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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (31 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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Dimas pasó gran parte de la celebración con la mirada extraviada entre los presentes. Daba la impresión de que buscaba a alguien tras los vestidos largos, las lentejuelas, los velos y los tules que encarnaban un respeto de guardarropa. A veces, en un gesto estudiadamente improvisado, estiraba el cuello por encima del rígido celuloide de la camisa. Cuando ya cerca del final el obispo Reig mandó a todos los presentes darse la paz entre ellos, Dimas saludó primero a su padre, luego a Guillermo y después recibió un par de saludos de la fila anterior de personas que no conocía. Al volverse para saludar a los fieles de la fila posterior sus ojos se encontraron con otros que ya conocía, felinos, rasgados, y una vez más, al mirarlos, no supo si se burlaban de él o le escrutaban con malicia, si le apreciaban siquiera un tanto o no mostraban hacia él más que la habitual y rígida cortesía.

Los dos se contemplaron largamente mientras sus manos continuaban realizando el protocolario gesto, cada vez más lentamente. La sonrisa de Laura era tenue, la mandíbula de Dimas cada vez más apretada. Ambos parecían en ese instante aislados del exterior, unidos por algo indefinible que les atenazaba y les golpeaba desde dentro como la llamada de una criatura antediluviana.

Juan los observó y buscó a Guillermo. Éste, desde su menor estatura, le sonrió y subió los hombros como diciendo a mí no me mires. Cuando salieron del templo —lo cual llevó un buen rato puesto que las escaleras volvieron a acoger el goteo de gente con bastantes dificultades— el viento azotó con fuerza los rostros. Dimas, distante, inexpresivo, cortés, presentó a Laura a su padre.

—Ella es la señorita Jufresa —le dijo.

—Encantada de conocerle, señor Navarro. —Laura tendió su mano a Juan.

—Un placer —contestó éste, cordial pero azorado.

Juntos continuaron caminando en un silencio convencional. Juan pensaba algo que decir que no avergonzara a su hijo y Dimas en algún tema común y banal sobre el que conversar para hacer más ameno el paseo hasta que ella tuviera que ir con sus padres o con algún conocido de su misma categoría social. Guillermo los miraba a todos y no comprendía ese silencio obtuso y contenido. Al final, fue él quien se decidió a preguntar:

—¿Ya has acabado mi escultura?

—¡Se me olvidó decírtelo! Este fin de semana pasado la subimos a su posición definitiva —respondió Laura.

—¿Entonces ya está a la vista de todo el mundo?

—Sí, así es.

—¿Colocada en la fachada? —preguntó a su vez Juan, que no acababa de creerse todo aquello del molde del rostro del chico.

—Que sí, que Laura ha puesto mi cara a un ángel —bufó Guillermo como cansado de repetírselo.

—Vaya, eso debe de ser porque no te ha visto llegar a casa a comer tras la misa de domingo, con la ropa hecha un cisco después de haber estado revolcándote con las cabras de ese amigo tuyo…

—¿Quiere usted verla, señor Navarro? —propuso Laura.

Juan miró a su hijo antes de responder. Dimas se mostró imperturbable.

—Sí, me encantaría.

—Vayamos entonces, está por aquí.

Doblaron por detrás del ábside, donde la aglomeración era menor, y discurrieron paralelos a la calle Provenza hasta sobrepasar el saliente de la sacristía, antes de la fachada del Nacimiento. Allí los andamios se conformaban en forma de escalera inversa hasta acercarse lo máximo posible a las torres inconclusas. Parecían absorbidas por una especie de niebla densa, porque la profusión de detalles en la parte baja hacía pensar casi en un edificio acabado y no en uno en sus albores.

—Ésta es la fachada del Nacimiento —explicó Laura cuando se hubieron detenido ante ella—. Es alegre y recargada, un canto a la naturaleza y a la vida. Por eso es la primera en construirse.

