El Suelo del Ruiseñor (12 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

BOOK: El Suelo del Ruiseñor
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Éste bromeaba sobre el guardia que había asaltado a la muchacha y Kaede se sonrojó, mientras que su padre bajaba la mirada.

"Me alegro de que Noguchi perdiera un hombre a mi costa", pensó Kaede, furiosa. "¡Ojalá pierda cien más!".

Su padre iba a regresar a casa al día siguiente, pues la enfermedad de su esposa le impedía ausentarse por más tiempo. El señor Noguchi, debido al buen humor en el que se encontraba, le instó a que se reuniera a solas con su hija. Kaede guió a su padre hasta la pequeña alcoba que daba al jardín. El aire era cálido y estaba impregnado de los olores propios de la primavera, y una curruca trinaba, posada en una rama del pino. Junko les sirvió el té, y la cortesía y atención que les mostraba alivió en parte el mal humor del padre de Kaede.

—Me alegro de que al menos cuentes con la amistad de una persona en esta casa, Kaede -murmuró él.

—¿Qué le ocurre a mi madre? -preguntó ella, con preocupación.

—¡Ojalá pudiera darte buenas noticias! Temo que la estación de las lluvias deteriore aún más su salud; pero se ha animado con la idea de tu matrimonio. Los Otori son una gran familia, y el señor Shigeru, según cuentan, es un hombre cabal. Goza de buena reputación y todos le aprecian y respetan. Es todo lo que podríamos desear para ti... Más de lo que podríamos haber esperado.

—Entonces, yo también me alegro -terció Kaede, que mentía para agradar a su padre.

Él miró los cerezos cargados de flores, fascinado por su belleza.

—Kaede, ese asunto del guardia...

—No fue culpa mía -le interrumpió ella-. El capitán Arai le mató para protegerme. Toda la culpa fue del guardia.

Su padre exhaló un suspiro:

—Dicen que eres un peligro para los hombres, que el señor Otori debería tener cuidado. No podemos permitir que ocurra nada que impida esta boda. ¿Lo entiendes bien, Kaede? Si el matrimonio no se celebra y te culpan por ello, la vida de toda nuestra familia carecería de valor.

Kaede se inclinó con el corazón apenado. Su padre era un extraño para ella.

—Todos estos años has tenido que soportar la carga de mantener la seguridad de nuestra familia. Tu madre y tus hermanas añoran tu presencia, y yo mismo habría actuado de otro modo si pudiera volver a empezar. Tal vez si hubiera tomado parte en la batalla deYaegahara, si no hubiera esperado a ver quién salía victorioso y me hubiera unido a Iida desde el principio... Pero eso ya es agua pasada y no puede remediarse. A su manera, el señor Noguchi ha cumplido con su parte del trato: estás viva y vas a tener una buena boda. Sé que ahora no nos defraudarás.

—Padre -dijo Kaede, inclinándose a la vez que una suave brisa recorría el jardín, y los pétalos blancos y rosas caían al suelo como copos de nieve.

Al día siguiente su padre partió y Kaede contempló cómo se alejaba con sus lacayos. Éstos habían permanecido junto a su familia desde antes de que ella naciera, y Kaede recordaba los nombres de algunos de ellos: Shoji, el mejor amigo de su padre, y el joven Amano, que era sólo unos años mayor que ella. Una vez que hubieron atravesado el portón del castillo -los cascos de los caballos aplastaban a su paso los pétalos que alfombraban los bajos escalones adoquinados-, Kaede corrió a la muralla exterior para verlos desaparecer por la orilla del río. Finalmente, la polvareda se asentó, los perros de la ciudad cesaron de ladrar y no quedó rastro de ellos.

La próxima vez que viera a su padre, Kaede sería una mujer casada que habría regresado formalmente al hogar paterno.

Volvía Kaede a la casa mientras hacía esfuerzos por no llorar, cuando escuchó una voz extraña que la irritó aún más. Alguien estaba conversando con Junko de una manera que Kaede despreciaba: con voz de niña pequeña y risitas nerviosas. Kaede podía imaginar a la dueña: diminuta, con mejillas redondas como las de una muñeca, una forma de andar a pasitos cortos -como los de un pájaro-, y una cabeza que se balanceaba y hacía reverencias sin parar.

Cuando Kaede entró corriendo en su alcoba, junko y la chica se afanaban con sus ropas: hacían los últimos ajustes, doblaban las prendas y daban puntadas de última hora. Sin duda, los Noguchi no querían perder tiempo para librarse de ella. Las cestas de bambú y las cajas de madera de paulonia estaban preparadas para recibir el equipaje. Al contemplarlas, Kaede se disgustó todavía más.

—¿Qué está haciendo aquí esta muchacha? -preguntó, irritada.

La chica se tumbó hasta dar con la frente en el suelo, con ademanes tan exagerados como a Kaede le habría cabido esperar.

—Es Shizuka -respondió Junko-. Va a viajar con la señora hasta Inuyama.

—No la quiero a ella -sentenció Kaede-. Quiero que seas tú quien viaje conmigo.

—Señora, no me es posible abandonar la casa. La señora Noguchi nunca lo permitiría.

