—La disciplina prusiana es la que necesitaríamos aquí y no ese libertinaje francés —afirmó convencido.
Muchos de los presentes se limitaron a asentir. Todos sabían que el rey Alfonso XIII y la plana mayor del ejército eran también germanófilos, aunque la mayoría del gobierno y buena parte de la población se alineaban sin embargo con el otro bando, el llamado aliadófilo, por sentirse más afines a los franceses y al deseo de democracia. Empero, se temía el poderío alemán y existía el convencimiento de que la guerra acabaría pronto. Así que, por si acaso, era mejor no manifestar favoritismos y esperar acontecimientos.
Dimas, por su parte, se percató de que Ferran, ajeno a esta conversación, tenía la mente en otra parte. Deseaba haberle generado una buena impresión. Estaba rodeado de hombres bien posicionados, bien relacionados, ricos. Y él, cómo no, quería el bien; su bien. Es más, lo ansiaba.
Días después, Dimas salía de la fábrica de Esteller con la chaqueta a la espalda. Se abanicaba con el sombrero y, al arremangarse la camisa, éste se le cayó, con tan mala fortuna que se arrastró por la corona. Contrariado, buscó un taxi con la intención de acercarse a los grandes almacenes Conde y Cía., donde seguro encontraría un sombrero nuevo. Antes de que pudiera alzar su brazo para dar el alto a alguno, un coche se le cruzó al paso, un precioso Hispano-Suiza de color crema y dos plazas con la capota recogida. Dimas pensó que el conductor se había despistado.
—Navarro, ¿puedo llevarte a algún sitio?
Ferran Jufresa le abrió la portezuela de su vehículo y Dimas subió, después de mirar a ambos lados. El olor de la tapicería de piel denotaba que el vehículo era bastante nuevo. Ferran le preguntó adónde iba y Dimas se lo dijo.
—No es mal sitio —concedió—, pero en cuestión de ropa yo conozco un lugar mejor.
Dimas se fijó en su traje y estuvo de acuerdo.
—Pero seguro que cuesta el doble —añadió.
Ferran rió mostrando su dentadura perfecta.
—Un caballero no debe preocuparse por esas menudencias.
—Para no preocuparse por eso hay que tener dinero, me temo —le replicó.
—Tienes reflejos, Navarro. Y eso es bueno.
—Gracias —respondió, poco convencido.
—Y precisamente esos reflejos son lo que yo necesito.
—Supongo que es cuestión de entrenarse —aventuró Dimas.
—¿Entrenarse? Negativo. Para eso precisamente está el dinero. —Dimas tragó saliva: se avecinaba algo importante. Ferran siguió conduciendo, si bien redujo considerablemente la velocidad—. Quiero hacerte una oferta, Navarro: trabaja para mí. Dime cuánto te paga Esteller y lo aumento.
—¿Para hacer qué? ¿De contramaestre en el obrador de joyería?
Ferran soltó un bufido antes de proseguir:
—Así que estás contratado como contramaestre, ¿eh? ¡Ese viejo zorro de Esteller! Te trata como su socio, presume de tus capacidades y luego no te paga acorde con ello… —Chasqueó la lengua—. Escucha, naturalmente necesito tu ayuda para el taller, pero mis horizontes no se reducen al negocio familiar; yo quiero más. Barcelona está en un momento dulce para aquel que sepa aprovecharlo. Te ofrezco el doble de lo que te pague Esteller. O pon tú la cifra; sé que eres tan ambicioso como yo. ¿Qué me dices?
Dimas permaneció en silencio durante unos segundos. El corazón le latía deprisa y su estómago se había llenado de un delicioso hormigueo. Se mordió la lengua para evitar que se trasluciera su alegría, pero todavía dilató un poco más la respuesta.
—Está bien, acepto. Si le parece, mañana me pasaré por su despacho para que hablemos de dinero.
Ferran le estrechó la mano.
—Genial. Vamos, ahora mismo te llevo a mi sastre. —Antes de que Dimas pudiera protestar, lo detuvo—: Confía en mí, nadie como él para generar la mejor impresión. Y si vas a trabajar para mí necesitas una buena imagen.
El ruido del motor se acentuó cuando Ferran comenzó a acelerar. Mientras transitaban por Barcelona, Dimas se dejó llevar por una sensación de bienestar. Respiró hondo y apaciguó su ánimo: todavía le quedaba por recorrer un largo camino hasta llegar al final, se dijo. Después de tantos años trabajando en silencio, de tanta contención y prudencia, no se daría por satisfecho con las migajas.
Ferran detuvo el vehículo frente a la entrada de la tienda. Al poner el pie en el suelo, Dimas pensó que Barcelona ya no olía igual, que el aire era más ligero, más puro. Cogió su sombrero rozado y lo lanzó al cubo de basura que había junto a la puerta.
La conversación con Jordi había dejado un sedimento positivo en la conciencia de Laura. Con el correr de los días, el acto simbólico de la quema del retrato de Carlo había supuesto un punto de inflexión: debía tomar de nuevo las riendas de su vida. Tras el tiempo de reflexión que se había impuesto a su vuelta, decidió cogerle el pulso a la ciudad.
