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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (34 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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Dimas asintió en silencio.

—No puedo ni debo juzgarla. Me precipité en lo que dije el otro día. Sólo pensaba en padre y en mí y ni tan siquiera la escuché. Suerte que Inés… Llevo días dándole vueltas a todo esto. Si padre la ha perdonado, yo no tengo ningún derecho a… Lo siento, madre.

—No tienes nada que reprocharte. No sabes cuánto significa para mí que hayas venido a verme.

Acercó con timidez su mano a la de su hijo y el roce le infundió la confianza suficiente para acabar colocándola con cariño sobre la de él. Sin mirarse, madre e hijo permitieron que el silencio hiciera su trabajo y algo parecido al sosiego se adueñara de ellos. Momentos después, Dimas quiso saber algo más, algo que le rondaba por la cabeza desde que hablara con Inés:

—¿Por qué ahora? Me refiero a que, ¿por qué no volvió hace cinco o diez años?

Carmela bajó la mirada al tiempo que esbozaba una amarga sonrisa. Después dijo algo que dejó a su hijo perplejo:

—Hasta hace aproximadamente medio año no me enteré de que por fin alguien se había encargado de ese desgraciado. Lo estaban comentando en La Boquería: encontraron a Celestí en un callejón con la lengua cortada en pedazos; le habían ahogado a base de embutírselos en la garganta. Nadie hablaba desde el dolor. Me avergüenzo porque no es nada piadoso lo que voy a decir, hijo, pero me alegré de ese final. Cuando meses después me tropecé contigo, mi corazón dio un vuelco y me di cuenta de que nada me impedía ir en vuestra búsqueda.

Dimas reparó en que, ahora que conocía los detalles, su rabia interior por todo aquel asunto no era muy distinta de la de su madre.

—No hay nada de lo que deba avergonzarse.

Le cogió la mano y la besó. La besó dos, tres, cinco veces y Carmela no supo qué hacer ya. Finalmente se fundieron en un largo abrazo. Un abrazo que pedía perdón, que decía «no he podido comprenderlo desde el principio, madre, porque en el momento que la vi brotó toda la frustración por los años sin tenerla, por no encontrarla en casa cada mañana, cuando despertaba con frío y debía ir al colegio o al trabajo»… Un abrazo con el que Carmela también pedía perdón por no haber sido capaz de afrontar el oprobio y la vergüenza de la violación, por no castigar al criminal con tesón y paciencia, minándolo cada día sin descanso hasta que cayese en manos de la ley. Todo eso pudo aquel abrazo; todo eso dejó atrás.

Y ante él se abrió un horizonte por descubrir. Dimas pensó que ya no volvería a juzgarlos, ni a su padre ni a su madre. Abrió los ojos y vio cómo, de repente, el recepcionista calvo se ponía a la vista de ellos. Sin decir nada, volvió a su sitio tras el mostrador. Carmela había entendido. Se sacó un pañuelo de encaje de la manga del uniforme y se secó los ojos.

—Ahora debo regresar al trabajo. Espero volver a verte pronto —dijo mientras se levantaba.

—¿Le parecería bien en el Café Montseny, madre? —preguntó Dimas.

—Me parecería estupendo, hijo.

V. Caridad (Avaricia)

«La caridad que no tiene el sacrificio como base no es verdadera caridad».

Antoni Gaudí

Capítulo 29

Hasta bien entrado el siglo XIX Barcelona no se convirtió en una ciudad con buenos restaurantes. El carácter emprendedor de los barceloneses y la dureza de las condiciones de vida los empujaban tal vez a preocuparse de otros menesteres. Desde que se fundara en 1891, El Suizo se había convertido en uno de los establecimientos más emblemáticos de la ciudad. Quizá no era tan distinguido como el primer restaurante de prestigio que se había fundado en la urbe, el Gran Restaurant de France, cuyo propietario, Monsieur Justin, también fue el principal responsable de introducir la cocina parisina entre la burguesía catalana, pero El Suizo, situado en el número 31 de la Rambla del Centro, conseguía reunir igualmente a numerosas personalidades. Cautivados por su deliciosa cocina, representantes del mundo de la política, hombres de negocios, actores, toreros, cantantes y agentes de bolsa acudían al local cercano a la plaza Real dispuestos a llenar sus estómagos. Y aquel gélido martes de diciembre también lo habían hecho Laura Jufresa y Jordi Antich.

—No sé por qué te agrada tanto venir a este sitio… —se quejó Laura mientras tomaba asiento en una de las mesas. Allí la esperaba Jordi con su habitual gesto solícito. Ella había ido al lavabo a refrescarse un poco el rostro y el cuello, pues se sentía algo agobiada desde que habían llegado.

