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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El Suelo del Ruiseñor (9 page)

BOOK: El Suelo del Ruiseñor
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Me pareció escuchar algo diferente, algo que me hizo parar en seco y mirar dos veces a la esquina del muro que había justo antes de nuestra cancela. Me dio la impresión de que no había nadie, pero casi en el mismo instante vi que no era así: había un hombre en cuclillas a la sombra de la techumbre de tejas.

Yo estaba a pocos metros de él, al otro lado de la calle, y me percaté de que me había visto. Tras unos momentos, se levantó lentamente, como si esperara que yo me acercase a él. Era un hombre de aspecto totalmente corriente, de altura y peso medios, el cabello algo canoso, la cara más bien pálida y rasgos ordinarios: el tipo de persona que uno puede olvidar con facilidad. Mientras me fijaba en él, intentando averiguar quién era, tuve la impresión de que sus facciones cambiaban de forma ante mis ojos. Bajo su apariencia común subyacía algo extraordinario, algo intangible que desapareció en cuanto intenté definirlo.

Vestía un manto de un azul desvaído, más bien grisáceo, y no llevaba un arma a la vista. No tenía aspecto de campesino, mercader o guerrero. No podía situarle en ninguna de las castas, pero un sexto sentido me decía que era muy peligroso.

Al mismo tiempo, había algo en él que me fascinaba. No podía pasar de largo sin darme por enterado de su presencia, pero me quedé al otro lado de la calle, calculando la distancia que me separaba de la cancela, los guardias y los perros.

Él me saludó inclinando la cabeza y me sonrió. Parecía una sonrisa de aprobación.

—Buenos días, joven señor—exclamó. Su voz ocultaba cierto tono de burla-. Haces bien en no confiar en mí. Me han contado que sabes actuar de forma inteligente, pero te prometo que no te haré daño alguno.

Me di cuenta de que su forma de hablar era tan difícil de identificar como su apariencia e hice caso omiso de su promesa.

—Quiero conversar contigo -prosiguió-, y también con Shigeru.

Yo me quedé atónito al oírle hablar del señor Shigeru con tal familiaridad.

—¿Qué tenéis que decirme?

—No puedo gritar desde aquí -respondió, con una carcajada-. Camina conmigo hasta la cancela y te lo contaré.

—Podéis caminar por ese lado de la calle y yo lo haré por éste -dije yo, al tiempo que notaba un movimiento de su mano, tal vez dispuesta a empuñar un arma oculta-. Después hablaré con el señor Otori y él decidirá si quiere encontrarse con vos o no.

El hombre sonrió para sí, se encogió de hombros y amos nos dirigimos por separado hacia la cancela: él, tan tranquilo, como si se tratara de un paseo vespertino; yo, tan nervioso como un gato antes de una tormenta. Cuando llegamos a la cancela y los guardias nos saludaron, tuve la impresión de que el hombre era más viejo y marchito. Parecía un anciano tan inofensivo que casi me avergoncé de mis recelos.

—Te has metido en un lío, Takeo -dijo entonces uno de los hombres-. El maestro Ichiro lleva más de una hora buscándote.

—¡Eh, abuelo! -gritó el otro guardia al anciano-. ¿Qué es lo que quieres? ¿Un cuenco de fideos o algo así?

Ciertamente, por su aspecto, al viejo no le vendría mal una buena comida; pero esperó humildemente y en silencio junto a la cancela.

—¿Dónde le has recogido, Takeo? Eres demasiado bondadoso; ése es tu problema. ¡Líbrate de él!

—Le he dicho que le comunicaría al señor Otori que él está aquí, y eso es lo que pienso hacer -repliqué-. Pero observad cualquier movimiento que haga, y no le permitáis en modo alguno entrar en el jardín.

Me giré hacia el extraño, y le dije:

—Esperad aquí -y entonces percibí algo extraño y fugaz que emanaba de él.

