El sueño de la ciudad (5 page)

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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

BOOK: El sueño de la ciudad
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Mientras Zunico continuaba parloteando sobre lo carísimos que eran los diamantes, la muchacha sonreía y pensaba que, en efecto, su estancia en Roma estaba mereciendo la pena.

Aquella misma tarde, al salir del taller, Laura rechazó la invitación de sus compañeros. Tenían la costumbre de reunirse los viernes en un café próximo a la piazza di Spagna para decidir adónde irían a cenar después. Había descubierto que en Roma también tenían lugar tertulias parecidas a esas otras de las que tanto disfrutaba en Barcelona, rodeada de sus viejos amigos. Le encantaba discutir sobre arte y polemizar hasta altas horas de la madrugada acerca de los temas que sacudían la actualidad sin preocuparse de horarios, trabajos u obligaciones. Al principio el idioma había representado una barrera pero, poco a poco, decidida a vivir la urbe con intensidad, no dejó pasar la ocasión de apuntarse a esos encuentros, a los que acudían algunos de sus compañeros del trabajo y también de otros talleres de la ciudad. Formaban, en definitiva, un grupo de jóvenes artistas con ganas de cambiar el mundo, y más de uno —y de dos— consideraba que eso no era incompatible con flirtear.

A Laura le hacían gracia esos intentos de conquista, pero nunca los tomaba en serio. Se hallaba muy concentrada en su trabajo y en tratar de aprender lo máximo posible y fue ése el motivo por el cual había declinado la invitación de sus amigos. Prefería descansar y pasear tranquilamente hasta la biblioteca Alessandrina, a la que acudía a menudo para seguir escarbando en la apasionante historia de Roma y de su arte.

En la biblioteca, Laura deambulaba incansable por los senderos de la memoria a través de todos los manuscritos que albergaba aquel lugar. Algunos eran tan antiguos como el edificio que los acogía, construido en 1667 por orden del papa Alejandro VII y situado en el interior de la ciudad universitaria fundada seis siglos atrás por Bonifacio VIII. Las filas de libros tapizaban las paredes de aquel lugar inmenso y los estudiantes transitaban silenciosos por sus pasillos, cargados con los volúmenes en los que invertirían las horas siguientes.

Las pequeñas manos de Laura se detuvieron sobre el lomo de un volumen dedicado al arte etrusco. Echó un vistazo a su interior y las ilustraciones sobre joyas le llamaron tanto la atención que comenzó a caminar hacia una mesa sin apartar la mirada de sus páginas.

—Cuidado, señorita —le advirtió alguien en italiano.

Un joven de estatura media, de pelo y penetrantes ojos negros, despertó a Laura de su despiste; de tan concentrada como estaba en la lectura, casi chocó con él. Ella esbozó una sonrisa confusa.

—¿Me permite? Me gustaría saber qué es lo que la mantiene tan absorta… —dijo él posando sus manos en la tapa del libro mientras Laura, sin reaccionar, miraba atenta cómo leía en el lomo el título de la obra—. ¡Ah, la orfebrería etrusca! ¿Sabía que todavía hoy se desconoce de dónde proviene ese pueblo? Hay quienes fijan su origen fuera de nuestras fronteras, en la región de Lidia, en el Egeo, en la costa de Anatolia. Es famosa su destreza en la navegación y en el trabajo de los metales… Pero disculpe mi intromisión, seguro que usted ya sabe todo eso y la estoy abrumando con mi charla —se excusó, ligeramente avergonzado.

Debía de tener pocos años más que ella, y vestía una camisa blanca y un chaleco marrón. Llevaba el cabello pulcramente peinado hacia atrás.

—No… en absoluto —contestó Laura—. Me gusta aprender sobre la cultura de Roma y su historia.

—Me llamo Carlo —se presentó el joven tras un breve silencio, y le ofreció la mano con educada cortesía.

Laura, un tanto atribulada, le dijo su nombre. Él pareció de pronto fascinado por la pequeña mano de la joven.

—Vaya… —comentó mientras la acercaba a su rostro para, ante el sonrojo de ella, observarla mejor—. Es suave y sin embargo fuerte, de dedos largos… ¿Le molesta que le pregunte si practica algún tipo de trabajo artístico?

Los ojos negros de Carlo se clavaron en los suyos con inusitada intensidad. Laura sintió que se podría perder en aquella oscuridad brillante y densa que, pese a la extrema cortesía y el embarazo de él, reflejaban volcanes interiores, pasiones y deseos que su timidez no lograba ocultar.

—Estoy trabajando con Zunico en su taller de joyería —contestó al darse cuenta de que aún no había respondido a su pregunta.

—Claro, ya me lo parecía… Las suyas son manos de artista —murmuró para sus adentros en un susurro ahogado que, sin embargo, Laura acertó a escuchar con claridad; se sintió sumamente halagada por aquel comentario. Él recuperó el tono de voz normal—. Permítame que la ayude con el libro, parece pesado. ¿Dónde va a sentarse?

