El Suelo del Ruiseñor (22 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

BOOK: El Suelo del Ruiseñor
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—¿Cómo puedes traer estos acompañantes? ¿Es que no tienes guerreros en Hagi? -se burló Abe.

—Me dirijo a casarme -respondió con suavidad Shigeru-. ¿Debería prepararme para la batalla?

—Un hombre siempre tiene que estar preparado para la batalla -replicó Abe-; sobre todo si su novia tiene la reputación de la tuya. ¿Supongo que sabes a qué me refiero? -Abe negó con su enorme cabeza-. Debe de ser como comer pescado en mal estado: un bocado puede matarte. ¿No te preocupa?

—¿Debería preocuparme? -Shigeru se sirvió más vino y bebió.

—Bueno, admito que es un bocado exquisito. ¡A lo mejor merece la pena!

—La señora Shirakawa no será un peligro para mí -dijo Shigeru, antes de dirigir la conversación para que Abe terminara hablando de las hazañas que había llevado a cabo en las campañas de Iida, en el este.

Mientras yo oía cómo se vanagloriaba, intentaba discernir cuáles eran sus debilidades. Ya había decidido que iba a matarle.

Al día siguiente llegamos a Yamagata. La ciudad había sufrido cuantiosos daños a causa de la tormenta, aparte de muchos muertos y una inmensa cantidad de cosechas perdidas. Casi tan grande como Hagi, Yamagata había sido la segunda ciudad en importancia del feudo Otori, hasta que fue entregada a los Tohan. El castillo había sido reconstruido y adjudicado a uno de los vasallos de Iida, pero la mayoría de los ciudadanos seguían considerándose Otori y la presencia del señor Shigeru era un motivo más de intranquilidad. Abe había abrigado la esperanza de llegar a Inuyama antes de que comenzara el Festival de los Muertos, y le irritaba estar atrapado en Yamagata. Hasta que terminase el festival, se consideraba que los viajes traían mala suerte, con la excepción de los desplazamientos a los templos y santuarios. Yo sabía que Shigeru sentía una profunda tristeza al pisar por vez primera el lugar donde había muerto su hermano.

—Cada vez que veo a uno de los Tohan, me pregunto si será uno de ellos -me confió aquella noche-, e imagino que ellos se preguntan por qué no han sido castigados y me desprecian porque les he permitido seguir vivos. ¡Ojalá pudiera matarlos a todos!

Nunca antes le había oído expresarse de forma tan impaciente.

—Entonces nunca podríamos llegar a Iida -repliqué-. En ese momento, cada uno de los insultos de los Tohan será vengado.

—Tus estudios te están haciendo muy sabio, Takeo -dijo él, con voz más ligera-. Te han dado sabiduría y autocontrol.

Al día siguiente, el señor Shigeru fue con Abe al castillo para ser recibido por el señor de la ciudad. Regresó más triste y alterado que nunca.

—Los Tohan quieren aplacar el malestar de la población culpando a los Ocultos de los desastres producidos por la tormenta -me dijo con brevedad-. Unos cuantos infelices mercaderes y campesinos fueron denunciados y arrestados, y algunos murieron bajo tortura. Cuatro de ellos han sido colgados en la muralla del castillo. Llevan allí tres días.

—¿Viven todavía? -susurré, al tiempo que un escalofrío me recorría el cuerpo.

—Pueden aguantar una semana o más -dijo Shigeru-. Mientras tanto, los cuervos les arrancan la carne.

Una vez que me enteré de que estaban allí, no pude evitar escucharlos. A veces eran débiles gemidos y otras veces gritos endebles, acompañados durante el día del continuo graznido y aleteo de los cuervos. Los escuché durante toda esa noche y a lo largo del día siguiente, y entonces llegó la primera noche del Festival de los Muertos.

Los Tohan imponían el toque de queda en sus ciudades, pero el festival seguía tradiciones más antiguas y el toque de queda se aplazaba hasta la medianoche. A la caída de la tarde, abandonamos la posada y nos unimos a las multitudes que se dirigían primero a los templos y, después, al río. Todas las linternas de piedra que bordeaban las vías de entrada a los santuarios estaban encendidas, y se colocaron velas sobre las tumbas. Las llamas parpadeantes arrojaban extrañas sombras que daban un aspecto de calavera a los rostros de la gente. La multitud se movía de forma acompasada y en silencio, como si los mismos muertos hubiesen emergido de las profundidades de la tierra. No era difícil perderse entre la muchedumbre, y pudimos escapar de nuestros atentos guardias con facilidad.

Era una noche cálida y tranquila. Fui con Shigeru hasta la orilla del río, y pusimos velas encendidas en unas pequeñas barcas que soltamos a la deriva y que iban cargadas de ofrendas para los muertos. Las campanas del templo tañían y los cánticos llegaban a través de las lentas aguas de color pardo. Contemplamos cómo las luces se alejaban flotando por la corriente, con la esperanza de que los muertos hubieran sido consolados y dejaran a los vivos en paz.

