—Y llama a Arai -dijo el señor Noguchi, como si se le hubiera ocurrido en el último momento.
Kaede pensó: "Ahora me hablará a mí". Pero el señor no pronunció palabra alguna, y ella permaneció en la misma posición.
Los minutos pasaban. Kaede se percató de que un hombre entraba en la sala y vio cómo Arai se postraba junto a ella. El señor Noguchi tampoco le dirigió la palabra a él, sino que dio unas palmadas, varios hombres entraron rápidamente y uno tras otro se situaron junto a Kaede. Ella apreció que eran lacayos de la más alta categoría. Algunos de ellos llevaban el blasón de los Noguchi en sus ropas y otros la triple hoja de roble de los Tohan. Tenía la sensación de que no les habría importado lo más mínimo pisarla como si fuera una cucaracha y se juró a sí misma que nunca permitiría que los Tohan o los Noguchi la aplastaran.
Los guerreros se acomodaron pesadamente sobre la estera.
—Señora Shirakawa -dijo al fin el señor Noguchi-. Incorpórate, por favor.
A medida que se levantaba, Kaede notaba los ojos de los hombres clavados en ella. En el ambiente flotaba una tensión que no acertaba a comprender.
—Prima mía -dijo el señor, con una nota de sorpresa en su voz-. Espero que estés bien.
—Sí, señor, gracias a vos lo estoy -respondió Kaede guardando el protocolo, aunque sus palabras le quemaban la lengua como si fueran veneno.
Era consciente de lo vulnerable de su situación: era la única mujer, poco más que una niña, rodeada de hombres poderosos y brutales. Por debajo de sus pestañas, Kaede observó fugazmente al señor Noguchi. Su rostro se mostraba vanidoso, carente de energía e inteligencia, y reflejaba la maldad que caracterizaba a su persona.
—Esta mañana ha ocurrido un incidente desafortunado -prosiguió el señor Noguchi. El silencio en la habitación se hizo aún más intenso-. Arai me ha contado lo que sucedió. Ahora quiero oír tu versión.
Kaede inclinó la cabeza hasta tocar el suelo. Sus movimientos eran lentos, pero sus pensamientos corrían a toda velocidad. En ese momento ella tenía a Arai en su poder. El señor Noguchi no le había llamado capitán, como debería haber hecho. Tampoco le había otorgado título alguno ni mostrado la más mínima cortesía. ¿Es que ya albergaba sospechas sobre su lealtad? ¿Conocía ya la auténtica versión de los hechos? ¿ Tal vez alguno de los guardias había traicionado a Arai? Si Kaede le defendía, ¿caería ella en una trampa tendida para los dos?
Arai era la única persona del castillo que la había tratado bien y ahora no iba a traicionarle. Se incorporó sobre sus rodillas y habló con la mirada baja, pero con voz firme:
—Subí a la sala de los guardias del piso superior con objeto de dar un recado al señor Arai. Bajé tras él por las escaleras, pues requerían su presencia en los establos. El guardia apostado en la puerta me detuvo con un pretexto, y cuando me acerqué a él, me agarró con fuerza -Kaede levanto los brazos, dejando caer las mangas de su túnica. Los cardenales ya empezaban a aparecer: sobre su pálida piel se apreciaba la huella color púrpura de los dedos de un hombre-. Grité. El señor Arai me oyó, regresó y me rescató -Kaede hizo otra reverencia, consciente de su propia gentileza-. Estoy en deuda con él y con mi señor por la protección que me habéis ofrecido -concluyó, bajando la cabeza hasta tocar el suelo.
—¡Vaya! -gruñó el señor Noguchi.
En la sala reinó otro prolongado silencio. Los insectos zumbaban bajo el calor de media tarde, y el sudor brillaba en las frentes de los hombres, que permanecían sentados sin mover un músculo. Kaede podía apreciar el olor rancio, como de animal, que despedían, y ella misma sentía las gotas de sudor fluyendo entre sus pechos. Era totalmente consciente del peligro que le acechaba. Si uno de los guardias mencionaba que Arai había olvidado su cuchillo y que ella bajó por las escaleras llevándolo en la mano... Intentó librarse de tales pensamientos, temerosa de que los hombres -que la escrutaban fijamente- pudieran adivinarlos.
