El Suelo del Ruiseñor (2 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

BOOK: El Suelo del Ruiseñor
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Empuñaba su sable en la mano, y lo que me salvó fue la resistencia del caballo a atravesar la cancela del templo: el corcel se encabritó otra vez, retrocediendo sobre sus patas traseras, Iida soltó un grito, los hombres que estaban en el templo se dieron la vuelta y, al notar mi presencia, comenzaron a gritar en el tosco dialecto de los Tohan. Tomé los últimos restos de incienso, sin notar apenas la quemazón en mis manos, y huí del lugar atravesando la cancela. Cuando el caballo se acercó a mi lado, arrojé el incienso ardiente sobre su flanco. Entonces, el animal se irguió por encima de mí y sus enormes cascos casi me rozaron las mejillas. Oí el silbido del sable, que descendía por el aire. Me daba cuenta de que los Tohan me rodeaban. Mi salvación parecía imposible; pero, súbitamente, tuve una extraña sensación, como si me desdoblara en dos. Pude ver cómo el sable de Iida caía sobre mí y, sin embargo, no llegó a tocarme. Me lancé de nuevo sobre el caballo, y éste resopló de dolor y empezó a dar violentos saltos, Iida, que había perdido el equilibrio al no haber alcanzado el blanco con su espada, se descolgó hacia delante y cayó pesadamente en el suelo.

El horror y el pánico hicieron presa de mí. ¡Había derribado del caballo al señor de los Tohan! La tortura y el dolor con que pagaría una acción de tal envergadura no tendrían límites. Tal vez debería haberme arrojado al suelo suplicando la muerte, pero no deseaba morir. Algo hizo que la sangre me bullera, y ese algo me decía que yo no iba a perder la vida a manos de Iida: él moriría primero.

Yo no sabía nada en absoluto sobre las guerras entre clanes ni de sus rígidos códigos de honor o sus contiendas. Había pasado toda mi vida junto a los Ocultos, a quienes les está prohibido matar y se les enseña a perdonar a sus semejantes. Pero, en ese instante, la venganza me tomó como pupilo, reconocí su presencia de inmediato e instantáneamente aprendí sus enseñanzas. Yo quería venganza, pues ésta me libraría de la sensación que me embargaba, la de ser un fantasma viviente. En ese momento le hice un hueco en mi corazón: propiné una patada en la entrepierna al hombre que tenía más cercano, clavé los dientes en una mano que me sujetaba por la cintura y huí en dirección al bosque.

Tres de los hombres salieron en mi persecución. Eran más robustos que yo y corrían a más velocidad, pero yo conocía bien el terreno y para entonces ya casi había oscurecido. Seguía lloviendo, ahora con más fuerza, y los empinados senderos de la montaña resultaban tan resbaladizos como peligrosos. Dos de los hombres seguían llamándome, diciéndome lo que les gustaría hacer conmigo y lanzando juramentos con palabras cuyo significado yo tan sólo acertaba a imaginar; pero el tercero de ellos corría en silencio, y era éste el que más me asustaba. Puede que los otros dos se dieran la vuelta al cabo de un rato, con la intención de regresar a su licor de maíz —o a cualquiera que fuera el asqueroso brebaje con el que se emborracharan los Tohan—, asegurando que habían perdido mi rastro en la montaña; pero el tercero nunca se daría por vencido: me seguiría sin descanso hasta darme muerte.

Cerca de la cascada, donde el sendero se hacía más empinado, los dos tipos ruidosos se quedaron rezagados, pero el otro aceleró el paso como suelen hacer los animales al escalar una ladera. Pasamos junto al santuario del dios de la montaña, y un pájaro que picoteaba el mijo emprendió el vuelo, lanzando con sus alas un destello verde y blanco. El sendero se curvaba ligeramente ciñendo el tronco de un gigantesco cedro, y mientras rodeaba yo el árbol, con las piernas pesadas como el plomo y falto de respiración, una figura surgió de las sombras y se plantó ante mí impidiéndome el paso.