Pero no había paz en mi corazón. Yo pensaba en mi madre, en mi padrastro y en mis hermanas, y también en mi padre muerto, y en las gentes de Mino. Sin duda, el señor Shigeru recordaba a su padre y a su hermano. Parecía que los fantasmas de nuestros muertos no iban a abandonarnos hasta que fuesen vengados. A nuestro alrededor, la gente lanzaba al agua sus barcas entre llantos y lamentos, y yo me estremecía, con inútil sufrimiento, porque el mundo fuera tal como era. La doctrina de los Ocultos me vino a la mente, pero entonces recordé que todos los que me la habían enseñado estaban muertos.

Las llamas de las velas, que llevaban mucho tiempo ardiendo, fueron empequeñeciéndose hasta parecer luciérnagas y luego pequeñas chispas. Finalmente, tomaron el aspecto de las luces espectrales que uno ve cuando lleva mucho tiempo contemplando el fuego. La Luna llena tenía el tinte anaranjado del fin del verano. Yo temía regresar a la posada, a la alcoba poco ventilada en la que daría vueltas toda la noche mientras escuchaba cómo los Ocultos morían colgados en la muralla del castillo.

A lo largo de la orilla del río se habían encendido hogueras y la gente comenzó a bailar la seductora danza que da la bienvenida a los muertos y a la vez los deja partir, para consuelo de los vivos. Tocaban los tambores y sonaba la música. Me animé un poco y me puse en pie para observar a los bailarines. Entre las sombras de los sauces, vi a Kaede.

Estaba de pie, junto a la señora Maruyama, Sachie y Shizuka. Shigeru se levantó y se dirigió lentamente hacia ellas. La señora Maruyama se acercó hasta él, y se saludaron con palabras solemnes e intercambiaron condolencias por los muertos y comentarios acerca del viaje. Entonces se dieron la vuelta con toda naturalidad, y codo con codo contemplaron la danza. Yo podía escuchar su deseo por debajo del tono formal de su conversación, y también lo percibía en su actitud, lo que me hacía temer por ellos. Aunque sabían fingir -llevaban años haciéndolo-, se estaban adentrando en un desesperado final de partida, y yo temía que dejaran a un lado toda prudencia antes de proceder a la jugada final.

Kaede se había quedado con Shizuka junto a la orilla del río. Tuve la sensación de llegar a ella en contra de mi voluntad, como si los espíritus me hubieran recogido y trasladado hasta su lado. Me las arreglé para saludarla de manera cortés pero retraída, con la intención de que si Abe me observara tan sólo pensara que yo sentía un inocente amor pueril hacia la prometida de Shigeru. Dije algo sobre el calor de la noche, aunque Kaede temblaba como si hiciera frío. Permanecimos en silencio durante unos momentos, y después ella preguntó en voz baja:

—¿Quiénes son tus muertos, Takeo?

—Mi padre, mi madre... -tras una pausa, continué-: Hay tantos a los que recordar...

—Mi madre se está muriendo -dijo Kaede-. Yo esperaba volverla a ver, pero nos hemos retrasado mucho en el viaje y temo no llegar a tiempo. Me enviaron como rehén a los siete años... Llevo más de la mitad de mi vida sin ver a mi madre o a mis hermanas.

—¿Y tu padre?

—También es un extraño para mí.

—¿Estará en tu...? -para mi sorpresa, mi garganta se secó y no pude pronunciar la palabra.

—¿Mi boda? -dijo ella, con amargura-. No, él no estará presente -sus ojos se clavaron en el río iluminado por las llamas. Entonces, miró a los bailarines y después a la multitud que los observaba-. Están enamorados -dijo como para sí-. Por eso ella me odia.

Yo sabía que no debía estar allí, que no debía hablar con Kaede, pero me era imposible alejarme de su lado. Intenté mantener mi disfraz gentil, apocado y cortés.

—Muchos matrimonios se celebran por motivos de deber y para sellar alianzas, pero eso no significa que los novios sean infelices. El señor Shigeru es un buen hombre.

—Estoy harta de oír siempre lo mismo. Ya sé que es un buen hombre. Lo único que digo es que nunca me amará -yo notaba que ella me miraba-. Pero sé -continuó- que el amor no es para los de nuestra clase -ahora era yo el que temblaba. Levanté la cabeza y mis ojos se encontraron con los suyos-. Entonces, ¿por qué estoy enamorada? -susurró.

No me atreví a hablar. Las palabras que quería pronunciar se ahogaban en mi boca, donde yo notaba su dulzura y su poder. De nuevo pensé que moriría si no lograba hacerla mía.

Los tambores retumbaban y las hogueras brillaban con fuerza. La voz de Shizuka llegó desde la oscuridad:

—Se está haciendo tarde, señora Shirakawa.

—Ya voy -dijo Kaede-. Buenas noches, señor Takeo.

Sólo me permití una cosa: pronunciar su nombre como ella había pronunciado el mío.

—Señora Kaede.

En el momento en que se volvió para irse, vi cómo su cara se encendía más reluciente que las llamas, más brillante que la Luna reflejada en el agua.

