—No me quedaré mucho tiempo, pues no he cenado todavía y tenemos que estar en camino al amanecer.
—Estábamos hablando de Sesshu -dijo Shigeru.
Trajeron el vino y Shigeru le sirvió un cuenco a Abe.
—Un gran artista -corroboró Abe, bebiendo con ansia-. Es una pena que en estos tiempos turbulentos los artistas sean menos importantes que los guerreros -me miró entonces con tal desprecio que yo me di cuenta de que mi disfraz no había sido descubierto-. El pueblo está tranquilo ahora, pero la situación sigue siendo preocupante. Creo que mis hombres te ofrecerán mayor protección.
—Soy un guerrero -dijo Shigeru-, y por eso prefiero tener a mis propios hombres a mi alrededor.
Durante el silencio que vino a continuación, aprecié claramente la diferencia entre ellos. Abe era tan sólo un noble advenedizo; Shigeru era el heredero de un antiguo clan. A pesar de su desagrado, Abe tenía que obedecerle, y empujó el labio inferior ligeramente hacia fuera.
—Si ése es el deseo del señor Otori... -concedió, finalmente.
—Lo es -Shigeru mostró una leve sonrisa y se sirvió más vino.
Cuando Abe se había marchado, el señor dijo:
—Takeo, vigila a los guardias esta noche. Procura que les quede claro que si provocan algún disturbio, no dudaré en entregarlos a Abe para que sean castigados. Temo que haya una revuelta prematura ahora que nuestro objetivo está tan cerca.
Aquél era un objetivo al que yo me aferraba con resolución. No volví a pensar en el comentario de Kenji -que la Tribu me iba a reclamar-, y me concentré únicamente en Iida Sadamu, en su residencia de Inuyama. Llegaría hasta él a través del suelo de ruiseñor y le mataría. Incluso el recuerdo de Kaede servía para intensificar mi determinación. No hacía falta ser Ichiro para darse cuenta de que si Iida moría antes de la boda de Kaede, ella quedaría libre para casarse conmigo.
Nos levantamos de madrugada, y poco después del amanecer estábamos en camino. La claridad del día anterior había desaparecido, y el aire era denso y pegajoso. Durante la noche se habían formado nubes y amenazaban lluvia.
Los Tohan habían prohibido a la población que se congregara en las calles e imponían su ley con el uso de la espada. Descuartizaron a un recolector de estiércol que había osado pararse a fijar la mirada en nuestra comitiva; también golpearon hasta la muerte a una mujer que no se apartó a tiempo de nuestro camino. Estos actos de crueldad con derramamiento de sangre parecían añadir malos presagios a nuestro viaje, ya marcado desde el comienzo por la mala suerte, al tratarse del tercer día del Festival de los Muertos.
Las damas eran transportadas en palanquines, por lo que no vi a Kaede hasta que paramos para el almuerzo. No le dirigí la palabra, pero me quedé impresionado por su aspecto. Estaba tan pálida que su cutis parecía transparente, y círculos oscuros rodeaban sus ojos. El corazón me dio un respingo: cuanto más frágil se volvía Kaede, más desesperadamente la amaba.
Shigeru habló con Shizuka sobre Kaede, preocupado por su palidez. Shizuka le respondió que se mareaba con el vaivén del palanquín, que eso era lo único que le ocurría; pero me lanzó una rápida mirada y yo entendí el mensaje.
Viajábamos en silencio, cada uno de nosotros sumido en sus propios pensamientos. Los hombres se mostraban tensos e irritables; el calor era agobiante. Sólo Shigeru parecía estar a gusto; su conversación era liviana y despreocupada, como si realmente fuese a celebrarse una anhelada boda. Yo sabía que los Tohan le despreciaban por su actitud, pero a mí aquello me parecía una de las mayores muestras de valentía que jamás había presenciado.
Cuanto más nos acercábamos al este, menos daños producidos por la tormenta encontrábamos a nuestro paso. A medida que nos aproximábamos a la capital, los caminos eran cada vez mejores y cada día recorríamos más kilómetros. Durante la tarde del quinto día llegamos a Inuyama.
Iida había convertido aquella ciudad en su capital, tras su victoria en Yaegahara, y a continuación había iniciado la construcción del gigantesco castillo. La fortaleza dominaba la ciudad con sus murallas negras, sus almenas blancas y sus tejados, cuyas esquinas apuntaban hacia el cielo como si fueran inmensos paños que se hubieran sacudido en el aire. Mientras cabalgábamos hacia el castillo, yo examinaba los edificios que lo conformaban, calculaba la altura de los portones y de las murallas, intentaba localizar puntos de apoyo en los muros... "Allí me volveré invisible. Más allá usaré los garfios...".
No había imaginado que la ciudad fuera tan grande, y tampoco esperaba que hubiese tantos centinelas vigilando el fuerte ni que tantos guardias se alojaran a su alrededor.
Abe dirigió su caballo hacia atrás y se colocó a mi lado. Yo me había convertido en el blanco favorito de sus burlas y de su mal humor.
