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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (6 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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No sabía dónde vivía Montero; no habían coincidido nunca de camino o a la salida de las cocheras. Al llegar a la plaza de Cataluña subió por el paseo de Gracia y encaró poco después la calle Caspe. Era imposible que, con su sueldo, viviera en esa zona céntrica del Ensanche. De pronto, el contramaestre se detuvo en el chaflán entre Caspe y Bailén. Miró su reloj de bolsillo y oteó el horizonte. Dimas sonrió: ¿una amante burguesa?, ¿o sería una criada? Se sintió un poco estúpido por haberlo seguido, y estaba a punto de acercarse para saludarlo cuando lo entendió todo: en el chaflán se detuvo un lujoso vehículo negro, se abrió la portezuela y Montero se subió a él. Era el coche del patrón, el señor Ribes i Pla.

Dimas, furioso, comenzó a caminar sin rumbo fijo en un intento de que el paseo sirviera para ayudarle a calmarse y aclarar sus ideas. Lo primero que pensó fue en destapar el asunto, en tratar de localizar a Rubio o a algún otro compañero y contarle lo que acababa de ver. Acto seguido recapacitó y llegó a la conclusión de que quizá no le creyeran: sería su palabra contra la del contramaestre, y Dimas nunca se había caracterizado por su compromiso con la lucha sindical. Todos sabían que él se limitaba a ir de casa al trabajo y viceversa, y temió que quizá incluso lo acusaran de querer quitar de en medio a Montero para quedarse con su puesto…

Se sintió impotente. Emprendió el camino a casa con la firme voluntad de hacer algo y, por qué no, de encontrar la manera de sacar provecho de la situación. Él no iba a cambiar el destino de los trabajadores, pero sí podía cambiar el suyo.

Al día siguiente, Héctor Ribes i Pla se subió a su coche dispuesto a cumplir con su obligación, como cada mañana, en las cocheras de Horta, el principal de los prósperos negocios de los cuales era socio. Se sentó en la parte trasera del automóvil y levantó sutilmente la barbilla. Apoyó su mano derecha sobre el bastón con empuñadura de plata bruñida y se aseguró el bombín con la otra mientras aguardaba a que su chófer arrancara el vehículo. El elegante abrigo negro de lana lucía impecable.

Esperaba que los trabajadores recapacitaran y aceptaran volver de una vez por todas a sus puestos de trabajo. Él tenía claro que no podía ceder. Si lo hacía, sólo sería el comienzo de una espiral que acabaría tragándose sus beneficios. Si pedía ayuda a sus amigos industriales y políticos, hasta era posible que éstos le subvencionaran el parón con tal de que las demandas no se extendieran a otras empresas. El mundo del tranvía requería costosas inversiones tecnológicas y Ribes i Pla no consideraba que estuviera actuando de forma incorrecta o demasiado severa; simplemente defendía a la compañía, lo que a su vez significaba defender un buen puñado de puestos de trabajo. Pero, a veces, estar al frente de todo y soportar las responsabilidades conllevaba que no todas sus decisiones fueran comprendidas. Por suerte los conductores, en su afán de diferenciarse del resto de la plantilla, no habían secundado la huelga. El ayuntamiento de momento no les presionaba, aunque las primeras averías graves no tardarían en llegar y, entonces, el servicio acabaría viéndose afectado irremediablemente.

Nada más acercarse el vehículo a la verja que daba acceso a las cocheras vio a un grupo de trabajadores rondando la entrada y supo que todo seguía igual. «Peor para ellos», pensó mientras hacía oídos sordos a los improperios que le dedicaron. Lo que le sorprendió, sin embargo, fue lo que se encontró después, al llegar a su despacho: uno de sus hombres de seguridad se acercó y se dirigió a él en voz baja, como si fuera a confesarle un secreto.

—Señor, un trabajador le está esperando. Dice que quiere hablar con usted.