Choqué contra él. El hombre emitió un gruñido, como si le hubiera dejado sin aliento, pero me sujetó de inmediato. Me miró fijamente y noté que sus ojos brillaban por la sorpresa, como si me hubiera reconocido, y me asió aún con más fuerza. Ahora ya no sería posible escapar. Escuché cómo el hombre Tohan se detenía y, a continuación, las fuertes pisadas de los otros dos, que llegaban tras él.

—Os pido disculpas, mi señor —dijo el individuo a quien yo temía, con voz firme—. Acabáis de capturar al hombre que estamos persiguiendo. Os doy las gracias.

El desconocido que me sujetaba dio media vuelta y encaró a mis perseguidores. Yo deseaba gritarle, suplicarle; pero sabía que sería inútil. Notaba el suave tejido de su manto, la delicadeza de sus manos. No me cabía duda de que era un noble, como Iida. Ambos tenían la misma apariencia. No, no iba a hacer nada por ayudarme. Permanecí en silencio, mientras recordaba las oraciones que mi madre me había enseñado y el pájaro que había alzado el vuelo.

—¿Qué ha hecho este criminal? —preguntó el noble.

El hombre que se encontraba frente a mí tenía el rostro alargado, como de lobo.

—Disculpad —dijo de nuevo, esta vez con menos cortesía—. Eso es algo que no os incumbe. Es un asunto que sólo concierne a Iida Sadamu y al clan de los Tohan.

—¿Ah, sí? —terció el noble, con un gruñido—. ¿Y quién eres tú, que te atreves a decir lo que a mí me incumbe?

—¡Entregadlo de una vez! —vociferó el hombre con cara de lobo, ya desprovisto de toda cortesía.

Entonces, dio un paso adelante y yo me di cuenta de que el noble no tenía intención alguna de entregarme. Con un diestro movimiento, me colocó tras su espalda y me soltó. Por segunda vez en mi vida escuché el sonido silbante del sable de un guerrero al cobrar vida. El hombre con cara de lobo desenvainó un cuchillo; los otros dos portaban sendos palos. El noble empuñó su sable con ambas manos, lo blandió en el aire y, haciendo a un lado uno de los palos, decapitó al hombre que lo sostenía. A continuación, se enfrentó con el individuo con cara de lobo y con un golpe de sable le seccionó el brazo, que todavía sujetaba el cuchillo.

Todo sucedió en un instante, pero a mí se me hizo eterno. Aunque estaba muy oscuro y llovía, al cerrar los ojos puedo verlo hoy con todo detalle.

El cuerpo decapitado cayó pesadamente y un chorro de sangre se esparció por el suelo, mientras la cabeza rodaba colina abajo. El tercer hombre dejó caer el palo que empuñaba y empezó a retroceder pidiendo ayuda a gritos. El tipo con cara de lobo estaba clavado de rodillas en el suelo, intentando poner freno a los borbotones de sangre que manaban de su brazo mutilado.

El noble limpió el sable y lo introdujo en la vaina atada a su cinturón.

—Sígueme —me ordenó.

Yo estaba de pie, tembloroso e incapaz de moverme. El desconocido había aparecido como por arte de magia y había matado a otros en mi presencia para salvarme la vida. Caí de rodillas frente a él, intentando expresar mi agradecimiento.

—Levántate —me dijo—. El resto de los hombres vendrá tras nosotros enseguida.

—No puedo huir —acerté a decir—. Tengo que encontrar a mi madre.

—Ahora no. ¡Ahora tenemos que escapar! —me levantó del suelo a la fuerza y me obligó a avanzar colina arriba.

—¿Qué ha pasado ahí abajo?

—Han incendiado la aldea y matado... —el recuerdo de mi padrastro me volvió a la memoria y me impidió continuar.

