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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El Suelo del Ruiseñor (24 page)

BOOK: El Suelo del Ruiseñor
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Después de casi tres horas llegamos a un pequeño grupo de edificios que se apiñaba alrededor de la primera cancela del templo; uno de ellos era una posada para los peregrinos. Los mozos se llevaron a los caballos para darles agua y forraje, y nosotros nos dispusimos a tomar el almuerzo, unos sencillos platos de verduras que los mismos monjes elaboraban.

—Estoy algo cansada -dijo la señora Maruyama, una vez que terminamos de comer-. Señor Abe, ¿tendríais la bondad de permanecer aquí, con la señora Shirakawa y conmigo, mientras descansamos un rato?

Abe no podía negarse, aunque se notaba que no quería que Shigeru se alejase de su vista. Éste me entregó la caja de madera y me pidió que la llevara a la cima de la colina, aunque también recogí mi bolsa, con los pinceles y la tinta. El joven Tohan vino con nosotros. Llevaba el ceño fruncido, como si desconfiase de la expedición, aunque ésta le habría parecido inofensiva hasta a los más desconfiados. Era impensable que Shigeru pasase cerca de Terayama sin visitar la tumba de su hermano, sobre todo un año después de su muerte y en el Festival de los Muertos. Comenzamos a subir los empinados escalones de piedra, pues el templo estaba construido en la ladera de una montaña, junto a un santuario muy antiguo. Los árboles del recinto sagrado debían de tener cuatro o cinco siglos de antigüedad: sus gigantescos troncos se elevaban hasta el baldaquín, y sus raíces nudosas se aferraban al terreno cubierto de musgo como si fueran espíritus del bosque. En la distancia se oían los cánticos de los monjes, el eco del
gong
y el tañido de las campanas; pero por debajo de estos sonidos yo podía escuchar las voces del bosque: el gimoteo de los macacos, el murmullo de las cascadas, el viento en los cedros y los trinos de los pájaros. El buen estado de ánimo que la belleza del día me había contagiado dio paso a otro sentimiento sensiblemente más profundo: una sensación de sobrecogimiento y expectación, como si un maravilloso secreto estuviese a punto de desvelarse ante mí.

Finalmente, llegamos a la segunda cancela, que conducía a otro puñado de edificios en los que se alojaban los peregrinos y los visitantes. Allí nos pidieron que esperáramos y nos ofrecieron té. Al poco se acercaron dos sacerdotes: uno de ellos era anciano, de escasa altura y aspecto frágil debido a su edad, pero sus ojos brillaban y su expresión denotaba una gran serenidad; el otro era mucho más joven, de semblante severo y constitución robusta.

—Sois muy bienvenido, señor Otori -dijo el anciano, mientras el rostro del joven Tohan se ensombrecía aún más-. Con inmensa lástima, enterramos al señor Takeshi. Es evidente que habréis venido a visitar su tumba.

—Quédate aquí con Muto Kenji -dijo Shigeru al soldado.

Shigeru y yo seguimos al anciano sacerdote hasta el cementerio, donde las tumbas estaban dispuestas en filas detrás de los árboles gigantescos. Alguien estaba quemando madera, y el humo flotaba suavemente por entre los troncos dando un tinte azulado a los rayos del sol.

Los tres nos arrodillamos en silencio. Tras unos momentos, el sacerdote joven llegó con velas e incienso y se los entregó a Shigeru, quien los colocó delante de la lápida. Una suave fragancia nos envolvía. Las velas ardían de forma constante, ya que no soplaba el viento, pero las llamas apenas podían verse debido al resplandor del sol. Shigeru sacó dos objetos de la manga de su túnica -una piedra negra, como las que podían encontrarse en la costa de Hagi, y un caballo hecho de paja, como los que suelen utilizar los niños en sus juegos- y los colocó sobre la tumba.

Recordé las lágrimas que Shigeru había derramado la primera noche que le conocí. Ante la tumba de su hermano comprendí su dolor, pero ninguno de nosotros lloró.