Al cabo de unos instantes, el señor Noguchi habló de un modo informal, casi amable:
—¿Qué os ha parecido el caballo, señor Arai?
Éste levantó la cabeza para responder. Su voz denotaba absoluta calma:
—Es una bestia muy joven pero hermosa. De excelente casta y fácil de domar.
Un murmullo de regocijo recorrió la sala. Kaede se percató de que se burlaban de ella, y se sonrojó.
—Contáis con muchas aptitudes, capitán -dijo Noguchi-. Siento tener que prescindir de ellas, pero considero que vuestra hacienda campestre, vuestra esposa y vuestro hijo requieren de vuestra atención durante un tiempo, un año o dos...
—Señor Noguchi -con rostro impasible, el señor Arai se inclinó.
"Noguchi es un necio", pensó Kaede. "En su lugar, yo no permitiría que Arai se marchase para poder vigilarle. Si le envía fuera de aquí, en menos de un año se habrá sublevado".
Arai retrocedió sin mirar a Kaede ni siquiera una vez.
"Lo más seguro es que Noguchi tenga la intención de hacer que le maten en la carretera", pensó ella, pesarosa. "No le veré nunca más".
Tras la partida de Arai, el ambiente se hizo algo más ligero. El señor Noguchi carraspeó y los guerreros cambiaron de posición, relajando las piernas y la espalda. Todavía la miraban fijamente. Los moratones de sus brazos y la muerte del hombre habían estimulado su lascivia. No eran mejores que el guardia.
La puerta corredera situada tras Kaede se abrió, y la criada que la había conducido a la casa desde el castillo entró en la sala con cuencos para el té. Luego sirvió a cada uno de los hombres, y ya estaba a punto de retirarse, cuando el señor Noguchi le soltó un grito. Ella, atemorizada, hizo una reverencia y colocó un cuenco frente a Kaede.
La muchacha se incorporó y bebió el té con la mirada baja. Tenía la boca tan seca que apenas podía tragar. El castigo de Arai era el exilio... ¿Cuál le correspondería a ella?
—Señora Shirakawa, has pasado muchos años con nosotros; has formado parte de nuestro hogar.
—Vos me habéis honrado, señor -respondió Kaede.
—Pero creo que no podremos disfrutar más de tal placer. Por tu causa he perdido dos hombres. ¡ Tu estancia me resulta demasiado costosa! -se rió entre dientes, y los hombres hicieron eco de su risa.
"¡Me manda de vuelta a casa!", pensó Kaede. La falsa esperanza revoloteaba en su corazón.
—Ya tienes edad suficiente para casarte, y considero que cuanto antes lo hagas mejor. Dispondremos un matrimonio adecuado para ti. Voy a escribir a tus padres para informarles de mis planes. Te alojarás con mi esposa hasta el día de la boda.
Kaede se inclinó de nuevo, pero antes se percató de la mirada que intercambiaron Noguchi y uno de los hombres de mayor edad de la sala. "Es él", pensó Kaede, "o alguien como él: viejo, depravado y brutal". La idea de casarse la horrorizaba, fuera con quien fuese. Ni siquiera el hecho de que iba a ser mejor tratada por parte de los Noguchi podía levantarle el ánimo, Junko la acompañó de regreso a su alcoba y después la llevó al pabellón del baño. Era la última hora de la tarde, y Kaede estaba al borde de la extenuación. Junko la lavó, y restregó su espalda y sus extremidades con salvado de arroz.
—Mañana te lavaré el cabello -prometió-. Es demasiado largo y espeso para lavarlo esta noche. No se secaría a tiempo y podrías enfriarte.
—Quizá pudiera morir por ese motivo -terció Kaede-. Sería la mejor solución.