—Pues pídele que me proporcione otra doncella.

Shizuka, que seguía con la cabeza sobre el suelo, emitió un sonido que recordaba a un sollozo. Kaede, convencida de que el llanto era simulado, no se alteró.

—Estás pesarosa, señora. La noticia de tu matrimonio, la partida de tu padre... -Junko intentó aplacar la ira de Kaede-. Es una buena chica, muy hermosa e inteligente. Levanta, Shizuka, deja que la señora Shirakawa te vea.

La chica se levantó sin mirar a Kaede. Las lágrimas brotaban de sus ojos entornados y gimoteó una o dos veces.

—Señora, por favor, no me rechaces. Haré lo que me pidas, lo juro. Nunca encontrarás a nadie que te cuide tan bien como yo. Te llevaré en mis brazos bajo la lluvia, dejaré que te calientes los pies sobre mí cuando haga frío -sus lágrimas se secaron y Shizuka sonrió otra vez-. No me habías contado lo hermosa que es la señora Shirakawa -le espetó a Junko-. ¡No me extraña que los hombres mueran por ella!

—¡No digas eso! -chilló Kaede, mientras se dirigía furiosa hacia la puerta. Una a una, dos jardineros quitaban las hojas caídas sobre el musgo-. Estoy harta de que todos me lo recuerden.

—Siempre lo dirán -intervino Junko-. Ahora ya es parte de la vida de la señora.

—¡Ojalá los hombres muriesen por mi causa! -comentó Shizuka, entre risas-, pero sólo se enamoran de mí y después me olvidan con tanta facilidad como a mí me ocurre con ellos.

Kaede no volvió la cabeza. La chica se desplazó arrastrando las rodillas hasta las cajas y empezó a doblar las prendas otra vez, al tiempo que cantaba suavemente. Su voz sonaba clara y sincera mientras entonaba una antigua balada sobre la pequeña aldea encerrada en un pinar, la chica, el joven... Kaede recordó la canción de cuando era niña, y la melodía le trajo a la mente el hecho de que su niñez había concluido, que iba a casarse con un extraño, que nunca conocería el amor. Tal vez los habitantes de las aldeas pudieran enamorarse, pero las personas de su posición social ni siquiera contemplaban tal idea.

Kaede cruzó a zancadas la habitación, se arrodilló junto a Shizuka y le arrebató el vestido bruscamente.

—Si de todas formas vas a hacerlo, ¡hazlo bien!

—Sí, señora -Shizuka se echó de nuevo al suelo, aplastando la ropa que tenía a su alrededor-. Gracias, señora, nunca te arrepentirás -se incorporó otra vez, y murmuró-: Dicen que el señor Arai está muy interesado en la señora Shirakawa y comentan el aprecio que siente por el honor de la señora.

—¿Conoces a Arai? -preguntó con brusquedad Kaede.

—Somos de la misma ciudad, señora, de Kumamoto.

Junko sonreía abiertamente.

—Puedo despedirte con tranquilidad, señora, a sabiendas de que tienes a Shizuka para velar por ti.

Así fue cómo Shizuka, que irritaba y divertía a Kaede en igual medida, llegó a formar parte de su vida. A la muchacha le encantaban los chismes, extendía toda clase de rumores sin mostrar la más mínima inquietud y continuamente desaparecía en las cocinas, los establos o el castillo, para después regresar con innumerables historias que relatar. Shizuka gozaba de la simpatía de todos y no tenía miedo a los hombres. Por lo que Kaede podía apreciar, eran ellos los que la temían, impresionados por sus burlas y su afilada lengua. A primera vista, parecía descuidada, pero atendía a Kaede con meticulosidad: le daba masajes para aliviar el dolor de cabeza, suavizaba su piel con ungüentos fabricados a base de hierbas y de cera de abejas, y depilaba sus cejas para darles una forma más gentil. Paulatinamente, Kaede fue dependiendo de ella, y más tarde le otorgó su confianza. Lo cierto es que Shizuka la hacía reír, y por primera vez puso a Kaede en contacto con el mundo de puercas afuera, del que ésta había permanecido aislada.

Por medio de Shizuka, Kaede se enteró de las difíciles relaciones entre los clanes, los profundos rencores que la batalla de Yaegahara había provocado, las alianzas que Iida estaba intentando sellar con los Otori y los Seishuu, y el constante ir y venir de hombres que competían por elevar su posición y se preparaban de nuevo para el combate. También oyó hablar por vez primera de los Ocultos, de la persecución a la que Iida los había sometido y de las presiones de éste para que sus aliados actuaran de igual forma.

Kaede ignoraba la existencia de los Ocultos y al principio creyó que eran una invención de Shizuka. Sin embargo, una tarde en que la muchacha se mostraba inusualmente taciturna, le contó en susurros que varios hombres y mujeres habían sido apresados en una pequeña aldea y los habían traído en jaulas hasta la casa de los Noguchi. Iban a ser colgados de las murallas del castillo hasta que muriesen de hambre y de sed, y los cuervos los picotearían mientras siguieran vivos.

—¿Por qué? ¿Qué crimen han cometido? -preguntó Kaede.