Pasados unos minutos, el sacerdote se levantó, tocó a Shigeru en el hombro y le seguimos hasta el edificio principal de aquel remoto templo de las montañas. Estaba construido con madera de cedro y de ciprés, y con el paso del tiempo había adquirido una tonalidad gris y plata. No parecía muy grande, pero la nave central, de proporciones perfectas, transmitía una sensación de amplitud y de tranquilidad, y dirigía la vista del visitante hacia el interior, donde la estatua dorada del Iluminado parecía flotar entre las llamas de las velas como si estuviera en el paraíso.

Nos quitamos las sandalias y subimos los escalones que conducían hasta la nave. De nuevo, el sacerdote joven trajo incienso, y lo colocamos a los pies dorados de la estatua. Arrodillado a nuestro lado, el sacerdote empezó a entonar un cántico dedicado a los muertos.

El interior del templo estaba oscuro y las llamas de las velas me deslumbraban. Sin embargo, pude oír distintas respiraciones más allá del altar, y cuando mi vista se adaptó a la oscuridad, vi las siluetas de los monjes que, sentados, meditaban en silencio. Me di cuenta de que la nave era mucho más grande de lo que yo había imaginado al principio, y descubrí que había muchos sacerdotes, posiblemente cientos de ellos.

Aunque me había criado entre los Ocultos, mi madre me había llevado a los templos y santuarios de nuestra comarca, y yo había aprendido algunas cosas sobre las enseñanzas del Iluminado. Entonces pensé, como había hecho muchas veces, que todos mostramos el mismo aspecto al rezar y emitimos los mismos sonidos. La paz de aquel lugar traspasaba mi alma. ¿Qué hacía yo allí, un asesino cuyo corazón estaba doblegado por el ansia de venganza?

Cuando terminó la ceremonia, regresamos junto a Kenji, quien se había enfrascado en una discusión sobre las artes y la religión con el hombre de los Tohan.

—Tenemos un regalo para el señor abad -dijo Shigeru, mientras tomaba en sus manos la caja que yo había dejado al cuidado de Kenji.

Los ojos del sacerdote se iluminaron con un fugaz destello.

—Os llevaré hasta él.

—Los jóvenes desearían poder contemplar las pinturas -añadió Shigeru.

—Makoto se las mostrará. Seguidme, por favor, señor Otori.

El hombre Tohan pareció sorprendido al ver que Shigeru desaparecía tras el altar con el anciano sacerdote e hizo un intento de ir tras ellos, pero Makoto le interrumpió el paso sin necesidad de ponerle la mano encima ni amenazarle.

—¡Por aquí, joven!

Con paso decidido, nos condujo a los tres hasta el exterior del templo y a lo largo de una pasarela que conducía a otra nave más pequeña.

—El gran artista Sesshu vivió en este templo durante 10 años -nos contó-. Él trazó el diseño de los jardines y pintó los paisajes, los animales y los pájaros de los alrededores. Estos biombos de madera son obra suya.

—He aquí un gran artista -dijo Kenji, con su tono de preceptor pedante.

—Sí, maestro -respondí yo.

No tuve que fingir humildad, pues estaba de verdad impresionado por la obra que teníamos ante los ojos. Las grullas blancas y el caballo negro parecían haber sido atrapados y paralizados por la destreza consumada del pintor. Se tenía la sensación de que en cualquier momento el hechizo podía romperse, que el caballo se iba a encabritar y que las grullas, al detectar nuestra presencia, remontarían el vuelo en dirección al cielo. El artista había conseguido lo que todos desearíamos: capturar el tiempo y hacer que permanezca inmóvil.

El biombo que quedaba más cerca de la puerta no mostraba imagen alguna, y lo miré con detenimiento, pensando que tal vez los colores se habían desvaído. Entonces, Makoto dijo:

—Había pájaros pintados en el biombo, pero la leyenda cuenta que parecían tan reales que un día echaron a volar.