—¿Ocultos?

—Sí —susurré.

—Lo mismo está pasando en todo el feudo. Iida está sembrando por todas partes el odio contra los Ocultos. Eres uno de ellos, ¿no es verdad?

—Sí —yo estaba tiritando. Aunque no había acabado el verano y la lluvia era tibia, nunca en mi vida había sentido tanto frío—. Pero no me perseguían sólo por eso. Hice que el señor Iida se cayera del caballo.

Para mi sorpresa, el noble soltó una carcajada.

—¡Me habría gustado verlo! Pero sin duda eso te coloca en una situación peligrosa. Es una ofensa que él tendrá que limpiar. No obstante, ahora estás bajo mi protección, y no permitiré que Iida te aparte de mí.

—Me habéis salvado de la muerte —le dije—. A partir de hoy, mi vida os pertenece.

Por alguna razón, se rió con fuerza otra vez.

—Tenemos un largo camino por delante, con el estómago vacío y la ropa mojada. Hemos de cruzar la cordillera antes del amanecer, pues será entonces cuando emprendan nuestra búsqueda.

Comenzó a dar zancadas a toda velocidad y yo me apresuré tras él, deseando que las piernas me dejaran de temblar y que mis dientes no castañetearan más. Ni siquiera conocía su nombre, pero quería que se sintiera orgulloso de mí y que nunca tuviera que lamentar el hecho de haberme salvado la vida.

—Soy Otori Shigeru —me explicó mientras coronábamos el puerto de montaña—. Pertenezco al clan de los Otori, de Hagi; pero en mis viajes no utilizo mi nombre, así que tú tampoco puedes utilizarlo.

Para mí, la ciudad de Hagi se encontraba tan lejana como la mismísima Luna y, aunque yo había oído nombrar a los Otori, no sabía nada de ellos, excepto que habían sido derrotados por los Tohan en una cruenta batalla librada en Yaegahara 10 años atrás.

—¿Cómo te llamas, muchacho?

—Tomasu.

—Es un nombre muy común entre los Ocultos. Es mejor librarte de él.

Permaneció en silencio un buen rato, y después su voz pudo oírse brevemente en la oscuridad:

—Ahora puedes llamarte Takeo.

Y de este modo, entre la cascada y la cima de la montaña, perdí mi nombre, me convertí en alguien diferente y mi destino quedó ligado al de los Otori.

El amanecer nos encontró, fríos y hambrientos, en la aldea de Hinode, famosa por sus manantiales de agua caliente. Nunca en mi vida había estado tan lejos de mi pueblo natal. Todo lo que sabía sobre Hinode era lo que decían los niños de mi aldea: que los hombres eran unos tramposos y las mujeres eran tan ardientes como los manantiales, siempre dispuestas a acostarse con un hombre por el precio de un cuenco de vino. No tuve la posibilidad de averiguar si tales rumores eran ciertos; nadie se atrevía a engañar a un señor Otori, y la única mujer que vi era la esposa del posadero, que nos servía la comida.

Me sentía avergonzado de mi aspecto. Mi madre había remendado mis viejas ropas tantas veces que era imposible averiguar su color original; estaba sucio y manchado de sangre. No daba crédito a que el noble quisiera que yo me hospedase en la posada, al igual que él. Yo pensaba que tendría que dormir en los establos, pero al parecer él no quería perderme de vista. Le dijo a la mujer que lavara mi ropa y me envió al manantial caliente para que me bañara. Cuando regresé, somnoliento a causa del agua caliente y tras una noche en vela, el desayuno estaba preparado en la alcoba y él ya estaba comiendo. Con un gesto, me indicó que comiera yo también. Me arrodillé en el suelo y entoné las oraciones que acostumbrábamos a rezar en casa antes de la primera comida del día.