Laura disfrutaba rodeada de sus amigos, charlando de temas que la seducían, de arte o de la exposición que estaba a punto de inaugurarse. En cambio, le importaba más bien nada descubrir quién de entre aquellos charlatanes que llenaban El Suizo había protagonizado la última hazaña inmobiliaria o quién se presentaría a las siguientes elecciones municipales. Miró de soslayo a todas esas personas a su alrededor, escuchándose hablar a sí mismas, esperando hallar en la mirada de su interlocutor la admiración deseada. Aquella noche, como casi siempre, el local estaba repleto de gente y el sonido de palabras tan ajenas le parecía el de una gigantesca máquina en funcionamiento, tan ensordecedor que debía esforzarse para conseguir hablar y oír con claridad. A pesar del frío en la calle, en aquel lugar hacía mucho calor, demasiado. Cuando el camarero vestido con frac apareció con los platos, Jordi le dedicó una amplia sonrisa:

—Sabes perfectamente que la principal razón que me trae aquí es ésta. —Señaló con sus alargadas y pálidas manos.

En cuanto ambos platos hubieron sido dispuestos, Jordi se sumergió en el arroz
a la parellada
, entre los granos y los tropezones de carne y gambas limpios. Cerró los ojos gozando de lo sabroso de su pedido y soltó un leve gemido antes de dirigirse a Laura de nuevo:

—Juli Parellada tuvo una grandísima idea al inventar un arroz como éste… Nada de pelar ingredientes ni de tener que llevarse los dedos a la boca…

Laura le interrumpió entornando los ojos:

—No sé cuántas veces me has contado la historia de ese dandy que dilapidó toda su fortuna persiguiendo a damas vestido siempre con ese ridículo plastrón de piqué y el clavel en la solapa —soltó con una sonrisa burlona.

Ante el mal humor de Laura, Jordi dejó a un lado su jovialidad y se dedicó al arroz.

Ella hizo el intento de dar un bocado a su lubina, pero se percató de que su amigo se había molestado y el estómago se le cerró más todavía. No era nada raro que se rebelara cuando alguien intentaba introducirla en un ambiente que detestaba. Aun así, reconocía que últimamente estaba más quisquillosa de lo habitual, sobre todo cuando Jordi la abrumaba con sus atenciones.

Se había pasado las últimas semanas tratando de hallar la manera acertada de resolver todo ese asunto del compromiso, de rechazarlo sin que su amigo se sintiera herido y su familia perjudicada, pero cada vez que trataba de hablar de la cuestión con sus padres o con sus hermanos, todos evadían el problema. Su padre sólo le pedía que pensara bien su respuesta, no fuera a arrepentirse; Jordi siempre había sido un buen amigo después de todo. Mientras tanto, su madre simplemente la tachaba de candorosa y no daba mayor importancia a sus arrebatos: no creía en la posibilidad de que dijera no a algo tan establecido; su hija era un poco indomable pero sería una locura no aceptar un ofrecimiento tan considerado y de tan buenas perspectivas para su futuro. «Jordi te adora», le repetían todos. Jordi Antich, el pretendiente perfecto.

Y así habían ido pasando los días y también las semanas. El mismo Jordi no le había dado opción a hablar del tema amparándose en el trabajo y en los viajes que le habían mantenido ocupado, probablemente consciente de su error al haber compartido con toda la familia sus intenciones mucho antes que con ella. Pero de esa noche no pasaría. Laura le había permitido escoger el restaurante para que se sintiera lo más cómodo posible cuando recibiera la negativa que, ella suponía, no le sería tan ajena después de todo, aunque sí a las dos familias que habían dado por sentado que aquella cita constituiría la respuesta afirmativa que todos estaban esperando, la comunión de sus apellidos y de sus empresas.

Ella seguía enfadada por la encerrona a la que se había visto sometida el día de la inauguración, y porque todos, incluso el mismo Jordi, habían dado por sentado un compromiso del que nunca habían hablado explícitamente. Y ahora debía rechazar algo que no existía, y sentirse culpable por lo que había pasado con Dimas, cuando lo único que podía hacer era pensar en él. Cada vez que Jordi le dedicaba un gesto cariñoso o una atención cálida se ponía nerviosa y la invadía la necesidad de apartarle lejos de ella con todas sus fuerzas. Sintió un sudor frío en la frente y se pasó la mano por ella para aliviarse.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó él preocupado.

—Sí, estoy bien, tranquilo…

—Conozco tu reticencia a este sitio. No debí traerte. —Jordi apretó la boca mientras seguía comiendo. Era como si quisiera evitar el tema al que ella no dejaba de dar vueltas, y eso la crispaba más todavía.