Y para ello, pensó, qué mejor manera de hacerlo que comenzar por el principio, donde todo había empezado, en la Llotja, el lugar en el que dejó de ser artesana para convertirse en artista.
Laura, mecida por el suave traqueteo, contempló la actividad incesante y extraña del centro de la ciudad a través del ventanuco del coche de punto, uno de los muchos coches de caballos que se movían por Barcelona, llamados así porque se tomaban «al punto», es decir, en una parada desde la que se calculaba el precio de la carrera. A su paso, la visión de las calles y la gente era variada, colorista, contradictoria. Ante sus ojos se mezclaba el lujo de los sombreros de copa, las sombrillas, los caballos enjaezados, los faetones dispuestos para el paseo y los primeros vehículos a motor con la humildad de los trabajadores que acudían a las fábricas, enfundados en sus inconfundibles camisolas, las mujeres con sus raídos delantales o los que caminaban con sus boinas, sus gorras de paño o las
espardenyes
agujereadas.
Al final de las Ramblas el vehículo rodeó el monumento a Colón. Había sido construido con motivo de la Exposición Universal de 1888, justo un año antes de que ella naciera. Sonrió al recordar cómo su madre le hablaba de aquel suceso como «todo un acontecimiento que había elevado a Barcelona a los altares del mundo moderno», una frase que siempre pronunciaba emocionada. Al llegar al paseo de Colón se bajó para sentir el aire salobre del mar en el rostro. Después de un agosto terrible, el calor empezaba a remitir y al final del día se sucedían las tormentas; la de la noche anterior había sido profusa en aparato eléctrico. Justo antes de llegar a la plaza Palacio se detuvo. Ante ella, el edificio neoclásico de la Llotja se erguía orgulloso y despejado.
Accedió al vestíbulo y preguntó por su viejo profesor de escultura, Eusebi Arnau. El aire olía a papel rancio y a tierra, a sal, a juventud. El ruido de los pasos acompañaba a Laura al atravesar las diferentes salas. Los corros de los alumnos se volvieron para contemplarla con los ojillos nerviosos de los estudiantes a primeros de septiembre. En las distintas aulas que flanqueaban el pasillo por el que avanzaba fue encontrándose con territorios conocidos. Sonrió al pasar por la de dibujo al natural, donde la modelo de turno aguantaba paciente la postura entre un mar de caballetes. Muchos, absortos en su trabajo, no hicieron caso de sus pasos, pero otros siguieron la esbelta figura de Laura con curiosidad. La mayoría de los estudiantes eran hombres.
Ya en el segundo piso, atravesó una sala fantasmal, llena de siluetas irreconocibles tapadas con sábanas blancas que amarilleaban en sus faldones. Al fondo se entreveía el atestado despacho del profesor a través de la puerta abierta. Estaba concentrado sobre su cuaderno de notas escribiendo frenéticamente. Laura golpeó con los nudillos en el marco y Eusebi Arnau se sobresaltó con su presencia. La vislumbró a contraluz, apenas una sombra bajo el dintel, pero aun así la reconoció.
—¡Laura, menuda sorpresa!
Lo cierto es que Arnau había sido su profesor tan sólo dos semestres; sin embargo, pronto había descubierto en la joven Jufresa el talento creador de quien le otorga un sentido simbólico a todo aquello que toca. Ella sabía dotar de personalidad a cada línea de la obra y de fuerza a cada expresión. Sus esculturas y tallas adquirían vida ya desde el momento del boceto y la planificación, sin importar que se tratara de encargos. Algunos no lo lograban hasta pasados años de práctica y trabajo duro; otros no lo conseguían nunca. Se dieron un abrazo.
—¿Cómo estás? —preguntó el profesor.
—En estos últimos días me preguntan mucho eso —respondió Laura—. Al final voy a pensar que no estoy tan bien como creo.
Se contemplaron y sonrieron en silencio.
—He estado en Italia —dijo ella tras aquella pausa—. Aprendiendo.
—Con Zunico, lo sé. Me lo dijo Castells, que se encontró contigo antes de tu viaje. Supuse que te quedarías allí.
—¿Por qué? Me fui pensando en volver… —se extrañó Laura. Se asustó un poco y sopesó si realmente se habría convertido en una persona predecible. A decir verdad, había estado cerca de quedarse.
—Porque Roma es mucha Roma, querida. Además, los italianos son muy convincentes y si encuentras tu camino o él te encuentra a ti puede ser difícil escapar.
—Tuve mis dudas —admitió—, pero al final regresé. Y ahora no sé hacia dónde mirar. No encuentro mi cauce en la joyería y me siento un tanto huérfana…
—Parece que el suelo se deshace bajo tus pies. —El profesor miró al vacío, la mirada líquida detenida en un punto indefinido—. Lo que antaño era seguro ahora desaparece por arte de magia. Como cuando te bañas en la playa y te llenas la mano de arena del fondo que se va escurriendo entre los dedos antes de llegar a la superficie.
—Tal cual, Eusebi. Espero que tú puedas ayudarme.
