El Suelo del Ruiseñor (3 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

BOOK: El Suelo del Ruiseñor
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—No quiero que Iida me persiga con un centenar de guerreros sólo porque un muchacho le hizo caer del caballo —gruñó con simpatía el señor Otori—. Tenemos que darnos prisa.

Yo no pronuncié palabra alguna. Mi ropa, lavada y seca, estaba en el suelo. Me vestí en silencio.

—Lo que no me explico es que te atrevieras a enfrentarte a Sadamu cuando a mí me temes tanto que ni siquiera me diriges la palabra...

No es que le temiera; más bien me impresionaba. Era como si uno de los ángeles de Dios, o un espíritu del bosque, o tal vez un héroe de días pasados hubiera aparecido inesperadamente frente a mí y me hubiera acogido bajo su protección. Por entonces no habría sido capaz de describirle, pues no me atrevía a mirarle de frente. Cuando le miraba de reojo, su rostro en reposo se mostraba impertérrito. No severo exactamente, sino carente de expresión. Por entonces yo ignoraba cómo una sonrisa podía transformarlo. Contaba él con unos 30 años de edad, tal vez algunos menos; era alto y de espaldas anchas; sus manos eran claras, casi blancas, y bien formadas, con dedos largos e inquietos que parecían hechos a propósito para empuñar el sable.

En ese momento, asió la empuñadura y elevó el sable sobre la estera. Con sólo ver el arma, me estremecí. Imaginé que había traspasado la carne de numerosos hombres, se había manchado con su sangre y había escuchado sus últimos gritos de agonía: me aterrorizaba y fascinaba por igual.


Jato —
dijo el señor Otori, al observar mi mirada. Soltó una carcajada y palmeó la desgastada vaina negra—. Viste atuendo de viaje, como su dueño. En casa, mi sable y yo lucimos mejores galas.

"Jato",
repetí para mis adentros. Así se llamaba el sable que me había salvado la vida, tras acabar con las de otros.

Abandonamos la posada y proseguimos nuestro viaje, alejándonos del olor a azufre que emanaba de los manantiales de agua caliente de Hinode y ascendiendo por la montaña. Más allá, los arrozales daban paso a las plantaciones de bambú, como las que había en mi aldea; después, a los castaños, arces y cedros. El bosque humeaba debido al calor del sol, aunque era tan frondoso que apenas dejaba traspasar la luz. En dos ocasiones nos topamos con serpientes en nuestro camino: una pequeña víbora de color negro, y otra, más grande, del color del té. Esta última rodaba como un aro y, de un salto, se refugió entre los matorrales, como si supiera que
Jato
le podía cortar la cabeza. Las cigarras cantaban con estridencia y los macacos gimoteaban con desesperante monotonía.

A pesar del calor, avanzábamos a paso rápido. Cuando a veces el señor Otori me adelantaba, me embargaba un sentimiento de absoluta soledad. Me afanaba entonces en proseguir sendero arriba, siguiendo el sonido de sus pisadas, hasta darle alcance en la cima del puerto, donde le encontraba contemplando la inabarcable panorámica de las montañas, cubiertas en su totalidad por bosques impenetrables.

Al parecer, él conocía bien aquellas tierras agrestes. Caminamos durante largos días y dormíamos escasas horas por la noche: algunas veces en granjas deshabitadas, otras en chozas de montaña abandonadas. Además de en los lugares en los que parábamos, nos cruzamos con algunas personas en aquellos caminos solitarios: un leñador, dos muchachas en busca de setas —que huyeron al vernos— y un monje que se dirigía a un templo lejano. Tras varias jornadas, cruzamos la espina dorsal del país. Todavía teníamos que escalar unas cuantas laderas empinadas, pero los descensos eran cada vez más frecuentes. Llegamos a divisar el mar: al principio sólo un pequeño destello, pero más tarde una amplia y sedosa extensión, donde las islas despuntaban como montañas sumergidas. Yo nunca antes lo había visto, y no podía apartar los ojos de él. A veces se elevaba con fuerza, como si fuese un muro inmenso a punto de desplomarse sobre la tierra.