—Afirman que existe un dios secreto que todo lo ve y a quien no pueden ofender o negar. Antes preferirían la muerte.

Kaede sintió un escalofrío.

—¿Por qué los odia tanto el señor Iida?

Aunque estaban solas en la habitación, Shizuka volvió la cabeza.

—Dicen que el dios secreto castigará a Iida en la otra vida.

—Pero Iida es el señor más poderoso de los Tres Países y puede actuar como le plazca. No tienen derecho a juzgarle.

A Kaede, la idea de que las acciones de un señor fuesen juzgadas por los sencillos habitantes de una aldea le parecía ridícula.

—Los Ocultos creen que su dios considera a todos los humanos por igual. A los ojos de su dios no existen los señores, sólo aquellos que creen en él y los que no.

Kaede frunció el ceño. No le resultaba extraño que Iida quisiera eliminarlos. Iba a seguir preguntando sobre los Ocultos, cuando Shizuka cambió de tema:

—Se espera que la señora Maruyama llegue a la casa en cualquier momento. Después iniciaremos el viaje.

—Me alegrará abandonar este lugar de muerte -terció Kaede.

—La muerte está en todas partes -Shizuka tomó el peine y lo pasó por el cabello de Kaede con movimientos largos y uniformes-. La señora Maruyama es pariente tuya. ¿La conociste cuando eras niña?

—No recuerdo si llegué a conocerla. Me han dicho que es prima de mi madre, pero no sé casi nada sobre ella. ¿La conoces tú?

—Sólo la he visto -contestó Shizuka, riéndose-. Las personas de mi posición nunca llegan a conocer a una dama como el la.

—Cuéntame lo que sepas sobre la señora Maruyama -le pidió Kaede.

—Como sabes, es la propietaria de un extenso dominio en el suroeste. Su esposo y su hijo han muerto, y su hija, que sería la heredera, reside en Inuyama en calidad de rehén. Es de todos conocido que la señora no se lleva bien con los Tohan, a pesar de que su esposo era miembro de ese clan. La hijastra de la señora está casada con el primo de Iida. Tras la muerte de su esposo, corrió el rumor de que éste había sido asesinado por su propia familia. En un primer momento, Iida ofreció a su hermano como esposo de la señora Maruyama, pero ella le rechazó. Ahora se dice que el mismísimo Iida quiere casarse con ella.

—¿Cómo puede ser, si Iida está casado y tiene un hijo? -interrumpió Kaede.

—Ninguno de los otros hijos de la señora Iida ha vivido más allá de la niñez, y ella misma ha caído enferma. Podría morir en cualquier momento.

"En otras palabras, su esposo podría matarla", pensó Kaede, pero no se atrevió a expresar sus pensamientos.

—En cualquier caso -continuó Shizuka-, la señora Maruyama nunca se casará con él, o al menos eso dicen, y tampoco permitirá que lo haga su hija.

—¿ Toma ella las decisiones sobre el hombre con el que piensa casarse? Debe de ser una mujer poderosa.

—Maruyama es el último de los grandes dominios que se heredan de madres a hijas -explicó Shizuka-, y esto hace que la señora disponga de más poder que otras mujeres. Además, ella cuenta con otros poderes que parecen mágicos: cautiva a la gente para conseguir lo que desea.

—¿Y tú crees en esas cosas?

—¿Cómo si no puede explicarse que siga viva? La familia de su difunto marido, el señor Iida y la mayor parte de los Tohan quisieron acabar con ella, pero la señora ha sobrevivido, a pesar de que mataran a su hijo y tengan cautiva a su hija.

El corazón de Kaede se compadeció.

—¿Por qué las mujeres tenemos que sufrir de esta manera? ¿Por qué carecemos de la libertad de que los hombres disfrutan?

—Así es el mundo -replicó Shizuka-. Los hombres son más fuertes y no se detienen ante los sentimientos de ternura o misericordia. Las mujeres se enamoran de ellos, pero ellos no corresponden a ese amor.

—Yo nunca me enamoraré -espetó Kaede.

—Mejor será así -convino la muchacha, antes de reírse.

Shizuka preparó las camas y se echaron a dormir. Kaede estuvo mucho tiempo pensando en la dama que tenía el poder de un hombre, la señora que había perdido a un hijo y que casi había perdido también a su hija. Pensó en la chica, cautiva en la fortaleza de Iida, en Inuyama, y se apiadó de ella.

La sala de recepciones del señor Noguchi estaba decorada al estilo del continente: las puertas y las mamparas habían sido pintadas con escenas de pinos y montañas. A Kaede no le gustaban las pinturas, pues las encontraba recargadas y consideraba que el polvo de oro con el que estaban elaboradas resultaba llamativo y ostentoso. Pero había una excepción: la pintura que quedaba al fondo, a la izquierda. En ella podían verse dos campesinos pintados de manera tan realista que daba la impresión de que en cualquier momento podían echar a andar. Sus ojos brillaban y tenían la cabeza inclinada hacia un lado, como si escuchasen la conversación de la sala con más interés que la mayor parte de las mujeres que permanecían de rodillas ante la señora Noguchi.

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