—¿El representante de los huelguistas? —le preguntó. Su subordinado negó con la cabeza—. Pues que se dirija al jefe de taller, que yo no estoy para menudencias.

—Dice que tiene que hablarle respecto a la huelga, que le puede ayudar —aclaró entonces su hombre. Ribes i Pla frunció el ceño—. Está desarmado, señor —añadió para dejar claro que había cumplido con su trabajo y que el misterioso empleado no albergaba peligrosas intenciones.

—Está bien —dejó escapar un suspiro—. Tráelo a mi despacho en cinco minutos.

Héctor Ribes i Pla ocupó el sillón de piel tras colgar el sombrero en un perchero de nogal situado junto a su mesa. Colocó varios papeles delante de sí y dejó a mano su elegante estilográfica.

Al poco llamaron a la puerta y entró al despacho un trabajador joven, alto, curiosamente elegante a pesar de su humilde vestimenta y de aspecto fuerte aunque de cuerpo fibroso y delgado. Sujetaba una gorra de paño entre sus manos nervudas. Le gustó su semblante: serio, formal, de mirada decidida y ambiciosa. Ribes aún no lo sabía, pero se llamaba Dimas Navarro.

—¿Vienes a anunciarme que vais a volver a vuestros puestos de trabajo? —le espetó sin indicarle que tomara asiento, pues quería dejar claro que no tenía tiempo que perder.

El trabajador, circunspecto, contestó que no. Héctor Ribes i Pla quedó sorprendido. Antes de que pudiese articular una respuesta el empleado se le adelantó:

—Lo que puedo conseguirle, si lo desea, es un buen puñado de trabajadores dispuesto a ocupar las vacantes mientras dure la huelga.

Los ojos de Ribes se entrecerraron.

—¿Qué clase de broma es ésta?

—Tengo contactos en la playa de Pekín —prosiguió el trabajador—. Allí nunca faltan obreros en busca de un empleo. Tienen tanta necesidad de trabajar en lo que sea que aunque los tachen de esquiroles no dudarán en aceptar sus condiciones. No son expertos en tranvías, no le voy a engañar, pero las tareas mínimas las podrán atender sin problema. Así, los tranvías continuarán saliendo con normalidad y los trabajadores sentirán que no son imprescindibles.

—¿Qué ganarás tú a cambio?

—Dinero. Y que me suba de categoría.

—Ya. ¿Y cómo puedo fiarme de ti?

—Esta noche puedo venir con ellos y verá que lo que digo es cierto. Tenga el dinero preparado, porque habrá que pagarles por adelantado. Y a mí también.

Héctor Ribes i Pla lo miró fijamente; buscaba una fisura, pero Dimas ni pestañeó.

—Venid alrededor de la medianoche —concedió—. Y cuídate de que todo esto no sea una bufonada. Ni te imaginas lo terrible que puede resultar tenerme como enemigo.

Dimas sonrió enigmáticamente.

—Por eso nos llevaremos bien, señor.

Dimas cumplió con su palabra y aprovechó la nocturnidad para hacer entrar uno a uno a los trabajadores. Provenían del barrio de barracas de la playa de Pekín, al lado del Campo de la Bota. Héctor Ribes i Pla los esperaba acompañado de dos tipos con aspecto de matones y pistolas al cinto.

—Les mostrarás qué deben hacer —indicó a Dimas.

—Eso supone un dinero extra —contestó éste sin titubeos.

—¡Ja, ja, ja! ¡Qué cojones tienes, Navarro! Me gusta. Toma, ¿es suficiente?

Dimas tomó el dinero, lo contó con cuidado y sólo cuando hubo terminado contestó afirmativamente. El patrón se dio la vuelta con la intención de marcharse, pero cuando Dimas se disponía a hacer lo mismo, le advirtió:

—Te recomiendo que no vengas el martes por la mañana. Tus compañeros se encontrarán con una desagradable sorpresa.