—Uno cae en la cuenta de todo lo que le queda por aprender -me dijo Kenji.

A mí me parecía que se estaba excediendo en su papel, pero el hombre Tohan le dirigió una mirada de despreció y, tras echar un rápido vistazo a las pinturas, salió al exterior y se sentó a la sombra de un árbol.

Yo saqué el bloque de tinta, y Makoto me trajo un poco de agua. Preparé la tinta y desplegué un rollo de papel. Quería seguir el rastro de la mano del maestro con la esperanza de que pudiera transferir a mi pincel, a través del abismo de tiempo que nos separaba, todo aquello que él había contemplado.

Fuera, el calor de la tarde aumentaba y el canto de los grillos se tornaba más intenso. Los árboles arrojaban enormes círculos de sombra. Dentro de la nave, el ambiente era más fresco y oscuro, y el tiempo corría más despacio. Yo podía oír la respiración del hombre Tohan, que al rato se quedó dormido.

—El diseño de los jardines es también obra de Sesshu -dijo Makoto. Acto seguido, se sentó junto a Kenji sobre la estera, de espaldas a mí, y ambos contemplaron las rocas y los árboles del exterior.

Desde la distancia llegaba el murmullo de una casca da y yo escuchaba el arrullo de dos palomas. De vez en cuando, Kenji hacía un comentario o una pregunta sobre el jardín, y Makoto le respondía. Poco a poco, su conversación se fue desvaneciendo, hasta que finalmente también se adormecieron. Una vez que me habían dejado tranquilo con el pincel y el rollo de papel frente a aquellas pinturas incomparables, percibí que me asaltaba la misma concentración que había sentido la noche anterior, y sentí que me encontraba en un estado casi de trance. Me entristecía un poco el hecho de que las habilidades de la Tribu se parecieran tanto a las relativas al arte, y me invadió un fuerte deseo de quedarme en ese templo durante 10 años, como el gran Sesshu, y dibujar y pintar todos los días hasta que mis pinturas cobrasen vida y echasen a volar. Hice copias del caballo y de las grullas -que no me satisficieron en absoluto-, y después pinté el pequeño pájaro de mi montaña tal y como lo había visto alzar el vuelo a mi llegada, con un destello blanco en sus alas.

Estaba totalmente absorto en mi trabajo. Desde lejos, llegaba la voz de Shigeru, quien hablaba con un sacerdote anciano. Yo no tenía intención de escuchar, pues suponía que buscaba asesoramiento espiritual sobre un asunto privado, pero las palabras llegaron a mis oídos contra mi voluntad, y lentamente me di cuenta de que su conversación trataba sobre algo muy diferente: nuevos impuestos abusivos, restricciones en cuanto a la libertad, el deseo de Iida de destruir los templos, varios millares de monjes en monasterios remotos entrenados como guerreros y con el deseo de expulsar a los Tohan y devolver las tierras a los Otori.

Sonreí con tristeza. Mi concepto de templo como un lugar de paz, un santuario contra la guerra, había cambiado de repente. Los sacerdotes y los monjes eran tan beligerantes como nosotros y guardaban en su interior las mismas ansias de venganza.

Hice otra copia del caballo, que me gustó más que la anterior, pues había captado en parte su indomable poder. Notaba que el espíritu de Sesshu me había alcanzado a través del tiempo y tal vez me había recordado que, cuando las ilusiones quedan destrozadas ante la realidad, el talento da rienda suelta a su libertad.

Entonces escuché otro sonido distante que aceleró los latidos de mi corazón: la voz de Kaede. Las mujeres ascendían, junto a Abe, los escalones que conducían hasta la segunda cancela.

Llamé a Kenji en voz baja:

—Se acercan los demás.

Makoto se puso en pie con rapidez y se alejó en silencio. Unos momentos más tarde, el sacerdote anciano y Shigeru entraron en la nave, donde yo daba los últimos toques a la copia del caballo.

