, seminario de los mejores soldados que durante dos siglos había dado Europa, encarnaron la más eficaz máquina militar que nadie mandó nunca sobre un campo de batalla. Aunque en ese tiempo, acabada la era de los grandes asaltos, con la artillería imponiéndose y la guerra de Flandes convertida en lentos asedios de minas y trincheras, nuestra infantería ya no fuera la espléndida milicia en la que fiaba el gran Felipe II cuando escribió aquella famosa carta a su embajador ante el papa:

«Yo no pienso ni quiero ser señor de herejes. Y si no se puede remediar todo, como deseo, sin venir a las armas, estoy determinado a tomarlas sin que me pueda impedir mi peligro, ni la ruina de aquellos países, ni la de todos los demás que me quedan, a que no haga lo que un príncipe cristiano y temeroso de Dios debe hacer en servicio suyo.»

Y así fue, pardiez. Tras largas décadas de reñir con medio mundo, sin sacar de todo aquello más que los pies fríos y la cabeza caliente, muy pronto a España no le quedaría sino ver morir a sus tercios en campos de batalla como el de Rocroi. Y fieles a su reputación a falta de otra cosa, taciturnos e impasibles, con las filas convertidas en aquellas
torres y murallas humanas
de las que habló con admiración el francés Bossuet. Pero, eso sí, hasta el final los jodimos a todos bien. Incluso aunque nuestros hombres y sus generales distaban de ser los mismos que cuando el duque de Alba y Alejandro Farnesio, los soldados españoles continuaron siendo por algún tiempo la pesadilla de Europa; los mismos que habían capturado a un rey francés en Pavía, vencido en San Quintín, saqueado Roma y Amberes, tomado Amiens y Ostende, matado diez mil enemigos en el asalto de jemmigen, ocho mil en Maastrich y nueve mil en la Esclusa peleando al arma blanca con el agua hasta la cintura. Éramos la ira de Dios. Y bastaba echarnos un vistazo para entender por qué: hueste hosca y ruda venida de las resecas tierras del sur, peleando ahora en tierras extranjeras, hostiles, donde no había retirada posible y derrota equivalía a aniquilamiento. Hombres empujados unos por la miseria y el hambre que pretendían dejar atrás, y otros por la ambición de hacienda, fortuna y gloria, y a quienes bien podía aplicarse la canción del gentil mancebo de Don Quijote:

A la guerra me lleva

mi necesidad;

si tuviera dineros

no iría en verdad.

O aquellos otros antiguos y elocuentes versos:

Por necesidad batallo;

y una vez puesto en la silla,

se va ensanchando Castilla

delante de mi caballo.

En fin. El caso es que allí estábamos todavía y aún estuvimos algunos años más, ensanchando Castilla a filo de espada o como Dios y el diablo nos daban a entender, en Oudkerk. La bandera de nuestra compañía estaba puesta en el balcón de una casa de la plaza, y mi camarada Jaime Correas, que era mochilero de la escuadra del alférez Coto, se llegó hasta allí en busca de su gente. Yo anduve todavía un trecho, apartándome un poco de la fachada principal del Ayuntamiento para eludir el terrible calor del incendio, y al rodear el edificio vi que dos individuos amontonaban en el exterior libros y legajos que sacaban apresuradamente por una puerta. Aquello tenía menos visos de pillaje —raro era que en pleno saco alguien se ocupara de conseguir libros— que de rescate obligado por el incendio; de modo que lleguéme a echar un vistazo. Pues tal vez recuerden vuestras mercedes que yo estaba familiarizado con la letra impresa desde mis tiempos en la Villa y Corte de las Españas, debido a la amistad de don Francisco de Quevedo —que me había regalado un Plutarco—, a las lecciones de latín y gramática del Dómine Pérez, a mi gusto por el teatro de Lope y al hábito de leer que tenía, cuando contaba con qué, mi amo el capitán Alatriste.

Uno de los que sacaban libros y los amontonaban en la calle era un holandés de cierta edad, con el pelo largo y blanco. Vestía de negro, como los pastores de allí, con una valona sucia y medias grises; aunque no parecía su oficio el de religioso, si como tal puede llamarse a la prédica de las doctrinas del hereje Calvino, al que mal rayo parta en el infierno o donde diablos se cueza, el hideputa. Al cabo supuse que era un secretario o funcionario municipal, que intentaba salvar los libros del incendio. Habría seguido de largo de no llamarme la atención que el otro individuo, que en ese momento salía entre la humareda de la puerta con los brazos cargados de libros, llevase la banda roja de los soldados españoles. Era un hombre joven, sin sombrero, y tenía el rostro cubierto de sudor y ennegrecido, como si ya hubiera hecho muchos viajes al fondo del fogón en que se había convertido el edificio. Del tahalí le pendía una espada y calzaba botas altas, negras por los escombros y los tizones, y no parecía dar importancia a la manga humeante de su jubón, que ardía despacio, sin llama; ni siquiera cuando, reparando por fin en ella al dejar la brazada de libros en el suelo, la apagó con un par de distraídos manotazos. En ese momento alzó la vista y reparó en mí. Tenía un rostro delgado, anguloso, con bigote castaño, aún poco espeso, que se prolongaba en una perilla bajo el labio inferior. Le calculé de veinte a veinticinco años.