—No digas eso, señora -le recriminó Junko, mientras la ayudaba a introducirse en la bañera para enjuagarse en el agua caliente-. Tienes una vida estupenda frente a t¡. ¡Eres tan hermosa! Te casarás y tendrás hijos -acercó su boca al oído de Kaede y susurró-: El capitán te da las gracias por haberle sido fiel. A partir de ahora yo te cuidaré por él.
"¿Qué pueden hacer las mujeres en este mundo de hombres?", pensó Kaede. "¿Qué protección tenemos? ¿Puede alguien cuidar de mí?".
Entonces recordó la imagen de su cara en el espejo y deseó contemplarla de nuevo.
La garza acudía al jardín todas las tardes flotando como un fantasma gris por encima de los muros. Plegaba las alas, se sumergía en el profundo estanque y se quedaba tan inmóvil como una estatua de Jizo. Las carpas rojizas y doradas que al señor Otori le gustaba alimentar eran demasiado grandes para el ave, pero ésta se mantenía en su posición, paralizada a intervalos de varios minutos, hasta que alguna desventurada criatura se olvidaba de su presencia y osaba moverse bajo las aguas. Entonces, la garza atacaba a la velocidad del rayo, sujetaba con el pico al animalillo, que se retorcía sin cesar, y se disponía a alzar el vuelo. Cuando extendía las alas, el sonido recordaba al chasquido de un abanico al abrirse, pero después el ave partía tan silenciosamente como había llegado.
Los días eran aún muy calurosos, con ese calor lánguido propio del otoño que uno desea ver desaparecer a la vez que lo atesora, a sabiendas de que ese calor sofocante, casi insoportable, será también el último del año.
Yo llevaba un mes en Hagi, en casa del señor Otori. La recolección del arroz había terminado, y la paja se secaba en los campos y en los bancales que rodeaban las casas de labor. Los rojos lirios del otoño se estaban marchitando; los caquis adquirían un tono dorado, mientras las hojas de los árboles se resquebrajaban, y los frutos de los castaños, relucientes bajo sus cápsulas verdes y espinosas, salpicaban los caminos y los callejones. La Luna llena de otoño llegaba y partía de nuevo. Chiyo colocaba castañas, mandarinas y pasteles de arroz en el santuario del jardín, y yo me preguntaba si alguien en mi aldea estaría haciendo lo mismo.
Las criadas recogían las últimas flores silvestres y las colocaban en cubos de agua situados junto a las puertas de la cocina y de las letrinas, pues la fragancia de los capullos enmascaraba el olor a comida y a excrementos: el ciclo de la vida humana.
Mi sensación de desconcierto y mi incapacidad para hablar persistían, probablemente porque aún me encontraba en periodo de duelo. La casa del señor Otori estaba cerca de la de su hermano y de la de su madre, quien había fallecido el verano anterior a causa de unas fiebres.
Chiyo me contó la historia de la familia: Shigeru, el hijo mayor, había tomado parte en la batalla de Yaegahara junto a su padre, quien se había opuesto con firmeza a la rendición ante los Tohan. Los términos en los que se firmó la rendición habían impedido a Shigeru heredar de su progenitor el liderazgo del clan. En su lugar, Iida se lo otorgó a sus tíos, Shoichi y Masahiro.
—Iida Sadamu aborrece a Shigeru más que a ningún hombre vivo -me dijo Chiyo-. Le envidia y le teme.
Shigeru era una espina que también sus tíos tenían clavada, ya que era el legítimo heredero del clan. Se había retirado ostensiblemente de la escena política, volcándose en el cultivo de sus tierras, en las que probaba nuevos métodos agrícolas y experimentaba con cosechas diferentes. Se había casado joven, pero dos años después su esposa murió al dar a luz a un niño muerto.
Aunque yo consideraba que la vida del señor Otori estaba marcada por la desgracia, él no daba señal alguna de su tormento. Si Chiyo no me hubiera contado su historia, nunca habría adivinado su padecimiento. Pasaba yo la mayor parte del día junto a él, siguiéndole como un perro, siempre a su lado, excepto cuando estudiaba con Ichiro.
