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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (35 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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—Qué pronto vuelves —comentó su padre. Josep Lluís Antich alzó la vista del libro que estaba leyendo. Los gruesos anteojos reducían el tamaño de sus ojos, convirtiéndolos en dos piedras redondas y oscuras. Volvió a centrarse en su lectura.

Jordi se aproximó a su madre, que se hallaba sentada en una butaca al lado de la de su padre. Tejía una mullida manta de lana. Las agujas se revolvían ágiles incluso cuando ella desviaba la mirada. La besó en ambas mejillas con ternura y se sentó en el brazo de la butaca. Las brasas de la chimenea crepitaban inquietas y hacían crujir la leña.

Desde que se despidiera de Laura con una sonrisa triste había estado dando vueltas con el coche por la ciudad tratando de encontrar la manera adecuada de enfrentarse al conflicto. Le dolía el corazón y, aunque estaba enfadado, muy en el fondo sabía que no deseaba perder su amistad. Ella le importaba tanto como para conformarse con ser sólo su amigo si así podía seguir formando parte de su vida. Sin embargo, sabía muy bien que sus padres no se tomarían la noticia de igual manera. Para ellos el prestigio era lo más importante. Él era hijo único y su boda con Laura había sido algo tan asumido que ni se planteaba otra posibilidad. Jordi respiró hondo y se preparó para dar la noticia.

—Tengo que hablaros de algo importante —confesó al fin.

Josep Lluís dirigió de nuevo la mirada a su hijo:

—¿La noche ha ido bien? —Una media sonrisa mostraba su hilera de blancos dientes al tiempo que cerraba el libro sobre su regazo—. ¿Hay novedades entre Laura y tú?

—Sí, padre.

—¡Estupendo! —exclamó Josep Lluís.

—Bueno, estupendo sí que es porque mejor descubrir algo así ahora que no cuando ya sea demasiado tarde.

Josep Lluís se enderezó en su butaca y dejó el libro a un lado. Su esposa le imitó al tiempo que su expresión se oscurecía.

—¿A qué te refieres, hijo? —preguntó el patriarca. No era un hombre amigo de las sorpresas.

Jordi se puso en pie y caminó hacia el fondo de la sala. Allí, un mueble bar de estilo Luis XVI cubierto de mármol de ónice y con una imagen al óleo en la puerta encerraba varias botellas de licor. Les dio la espalda y se sirvió un vaso con whisky.

—El compromiso entre Laura y yo se ha roto. Bueno, si es que alguna vez lo hubo —dijo antes de dar un trago. Después se volvió de cara a sus interlocutores, que lo miraban estupefactos.

Josep Lluís se puso de pie. Su rostro flácido comenzó a temblar y adquirió tonalidades violetas.

—¿Cómo dices? —Su voz creció apresurada—. ¡No es cuestión de broma!

Remei se había quedado muda y no hacía más que mirar a su hijo con los ojos bien abiertos, como si necesitara abrirlos más para que la realidad se colara por ellos. Sus manos habían parado al fin de tejer.

—Digo que yo nunca le he pedido formalmente a Laura que se casara conmigo y hoy ella me ha confesado que no desea hacerlo. Quizá debí entregarle un anillo hace tiempo para formalizarlo, no lo sé…

—¡Eso no era necesario! Esa mosquita muerta nunca se negó cuando salía a relucir el tema y tuvo ocasiones de sobra para hacerlo.

Josep Lluís golpeó con sus puños el brazo de la butaca mientras volvía a tomar asiento y dirigía su mirada al techo de la casa, como buscando respuestas.

—El día de la inauguración de la joyería, sin ir más lejos —intervino Remei con voz angustiada—. No lo entiendo, estábamos todos tan seguros…

Jordi sabía que Remei había sentido siempre mucho cariño por Laura. Solía aconsejarle en los presentes que le entregaba y le preguntaba por ella cuando recibía alguna carta durante su estancia en Roma. En todo aquel tiempo, Jordi llevó sus días con entereza; de vez en cuando se escribían y él se alegraba de saber de ella. Cuando Laura le habló de Carlo le sorprendió, pero parecía haberlo superado y pensaba que ahora sólo le tenía a él y que a su manera también le amaba. Así habían pasado aquellos seis meses desde su vuelta.

Bebió de un trago lo que quedaba en su vaso y se aproximó a sus padres. Se sentó en una de las butacas libres. Las piernas se le doblaban.

—Se ha disculpado por lo sucedido —habló en tono pacificador, apoyando los codos sobre sus rodillas—. Ella se siente peor que yo. La culpa la estaba comiendo por dentro, os lo aseguro. No os preocupéis, yo estoy bien y todo esto pasará pronto.

—Eso es que ha conocido a alguien —comentó su padre sin dejar de mirar al techo.

—Me lo hubiera contado —respondió Jordi. No pudo evitar que también esa duda acudiera ahora a él.