Habitualmente Laura habría rechazado un ofrecimiento tan descarado. Se vanagloriaba de valerse por sí misma y, por otra parte, estaba más que advertida del carácter galante y conquistador de los italianos, consumados piropeadores, a menudo presumidos, que se planteaban la conquista de la dama y el juego de coqueteos más como un deporte o una caza que como la verdadera búsqueda de un amor con el que compartir su vida. Sin embargo Carlo despertó en ella una ternura hasta entonces desconocida que le hizo bajar la guardia y señalar un sitio al azar. Él se dirigió solícito a la mesa indicada y ella lo siguió dudando si mantenerse a la defensiva ante aquel hombre que parecía mayor para ser un estudiante y joven para ser un profesor. «Y demasiado guapo», pensó mientras tomaba asiento.

Pese a todas sus prevenciones, cuando quiso darse cuenta se encontró hablando con él en voz baja ante la mirada vigilante de la bibliotecaria.

Carlo, según supo, era pintor y provenía de una rica familia toscana; tras finalizar sus estudios se había afincado en Roma para desarrollar allí su carrera. Laura descubrió que también tenía la facultad de hacerla sentir cómoda hablando de sus cosas, de su familia en Barcelona, de sus estudios, de su trabajo en el taller, de sus recuerdos de la infancia… Pero lo que más la hechizó fue que la miraba y la trataba con cierta vulnerabilidad, con una deferencia y atención totalmente nuevas para ella.

Para Laura, que se movía en su trato con los hombres entre la sobreprotección paternalista con que se dirigían a ella su padre o el mismo Zunico —quienes a veces le hablaban casi como si fuera una niña—, la familiaridad estrictamente casta de sus compañeros de estudios, los orfebres y joyeros del taller, o la suficiencia segura de sí y algo condescendiente con que le respondían sus hermanos, osados y audaces, hábiles profesionales convencidos de su valía y posición, aquella vulnerabilidad de Carlo era toda una novedad. Él la contemplaba con admiración, como si no hubiera otra mujer en el mundo, como si fuera la muchacha más bella y, sobre todo, más inteligente que hubiera visto en su vida y estuviera conteniéndose para no levantarse allí mismo y gritarlo a los cuatro vientos. Y todo eso lo conseguía con esos ojos negros, intensos, que la observaban desde un lugar en llamas muy íntimo y profundo, y le decían sin palabras: «Ven, Laura, no te resistas, déjate arrastrar…»

Capítulo 4

—¿Seguro que es por aquí? —Una nube de vaho salió de la boca de Arnau y Dimas asintió moviendo la cabeza—. Estos callejones del barrio Chino son como un laberinto…

Dimas le indicó con un gesto que bajara la voz. Ya era de noche y el frío impropio de mediados de marzo hacía que los barceloneses evitasen salir a la calle. Debían encontrar un viejo local de la prohibida Confederación Nacional del Trabajo, la CNT. El sindicato anarquista les estaba ayudando a organizar la huelga y contaba con un buen número de afiliados entre los trabajadores de las cocheras. Las instrucciones eran precisas: ir de uno en uno o, como máximo, de dos en dos para no llamar la atención; si se encontraban con una patrulla policial, simular que estaban borrachos y que acababan de salir de alguna tasca. Lo normal era que los dejaran ir sin más, aunque quizá los detuvieran para pasar la noche en la comisaría. Como les recordó Daniel Montero, era mucho mejor ser detenido por ese motivo que por acudir a una reunión sindical y clandestina; el riesgo de tortura en ese supuesto era muy alto.

Arnau se había tomado las instrucciones al pie de la letra y no se separaba de su bota de vino. «Llegado el caso, te puedes derramar un poco de vino por la camisa y disimular mejor», le explicó a Dimas. Éste sonrió y continuaron caminando por las callejuelas.

Llegaron a un local con la puerta bloqueada y las ventanas rotas que parecía a todas luces abandonado. Debían saltar a través de una de las ventanas, situada a metro y medio del suelo, y colarse dentro. Con el miedo y el frío pegados al cuerpo, lograron entrar y buscaron la trampilla que daba acceso al sótano donde se realizaba la reunión. En el amplio local subterráneo el aire olía a humedad, a tabaco y a sudor. Unos quinqués servían para dar algo de luz y proporcionaban un aspecto espectral a los rostros de los asistentes. Daniel Montero paseaba frente a un improvisado escenario formado por unas cajas apiladas y miraba impaciente su reloj de bolsillo.

—Esperaremos un cuarto de hora más para comenzar la asamblea —anunció—. Entenderemos que los que no estén entonces no habrán podido venir.

Las conversaciones eran en voz baja, rodeados los interlocutores de un silencio protector aunque frágil. Tenían la conciencia de estar separados del peligro por una finísima membrana capaz de reventar con un ruido más alto que de costumbre. Al poco, Montero se levantó:

—Compañeros —empezó con voz ronca—, hoy estamos aquí para definir nuestra estrategia. Llevamos ya dos días de huelga, ¡dos días de éxito! —Se levantaron murmullos de aprobación—. El seguimiento de la convocatoria ha sido total, todos los trabajadores estamos unidos. Pero ahora nos toca decidir el siguiente paso.