—¿No se levanta todo al mismo tiempo? —preguntó Juan.

—No. El maestro Gaudí tiene muy asumido que él no verá concluida la magna obra, así que decidió ya en su día iniciar la fachada más alegre y luminosa para dar muestra de la grandeza del edificio. En el lado opuesto estará la fachada de la Pasión, más dura y descarnada. Si hubiese sido ésa la primera, la gente se llevaría la impresión de un monumento pesaroso, seco…

Laura hizo un silencio y elevó la mirada. Dimas entonces se fijó en su cuello estilizado y delicado y se perdió en la contemplación de aquella piel tan blanca y, supuso, suave. Cuando volvió a escuchar de nuevo su voz salió de su ensoñación.

—¿Ven allá arriba, junto al inicio de aquella torre? —decía Laura.

—¿Donde empiezan las ventanas? —preguntó Guillermo, que buscaba con ansiedad.

—No, más abajo, justo en la base. La última figura. ¿No les suena?

Todos sonrieron al ver el rostro de Guillermo en una perfecta mueca de piedad. Se veía muy pequeño, tan arriba. Aun así era perfectamente reconocible.

—Vaya, si quiero verte tranquilo y formal ya sé dónde tengo que buscar —rió Juan. Y todos le secundaron excepto Guillermo, que los miró con un aire de desdén que todavía les resultó más gracioso. Y cuanto más se reían más se enojaba el niño, que al final explotó.

—Bueno, pues si os parezco tan gracioso, mejor me voy.

—Venga, no te enfades, que no es para tanto —le dijo Dimas.

Pero el pequeño no dio su brazo a torcer y comenzó a caminar, despacio, esperando quizá que hicieran ademán de detenerlo en su marcha o, por lo menos, escucharan su protesta:

—Ya. No es para tanto… Pues haberlo pensado antes. Estoy muy contento de la estatua y vosotros sólo sois capaces de criticarla…

Juan se volvió hacia Laura y Dimas:

—Voy a ver si lo arreglo. Muchas gracias por su amabilidad, señorita Jufresa. Ha sido un placer.

—Igualmente, señor Navarro.

—Guillermo, vamos. ¡Guillermo, por favor! ¡Cuidado con el traje!

Juan Navarro desapareció por entre los grupos de gente en busca del niño, que más que enfadado parecía estar jugando con él. Dimas se volvió hacia Laura y la miró sin saber qué decir:

—Son muy simpáticos —dijo ella con amabilidad.

Dimas pareció esforzarse por romper su seriedad y por un momento, sin decir nada, esbozó un inicio de sonrisa. Al final asintió:

—Sí lo son. Aunque a veces parecen una pareja mal avenida.

De repente, el murmullo de la gente creció. Pronto se vieron rodeados e incluso un poco agobiados por los empujones. La multitud se abrió casi frente a ellos para dejar un respetuoso paso a Gaudí, a quien acompañaba el obispo Reig. El maestro arquitecto hablaba castellano con marcado acento catalán y señalaba constantemente arriba y a los lados, ofreciendo las pertinentes explicaciones a la autoridad eclesiástica; por los aspavientos exagerados de los brazos, Laura dedujo que estaba relacionando la altura con su base. Sus manos acompañaban a sus palabras y parecía querer ilustrarlo todo, hasta el más mínimo detalle. La cabeza del obispo seguía, con un movimiento casi hipnótico, el vaivén de las manos del arquitecto. De vez en cuando no podía alcanzar a distinguir alguno de los detalles señalados y se quedaba en un estado de despiste momentáneo, hasta que volvía a enlazar los ademanes del arquitecto con la velocidad vertiginosa de las explicaciones. Seguramente no entendió nada de lo que le expusieron.