Era peligroso, de eso no cabía duda, pero me daba la impresión de que me estaba permitiendo ver una parte de él que mantenía oculta ante los guardias. Dudé entonces si debía dejarle con ellos... En todo caso, éstos eran dos y estaban armados hasta los dientes. Seguro que podrían defenderse de un anciano.

Crucé el patio a toda velocidad, me quité las sandalias de una sacudida y subí las escaleras en un par de saltos. El señor Shigeru estaba sentado en la sala del piso superior contemplando el jardín.

—Takeo -dijo-, he estado pensando que un pabellón de té quedaría perfecto ahí fuera.

—Señor... -empecé a decir. Pero me quedé paralizado al detectar un movimiento en el jardín. Creí que era la garza, gris e inmóvil, pero descubrí que se trataba del hombre que yo había dejado junto a la cancela.

—¿Qué pasa? -preguntó el señor Shigeru, que notó la expresión de mi rostro.

La posibilidad de que el intento de asesinato pudiera repetirse me aterrorizaba.

—¡Hay un extraño en el jardín! -grité-. ¡Mirad!

De inmediato, temí por los guardias. Bajé las escaleras corriendo y salí de la casa. Mi corazón me golpeaba en el pecho a medida que me acercaba a la cancela. Los perros estaban bien y se agitaron al verme sacudiendo la cola. Grité, y los hombres, sorprendidos, salieron de la garita.

—¿Qué pasa, Takeo?

—¡Le dejasteis entrar! -dije yo, furioso-. El viejo está en el jardín.

—No, está ahí fuera, en la calle, donde le dejaste.

Seguí con los ojos el gesto del guardia y, por un momento, yo también caí en la trampa. Pude verle sentado a la sombra del muro techado con aspecto tan humilde como paciente e inofensivo. Después mi visión se desvaneció. La calle estaba vacía.

—¡Estúpidos! -exclamé-. ¿No os dije que era peligroso? ¿No os dije que no le dejarais entrar en el jardín? ¡Sois unos necios! ¿Y os consideráis guerreros del clan de los Otori? Volved a vuestras granjas, a cuidar de las gallinas. ¡Ojalá los zorros se las coman todas!

Ellos, estupefactos, se quedaron mirándome. Nadie de la casa me había oído nunca decir tantas palabras seguidas. Mi cólera era aún más grande porque me sentía responsable de ellos. Pero ellos tenían que obedecerme. Sólo podría protegerlos si me obedecían.

—Tenéis suerte de estar vivos -les dije, sacando mi sable del cinto y corriendo a buscar al intruso.

Éste no estaba en el jardín, y yo empezaba a dudar si había visto otro espejismo, cuando oí voces procedentes de la sala superior. El señor Shigeru me llamó. No parecía estar en peligro, más bien daba la sensación de que se estaba riendo. Cuando entré en la sala y me incliné, el hombre estaba sentado junto a él, como si fueran viejos amigos, y no paraban de reír. El extraño ya no parecía tan anciano. Comprobé que tan sólo era unos años mayor que el señor Shigeru, y ahora su expresión era franca y amable.

—Así que no quería caminar por el mismo lado de la calle, ¿eh? -dijo el señor.

—Exacto, y luego me obligó a sentarme fuera y esperar -los dos soltaron una carcajada, mientras golpeaban la estera con las palmas de las manos-. A propósito, Shigeru, deberías entrenar mejor a tus guardias. Takeo actuó bien al enfadarse con ellos.

—Actuó bien en todo momento -respondió el señor Shigeru, con una nota de orgullo en la voz.

—Es uno entre un millón, de esa clase que nace pero no se hace. Seguro que desciende de la Tribu. Incorpórate, Takeo, déjame mirarte.

Levanté la frente del suelo y me senté sobre los talones. La cara me ardía. Sentía que el hombre se había salido con la suya y me había engañado. Él no dijo nada, tan sólo me estudió en silencio.

El señor Shigeru dijo:

—Te presento a mi viejo amigo Muto Kenji.

