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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El Suelo del Ruiseñor (4 page)

BOOK: El Suelo del Ruiseñor
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Cuando a medianoche escuché el tañido de las campanas del templo, me levanté y acudí a la letrina. El sonido de mi orín retumbaba como el de una cascada. Me lavé las manos en el aljibe del patio y me quedé quieto unos instantes, escuchando.

Era una noche tibia y tranquila; la Luna llena del octavo mes se aproximaba. En la posada reinaba el silencio, pues todos dormían en sus aposentos; las ranas croaban en el río y en los arrozales, y una o dos veces escuché el ulular de un búho. Al subir sigilosamente los escalones que conducían al porche, oí la voz del señor Otori. Por un momento pensé que había regresado a la alcoba y me hablaba a mí, pero una voz de mujer le respondió. Era la señora Maruyama.

Sabía que no debía escucharles. Se trataba de una conversación en voz baja que nadie salvo yo podía percibir. Entré en la alcoba, deslicé la puerta hasta cerrarla y me tumbé sobre el colchón deseando conciliar el sueño; pero mis oídos anhelaban un sonido que me era posible negar, y en ellos fueron entrando cada una de las palabras pronunciadas.

Hablaban del amor que se profesaban, de sus escasos encuentros y sus planes para el futuro. Muchas de las frases que se decían eran cautas y breves, y por aquel entonces yo no entendía bien su significado. Me enteré de que la señora Maruyama se dirigía a la capital para ver a su hija, y que temía que Iida insistiera en casarse con ella, pues su esposa había caído enferma y pronto moriría. El único hijo que le había dado, también de salud delicada, había sido para Iida una gran decepción.

—No te casarás con nadie, salvo conmigo —susurró él.

Y ella respondió:

—Es mi único deseo. Ya lo sabes.

Entonces, el señor Otori juró que nunca tomaría una esposa, ni yacería con ninguna mujer que no fuera ella, y mencionó que tenía un plan, aunque no lo desveló. Escuché mi nombre e imaginé que de alguna forma yo iba a estar involucrado, y me enteré de la existencia de una larga enemistad entre él e Iida, que se remontaba a la batalla de Yaegahara.

—Moriremos el mismo día —dijo él—. No podría sobrevivir en un mundo en el que tú no existieras.

A continuación, los susurros dieron paso a otros sonidos: los de la pasión entre un hombre y una mujer. Me tapé los oídos con las manos. Yo conocía el deseo, había satisfecho el mío junto a los mozos de la aldea o con las muchachas del burdel, pero lo ignoraba todo sobre el amor. Me juré a mí mismo que nunca contaría lo que estaba oyendo. Guardaría el secreto tan celosamente como acostumbran a hacer los Ocultos. Me alegraba de carecer de voz.

No volví a ver a la dama. Al día siguiente, partimos temprano, una hora después del amanecer. La mañana era tibia. Los monjes rociaban con agua los claustros del templo y el aire olía a polvo. Las criadas de la posada nos habían traído té, arroz y sopa antes de nuestra marcha. Una de ellas ahogó un bostezo al colocar las fuentes delante de mí, y después se disculpó entre risas. Se trataba de la muchacha que me había dado unas palmadas en el brazo el día anterior y, cuando partíamos, salió a nuestro encuentro y gritó:

—¡Buena suerte, muchacho! ¡Buen viaje! ¡No te olvides de nosotros!

¡Ojalá nos hubiéramos quedado una noche más! El señor Otori soltó una carcajada y se burló de mí diciendo que tendría que protegerme del acoso de las muchachas en Hagi. Aunque apenas debía de haber podido dormir la noche anterior, el buen humor del noble era evidente y avanzó a grandes zancadas por la carretera, con más energía de la habitual. Yo pensaba que tomaríamos el camino de postas hasta Yamagata; sin embargo, atravesamos la ciudad siguiendo el curso de un río menos caudaloso que el que bordeaba el camino principal. Cruzamos el riachuelo por un tramo en el que las aguas fluían rápidas y se estrechaban entre peñascos, y una vez más dirigimos nuestros pasos hacia la cima de una montaña.

Llevábamos víveres de la posada para alimentarnos durante la jornada, ya que una vez que dejáramos atrás las diminutas aldeas que bordeaban el río no veríamos un alma. El sendero, angosto y solitario, era muy empinado. Cuando llegamos a la cima, hicimos un alto para comer. Atardecía, y el sol proyectaba sombras inclinadas sobre la llanura que se extendía a nuestros pies. Más allá, hacia el este, las interminables cadenas de montañas adquirían un tinte entre azul y grisáceo.

—Allí se encuentra la capital —dijo el señor Otori, siguiendo la dirección de mi mirada.