—Lo que tienes que hacer es no recular. Si los dibujos se te escapan, acábalos y empieza otros; si las joyas parecen convencionales, acábalas y empieza otras. Ya conoces mi filosofía…
—Trabajo, trabajo y trabajo —remató Laura—. No sé si habrá suficiente con eso.
—Bueno, si no superas la crisis, al menos no te podrás culpar por no haberlo intentado. Pero por si acaso… —Eusebi apuntó algo en un papel con uno de los carboncillos que pescó al azar de la mesa—. Aquí tienes mi receta, tal vez pueda servir para curarte.
Laura recogió la hoja y leyó sorprendida.
—Yo no soy escultora —arguyó levantando la vista del papel—. No en el sentido estricto…
—Tampoco eres estrictamente joyera —rebatió él con ironía—. Supongo que en Italia habrás profundizado en tus conocimientos sobre el arte clásico, sobre las formas humanas, el relieve… Y seguro que tienes ideas propias al respecto; si no, no serías tú. Tómatelo como un entrenamiento. Mal no te hará. Y tener la cabeza ocupada te alejará de pensamientos funestos.
Estuvieron largo rato hablando y, gracias a la serenidad y la confianza del maestro en su talento, Laura recuperó gran parte de su aplomo. Nunca lo había perdido del todo, pero no podía negar que, pese a ser una mujer fuerte, se había visto asaltada por las dudas. Y, ahora lo sabía, para librarse de ellas a veces había que seguir un camino totalmente nuevo. Justo lo que ese papel emborronado por su maestro le estaba proponiendo.
Al día siguiente Laura se despertó bien temprano y se dirigió al descampado donde se levantaba la incipiente nave de la Sagrada Familia, cuyas dimensiones la impresionaron. No se veía a demasiada gente trabajando, quizá por lo temprano de la hora, pero la multitud de andamios, de piedras, de estructuras y de herramientas por todas partes conformaban un paisaje que se asemejaba al de una colmena en plena construcción. Aquella visión le hacía preguntarse a qué conducía tanto esfuerzo, pero también la reconciliaba con sus congéneres, con la voluntad y la perseverancia del ser humano, que se empecina en hacer realidad sus sueños. Se adentró con curiosidad en aquel universo en expansión. Los que por allí caminaban lo hacían dominados por un impulso casi irracional, como si algo más grande y ajeno a ellos mismos los obligara a emprender aquella tarea.
Cuando llegó a la fachada del Nacimiento, la única que se estaba levantando, empezó a darse cuenta de que lo construido sólo era una pequeña parte de la totalidad. Las fechas míticas de lo que tardaba en construirse una catedral se fraguaban en su mente como algo anacrónico y, de hecho, todo aquel edificio parecía un anacronismo en sí mismo, un proyecto nacido hacía siglos, desvinculado del ritmo frenético y utilitario que imponía la modernidad. En ese preciso instante pensó que era el mejor lugar posible para olvidar. O para recordar: para acordarse de quién era y así poder descubrir quién quería llegar a ser. Y podría lograrlo allí, en esa basílica de otro tiempo que a veces parecía provenir de un pasado olvidado y, otras, de un futuro remoto donde los segundos y los minutos no existían y todo se medía en unidades carentes de sentido y lógica para una sola generación.
La Sagrada Familia había nacido con la voluntad de acercar la grandiosidad de la Iglesia al mundo obrero y con la intención de propagar unos principios sociales. Para ello Josep Maria Bocabella i Verdaguer, instigador de la iniciativa, se hizo con la propiedad de toda una manzana del planificado ensanche situada en la zona cercana al barrio del Campo del Arpa, en el término de San Martín de Provenzales. Una vez adquirida, la cedió a la recién creada Asociación de Devotos de San José, la promotora del templo, fundada también por el propio Bocabella. Aquel emplazamiento, pues, no había sido elegido al azar: estaba situado en un lugar equidistante entre Sants y San Andrés, dos pueblos limítrofes con el área metropolitana; a la misma distancia de la montaña que del mar.
Don Francisco de Paula del Villar y Lozano, el arquitecto diocesano en aquel momento, había ideado un proyecto de construcción neogótico y lo puso en práctica durante los primeros tiempos de la edificación. Sin embargo, debido a un conflicto por unos pilares, De Paula acabó dimitiendo y Juan Martorell, el asesor técnico de la junta, declinó la oferta de asumir la dirección de las obras, si bien propuso para tal fin a su pupilo, un joven de treinta y un años de edad llamado Antoni Gaudí i Cornet. Su trabajo fue mudo durante mucho tiempo, apenas conocido para los que no tenían algún tipo de relación con el templo expiatorio, pero poco a poco su apellido había empezado a despuntar y, con el tiempo, a adquirir una gran fama y renombre.
Gaudí era consciente de que, por muchos años que viviese y pese a ser la Sagrada Familia el proyecto que lo había visto nacer como arquitecto, no sería capaz de verlo terminado. Por eso huyó del proceso habitual de construcción de un edificio, que suele ser en hileras horizontales, y optó por construir una parte completa, para obligar de algún modo a que la construcción del templo no se detuviese y continuase tras su muerte.