—Señor Muto -dije yo, educada pero fríamente, decidido a no mostrar mis sentimientos.

—No tienes por qué llamarme señor -respondió Kenji-. No soy un señor, aunque varios de mis amigos sí lo son -se inclinó hacia mí-. Enséñame tus manos.

Tomó mis manos, una después de la otra, y las examinó detenidamente.

—Pensamos que se parece a Takeshi -dijo el señor Shigeru.


Hmm...
Tiene la apariencia de un Otori -Kenji regresó a su posición anterior y dirigió la mirada al jardín. El color ya había desaparecido en esta época del año; sólo los arces seguían emitiendo sus destellos rojos-.La noticia de la pérdida de tu hermano me entristeció -añadió.

—Llegué a pensar que ya no deseaba vivir -replicó el señor Shigeru-; pero las semanas han pasado y he descubierto que sí quiero seguir vivo. La desesperación no va conmigo.

—Desde luego que no -convino Muto Kenji, afectuosamente.

Los dos miraron a través de las ventanas abiertas. El aire del otoño era frío. Un soplo de viento agitó las ramas de los arces y, a medida que las hojas caían sobre el torrente, adquirían un tinte granate oscuro al contacto con el agua, para después desaparecer con el río. Yo sentía escalofríos y pensaba con anhelo en el baño caliente.

Kenji rompió el silencio:

—¿Por qué este muchacho, que se parece a Takeshi pero proviene a todas luces de la Tribu, se aloja en tu casa, Shigeru?

—¿Por qué has recorrido tú un camino tan largo para hacerme esa pregunta? -replicó el señor Shigeru, con una ligera sonrisa.

—No me importa explicarlo. Me enteré de que alguien oyó cómo un intruso escalaba el muro de tu casa y que, como resultado, uno de los asesinos más peligrosos de los Tres Países ha muerto.

—Pretendíamos mantenerlo en secreto -dijo el señor Shigeru.

—Y nuestro trabajo consiste en averiguar esa clase de secretos. ¿Qué hacía Shintaro en tu casa?

—Lo más probable es que quisiera matarme -respondió el señor Shigeru-. Así que se trataba de Shintaro... Tenía mis sospechas, pero no existían pruebas -tras unos instantes, añadió-: Alguien quería asegurarse de mi muerte. ¿Lo contrató Iida?

—Shintaro trabajó para los Tohan durante un tiempo, pero no creo que Iida quisiera hacer que te asesinaran en secreto. Con toda seguridad, él habría preferido contemplar el acontecimiento con sus propios ojos. ¿Qué otra persona puede desear tu muerte?

—Se me ocurren una o dos -respondió el señor.

—Resultaba difícil creer que Shintaro fallase -continuó Kenji-. Teníamos que averiguar quién era el muchacho. ¿Dónde le encontraste?

—¿Cuáles son los rumores? -contrarrestó el señor

Shigeru, aún sonriendo.

—Las fuentes oficiales dicen que es un pariente lejano de tu madre; los supersticiosos, que has perdido la cabeza y crees que el chico es tu hermano reencarnado; los cínicos, que es tu hijo, concebido con una campesina del este del país.

El señor Shigeru soltó una carcajada.

—Ni siquiera le doblo la edad. Tendría que haber sido padre a los 12 años. No es hijo mío.

—No, eso está claro. Y a pesar del parecido, no me creo que sea ni un pariente ni una reencarnación. En cualquier caso, seguro que pertenece a la Tribu. ¿Dónde le encontraste?

Haruka, una de las criadas, entró en la sala, encendió las lámparas y, de inmediato, una polilla de color azul verdoso penetró en la habitación agitando las alas en dirección a la llama. Yo me puse de pie y la atrapé. Noté cómo sus alas polvorientas chocaban contra la palma de mi mano y entonces la solté, enviándola de nuevo a la noche. Después, cerré las ventanas correderas y me senté otra vez.