Por un momento pensé que se refería a Inuyama y me quedé desconcertado. Él observó mi expresión y continuó:

—No, me refiero a la capital verdadera, la de todo el país, donde vive el Emperador. Se encuentra aún más allá que la cordillera más lejana. Inuyama se encuentra hacia el sureste —se giró para señalar la dirección por la que habíamos venido—. Como la capital del imperio está tan lejos y el Emperador se encuentra en un estado de salud tan débil, los señores de la guerra como Iida actúan como les viene en gana —su estado de ánimo volvía a ser taciturno—. A nuestros pies se encuentra la escena de la peor derrota de los Otori, donde mi padre fue asesinado: Yaegahara. Los Otori fueron traicionados por los Noguchi, que cambiaron de bando y se unieron a Iida. Hubo más de 10.000 víctimas —me miró y continuó—: Sé lo que se siente al contemplar la matanza de los seres queridos... Yo no era mucho mayor de lo que tú eres ahora.

Me quedé mirando fijamente la llanura vacía, incapaz de imaginar cómo sería una batalla. Pensé en la sangre de 10.000 hombres empapando la tierra de Yaegahara. En la húmeda bruma, el sol iba adquiriendo un tono rojizo, como si hubiese absorbido la sangre de la tierra. Bajo nosotros, los milanos reales describían círculos en el aire lanzando cantos de melancolía.

—No he querido ir a Yamagata —dijo el señor Otori, mientras descendíamos por el sendero—, en parte porque allí me conocen demasiado y también por otras razones que algún día te contaré. Eso significa que tendremos que dormir esta noche a la intemperie, con la hierba por almohada, pues no hay ninguna otra ciudad por los alrededores en la que alojarnos. Atravesaremos la frontera del feudo y llegaremos a territorio Otori a salvo del alcance de Sadamu.

Yo no quería pasar la noche en la llanura solitaria. Me asustaban los 10.000 fantasmas, y los ogros y los trasgos que habitaban el bosque cercano. El murmullo de un torrente sonaba en mis oídos como la voz del espíritu del agua, y cada vez que un zorro aullaba o una lechuza ululaba me despertaba con el pulso acelerado. En un momento dado, la tierra tembló ligeramente, haciendo que los árboles crujieran y que algunas rocas lejanas se precipitaran al vacío. Me parecía oír las voces de los muertos clamando venganza e intenté rezar, pero tan sólo sentía un profundo vacío. El dios secreto que los Ocultos veneran había desaparecido junto a mi familia. Alejado de los míos, era incapaz de comunicarme con él.

A mi lado, el señor Otori dormía tan plácidamente como si se encontrara en la alcoba de la posada, y sin embargo yo sabía que él estaba al tanto, aun más que yo mismo, de las súplicas de los muertos. Reflexionaba yo, estremecido, sobre el mundo en el que estaba penetrando; un mundo del que nada sabía, el mundo de los clanes, con sus inmutables normas y brutales códigos de honor. Me dirigía hacia él por deseo de este noble, cuyo sable había decapitado a un hombre ante mis ojos y que ahora era prácticamente mi dueño. Un escalofrío me recorrió el cuerpo bajo el húmedo aire de la noche.

Nos levantamos antes del amanecer y, cuando el cielo adquiría un tono grisáceo, cruzamos el río que marcaba la frontera del dominio Otori.

Después de la batalla de Yaegahara, los Otori, que hasta entonces habían gobernado la totalidad del País Medio, fueron confinados por los Tohan en una estrecha franja de terreno que discurría entre la última cadena de montañas y el mar del norte. En el camino de postas principal, la barrera estaba custodiada por los hombres de Iida; pero en estas tierras salvajes y aisladas había muchos lugares por los que se podía cruzar la frontera sin ser visto y, además, la mayor parte de los labradores y campesinos seguían considerándose Otori, por lo que no sentían simpatía por los Tohan. El señor Otori me habló de la vida del campo, de los métodos agrícolas utilizados, de los diques construidos para el regadío, de las redes tejidas por los pescadores y de cómo extraían la sal del mar. No había nada por lo que no mostrara interés y era un entendido en todas las materias. El sendero dio paso a una carretera, cada vez más concurrida, por la que transitaban campesinos en dirección al mercado del pueblo cercano. Transportaban boniatos y verduras, huevos y setas secadas, raíces de loto y bambú. Nos detuvimos en el mercado y compramos sandalias de paja nuevas, pues las nuestras estaban destrozadas.

Aquella noche, cuando llegamos a la posada, todos conocían al señor Otori, y corrieron a saludarle con exclamaciones de júbilo y se arrojaron al suelo ante él. Prepararon los mejores aposentos, y a la hora de la cena fueron apareciendo manjares a cual más delicioso. Mi percepción del señor Otori estaba cambiando. Sin duda, yo sabía que procedía de alta cuna, de la casta de los guerreros, pero entonces no acertaba a conocer quién era exactamente o cuál era su función en la jerarquía del clan. Empezaba a darme cuenta de que su posición debía de ser sublime y cada vez me sentía más retraído en su presencia. Me embargaba la sensación de que todos me miraban de reojo y se preguntaban quién era yo, deseando apartarme del señor Otori con un tirón de orejas.