—Mira el castillo, muchacho. Ahí está el poder, y sólo se consigue siendo un guerrero. Hace que tu trabajo con el pincel parezca insignificante, ¿eh?
No me importaba en absoluto lo que Abe pudiera pensar de mí, siempre que no averiguase la verdad.
—Es el edificio más impresionante que he visto en mi vida, señor Abe. Me encantaría poder apreciarlo mejor: su arquitectura, sus obras de arte...
—Seguro que podemos arreglarlo -dijo Abe, dispuesto a ser condescendiente una vez que había regresado, a salvo, a su ciudad.
—El nombre de Sesshu permanece todavía entre nosotros -intervine yo-, mientras que todos los guerreros de su época han sido olvidados.
Abe soltó una carcajada.
—Pero tú no eres Sesshu, ¿no es cierto?
Su desprecio hacía que me bullera la sangre, pero le di la razón con humildad. Abe no sabía nada acerca de mí, y ése era mi único consuelo.
Fuimos escoltados hasta una residencia cercana al foso del castillo; era amplia y hermosa. Las apariencias nos hacían llegar a la conclusión de que Iida estaba a favor del matrimonio de Shigeru y de una alianza con los Otori, y las atenciones y los honores que le prestaban al señor Otori eran intachables. Las damas fueron conducidas al castillo mismo, donde se alojarían con las mujeres en los aposentos privados de Iida. Allí vivía la hija de la señora Maruyama.
No pude ver la cara de Kaede; pero, mientras la trasladaban, ella sacó la mano a través de la cortina del palanquín. Sujetaba el pergamino que yo le había dado, el dibujo del pequeño pájaro de mis montañas, aquel que la hacía pensar en la libertad.
Estaba oscureciendo y empezaba a caer una suave llovizna que difuminaba la silueta del castillo y hacía brillar las tejas y los adoquines. Dos gansos volaron por encima de nosotros moviendo las alas acompasadamente, y a medida que se alejaban, todavía podían oírse sus lastimosos graznidos.
Abe regresó más tarde a la casa de huéspedes con regalos de boda y efusivos mensajes de bienvenida de parte del señor Iida. Le recordé su promesa de enseñarme el castillo. Insistí una y otra vez, y aguanté sus bromas hasta que accedió a organizar la visita para el día siguiente.
Kenji y yo fuimos al castillo con Abe por la mañana, y yo escuchaba y dibujaba obedientemente mientras Abe nos guiaba por su interior. Cuando se aburrió, uno de los lacayos continuó con nosotros. Mi mano dibujaba árboles, jardines y perspectivas diferentes, mientras que mi cerebro absorbía el trazado del castillo, la distancia entre el portón principal y la segunda puerta de acceso (llamada puerta del Diamante), la distancia entre esta segunda puerta y el patio interior, y la que discurría entre el patio y la residencia. El río fluía a lo largo del flanco este, y todo el edificio estaba rodeado por el foso. Mientras dibujaba, también escuchaba los sonidos y ubicaba la situación de los guardias -tanto los que había a la vista como los que estaban ocultos-, y calculaba cuántos eran.
El castillo estaba abarrotado de gente: guerreros y soldados de a pie; herreros, armeros y flecheros; caballerizos, cocineros, criadas y otros sirvientes de todo tipo. Me pregunté dónde irían por las noches y si alguna vez el castillo quedaba en silencio.
El lacayo era más hablador que Abe. Le gustaba alardear sobre Iida y se mostraba ingenuamente impresionado por mis dibujos. Hice un rápido boceto de su figura y le entregué el pergamino, y como en esos días se hacían pocos retratos, el lacayo lo sostuvo como si fuera un talismán. Después de aquello, nos enseñó más lugares de los que debía, incluso las cámaras ocultas en las que siempre había guardias apostados, las falsas ventanas de las torres de vigilancia y la ruta que las patrullas seguían por la noche.
Kenji hablaba muy poco, tan sólo opinaba sobre mis dibujos y corregía un toque de pincel de vez en cuando. Yo me preguntaba si tenía la intención de acompañarme cuando por la noche me adentrara en el castillo. A ratos pensaba que no podría hacer nada sin él, y otras veces sentía que quería llevar a cabo el plan sin ayuda.
Al fin llegamos al torreón principal, y el lacayo nos condujo al interior. Nos presentó al capitán de la guardia y nos permitió subir los escalones que llevaban al piso más alto. Los gigantescos pilares que sujetaban la torre principal tenían al menos 20 metros de altura. Con sus gigantescos baldaquines y las densas y oscuras sombras que proyectaban, me recordaban la imagen de los árboles del bosque. Las vigas en forma de cruz conservaban los nudos con los que habían crecido, como si desearan poder escapar y convertirse de nuevo en árboles vivos. Yo era capaz de notar el poder del castillo como si fuera un ser animado que se cernía a mi alrededor.