El señor Shigeru no respondió a la pregunta de Kenji, y Haruka regresó con el té. Kenji no parecía enfadado o defraudado. Elogió los cuencos de té, que eran de la sencilla loza de tonos rosa típica de la zona, y bebió en silencio, pero sin apartar la vista de mí.

Finalmente, me formuló una pregunta directa:

—Dime, Takeo, cuando eras niño, ¿les quitabas las conchas a los caracoles vivos, o arrancabas las patas a los cangrejos?

Yo no acertaba a comprender por qué me hacía esa pregunta.

—Tal vez -respondí, haciendo como que bebía, aunque mi cuenco estaba vacío.

—¿Lo hacías?

—No.

—¿Por qué no?

—Mi madre me decía que era una crueldad.

—Ya lo suponía -la voz de Kenji había adquirido una nota de tristeza, como si se apiadara de mí-. No me extraña que hayas intentado esquivarme, Shigeru. Aprecio cierta mansedumbre en el muchacho, una aversión hacia la crueldad... El chico fue criado entre los Ocultos.

—¿ Tan obvio es?

—Sólo para mí -Kenji permanecía sentado, con las piernas cruzadas y un brazo apoyado sobre la rodilla-. Creo que sé quién es.

El señor Shigeru suspiró. Su semblante se mantenía inmóvil y alerta.

—Más vale que nos lo cuentes.

—Tiene todos los rasgos de un Kikuta: los dedos largos, la línea recta en la palma de la mano, la agudeza de oído... Ésta llega de repente, más o menos en la pubertad, a veces acompañada por la pérdida del habla, que en ocasiones es temporal y otras veces permanente.

—¡Os lo estáis inventando! -dije yo, incapaz de mantenerme en silencio por más tiempo.

Lo cierto era que me asaltaba una horrible sensación. Yo no sabía nada acerca de la Tribu, excepto que el asesino era uno de ellos; pero presentía que Muto Kenji estaba abriendo ante mí una puerta oscura que yo temía traspasar.

El señor Shigeru me hizo callar con un movimiento de cabeza:

—Déjale hablar. Es de la máxima importancia.

Kenji se inclinó hacia delante, y me dijo:

—Voy a hablarte acerca de tu padre.

El señor Shigeru dijo con aspereza:

—Empieza por la Tribu. Takeo ignora lo que significa ser un Kikuta.

—¿Es eso cierto? -preguntó, asombrado-. Bueno, supongo que no es de extrañar, ya que ha sido criado por los Ocultos. Empezaré por el principio. Las cinco familias de la Tribu siempre han existido. Ya existían antes de la llegada de los señores y de los clanes, y se remontan a la época en la que la magia era más poderosa que las armas y los dioses todavía caminaban por la Tierra. Cuando surgió el sistema de clanes y los hombres forjaron alianzas basadas en el poder, la Tribu no se unió a ninguno de ellos. Con objeto de conservar sus dones excepcionales, se lanzaron a los caminos y se convirtieron en aventureros, actores y acróbatas, vendedores ambulantes o hechiceros.

—Eso hicieron al principio -interrumpió el señor Shigeru-, pero también muchos de ellos se convirtieron en mercaderes y amasaron considerables fortunas y grandes influencias -entonces, me dijo-: Kenji, por ejemplo, regenta un próspero negocio de productos derivados de la soja y también es prestamista.

—Vivimos tiempos corruptos -se lamentó Kenji-. Como nos recuerdan los sacerdotes, los días regidos por la ley tocan a su fin. Es cierto que en esta época estamos involucrados en los negocios, pero de vez en cuando realizamos algún servicio para los clanes y tomamos su blasón, o bien trabajamos para los que nos han ofrecido su amistad, como es el caso del señor Otori Shigeru. Pero sea cual sea nuestra actividad presente, conservamos las facultades extraordinarias del pasado, que una vez tuvieron todos los humanos, pero que ahora la mayoría ha olvidado.

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