Eran días de espera. Ichiro intentaba enseñarme a leer y a escribir, y mi falta de habilidad y de retentiva le enfurecían, mientras que, a regañadientes, hacía los trámites necesarios para mi adopción. El clan se oponía, pues pensaba que el señor Shigeru debía casarse otra vez. Todavía era joven, había pasado poco tiempo desde la muerte de su madre... Las objeciones eran interminables. Yo presentía que Ichiro estaba de acuerdo con la mayor parte de ellas, y a mí también me parecían razonables. Me apliqué con afán en mi aprendizaje, pues no quería decepcionar al señor, pero en el fondo ni creía ni confiaba en mi situación.
Por lo general, a última hora de la tarde el señor Shigeru me mandaba llamar y, sentados junto a la ventana, contemplábamos el jardín. Él no hablaba mucho, pero me observaba cuando creía que yo no me daba cuenta. Yo presentía que él esperaba algo: que yo rompiera a hablar, que diera alguna señal..., aunque no acertaba a saber de qué clase de señal podía tratarse. Esto me inquietaba, y tal inquietud me convencía de que yo le decepcionaba, a la vez que me incapacitaba aún más para aprender. Cierta tarde, Ichiro subió a la sala del piso superior para quejarse -una vez más- de mí. Ese mismo día se había desesperado tanto que había llegado a pegarme. Yo estaba en un rincón, malhumorado. Acariciaba mis magulladuras y trazaba con el dedo, sobre la estera, los caracteres que había aprendido aquella mañana, en un intento desesperado por no olvidarlos.
—Habéis cometido un error -dijo Ichiro-. Nadie os culpará por reconocerlo: las circunstancias de la muerte de vuestro hermano lo explican. Enviad al chico al lugar del que procede y continuad con vuestra vida.
"Y dejadme a mí continuar con la mía", parecían transmitir sus palabras. Ichiro me recordaba constantemente los sacrificios que tenía que hacer para instruirme.
—No podéis reproducir al señor Takeshi -añadió, ahora con voz más suave-. Vuestro hermano era el resultado de muchos años de entrenamiento e instrucción, y por sus venas corría la mejor de las sangres.
Yo temía que Ichiro se saliera con la suya. El señor Shigeru estaba unido a él y a Chiyo con las ataduras y exigencias que el deber impone, del mismo modo que ellos estaban ligados a su señor. En un primer momento yo había creído que el señor Otori mantenía su poder sobre todos los moradores de la casa, pero pronto comprendí que Ichiro tenía el suyo propio y sabía cómo ejercerlo. Por otra parte, los tíos del señor Shigeru tenían potestad sobre su sobrino: él debía obedecer los dictámenes del clan. No existía razón alguna por la que debiera mantenerme a su lado, y nunca le permitirían que me adoptase.
—Ichiro, observa la garza -dijo el señor Shigeru-. Fíjate en su paciencia. Date cuenta del tiempo que permanece inmóvil hasta obtener lo que desea. Yo tengo la misma paciencia, y está muy lejos de agotarse.
Los labios de Ichiro estaban fruncidos y mostraban su expresión favorita, la de la ciruela agria. En ese momento, la garza clavó su pico en el agua y después se marchó, agitando con fuerza sus alas.
Yo oí el chirrido que presagiaba la llegada de los murciélagos al atardecer. Levanté la cabeza y vi cómo dos de ellos bajaban en picado hacia el jardín. Mientras Ichiro seguía refunfuñando y el señor le replicaba -sin perder la calma en ningún momento-, escuchaba yo los ruidos de la noche que se aproximaba. Con el correr de los días mi oído se volvía más fino. Ya me estaba acostumbrando e iba aprendiendo a filtrar los sonidos que no necesitaba escuchar, sin dar señal alguna de que podía percibir todo lo que pasaba en la casa. Nadie tenía idea de que yo era capaz de enterarme de todos sus secretos.