—Sí, como te contó que no quería casarse contigo. A veces pareces tonto, hijo. Una chica sola que se marcha fuera tanto tiempo, vuelve y sigue haciendo lo que le viene en gana no es de fiar. Es una mentirosa y una manipuladora por haber estado jugando contigo de la manera que lo ha hecho.

—No sabes lo que dices, padre. —Jordi empezaba a sentirse cansado.

—Sí que lo sé, y por eso precisamente también sé que esto no va a quedar así. Si la ruptura sigue adelante, ¡la familia Jufresa va a tener mucho de qué arrepentirse! —exclamó con voz furibunda.

Jordi lo miró incrédulo. La personalidad de su padre era más fuerte que la suya, así como su orgullo. Josep Lluís Antich siempre conseguía lo que se proponía. Había levantado él solo, con poco más que un dedal y una aguja, la empresa textil de la que ahora era propietario. Había rechazado tener socios por miedo a que le robaran a sus espaldas y había peleado duro por conseguir contratos con la mayor parte de los grandes almacenes de Barcelona. Y si había algo que aborrecía era que le humillaran. Desde que Laura le hablara en El Suizo, Jordi supo que su padre no se iba a quedar de brazos cruzados, pero tampoco creyó que fuera a utilizar lo sucedido para ensañarse con toda la familia Jufresa.

—Si Laura rompe el compromiso contigo nuestras relaciones con los Jufresa se verán muy afectadas. Así que más te vale hacer todo lo que esté en tu mano para recuperarla —le amenazó Josep Lluís antes de salir de la sala con paso airado. Mientras, Remei observaba el rostro impertérrito de su hijo desde su butaca.

—Madre, Laura y yo seguimos siendo grandes amigos, no quiero provocarle ningún daño —susurró Jordi con la mirada en el suelo.

Conocía a su padre y sabía de sobras que, fuera lo que fuese lo que tenía en la cabeza, significaría un desastre. Su madre siempre le había apoyado cuando se encontraba en una encrucijada. Durante una breve época en la que se alejó de los negocios familiares, ella le había dado a escondidas el dinero que su padre le negaba, o le había encubierto excusándole cada vez que no asistía a las celebraciones de la familia. Esperaba que también esta vez su madre intercediera por él o, al menos, le sugiriese qué hacer. Jordi la miró abatido, ansioso por escuchar su respuesta.

Pero ella sólo dijo:

—Si no quieres hacerle daño, hijo, no tienes por qué hacérselo.

Capítulo 30

Segundo cargamento hundido por submarino aliado frente a las costas de Inverness.

Fdo.
J. TORDERA

Tras la derrota alemana en la batalla del Marne durante el mes de septiembre de 1914, las posiciones de los contendientes se asentaron aún más. El ejército del teniente general Helmuth von Moltke trataba de acceder a París, pero las tropas inglesas y francesas crearon una línea de posiciones fortificada de más de doscientos sesenta kilómetros. Desde ella, atrincherados, evitaban la incursión enemiga con encarnizamiento y cualquier ataque desde el mar del Norte hasta la frontera franco-suiza era una quimera. Además, la victoria británica en la batalla de las Malvinas hacía sólo dos días, en las costas sudamericanas y gracias a la estrategia del almirante John Fischer, había devuelto a la Royal Navy el dominio de los mares. Sin embargo, también ahí el equilibrio era frágil; la guerra de posiciones se jugaba con habilidad y la superficie del mar empezaba a ser una nueva trinchera. Así pues, se había hecho difícil acceder a las fuerzas alemanas desde cualquier punto de occidente.

Por tal motivo ese 10 de diciembre, cuando Ferran leyó aquellas escuetas líneas del telegrama sentado cómodamente en su despacho, no pudo por menos que soltar una blasfemia: la segunda tanda de celulosa que habían enviado a los alemanes había sido atacada por un submarino británico y con él se había hundido toda la inversión hecha en aquel proyecto de cincuenta toneladas. Maldijo esas nuevas armas de guerra, esos submarinos imbatibles y esos buques de hierro capaces de lanzar explosivos a quince kilómetros. Y se maldijo a sí mismo por haber asumido el coste de la carga para llevarse mayores beneficios. Si se hubiese limitado a su papel de intermediario, las pérdidas hubiesen sido en su mayor parte para Tordera, sin embargo ahora… Aún no sabía cuánto exactamente, pero aquello suponía una cantidad de dinero ingente derramado en las aguas del mar del Norte. La maldita guerra estaba resultando al final muy cara.

Andreu Cambrils i Pou no se tomaría nada bien el fracaso. Estaba seguro de que pronto recibiría noticias del político por una vía o por otra buscando la recompensa prometida. Debía avisar inmediatamente a Bragado para que se anduviera con cuidado, pues probablemente era el único que todavía no sabía nada. Ferran se incorporó, tomó el abrigo y el sombrero del perchero, guardó el mensaje en uno de los bolsillos y se disponía a abrir la puerta cuando unos golpecitos al otro lado le interrumpieron. Sin esperar su respuesta, Laura apareció en el umbral del despacho con una bandeja de madera cargada de planos y algunas maquetas.