La quemadura, que se iba curando lentamente, me dejó una cicatriz plateada que cruza la palma de mi mano derecha.

Las aldeas eran cada vez más grandes, hasta que finalmente nos detuvimos para hospedarnos en una ciudad que, emplazada en la carretera que discurría entre Inuyama y la costa, contaba con numerosas posadas y tabernas. Todavía nos hallábamos en territorio Tohan, pues la triple hoja de roble podía verse por doquier y me asustaba salir a la calle, aunque albergaba la esperanza de que los posaderos rindieran tributo al señor Otori. El respeto que la gente solía mostrarle tenía un elemento más profundo, una especie de lealtad a la vieja usanza que no debía salir a la luz. Me trataban con afecto, aunque yo no pronunciaba palabra. No había hablado desde hacía días, ni siquiera al señor Otori, aunque a él no parecía importarle mucho. Él mismo era un hombre silencioso, inmerso en sus propios pensamientos; pero de vez en cuando le miraba a hurtadillas y le descubría observándome con una expresión en el rostro que podía interpretarse como de lástima. Entonces, se disponía a hablar, pero al instante refunfuñaba y murmuraba: "Da igual, no importa; lo hecho, hecho está".

Los criados siempre andaban contando chismes, y a mí me encantaba escucharlos. Estaban muy interesados en una dama que había llegado la noche anterior y que iba a hospedarse otra noche más. Viajaba sola hacia Inuyama con la intención, al parecer, de encontrarse con el mismísimo señor Iida, y lo hacía acompañada por sus lacayos, naturalmente, pero no por un esposo, hermano o padre. Era bellísima, aunque ya no era joven —rondaba los 30 años—, y se mostraba amable, atenta y cortés con todos; pero... ¡viajaba sola! ¡Qué gran misterio! La cocinera afirmaba que la mujer había enviudado recientemente y que se dirigía a la capital para encontrarse con su hijo, pero la criada principal respondió que nada de eso, que esa mujer nunca se había casado ni tenía hijos. Entonces, el mozo de cuadra, con la cara manchada de la comida que estaba engullendo, aclaró que los porteadores del palanquín le habían contado que ella había tenido dos hijos: un varón que había muerto y una muchacha que estaba cautiva en Inuyama.

Las criadas, suspirando, murmuraban que ni siquiera la riqueza y la alta cuna podían librar a uno de su destino, y el mozo de cuadra añadió:

—Menos mal que la muchacha sigue viva, porque son de la estirpe Maruyama y en esa familia la herencia pasa de madres a hijas.

La noticia provocó murmullos de sorpresa y de renovada curiosidad sobre la señora Maruyama, quien poseía sus tierras por derecho propio, pues la tierra era la única propiedad que heredaban las mujeres y no los varones de la estirpe.

—No es de extrañar que se atreva a viajar sola —comentó la cocinera.

Animado por la buena acogida de su narración, el mozo de cuadra prosiguió:

—Pero el señor Iida considera ofensiva esta situación y tiene el propósito de hacerse dueño del territorio de la señora Maruyama, bien por la fuerza o por el matrimonio.

La cocinera le dio un pescozón en la oreja.

—¡Ten cuidado con lo que dices! ¡Nunca se sabe quién está escuchando!

—Nosotros fuimos Otori en tiempos pasados, y lo seremos otra vez —masculló el muchacho.

La criada principal me vio rondando por el umbral de la puerta y me hizo señas para que entrara.

—¿Hacia dónde viajas? ¡Seguro que vienes de lejos!

Yo sonreí y negué con la cabeza. Una de las criadas, que se dirigía a las habitaciones de los huéspedes, me dio unas palmaditas en el brazo, y dijo:

—No puede hablar, es una pena...

—¿Qué te ha pasado? ¿Es que alguien te ha metido polvo en la boca como al perro de los ainu?