Ésa era la fecha fijada por los obreros para ejecutar el sabotaje de la maquinaria. Dimas no mostró ninguna emoción cuando vio a uno de los matones sonreír.

—Estaré aquí, de lo contrario mi ausencia llamaría la atención.

—Tú sabrás, yo cumplo con avisarte. Buenas noches, Navarro. Y bienvenido al bando de los buenos.

Ribes i Pla se alejó junto a sus guardaespaldas. Al abrir la puerta para salir, un resplandor entró fulgurante: eran las luces de su automóvil que, encendidas, apuntaban hacia la entrada. Desaparecieron al cerrar. Cuando el ruido del motor se fue alejando, todo quedó en silencio. Hasta que Dimas volvió con las primeras órdenes y el ruido de las herramientas, de las máquinas y de la actividad empezó a llenar el gran espacio de las cocheras.

Capítulo 5

Al alba del martes, Daniel Montero, desconocedor de la actividad furtiva que había cesado en las cocheras poco antes, se dispuso a cumplir con la primera parte de su plan. Sacó la llave del bolsillo de su gruesa chaqueta y la introdujo en el candado. Cuando cedió, empujó las puertas del almacén con suavidad para evitar que chirriasen. Vio cómo a muy pocos metros de allí se escondían varias figuras; una de ellas le saludó fugazmente. Se recordó a sí mismo que cuando todos hubieran entrado debía cuidar de situarse entre los últimos para que los golpes no le alcanzaran. Se movió con agilidad por el patio hacia el edificio donde estaba la subcentral eléctrica, justo al otro lado de las cocheras. Allí sacó un manojo de llaves tintineantes y abrió una pequeña puerta que daba al camino exterior. Se asomó y, tras comprobar que no había nadie, salió. Se metió las manos en los bolsillos y arrancó a caminar pausadamente.

De repente le pareció escuchar unos pasos a su espalda. Se detuvo en el acto y comenzó a darse la vuelta, pero no pudo completar el giro a tiempo; algo sólido le golpeó en la cabeza y en menos de un segundo todo se tornó negro. Cayó al suelo como un fardo.

Dimas sujetó por las axilas el cuerpo inconsciente de Montero y lo arrastró hacia la puerta. Lo colocó junto a ella de manera que pareciera que se había quedado dormido. Le puso la gorra sobre los ojos, sacó del bolsillo de su chaqueta una pequeña bota de vino y derramó su contenido sobre Montero. La dejó medio vacía al lado del contramaestre y se encaminó al lugar acordado como punto de reunión.

Refugiados en los huertos cercanos se agrupaban muchos de los trabajadores. Dimas llegó de los últimos y se encontró con sus compañeros, impacientes por comenzar.

—¿Dónde está Montero? —preguntó alguien.

—Debía dejar abierta la puerta del almacén. Se unirá a nosotros cuando estemos allí —respondió Rubio.

—Yo no lo veo claro —refunfuñó entre dientes Arnau, que saludó con un gesto a Dimas.

—Ahora no es el momento de dudar. ¡Vamos! —arengó Rubio.

El grupo se acercó con agilidad a la entrada de las cocheras. Se movían sigilosos, como cazadores en pleno rastreo. La única consigna era la sorpresa; en palabras de Rubio, se trataba de una acción «de guerrilla»: debían entrar en las cocheras, coger las herramientas, tratar de inutilizar todas las máquinas que pudiesen en unos minutos y salir de allí para dispersarse lo más rápido posible. Después se enviaría a un representante para hablar con el patrón y tratar de hacerle entender la necesidad de llegar a un acuerdo. La acción tenía, pues, la finalidad de conseguir que la presencia de los empleados en el puesto de trabajo fuera totalmente imprescindible; nadie más que ellos —y con mucho esfuerzo— podría hacer que las máquinas volviesen a funcionar.