Apenas había probado bocado, pero empujando el plato con la mano Laura lo dejó a un lado de la mesa y colocó en una esquina ambos cubiertos, dando por finalizada su cena.

—¿No tienes hambre?

—No mucha —respondió. No podía más—. Jordi, tenemos que hablar.

Él tragó su bocado y dejó el tenedor junto al plato. Centró sus ojos azules en los de ella ignorando al camarero que se aproximaba a la mesa para rellenar las copas de vino.

Laura deseaba responsabilizarse de sus propias decisiones y ser consecuente con sus principios, no le agradaba esconderse detrás de los intereses y alargar algo innecesariamente, sobre todo cuando había tanta gente implicada. Ella era partidaria de la transparencia, de la sinceridad, quería ser honesta con Jordi, porque además se lo debía después del apoyo que le había demostrado siempre. Y había llegado el momento.

Cuando el camarero se hubo marchado, Laura continuó hablando; sólo deseaba dejar sus sentimientos lo más claros posible:

—Perdóname porque he abusado de tu confianza, Jordi. Siempre pensé que tus atenciones para conmigo se debían a la amistad que nos une. Eres mi mejor amigo y no deseo que dejes de serlo. Pero el día de la inauguración de la tienda hiciste mal en hablar con todos antes que conmigo, y siento decirte que no puedo…

Con el gesto todavía tenso, Jordi bajó la mirada a sus manos, que alisaban la servilleta de tela sobre su regazo una y otra vez. Comprendía bien lo que estaba sucediendo. Laura posó su mano sobre el mantel en señal de invitación y esperó a que él posara la suya, pero no lo hizo. El murmullo que llenaba la sala pareció incrementar su intensidad.

—Lo siento, Jordi, pero sólo veo en ti a un muy buen amigo. Me odio por haberte confundido. Supongo que todo ha sido culpa mía, pero jamás habíamos hablado de ningún compromiso ni de ninguna boda. Incluso te expliqué lo que ocurrió con Carlo en Roma y cómo a raíz de eso decidí dejar pasar un tiempo antes de volver a saber nada de ningún hombre…

—Todos hablaban de ello y supongo que acabé por creerme que lo deseabas tanto como yo. Lo de Carlo me pareció sólo una aventura. Deberías haberme contado esto hace tiempo, Laura. Ahora todos pensarán que he sido un necio.

—Nadie pensará nada; a nadie le importa lo que ocurre aquí más que a nosotros.

Jordi soltó una sonrisa desganada.

—A veces puedes ser muy ingenua…

Laura lo contempló en silencio:

—No quiero perderte, Jordi. Es muy importante para mí tenerte a mi lado; eres la persona que mejor me conoce…

Jordi suspiró reflexivo. Ahora la miraba con ojos renovados. No veía su reflejo en ellos como de costumbre, sino que le parecieron fríos y opacos.

—Yo tampoco quiero perderte, pero debes comprender que necesitaré unos días para hacerme a la idea de todo esto, de esta nueva… situación. —Su voz sonó rotunda—. No es nada fácil asimilar un rechazo. Creo que es mejor que no nos veamos durante un tiempo.

Laura asumió su decisión. Pensaba que Jordi no era justo con ella, pero también que necesitaría de ese tiempo para curar sus heridas. De todas formas, aquella conversación le había quitado un enorme peso de encima.

—Está bien —respondió ella.

De repente, Jordi alzó la mano al aire haciendo señas al camarero. Al poco trajeron la cuenta y él no volvió a mentar palabra el resto de la velada.

Después de dejar a Laura en casa, Jordi se fue a la suya. Igual que los Jufresa, vivían en una mansión de dos plantas, de estilo colonial, que pertenecía al distrito de San Gervasio. Las residencias de ambas familias eran casi vecinas, lo que había propiciado los encuentros fortuitos entre Laura y él desde que eran tan sólo unos niños. Todavía recordaba cuando Laura se paseaba con sus vestidos de volantes de la mano de su
mainadera
por delante de su casa, con un dulce en la boca y esa sonrisa que tantas veces le había derretido el alma. Jordi sólo tenía dos años más que ella, pero su memoria era buena. También recordaba la primera vez que se habían dado un beso: Laura contaba unos ocho años y una tarde, mientras jugaban en el jardín al escondite con otros niños, se quedaron solos bajo el cobertizo de las herramientas. A veces añoraba la infancia, sin responsabilidades, sin convenciones. Ojalá pudiera borrar su memoria para sentirse menos dolido ahora. Laura no estaba equivocada: su compromiso nunca se había hecho explícito entre ellos, pero él llevaba enamorado de su amiga en silencio desde el instante en que la vio por primera vez.

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