8

Seguimos a las mujeres lentamente de regreso a la ciudad y después nos dirigimos a nuestra posada, separada de la de ellas. En un punto del camino, los guardias Tohan nos alcanzaron y nos acompañaron hasta la misma puerta. Se quedaron fuera, y uno de nuestros hombres Otori montó guardia en el pasadizo de entrada.

—Mañana cabalgaremos hasta Terayama -dijo Shigeru, al tiempo que se preparaba para meterse en la cama-. Tengo que visitar la tumba de Takeshi y presentar mis respetos al abad, que era un viejo amigo de mi padre. He traído regalos desde Hagi.

Habíamos llevado muchos regalos con nosotros, y los caballos de carga los transportaban, junto con nuestro equipaje, las ropas para la boda y la comida para el camino. No me paré a pensar en la caja de madera que íbamos a llevar a Terayama ni en lo que contenía. Me inquietaban otros deseos y otras preocupaciones.

La alcoba estaba tan mal ventilada como yo había imaginado y no lograba conciliar el sueño. Oí el tañido de las campanas del templo a medianoche y después, tras el toque de queda, todos los sonidos se disiparon, con la excepción de los lastimosos gemidos de los moribundos que permanecían colgados en la muralla del castillo.

Finalmente, me levanté. No había pensado en un plan concreto, pues era el insomnio lo que me hacía actuar. Kenji y Shigeru dormían, y el guardia apostado en el pasadizo dormitaba. Tomé la caja hermética en la que Kenji guardaba las cápsulas de veneno y la até a mi ropa interior. Me vestí con ropas de viaje oscuras y, del baúl de madera donde estaban escondidos, saqué varios garrotes finos, algunos garfios, la espada corta y una cuerda. Empleé mucho tiempo en realizar cada uno de mis movimientos, ya que tenía que ejecutarlos en absoluto silencio, pero para la Tribu el tiempo pasa de forma diferente: acelera o retrasa su avance según nosotros deseamos. Yo no tenía prisa, y sabía a ciencia cierta que ni Shigeru ni Kenji se iban a despertar.

El guardia se movió ligeramente cuando pasé junto a él. Fui a las letrinas, me desdoblé y mandé a mi segundo cuerpo de vuelta a la habitación. Esperé entre las sombras hasta que el guardia volvió a cabecear, y entonces me hice invisible, escalé hasta el tejado desde el patio interior y salté a la calle. Oía a los guardias Tohan junto a la cancela de la posada y pensaba que en las calles habría patrullas. Algo en mi cabeza me decía que estaba cometiendo una temeridad, pero no podía evitarlo. En parte, quería poner a prueba las habilidades que Kenji me había enseñado antes de nuestra llegada a Inuyama, pero sobre todo deseaba silenciar los lamentos procedentes del castillo para poder dormir.

Me fui desplazando por las callejuelas, avanzando en zigzag hasta el castillo. En algunas casas se veían luces encendidas tras las celosías de las ventanas, aunque en la mayoría de ellas reinaba la oscuridad. Escuchaba a mi paso retazos de conversaciones: un hombre que consolaba a una mujer llorosa, un niño que balbuceaba como si tuviera fiebre, una canción de cuna o una pelea entre borrachos. Desemboqué en la calle principal que conducía al foso y al castillo. Junto a la calle discurría un canal atestado de carpas -casi todas dormían y sus escamas brillaban bajo la luz de la luna-. De vez en cuando, una de ellas se despertaba y daba un salto repentino, para después volver a zambullirse en el agua. Me preguntaba si las carpas soñaban.

Fui de puerta en puerta, intentando escuchar el ruido de pisadas o el tintineo del acero al chocar. Las patrullas no me preocupaban demasiado, pues las iba a oír antes de que me oyeran a mí y, sobre todo, gracias a mis poderes extraordinarios, podía hacerme invisible o desdoblarme. Rara cuando llegué al final de la calle y vi las aguas del foso bajo la luz de la luna, ya había olvidado mis temores y sólo sentía una profunda satisfacción. Era un Kikuta y estaba haciendo aquello para lo que había nacido. Sólo los miembros de la Tribu pueden experimentar esta sensación.

En la orilla del foso que daba a la ciudad había un grupo de sauces, cuyas ramas cargadas de hojas caían hasta el agua. Deberían haber sido talados por razones de defensa, pero lo más probable era que algún residente del castillo, tal vez la esposa o la madre del señor, estuviera fascinado por su belleza. Las ramas se veían inmóviles bajo la pálida luz de la luna; no corría una gota de aire. Me escondí entre el follaje, agachado, y contemplé la fortaleza durante un buen rato.

Era más grande que los castillos de Tsuwano o Hagi, pero la construcción era similar. Podía divisar el tenue perfil de las cestas que colgaban de los muros blancos del torreón, situado detrás del segundo portón del flanco sur. Tendría que cruzar el foso a nado, escalar la muralla de piedra, pasar por encima del primer portón y atravesar el patio del flanco sur, escalar el segundo portón y el torreón y, finalmente, llegar a las cestas desde lo alto.

Escuché pisadas y me tumbé en el suelo. Un grupo de guardias se acercaba al puente; otra patrulla salía del castillo, e intercambiaron unas palabras.

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