Ateridos por el frío, envueltos por las nubes de vaho que brotaban de sus bocas nerviosas, los trabajadores se agolparon ante la entrada. Dimas apretó los puños; sabía la que se avecinaba. Durante un instante tuvo la tentación de avisar a sus compañeros, de advertirles de que todo era una trampa tendida por el patrón con la connivencia de Montero. Pero algo dentro de él le contuvo: no quería, de ninguna de las maneras, seguir siendo un trabajador más. Y no podía arrepentirse ahora.

Empujaron la puerta con facilidad y entraron por el paseo principal, el que conducía a las diferentes naves, como un río que se desborda. De pronto, de entre los edificios vacíos emergió un grupo de hombres armados con porras y cadenas de hierro que, amenazantes, comenzaron a acercarse a ellos cerrándoles la retirada.

—¡Nos estaban esperando! —bramó Arnau.

Fue Rubio quien, raudo, corrió a abrir el armario de las herramientas. Los ojos se le inyectaron en sangre.

—¡No están! —Al girar sobre sus talones y ver las cadenas ondeando ante ellos, se le escapó un grito gutural y desesperado—: ¡Es una encerrona!

Él fue de los primeros en sentir el sabor metálico de la sangre en su boca. Las cadenas y los palos cayeron con inhumana precisión sobre los perplejos trabajadores. Algunos chillaron con impotencia; otros acertaron a huir; muchos cayeron al suelo, donde recibieron patadas y puñetazos. Alguno que se atrevió a enfrentarse a los agresores gritaba desesperado: «¡Somos más que ellos, somos más!», tratando de animar al resto de compañeros pero sin mencionar que estaban desarmados.

Dimas vio a Ramiro tropezar y caer al suelo de cara. Como movido por un resorte, éste logró darse la vuelta de forma inmediata, aunque sin levantarse. Asustado, aún tuvo agallas para alzar los puños y apretar los dientes. Dimas se le acercó en un par de saltos: uno de los matones corría dispuesto a embestirle enarbolando una larga vara de hierro.

—¡Arriba! —Dimas le agarró del cuello de la camisa y le obligó a incorporarse.

—¡Déjame, que a ése me lo como! —masculló Ramiro ya de pie, con el pecho hinchado.

—¡Tus hijos te necesitan vivo! ¡Corre!

Mencionar la palabra «hijos» fue como echar sobre Ramiro aceite hirviendo. La furia que estaba a punto de llevarle a la pelea le hizo escupir al suelo y lanzarse a correr. El matón aún tuvo tiempo de arañarle la espalda con la vara. Cuando vio que no lo iba a alcanzar, lanzó el hierro como si fuera una jabalina y alcanzó la parte posterior del muslo derecho de Dimas. Éste notó el golpe, que le hizo trastabillar, pero no se detuvo. Miró de reojo hacia atrás y vio al tipo agitando el puño en el aire.

Nada más salir de las cocheras, el gigantón preguntó hacia dónde iban. Dimas le señaló los huertos, se paró un instante y echó un vistazo hacia las cocheras, donde todavía quedaba un puñado de trabajadores. Vio en el suelo a Rubio, al que dos compañeros sacaban a rastras fuera del recinto. A duras penas lograba mantenerse en pie, se tambaleaba y amenazaba con caerse. Otro trabajador que estaba cerca de ellos lo vio y corrió hacia él para ayudar. Fueron los últimos en llegar a los huertos. Rubio tenía la nariz rota y lucía la marca de un eslabón en el pómulo derecho. En ese instante Dimas notó la sangre correr por su pierna: la vara de hierro había logrado morderle.

Estuvieron unos instantes sentados en un rectángulo de tierra ocupado por las malas hierbas y un puñado de árboles sin hojas. No se oía otra cosa que las respiraciones fatigadas, quejidos de dolor y algún que otro insulto entre dientes. Se atendieron los unos a los otros improvisando vendajes hechos con su propia ropa para los que estaban sangrando.

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