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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (13 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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No anduvo desencaminado: en aquel momento, en el año de 1914, Antoni Gaudí contaba con sesenta y dos años y era ya admirado y respetado en todo el mundo, pero se sentía mayor para acometer otros encargos en paralelo y hacía unos meses que había decidido que todos sus esfuerzos irían encaminados a acelerar el trabajo en la Sagrada Familia, de modo que lo que Laura contempló la dejó fascinada: cuatro torres se curvaban ante ella y dejaban entrever una escalera retorcida y estrecha por entre los alargados ventanucos. Estaba recubierta de andamios y la ornamentación no envolvía toda la obra ya acabada, sino que se encontraba dispersa, en grupos más o menos concluidos.

Si las torres hubiesen estado terminadas no habrían sido más impresionantes: tal cual estaban, la imaginación las completaba y las envolvía en el mismo halo de magnificencia que rodeaba el resto de la construcción. Algunos obreros que subían por los andamiajes tiraban con fuerza de las poleas para izar las esculturas finalizadas, mientras otros se dedicaban a continuar con la estructura, a seguir subiendo las torres quién sabía hasta dónde. Cuando bajó la vista, Laura se sorprendió rodeada de ovejas. Un poco más allá, dos críos se reían a mandíbula batiente de su sobresalto. Se acercaron a ella caminando por entre los animales como Moisés por el mar Rojo.

—¿Qué haces aquí? —preguntó uno de ellos, de pelo rubio.

—Vengo a trabajar —respondió Laura.

—¿A trabajar? —repitió, extrañado—. Pero si aquí sólo trabajan hombres…

—Guillermo tiene razón: aquí sólo trabajan hombres —asintió el otro crío, apoyando su barbilla sobre el cayado.

Laura sonrió. Sabía que no iba a ser fácil hacérselo entender a los niños, pero ya estaba familiarizada con la sorpresa que mostraban todos cuando les explicaba que quería trabajar, que no se conformaba con atender la tienda de la familia y acompañar todas las tardes a su madre en sus labores de costura. Ella prefería pasar el día entre hierros, laminadores y prensas en el taller, disfrutaba esculpiendo la piedra y no le importaba herirse las manos o mancharse los vestidos con los carboncillos cuando dibujaba.

—Pues me parece que vais a tener que acostumbraros a verme por aquí, porque pienso venir a menudo —les aseguró. Echó a andar después de alborotar el pelo del rubio, antes de abrirse también paso entre los animales. Ya se había alejado bastante cuando Guillermo le gritó:

—¿Cómo te llamas?

La pregunta se escurrió entre el cencerreo y los balidos de las cabras y ovejas y el martilleo de los obreros y sus gritos. Laura se perdió en aquel descampado que antecedía al gran templo inacabado de la Sagrada Familia.

Pronto su figura menuda fue absorbida por una cuadrilla de albañiles que la miraron con descaro pero sin atreverse a decir nada, temerosos de que fuera la esposa o la hija de alguien importante. Luego volvió a surgir fugaz ante los ojos de los dos muchachos hasta desaparecer, esta vez definitivamente, por la puerta de entrada al obrador, donde Antoni Gaudí refrendaba el trabajo de sus colaboradores y dictaba sin parar nuevas consideraciones para que todo saliese como él había proyectado.

Capítulo 11

El ambiente del taller de los Jufresa era muy distinto a cualquiera de los otros lugares de trabajo que Dimas había frecuentado. En él los operarios eran auténticos expertos y manipulaban piezas preciosas, no partes de un tranvía ni sucios tubos de plomo o pieles de animales muertos. Todo era caro y delicado, y daba la impresión de que, más que golpear, moldeaban la materia con sus desgastadas manos.

Dimas llevaba ya un par de semanas trabajando para Ferran Jufresa y, pese a que no entraba demasiado en el taller, sabía que en él se afanaban veintidós operarios y dos aprendices cuyos nombres conocía. Aun así, la mayor parte de sus encargos solían desarrollarse fuera. Aquella tarde, sin ir más lejos, su jefe le había mandado llamar. Debía entregar algo en su nombre.

—Hace calor, ¿verdad? —preguntó Ferran sin dejar de caminar entre las mesas. Se separó con la mano el cuello de la camisa y aflojó un poco la corbata. Su traje se mantenía impoluto. Dimas asintió y trató de disimular las gotitas de sudor que recorrían sus sienes—. Vamos a mi despacho. —Se adentró en una sala más pequeña—. Éstos son los documentos que debes llevar en mano a Cambrils i Pou. Los espera hoy mismo en el ayuntamiento antes de irse. ¿De acuerdo?