Desde la plataforma superior, bajo la mirada curiosa de los centinelas, divisamos el panorama de la ciudad. Al norte se elevaban las montañas que yo había cruzado con Shigeru, y detrás de ellas, la llanura de Yaegahara. Hacia el sureste quedaba Mino, mi aldea natal. Una ligera neblina flotaba en el aire y no corría nada de viento. A pesar de los gruesos muros de piedra y de la madera oscura, el calor era inaguantable, y las caras de los guardias brillaban de sudor, pues las armaduras les resultaban pesadas e incómodas.
Las ventanas de la parte sur del torreón principal daban a un segundo torreón de menos altura que Iida había convertido en su residencia. Estaba construido sobre un gigantesco muro de fortificación que partía casi directamente desde el foso, más allá del cual, en el flanco este, se veía una franja de tierra pantanosa de unos 20 metros de ancho y, a continuación, un río que, de caudal profundo y torrencial, había aumentado con las tormentas. Por encima del muro de fortificación había una hilera de ventanas pequeñas, pero las puertas de acceso a la residencia se encontraban en el flanco oeste. Atractivos tejados inclinados cubrían los porches, que daban a un pequeño jardín rodeado por los muros del segundo patio. Desde el nivel del suelo, aquello habría quedado oculto a la vista, pero desde la altura yo podía divisarlo a vista de pájaro.
En el lado contrario, el patio del flanco noroeste albergaba las cocinas y otras dependencias. Mis ojos se desplazaban de un lado del palacio de Iida al otro: el lado oeste era bonito y elegante, mientras que el flanco este ofrecía un aspecto austero, de brutalidad y poder, y la brutalidad aumentaba a causa de las argollas de hierro colocadas en el muro debajo de las ventanas. Según nos contaron los guardias, estas argollas se utilizaban para colgar a los enemigos de Iida. Y es que el sufrimiento en las víctimas le hacía regocijarse en su esplendor y su poder en mayor medida.
Mientras descendíamos por las escaleras, pudimos oír cómo los guardias se burlaban de nosotros, con las bromas que los Tohan solían hacer sobre los Otori: que preferían llevarse chicos a la cama en lugar de muchachas; que les gustaba más una buena comida que una buena pelea; que su afición a bañarse en los manantiales de agua caliente, en los que orinaban, los había debilitado seriamente... Sus estruendosas carcajadas flotaban a nuestras espaldas. Avergonzado, nuestro acompañante masculló una disculpa.
Yo le aseguré que no nos sentíamos ofendidos y me detuve unos momentos junto al portal de acceso al segundo patio, ostensiblemente fascinado por la belleza de las enredaderas de campanillas que cubrían los muros de piedra de las cocinas. Podía oír los sonidos habituales: el siseo del agua hirviendo, el sonido metálico de los cuchillos, el constante golpeteo de alguien que hacía pasteles de arroz, los gritos de los cocineros y el agudo parloteo de las criadas; pero por debajo de esta algarabía, procedente de otra dirección, desde más allá del muro del jardín, llegaba otro sonido a mis oídos. Tras unos instantes, conseguí reconocer su procedencia: eran las pisadas que iban y venían a través del suelo de ruiseñor.
—¿Oís ese extraño ruido? -pregunté a Kenji, con inocencia.
—¿Qué puede ser? -terció éste, con el ceño fruncido.
Nuestro acompañante soltó una carcajada.
—Es el suelo de ruiseñor.
—¿El suelo de ruiseñor? -preguntamos Kenji y yo al mismo tiempo.
—Es un suelo que canta. Nada puede atravesarlo, ni siquiera un gato, sin que empiece a piar como un pájaro.
—Suena a cosa de magia -dije yo.
—Tal vez lo sea -respondió el hombre, que se reía ante mi incredulidad-. Sea magia o no, su señoría duerme mejor por las noches porque el suelo le protege.
—¡Qué invento tan asombroso! Me encantaría verlo -dije.
El hombre, que aún sonreía, nos condujo gustosamente, rodeando el muro, hasta la cancela del jardín, que estaba abierta. Ésta no era grande, pero tenía un enorme saliente, y los escalones de acceso eran muy empinados, con el objeto de que la entrada pudiera ser defendida por un solo hombre. A través de la cancela, observamos el edificio que había al fondo y, como las contraventanas de madera estaban abiertas, pudimos ver el amplísimo y pulido suelo que rodeaba todo el perímetro del edificio.
Una procesión de criadas con bandejas de comida -ya era casi mediodía- se quitó las sandalias y pisó el suelo. Al escuchar los trinos, el corazón me dio un vuelco y me acordé de cómo había corrido a través del suelo de ruiseñor que rodeaba la casa de Hagi sin hacer ruido alguno. Pero éste tenía cuatro veces el tamaño de aquél, y los sonidos que emitía eran infinitamente más complejos. No tendría ocasión de practicar, sólo dispondría de una oportunidad para intentar cruzarlo sin ser descubierto.
Permanecí en el mismo lugar tanto tiempo como me fue posible, mientras me volcaba en alabanzas hacia el suelo de ruiseñor, intentando discernir cada uno de los sonidos. De vez en cuando, recordaba que Kaede estaba en el interior de la casa, y me esforzaba en vano en escuchar su voz.