—¡Ah! Sesshu te ha hablado -exclamó el anciano, sonriendo.

Entregué el dibujo a Shigeru. Éste estaba sentado, mirándolo, cuando las damas y Abe llegaron a nuestro lado. El hombre Tohan se despertó y fingió que no se había dormido. La conversación giró en torno a las pinturas y los jardines, pero la señora Maruyama seguía prestando especial atención a Abe. Le pedía su opinión y le halagaba, hasta que incluso él llegó a interesarse por la charla.

Kaede observó el boceto del pájaro.

—¿Puedo quedármelo? -preguntó.

—Si te agrada, señora Shirakawa -respondí-. Me temo que no es muy bueno.

—Sí, me gusta mucho -dijo ella, en voz baja-. Me hace pensar en la libertad.

La tinta se había secado con rapidez a causa del calor. Enrollé el papel y se lo entregué a Kaede. Al hacerlo, mis dedos chocaron con los suyos por primera vez. Ninguno de nosotros volvió a hablar. El calor parecía más intenso y los grillos más insistentes. Me invadió la fatiga. Me sentía mareado por la falta de sueño y la emoción, y mis dedos habían perdido su firmeza y temblaban mientras yo recogía el material de dibujo.

—Demos un paseo por el jardín -dijo el señor Shigeru, antes de conducir a las damas hacia el exterior. Yo noté que el sacerdote me miraba.

—Vuelve a nosotros -dijo- cuando todo haya terminado. Siempre habrá un sitio para t¡ en este templo.

Pensé en los tiempos de confusión, en los cambios que el lugar sagrado había presenciado y en las batallas que se habían librado en sus alrededores. El templo transmitía una profunda tranquilidad: los árboles habían permanecido inalterados durante siglos, el Iluminado se sentaba entre las velas con su serena sonrisa... y, sin embargo, incluso en este apacible lugar se hacían planes para la guerra. No podría retirarme para pintar y diseñar jardines hasta que Iida estuviese muerto.

—¿ Terminará alguna vez? -repliqué.

—Todo lo que tiene principio tiene final -sentenció el sacerdote.

Me incliné delante de él hasta tocar el suelo, y el anciano juntó las palmas de las manos y me bendijo.

Makoto me acompañó hasta el jardín. Me miraba con curiosidad.

—¿Cuánto puedes oír? -se atrevió finalmente a preguntarme.

Yo miré a mi alrededor. Los hombres Tohan estaban con Shigeru en lo alto de la escalinata.

—¿Puedes oír tú lo que están diciendo? -pregunté.

Makoto calculó el espacio que nos separaba de ellos.

—Sólo si gritan.

—Yo oigo cada palabra que pronuncian. Puedo oír las conversaciones en la casa de comidas de más abajo y puedo decirte cuántas personas están reunidas allí.

Caí en la cuenta de que debía de ser una multitud.

Makoto empezó a reírse, con una mezcla de asombro y admiración.

—¿Como si fueras un perro?

—Sí, como un perro -respondí.

—Debes de ser muy útil a tus señores.

Sus palabras se quedaron grabadas en mi mente. Era útil a mis señores: al señor Shigeru, a Kenji, a la Tribu. Había nacido con oscuras aptitudes que no había deseado y, sin embargo, no podía evitar perfeccionarlas y ponerlas a prueba sin cesar. Ellas me habían traído a la situación en la que me encontraba, y si no las hubiera tenido ya habría muerto. Mis habilidades extraordinarias me sumergían cada día más en ese mundo de mentiras, de secretos y venganza. Me pregunté si Makoto entendería mis pensamientos y deseé poder compartirlos con él. Noté que instintivamente el monje me agradaba, más que eso, me otorgaba confianza. Pero las sombras se estaban alargando. La hora del Gallo estaba cerca y teníamos que regresar a Yamagata antes del anochecer. No había tiempo para hablar.

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