—Tenemos que preparar más moldes, Ferran. Sólo nos queda uno del modelo Toulouse y no sé cuánto aguantará. Es el brazalete más vendido.

—Ahora no tengo tiempo. Encarga lo que necesites. —Su voz cortó el discurso de su hermana mientras se abotonaba, sin ni siquiera detenerse un instante a observarla.

Laura debió percatarse de que Ferran estaba pasando por un mal momento; su aspecto era normalmente impoluto, pero ahora su pelo se revolvía desordenado y la corbata floja y el cuello de la camisa abierto delataban su preocupación.

—¿Estás bien?

Él era consciente de que la relación entre ellos nunca había sido tan cercana como la que Laura compartía con el joven Ramon o con Núria, y decidió que no se iba a molestar precisamente ahora por empezar a trabajarla.

—Sí, estaré bien si dejas que me vaya. Ahora no puedo entretenerme en tus caprichos.

En el momento en que Ferran salió de su despacho y cruzó el taller todos los operarios devolvieron sus miradas a la tarea que habían interrumpido para escuchar. Laura tragó saliva y agachando el rostro se dirigió a la oficina de su padre, a la que Francesc, desde que dejara el negocio en manos de su primogénito, ya no acudía con tanta frecuencia.

Ferran no hizo ademán por disculparse. Con paso raudo cruzó el pasillo entre las mesas hacia el exterior. Era todavía por la mañana, pero las nubes grises de ese jueves proporcionaban al día una luz amarillenta. Al salir alzó el rostro y cerró los ojos. Dejó que las finas gotas de lluvia le salpicaran la piel y el cabello, empapándolos con su fuerza limpiadora. Empujó a un lado a Dimas cuando éste fue hacia él dispuesto a cubrirlo con un paraguas.

—Espérame dentro, volveré en unas horas.

Ferran arrancó su automóvil y lo hizo rugir con fuerza. Las ruedas resbalaban sobre los adoquines mojados y emitían un sonido extraño, muy diferente de cuando estaban secos.

Laura había vuelto a coger su carboncillo y trazaba un nuevo esbozo pensando en unos pendientes. Pertenecerían también a la colección que había bautizado como Sagrada Familia, cuya primera pieza había sido la del broche con las tres torres que representaban a Jesús, María y José. La idea era que todos sus componentes fueran referentes claros del templo expiatorio en el que estaba colaborando y de lo que éste representaba. El arte de Gaudí había llegado a impresionarla tanto que quería honrar su imaginería con formas características de su obra modeladas en metales preciosos y duraderos. Que no fuesen copias, sino que remitiesen a la idea. Las formas, las curvas, las texturas rugosas, el
trencadís
… La luz incandescente del escritorio iluminaba los detalles que ella imaginaba casi a la vez que los hacía. Las carpetas y papeles dispuestos en la mesa provocaban sombras alrededor. De la pared más próxima colgaban algunas hojas con referencias de elementos que a ella le habían sido útiles a la hora de elaborar ciertos diseños.

Esta vez Ferran se había excedido en su reacción, le había faltado al respeto delante de sus compañeros, y eso no se le hacía a una hermana, pensó Laura. Además, si ella había acudido a su despacho no era para molestarlo sino porque se preocupaba del negocio. Pero su hermano nunca tenía suficiente; la codicia y el egoísmo le podían y para él sólo existía él mismo y sus deseos, los demás poco le importaban. Las personas como su hermano vivían el día a día cavilando sobre cuál sería su próximo objetivo: qué había que ellos no tuvieran y qué podían hacer para obtenerlo. Muchas veces ni siquiera conseguían que eso les procurara placer alguno, era como una necesidad perentoria o una inercia que les hacía seguir adelante, siempre adelante sin mirar atrás.

Laura apretó el carboncillo con fuerza sobre el papel, insistiendo en las líneas de esos pendientes que se conformarían a partir de las letras griegas alfa y omega unidas. Los caracteres eran símbolo de principio y fin, y también se hallaban en la fachada del Nacimiento de la futura catedral. Se encontraban exactamente en el pórtico central, el de la Caridad, aquel que representaba el amor desinteresado; justo lo opuesto de lo que personificaba su hermano. El portal estaba separado por columnas de los otros dos, el de la Esperanza y el de la Fe, y los tres representaban las virtudes teologales. El carboncillo se partió sobre el papel convirtiendo el diseño en un borrón y ensuciándolo todo, también los dedos de Laura, que dio un puñetazo sobre la mesa. Unos golpecitos en la puerta le hicieron levantar el rostro. Apareció Dimas ante ella, y entonces la mañana mejoró.

Dejó la puerta abierta a su espalda, consciente de lo que los operarios podrían pensar en caso contrario, y se aproximó a la mesa.

—Señorita Jufresa —saludó Dimas en voz alta, para que todos pudieran oírle desde fuera. Y después, en un susurro—: Parece que tendrás que repetirlo —dibujó media sonrisa. Ella le imitó y después preguntó también de oídos afuera.

—¿Qué desea?

Dimas improvisó algo rápido:

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