A la mañana siguiente, el señor vestía un atuendo acorde con su posición. Nos esperaban los caballos y cuatro o cinco lacayos, que intercambiaron sonrisas al comprobar que yo no entendía nada de corceles y se sorprendieron cuando el señor Otori ordenó a uno de ellos que me llevara a la grupa de su montura, aunque, por descontado, ninguno se atrevió a replicar. Durante el viaje intentaron mantener una conversación conmigo. Me preguntaron de dónde venía y cómo me llamaba, pero en cuanto descubrieron que yo no podía hablar llegaron a la conclusión de que, además de mudo, era sordo y estúpido. Me hablaban en voz muy alta, con palabras sencillas y haciendo gestos.

No me gustaba trotar a la grupa del caballo, pues el único de estos animales que yo había visto de cerca era el de Iida, e imaginaba que todos sus congéneres me guardarían rencor por el daño que le había infligido a aquél. No dejaba de preguntarme qué haría yo cuando llegáramos a Hagi. Suponía que iba a ejercer como criado, trabajando en los jardines o el establo, pero resultó que el señor Otori tenía otros planes para mí.

En la tarde del tercer día desde la noche que pasamos al borde de Yaegahara, llegamos a la ciudad de Hagi, sede del castillo de los Otori. Estaba construida sobre una isla bordeada por dos ríos y por el mar. Desde una franja de tierra hasta la ciudad misma cruzaba el puente de piedra más largo que yo jamás había visto. Tenía cuatro ojos, a través de los cuales fluían las turbulentas aguas, y muros de piedra de construcción impecable. Parecía creado por medio de algún encantamiento, y cuando los caballos empezaron a cruzarlo no pude evitar cerrar los ojos. El rugido del río tronaba en mis oídos, pero por debajo del ruido yo escuchaba otro sonido, una especie de lamento fúnebre que me hizo estremecer.

El señor Otori me llamó desde el centro del puente. Yo descendí del caballo y me dirigí al lugar donde se había apostado. Sobre el parapeto habían colocado una enorme roca en la que aparecía esculpida una inscripción.

—¿Sabes leer, Takeo?

Negué con la cabeza.

—Mala suerte. ¡ Tendrás que aprender! —soltó una carcajada—. Y me parece que tu preceptor te va a hacer la vida imposible. Echarás de menos tu vida salvaje en las montañas.

A continuación, leyó en voz alta la inscripción:

"El clan Otori da la bienvenida a los justos y los leales. Que los injustos y los desleales sean precavidos".

Bajo la leyenda aparecía el blasón de la garza.

Seguí caminando junto a su caballo hasta el extremo del puente.

—Enterraron vivo al cantero debajo de la roca —comentó el señor Otori, como sin darle importancia— para que no pudiera construir otro puente que rivalizara con éste y custodiara su obra para siempre. Por la noche puede oírse cómo su espíritu le habla al río.

No sólo por la noche. Me aterraba pensar en el triste fantasma prisionero de la hermosa obra que había realizado, pero una vez que llegamos a la ciudad los sonidos de los vivos ahogaron los de los muertos.

Hagi era la primera gran ciudad en la que yo había estado. Parecía inmensa y abrumadoramente desconcertante. La cabeza me estallaba con el ruido: los gritos de los vendedores ambulantes, el chasquido de los telares que llegaba de las estrechas casas, los golpes cortantes de los canteros, la disonante dentellada de las sierras y otros muchos sonidos que nunca antes había escuchado y no lograba identificar. Una de las calles estaba atestada de alfareros, y el olor de la arcilla y del horno se me metió en las narices. Era la primera vez que oía el torno de un alfarero o el rugido de un horno. Por debajo de los demás sonidos, yo escuchaba la charla, el griterío, las maldiciones y las risas, al igual que entre todos los olores apreciaba el hedor de los desperdicios.

Por encima de las casas se erguía el castillo, construido de espaldas al mar. Por un momento creí que nos dirigíamos hacia él y, por su aspecto oscuro y siniestro, el corazón me dio un vuelco; pero giramos hacia el este, siguiendo el curso del río Nishigawa hasta donde unía sus aguas con el Higashigawa. A nuestra izquierda se encontraba una zona de canales y de calles sinuosas donde había muchas mansiones, rodeadas por altos muros con techumbre de teja, que apenas eran visibles entre los árboles.

El sol había desaparecido tras las nubes oscuras y el aire olía a lluvia. Los caballos aceleraron el paso, como si supieran que llegábamos a nuestro destino. Al final de la calle aparecía abierta una amplia cancela. Los guardias salieron de la garita adyacente y cayeron de rodillas, inclinando la cabeza mientras pasábamos de largo.

El caballo del señor Otori bajó la testa y la restregó contra mí. Relinchó, y otro caballo respondió desde los establos. Yo así las riendas y el señor Otori desmontó. Los criados se hicieron cargo de los caballos y se alejaron con ellos.

El señor Otori cruzó el jardín a grandes zancadas en dirección a la casa. Yo me quedé inmóvil unos instantes, dubitativo, sin saber si debía seguirle o bien unirme a los lacayos; pero él me llamó, haciendo señas para que acudiera a su encuentro.

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