—El siguiente paso es negociar, ¿no? —preguntó uno, extrañado—. Esperar a que los patronos se sienten a tratar con nosotros, ¡para eso es la huelga! —dijo volviéndose hacia el resto, buscando la aprobación de los asistentes. Se oyeron voces que asentían.

Montero levantó una mano para pedir calma.

—Veréis, lo que yo quería decir es: ¿cuántos días podremos aguantar así?

—¡Lo que haga falta,
cagondiós
! —bramó Ramiro. Era famoso por su carácter bonachón, aunque un tanto bruto. Entre risas, le chistaron para que no gritara tanto.

—Seamos sinceros —Montero comenzó a caminar por el auditorio—, no podemos aguantar indefinidamente. El patrono no querrá ceder: sentaría un mal precedente. Prefiere perder dinero, lo que a la larga le supone menos que asumir nuestras justas reivindicaciones.

—¡Jodido burgués! —soltó alguien.

La mirada de Montero se aceró. A Dimas le pareció captar en ella un tinte de crueldad.

—Entonces, está claro lo que podemos hacer, ¿verdad, Rubio? —preguntó.

Se dirigía a un viejo militante de Solidaridad Obrera y luego de la CNT que se había comprometido a ayudarles en la organización de la huelga. Rubio se subió a las cajas y tosió antes de hablar; siempre meditaba lo que debía decir. Mantenía un tono de voz discreto pero vocalizaba para que se le entendiera bien.

—Vosotros sois los auténticos motores de la empresa y los generadores de riqueza. La patronal, dueña de los medios de producción, no cederá plusvalías a no ser que se vea obligada. Está claro que la huelga es uno de los métodos, pero no es el único. Debemos estar preparados para aumentar el grado de intensidad y presión de nuestras acciones, de modo que el patrono no pueda ver más salida a este conflicto que sentarse a hablar. En definitiva, debemos contemplar muy seriamente la posibilidad de llevar a cabo acciones directas.

—¿Qué acciones serían ésas? —preguntó Arnau desde su lugar, al lado de Dimas.

—¡Patear al jefe! —espetó Ramiro.

Rubio negó con la cabeza.

—Al jefe no: a la maquinaria. Patear, como dice aquí nuestro compañero, sí, pero a la maquinaria.

Se hizo un silencio incómodo. Todos sabían que dar ese paso significaba aventurarse a un enfrentamiento en que podrían llevar las de perder si no actuaban con cautela. Montero tomó la palabra para arengar a los asistentes:

—No temáis, la razón está de nuestro lado, no somos delincuentes. Tan sólo las inutilizaremos para que se den cuenta de que estamos dispuestos a llegar hasta el final. Tenemos que fijar un plazo y, si se rebasa la fecha límite, pasar a la acción. Yo propongo que si de aquí a dos días el patrón sigue sin responder a nuestras reclamaciones… ¡Actuemos! —exclamó alzando el puño.

Los trabajadores empezaron a discutir entre ellos sobre la cercanía de la fecha. Algunos se mostraban desanimados ante la idea de una acción que podía comportar peligro. Montero insistía en hacerlo cuanto antes, pero al final, tras la mediación de Rubio, acordaron dejar pasar también el domingo y el lunes. Si nada había cambiado, el martes 16 de marzo acudirían todos a primera hora al almacén. Montero, que tenía una copia de la llave, se ocuparía de que estuviera abierto. Entrarían todos juntos e irían a por las máquinas.

Tras llegar a este acuerdo, se dio por terminada la asamblea y los asistentes fueron abandonando el local de forma escalonada. Daniel Montero esperó para salir el último. Se le notaba tenso y caminaba nervioso por la sala. A Dimas le llamó la atención cómo un contramaestre podía convertirse, de improviso, en el más beligerante de todos los obreros. Pensó que había algo extraño en su actitud.

Ya en la calle dio un rodeo para separarse de sus compañeros y luego regresó sobre sus pasos. Cerca de la sede de la reunión buscó refugio en un portal. No sabía cuánto tendría que esperar, así que se subió el cuello de la raída chaqueta de pana, se ajustó la gorra y procuró evitar la luz de la farola para mantenerse en penumbra. El frío se colaba por la ropa y le empapaba de una humedad gélida. Rogó para que aquello que esperaba no tardara demasiado en suceder o, de lo contrario, empezaría a tiritar con violencia.

Pronto, cumpliendo sus expectativas, el cuerpo delgado del contramaestre apareció por una de las ventanas. Tras mirar a ambos lados, saltó con agilidad a la calle, se metió las manos en los bolsillos, apretó los brazos contra el cuerpo y comenzó a caminar con brío. Dimas se encogió como pudo y contuvo la respiración: estaba a punto de pasar delante de él.

Montero no se percató de su presencia y Dimas, bien camuflado entre la oscuridad, comenzó a seguirle a una distancia prudente. No tenía muy claro qué sentido podría tener hacer esto, pero algo dentro de él le advertía de que era su deber, una especie de rumor lejano como los que anuncian la llegada de una tormenta.

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