Le acercó el sobre que reposaba encima de su escritorio y lo miró fijamente a los ojos. Ferran tenía la manía de acabar todas sus órdenes con esa pregunta final y ese gesto inquisitivo, que le ayudaba a asegurarse de que su interlocutor haría exactamente y sin ningún margen de error lo que solicitaba. Dimas había captado desde el principio que a Ferran le costaba delegar y, cuando lo hacía, le quedaba cierta desconfianza que no vencía hasta comprobar que todo había salido tal y como él deseaba. También había alcanzado a comprender que su nuevo jefe estaba envuelto en asuntos teñidos de cierta turbiedad. Dimas, sin embargo, no sabía a ciencia cierta hasta qué punto podían ser o no ilegales, pues Ferran los llevaba con absoluta discreción; debía de asustarle verse salpicado por cualquier rumor o sospecha que estropease su imagen de burgués honrado de buena familia. Se propuso ganarse la seguridad de Ferran poco a poco y sin presiones: le demostraría que había elegido al hombre adecuado.

Cogió el sobre sin preguntar y siguió a su jefe, que ya estaba cruzando la puerta para salir del despacho.

—Tal como ves, ya hemos aplicado las medidas que me propusiste el día que nos conocimos. La de los paneles fue una gran idea, Navarro —le felicitó palmeándole el hombro.

Una leve sonrisa iluminó el rostro orgulloso de Dimas al recibir el reconocimiento de su jefe. Ferran hablaba deprisa, señalando aquí y allá. Sus movimientos dinámicos le impedían quedarse quieto, como si cada segundo contara y tuviera que rentabilizarlo al máximo.

—Vaya, mira quién nos honra con su presencia —anunció.

Se encaminó a una sección del obrador un poco más apartada, donde trabajaba la única mujer del taller. Ya la había visto otros días, pero nunca nadie les había presentado y ella jamás se había dignado a saludarle. Éste sólo sabía que era la hermana del jefe porque se lo había dicho uno de los operarios. Se llamaba Laura.

—Hola, hermano —dijo ella con cortesía.

—Pensé que estarías dedicada a tus labores filantrópicas —replicó Ferran, aunque ella no se dio por aludida.

Laura tenía los ojos algo enrojecidos por el esfuerzo y el flequillo despeinado, como si se hubiera pasado la mano por el pelo alborotándoselo sin darse cuenta. Dimas percibió que ella le miraba de soslayo sólo un instante, con un leve atisbo de curiosidad, para fijar de inmediato sus grandes ojos ligeramente rasgados en su hermano y dejarle totalmente aparte, por completo ignorado y olvidado. La primera vez que la vio en la distancia le pareció una chica bastante atractiva. Ahora que estaba cerca podía constatar que lo era: su rostro poseía algo felino, igual que su caminar resuelto. Si no supiera que no era más que una niña mimada y rica que seguramente desconocía que más allá de las puertas de oro de su jaula de consentida existía otro tipo de gente, otras formas mucho más sacrificadas y duras de vivir la vida, Dimas podría haber llegado a pensar que aquella mujer tenía carácter, arrojo, valentía, personalidad.

—Hoy me quedo aquí —continuó Laura—. Sólo voy de vez en cuando. Para eso soy voluntaria.

—¿En qué estás ahora? —Ferran seguía con su interrogatorio.

—Quiero dar forma a una idea que me ronda desde hace tiempo.

El joven se hizo con el boceto que Laura tenía sobre la mesa y lo observó detenidamente. Se trataba de un dibujo de lo que parecía una criatura semidesnuda de espaldas. Sólo la curva recordaba la forma de una mujer. En realidad daba la sensación de estar inacabado.

—¿Para qué es esto?

—Para un colgante que me gustaría modelar.

—¿Dónde van los diamantes? —preguntó Ferran sin alzar la vista.

—No hay. He pensado en combinar el esmalte translúcido con el oro.

Ferran enarcó una ceja.

—Veo que está sin acabar, pero no olvides que debemos dar al público lo que quiere: ostentación. Y sin diamantes lo veo difícil —le comentó mientras dejaba la hoja en manos de Dimas.

—Ya está acabado —respondió Laura arrebatándole el boceto a Dimas—. Es el recuerdo de una ninfa, un personaje mitológico que representa lo creativo de la naturaleza. Representa una figura bella, grácil, una reivindicación del eterno femenino. Y si de lo que se trata es de ofrecer al público lo que quiere, yo propongo crear diseños innovadores que sean distintos a los de la competencia. A lo mejor no se trata de ostentar, sino de llevar algo totalmente diferente a los demás, ¿no crees?

Laura era consciente de que su hermano siempre hacía hincapié en la necesidad de superar a la competencia y por eso usó ese argumento con la esperanza de que aceptara sus propuestas. Sin embargo no pareció haberlo conseguido, pues el labio superior de Ferran se arrugó en un gesto de disgusto que intentó matizar forzando una sonrisa.

—Creo que tienes en demasiada consideración tanto a la competencia como a nuestros posibles clientes, hermanita. La mayoría no verá en esto más que a una mujer desnuda. ¿Qué opinas tú, Navarro? —preguntó.

—No creo que haya ninguna mujer a la que le gustase lucir esto en público. Y, si no tengo mal entendido, las mujeres son las principales compradoras de joyas —respondió Dimas, seco. Apretó su angulada mandíbula en un gesto altivo pero, inexplicablemente pese a toda su dureza, evitó mirar a Laura a los ojos.