Se estaban burlando de mí, no sin cierta amabilidad, cuando la criada regresó seguida por un hombre que imaginé sería uno de los lacayos de la señora Maruyama, pues llevaba en su casaca el blasón de la montaña encerrada en un círculo. Para mi sorpresa, se dirigió a mí con cortesía:

—Mi señora desea verte.

Yo dudaba si acompañarle, pero su cara denotaba honradez y a mí me picaba la curiosidad por conocer a la misteriosa dama. Le seguí por el corredor y después a través del patio. Él subió los escalones que conducían al porche y se hincó de rodillas frente a la puerta del aposento. Pronunció unas breves palabras, y entonces se dio la vuelta y me pidió con un gesto que subiera.

Eché una rápida mirada a la dama, y al instante caí de rodillas, tocando el suelo con la frente. Estaba convencido que me hallaba frente a una princesa. Su cabello alcanzaba el suelo, en una larga cascada de seda negra; su piel era pálida como la nieve; sus mantos tenían diferentes tonalidades grises, marfil y crema, y llevaban bordadas peonías rojas y rosadas. Transmitía una serenidad que, en un primer momento, me recordó a los profundos remansos de la montaña, e inmediatamente después, al acero templado
de Jato,
el sable que me salvó la vida.

—Me han dicho que no hablas —dijo ella, con una voz tan calmada y cristalina como el agua —yo sentí la compasión de su mirada y me sonrojé—. A mí puedes hablarme —continuó.

Alargó el brazo, tomó mi mano entre las suyas y con el dedo dibujó el símbolo de los Ocultos sobre mi palma. Yo di un respingo, como si me hubiera rozado con una ortiga. Sin pensarlo, retiré la mano bruscamente.

—Cuéntame lo que viste —me dijo, con voz gentil pero insistente. Al ver que yo no respondía, prosiguió—: Fue Iida Sadamu, ¿no es cierto? —casi involuntariamente, la miré. Sonreía, pero su sonrisa no denotaba alegría—. Y tú perteneces a los Ocultos —añadió.

El señor Otori había insistido en que no debía delatar mi identidad, y hasta ese momento creía haber enterrado para siempre mi personalidad anterior, junto con mi antiguo nombre, Tomasu. Pero frente a esta dama me encontraba desvalido. Estaba a punto de asentir con la cabeza, cuando escuché los pasos del señor Otori por el patio. Caí en la cuenta de que le reconocía por sus pisadas, y pude distinguir que le seguían una mujer y el hombre que se había dirigido a mí con anterioridad. Entonces reparé en que, si prestaba atención, podía oír todos los sonidos de la posada. Percibía cómo el mozo de cuadra se levantaba y salía de la cocina; también distinguía el cuchicheo de las criadas y reconocía la voz de cada una de ellas. Esta agudeza auditiva, que había ido en aumento desde que había dejado de hablar, me envolvía ahora con un aluvión de sonidos. Era una sensación casi insoportable, como si padeciera la más terrible de las enfermedades. Llegué a pensar que la dama que se hallaba frente a mí era una hechicera que me había embrujado. No me atrevía a mentirla, pero no era capaz de pronunciar palabra.

Quedé a salvo gracias a la mujer que apareció en la estancia, se arrodilló ante la señora Maruyama, y dijo en voz baja:

—Su señoría está buscando al muchacho.

—Pídele que entre, Sachie —respondió la dama—, y ten la bondad de traer los utensilios para el té.

Al entrar el señor Otori en la estancia, la señora Maruyama y él intercambiaron profundas reverencias en señal de respeto y se cruzaron unas palabras con cortesía, como extraños, sin que la dama llegase a pronunciar el nombre de él, aunque yo presentía que se conocían bien. Entre ellos existía cierta tensión que más tarde yo alcanzaría a comprender, pero que en aquel momento me hacía sentirme aún más incómodo.

—Las criadas me hablaron del muchacho que viaja con vos —dijo la dama—. Deseaba conocerle personalmente.