—Podrías echar una mano —gruñó, al advertir la descolorida aspa roja que yo llevaba cosida al jubón—. En vez de estarte ahí como un pasmarote.

Luego miró alrededor, hacia los soportales de la plaza desde donde algunas mujeres y niños contemplaban la escena, y se secó el sudor de la cara con la manga chamuscada.

—Por Dios —dijo— que me abraso de sed.

Y volvióse a meter adentro en busca de más libros, con el fulano vestido de negro. Tras pensarlo un instante, resolví echar una carrera rápida hasta la casa más próxima, en cuya puerta destrozada y fuera de los goznes curioseaba una amedrentada familia holandesa.


Drinken
—dije mostrándoles mis dos jarras de peltre, acompañado el gesto de beber con el de apoyar una mano en el mango de ¡ni daga. Los holandeses entendieron palabra y gestos, pues al momento llenaron de agua las jarras y pude volver con ellas hasta el lugar donde los dos hombres seguían apilando libros. Al reparar en las jarras las despacharon de un solo trago, con verdadera ansia. Y y antes de volver a meterse en la humareda el español volvióse a mí de nuevo.

—Gracias —dijo, escueto.

Lo seguí. Dejé mis alforjas en el suelo, me quité el jubón de terciopelo y fui tras él, no porque al darme las gracias hubiera sonreído, ni porque me enterneciesen su manga chamuscada y sus ojos enrojecidos por el humo; sino porque, de pronto, aquel soldado anónimo me había hecho entender que hay, a veces, cosas más importantes que hacerse con un botín. Aunque éste suponga, tal vez, cien veces tu paga de un año. Así que aspiré cuanto aire pude, y cubriéndome boca y nariz con el lienzo que saqué de mi faltriquera, agaché la cabeza para esquivar las vigas que chisporroteaban a punto de desplomarse y fui con ellos entre la humareda, cogiendo libros de los estantes en llamas, hasta que hubo un momento en que todo fue calor asfixiante, y pavesas flotando en el aire que quemaba las entrañas al respirar, y la mayor parte de los libros se había convertido en ceniza, en polvo que no era enamorado como en aquel bellísimo y tan lejano soneto de don Francisco de Quevedo, sino en triste residuo con el que se desmenuzaban y desaparecían tantas horas de estudio, tanto amor, tanta inteligencia, tantas vidas que podían haber iluminado otras vidas.

Hicimos el último viaje antes de que el techo de la biblioteca se desplomara con llamaradas y estrépito a nuestra espalda, y nos quedamos afuera boqueando en demanda de aire limpio, mirándonos aturdidos, pegajosos de sudor bajo la camisa, con ojos lagrimeantes por el humo. A nuestros pies había, a salvo, dos centenares de libros y antiguos legajos de la biblioteca. Una décima parte, calculé, de lo que se había quemado dentro. De rodillas junto al montón, agotado por el esfuerzo, el holandés vestido de negro tosía y lloraba. En cuanto al soldado, cuando hubo aspirado el aire necesario me sonrió del mismo modo que cuando le traje el agua.

—¿Cómo te llamas, chico?

Me erguí un poco, ahogando la última tos.

—Íñigo Balboa —dije—. De la bandera del capitán don Carmelo Bragado.

Aquello no era del todo exacto. Si esa bandera era, en efecto, la de Diego Alatriste y por tanto la mía, en los tercios un mochilero era poco más que sirviente o mula de carga; no un soldado. Pero al desconocido no pareció importarle la diferencia.

—Gracias, Íñigo Balboa —dijo.

Se le había ensanchado más la sonrisa, iluminándole el rostro reluciente de sudor, negro de humo.

—Algún día —añadió— recordarás lo que hiciste hoy.

Curioso, a fe. Él no podía adivinarlo de ningún modo; mas, como pueden comprobar vuestras mercedes, era cierto lo que el soldado dijo, y muy bien lo recuerdo. El caso es que me apoyó una mano en un hombro y con la otra estrechó la mía. Fue un apretón cálido y fuerte; y luego, sin cambiar palabra con el holandés que colocaba los libros en pilas como si se tratase de un preciado tesoro —y ahora conozco que lo era—, echó a andar alejándose de allí.

Pasarían algunos años antes de que volviese a encontrarme con el soldado anónimo a quien un brumoso día de otoño, durante el saqueo de Oudkerk, ayudé a rescatar los libros de la biblioteca del Ayuntamiento; y durante todo ese tiempo ignoré cómo se llamaba. Sólo más tarde, cuando ya me había convertido en hombre hecho y derecho, tuve la fortuna de encontrarlo de nuevo, en Madrid y en circunstancias que no corresponden al hilo de la presente historia. Para entonces él ya no era un oscuro soldado. Mas, pese a los años transcurridos desde aquella remota mañana holandesa, aún recordaba mi nombre. También yo pude, al fin, conocer el suyo. Se llamaba Pedro Calderón: don Pedro Calderón de la Barca.

BOOK: El sol de Breda
2.72Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

In the Wolf's Mouth by Adam Foulds
Caging Kat by Jamison, Kayleigh
Unos asesinatos muy reales by Charlaine Harris
Bear Claw Conspiracy by Andersen, Jessica
The Tudor Rose by Margaret Campbell Barnes
Enslaved in Shadows by Tigris Eden
True L̶o̶v̶e̶ Story by Aster, Willow
Goliath by Scott Westerfeld
A Chorus of Innocents by P F Chisholm