—¿Lo ves, Laura? —continuó Ferran satisfecho—. Esto es un negocio y nuestro deber es ofrecer a los clientes lo que ellos quieren.

—Este diseño es sugerente, pero qué sabéis vosotros. A Zunico le habría encantado y me habría felicitado por el atrevimiento, porque él sí es un artista, aunque claro, no está aquí. Aquí sólo estás tú, con tu penoso gusto del siglo pasado.

Laura se levantó mientras Ferran reculaba ya con una sonrisa de triunfo. Pasó furiosa ante ellos con el dibujo en la mano, pero en mitad del pasillo se detuvo y se volvió para mirarles airada una vez más:

—No me voy a rendir, no te debo obediencia. Se lo mostraré a nuestro padre y esperaré su respuesta antes de descartarlo —declaró, y luego se marchó de allí.

Ferran se encogió de hombros, se volvió hacia Dimas y le indicó que le siguiera. Mientras salían del taller le dijo en voz baja:

—Es muy buena chica, pero todavía un tanto ingenua. Nada que el tiempo no cure. Eso sí, ¡menudo genio tiene! —Carraspeó, se estiró el traje gris y se colocó bien la corbata.

Dimas había tenido la sensación durante la disputa de que, aunque los Jufresa ya eran adultos, aquello no había sido más que una riña entre hermanos tan absurda y encarnizada como las que mantienen los niños para salirse con la suya en cualquiera de sus juegos más pueriles. Se reafirmó en su juicio inicial sobre Laura: se le antojó la típica niña malcriada, incapaz de aceptar una crítica por certera que fuese. Aquel colgante no era una joya que pudiera verse adornando el cuello de una mujer tradicional, y a ella más le valdría aceptar los consejos de su hermano mayor, un experto en los números, en los negocios y las finanzas. Si no lo hacía, se dijo, era porque pretendía imponer sus caprichos sin importarle la familia, la imagen de la empresa, los beneficios… En definitiva, nada más que ella misma.

De camino al coche, Ferran cambió de tema. El Hispano-Suiza era su joya más valiosa. Le había explicado a Dimas que Alfonso XIII había concedido otorgar su nombre al coche por su gran apego a la marca: tenía en sus garajes unos treinta vehículos de la misma. Fue su alteza quien recibió el primer ejemplar de ese modelo fuera del ámbito de la competición, pues tenía sus orígenes en un modelo deportivo que en 1911 había ganado varias carreras en Francia.

—Navarro, déjame en casa. Tú vete a entregar esos documentos y ya mañana pasas temprano a recogerme. ¿De acuerdo?

Dimas asintió y puso el coche en marcha con la manivela. Le gustaba el ruido sordo del motor, capaz de alcanzar una velocidad máxima de ciento veinte kilómetros por hora. Él, que apenas había conducido ocasionalmente algún camión y el coche de Esteller en trayectos cortos, se sentía a gusto al volante con su jefe sentado al lado. La brisa le refrescaba la frente y todo indicaba que ese día no acabaría muy tarde y que quizá pudiera salir a tomar algo por la noche. Quería divertirse un rato, disfrutar de los placeres que la vida ofrecía, sobre todo a aquellos que tenían en los bolsillos dinero suficiente para pagarlos, como le sucedía ahora a él.

Laura salió del taller. Se sosegó con el aire de la calle y se fue a la tienda, justo al lado. Escuchó aliviada el sonido del deportivo que se marchaba. Su hermano pisaba poco el local comercial, aunque últimamente había entrado alguna que otra vez: quería asegurarse de que los preparativos para el traslado avanzaban a buen ritmo. Pronto abandonarían el viejo establecimiento y se marcharían a uno más grande en el paseo de Gracia, la avenida que estaba de moda en los nuevos tiempos. La calle Fernando VII había sido durante años el centro del comercio en la ciudad vieja. Ahora, con la creación del Ensanche, el centro había basculado hacia la parte alta de la plaza de Cataluña. En el paseo de Gracia las plantas bajas se proyectaron con la intención de crear tiendas que pudieran mostrar sus lujosos aparadores; las mejores firmas exponían allí.

Laura echaría en falta aquella vieja tienda que ahora contemplaba. La había abierto su abuelo hacía más de cincuenta años y había atraído a hombres y mujeres de todas partes gracias a su bonito escaparate. En él, el artesano solía presentar sus obras más preciadas. Su abuelo había sido un revolucionario en su época y Laura, a su manera, quería seguir sus pasos.

Al atravesar la puerta del local Laura se fijó en los estantes casi vacíos. Sólo algunas cajitas de terciopelo rojo esperaban a ser guardadas; junto a ellas estaba su hermana Núria. Laura la observó mientras limpiaba encorvada unos pendientes con un paño. De golpe le vino un recuerdo: le pareció verla de adolescente, con su vestido de vuelo por las rodillas, unos tirabuzones castaños y su piel pálida junto a ese mostrador, atenta a cómo su madre enseñaba a un cliente el último diseño de Francesc.

—¿Qué te pasa? —Su hermana interrumpió sus ensoñaciones con sus ojos azules fijos en ella—. Parece que hayas visto a un fantasma.

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