—Sí, le llevo conmigo a Hagi. Es el único superviviente de una matanza. No quería dejarle a merced de Sadamu —el señor Otori no parecía dispuesto a seguir hablando, pero tras unos instantes continuó—: Le he dado el nombre de Takeo.

Ella sonrió ante el comentario. En esta ocasión, con una sonrisa auténtica.

—Me alegro —respondió—. Es cierto que tiene cierta semejanza.

—¿Lo creéis así? A mí también me lo pareció.

Sachie regresó portando una bandeja, una tetera y un cuenco. Yo veía con claridad los utensilios, al tiempo que la criada los colocaba sobre la estera, en la que yo seguía apoyando la cabeza. El barniz del cuenco reflejaba el color verde del bosque y el azul del cielo.

—Algún día os invitaré al pabellón del té de la residencia de mi abuela, en Maruyama —dijo la dama—. Allí celebraremos la ceremonia tal y como manda la tradición, pero por el momento tendremos que conformarnos.

Al escanciar la dama el agua caliente en el cuenco, emanó un olor agridulce.


Siéntate, Takeo —me dijo.

La señora Maruyama removió el té con energía hasta formar una espuma de tono verdoso. Luego le pasó el cuenco al señor Otori y éste, al tomarlo entre sus manos, lo giró tres veces y bebió de él. A continuación, se limpió los labios con el pulgar y devolvió el cuenco a la dama. Ésta lo llenó de nuevo y me lo entregó. Con sumo cuidado, seguí los mismos pasos que el señor Otori: me llevé el cuenco a los labios y bebí el líquido espumoso. Tenía un sabor amargo, pero resultaba reconfortante y me hizo sentirme mejor. En Mino nunca tomábamos nada parecido. Nuestro té estaba hecho a base de tallos y de hierbas silvestres.

Limpié la zona donde había posado los labios y devolví el cuenco a la señora Maruyama haciendo una torpe reverencia. Temía que el señor Otori observara mi ineptitud y se avergonzara de mí, pero al mirarle aprecié que sus ojos estaban clavados en la dama.

Entonces, bebió ella, y los tres permanecimos sentados en silencio. En la estancia flotaba el ambiente de algo sagrado, como si acabáramos de asistir a la comida ritual de los Ocultos. Me envolvió un sentimiento de añoranza de mi hogar, mi familia y mi vida pasada; pero, a pesar de que los ojos se me enrojecieron, logré dominar el llanto. Estaba decidido a sobreponerme. En la palma de la mano sentía aún el contacto de los dedos de la señora Maruyama.

La posada era mucho más grande y lujosa que cualquiera de los lugares en los que nos habíamos hospedado durante nuestro veloz trayecto por las montañas, y la comida que nos sirvieron aquella noche era diferente a todo lo que yo jamás había probado. Tomamos anguila con salsa picante y pescado de agua dulce procedente de los ríos cercanos, así como varias raciones de arroz, mucho más blanco que el que podía encontrarse en Mino, donde con suerte era posible comerlo tres veces al año. Por primera vez bebí vino de arroz. El señor Otori se encontraba de excelente humor —"flotando", como solía decir mi madre—. Su congoja y su silencio habían desaparecido. El vino también había lanzado su eufórico hechizo sobre mí.

Cuando terminamos de comer, el señor Otori me pidió que me fuera a dormir, pues él iba a dar un paseo para tomar el fresco y despejarse la cabeza. Las criadas entraron en la alcoba y la prepararon para la noche. Me tumbé y escuché los sonidos en la oscuridad. La anguila, y tal vez el vino, me habían alterado y me habían agudizado el oído, y me despertaba con cada uno de los lejanos sonidos. De vez en cuando oía ladrar a los perros de la ciudad: uno empezaba, y los demás se unían al alboroto. Momentos después caí en la cuenta de que era capaz de distinguir el ladrido de cada uno de ellos. Reflexioné sobre los perros, sobre cómo sus orejas se mueven nerviosamente mientras duermen y cómo sólo algunos sonidos los perturban. Tendría que aprender de ellos, pues de lo contrario nunca volvería a dormir.

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