—No debes rezar —masculló el señor Otori, con la boca repleta de arroz con encurtidos—, ni siquiera a solas. Si quieres sobrevivir, tienes que olvidar esa etapa de tu vida. Se ha terminado para siempre —tragó y tomó otro bocado—. Hay cosas mejores por las que morir.

Supongo que un creyente verdadero habría insistido en rezar sus oraciones, y es posible que fuera eso lo que los hombres muertos de mi aldea habían hecho. Me vino a la memoria el modo en que sus ojos se mostraban carentes de vida y sorprendidos al mismo tiempo, y dejé de rezar. Había perdido el apetito.

—Come —insistió el noble, no sin cierta amabilidad—. No quiero tener que cargar contigo todo el camino hasta Hagi.

A duras penas, comí un poco para que él no se molestara. Más tarde me envió a decirle a la posadera que preparase las camas. A mí me incomodaba darle órdenes a la mujer, no sólo porque yo pensara que se iba a burlar de mí y me iba a decir que por qué no lo hacía yo, sino también porque a mi voz le estaba sucediendo algo extraño. Notaba que se iba apagando, como si las palabras fueran demasiado débiles para expresar lo que mis ojos habían contemplado. En cualquier caso, una vez que ella alcanzó a comprender lo que yo le pedía, hizo una reverencia casi tan profunda como cuando se había inclinado ante el señor Otori y se apresuró a obedecerme.

El señor Otori se tumbó, cerró los ojos y se quedó dormido casi de inmediato. Yo esperaba dormirme también al instante, pero mi mente, conmocionada y exhausta, no encontraba reposo. La mano quemada me palpitaba de dolor, y podía oír todo a mi alrededor con una claridad poco usual y ligeramente alarmante: todas las conversaciones de la cocina, todos los sonidos de la ciudad... Mis pensamientos regresaban una y otra vez a mi madre y mis hermanas. Me decía a mí mismo que no las había visto muertas, que lo más probable era que hubieran huido; sí, seguro que se encontraban a salvo. Todos querían a mi madre en nuestra aldea; no, ella nunca habría optado por morir. Aunque había nacido en el clan de los Ocultos, no era una fanática; encendía incienso en el templo y también llevaba ofrendas al dios de la montaña. Seguro que mi madre, con su cara ancha, sus manos rugosas y su piel dorada, no estaba muerta; seguro que no yacía, junto a sus hijas, en algún lugar bajo el cielo, con sus perspicaces ojos vacíos y sorprendidos.

Mis propios ojos no estaban vacíos, sino, para mi vergüenza, cuajados de lágrimas. Enterré la cara en el colchón e intenté frenar el llanto; los hombros me temblaban violentamente y los sollozos me ahogaban, sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Instantes después, noté que una mano se posaba en mi hombro, y el señor Otori dijo en voz baja:

—La muerte llega de repente; la existencia humana es frágil y breve. No existe plegaria o encantamiento alguno que pueda cambiar su curso. Los niños lloran la muerte, pero los hombres y las mujeres nunca lloran: se sobreponen a ella.

Su propia voz se quebró al pronunciar la última palabra. El señor Otori estaba tan desconsolado como yo mismo: su rostro permanecía impasible, pero brotaban lágrimas de sus ojos. Yo sabía el motivo de mi llanto, pero no me atreví a preguntarle por el suyo.

Debí de quedarme dormido, porque soñé que estaba en casa, cenando. Sujetaba un cuenco que me resultaba tan familiar como mis propias manos. En la sopa había un cangrejo de color negro, que escapó del recipiente y huyó en dirección al bosque. Corrí tras él, pero no logré encontrarlo. Intenté gritar: "¡Me he perdido!", pero el cangrejo me había arrebatado la voz.

Al despertar, encontré al señor Otori zarandeándome.

—¡Levanta!

Había dejado de llover. La luz me indicaba que era mediodía. La alcoba estaba poco ventilada y no muy limpia. No corría ni una gota de aire y los colchones de paja desprendían un olor ligeramente agrio.

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