Tras la cabeza de la comitiva, a un ritmo más lento, de calma aparente, pasaron ante ellos los restantes prohombres. El presidente Prat de la Riba se había situado a continuación del obispo. Le seguían los representantes de la junta constructora de la obra y el alcalde, Boladeres i Romà, aunque su posición ya se veía un poco amenazada por los distinguidos caballeros —y alguna dama— que querían ganar una situación más cercana al obispo y al insigne Prat de la Riba. Entre ellos las maneras eran bien diferentes y los codazos, empellones, tirones y bastonazos lanzados al desgaire de la multitud y amparados en el descuido de una maniobra involuntaria castigaban al séquito con saña hasta el punto de que, cuando desaparecieron, un rastro de pequeñuelos ataviados con su ropa de domingo seguían alegres su estela, a la espera de que cayera el primer pañuelo, gemelo o pendiente.

Laura y Dimas no pudieron dejar de sonreír ante la esclavitud de las convenciones sociales y de la notoriedad que buscaban la mayoría de los presentes. Cuando se quedaron solos se descubrieron todavía apretados, sus rostros muy cercanos el uno del otro después de haber sufrido el acoso de la multitud. Laura, con su cuerpo amoldado al de Dimas, le miraba como de escorzo; él por su parte tensaba los músculos bajo el traje a medida para evitar cualquier movimiento que pudiera ser mal interpretado; no quería que Laura pensara que había intentado acercarse sin que ella le hubiera dado pie a hacerlo. En realidad ni se había dado cuenta, pero ahora se negaba también a separarse y en su cabeza se producía una lucha feroz entre lo que el decoro y las buenas formas demandaban y lo que su cuerpo, luchando incluso contra sus propios pensamientos, parecía anhelar con desespero.

Así permanecieron un rato, detenidos, como encadenados el uno al otro, sin notar el viento ni el frío ni el polvo que había levantado la gente a su paso. Hasta que de repente todo eso que los cuerpos comprendían al margen de su entendimiento se irguió entre ellos como una barrera insalvable que les hizo adquirir conciencia de su posición, de lo que los demás pensarían si los veían así, si cedían a aquellos instintos que de pronto e incomprensiblemente para ambos parecían vencerles, que no podían dominar. Imaginaron entonces las miradas de la gente —en realidad un enjambre que no reparaba en nadie— centradas en ellos, reprobando su actitud. Y se separaron. Laura se recompuso el peinado y Dimas, por hacer también algo con las manos, se ajustó la corbata y se alineó el falso cuello de celuloide.

Caminaron despacio y en silencio, como autómatas, llevados por la inercia de la masa, y cuando se hubieron serenado casi habían llegado ya hasta el borde del descampado. Laura señaló el coche de su familia.

—Allí están mis padres y Núria. Tengo que irme.

—Claro. Siento…

Laura hizo como que llevaba los dedos a la boca de Dimas, pero se arrepintió a mitad de movimiento, temerosa de ser vista o de que él rechazara aquel gesto espontáneo.

—No diga nada. Hasta mañana —se despidió. Aquella frase, tan corriente, tan habitual, le pareció a él una promesa disfrazada de normalidad.

Se alejó con paso suelto y ligero. Dimas se quedó contemplándola unos instantes y luego volvió hacia el templo. Cuando hubo caminado unos metros se encontró con su padre, que lo estaba esperando. Llegó hasta él y reanudaron la marcha juntos.

—Esa chica… —inició el padre.

—¿Sí?

—Es la hermana de tu jefe, ¿no?

—Lo es —dijo Dimas.

Siguieron caminando en silencio. Guillermo los vio y llegó corriendo. Llevaba las manos tiznadas y el pantalón estaba sucio por haber estado sentado en el suelo.

—Pero ¿es que no puedes tener nada nuevo? —le reprochó Juan—. Habérmelo dicho y te ibas a casa a cambiarte. No se te puede dejar solo. ¿Has visto cómo vas?

Guillermo siguió durante el resto del trayecto con la cabeza gacha, pateando alguna piedra, lanzando de vez en cuando una mirada de reojo a Dimas que éste se resistía a devolver. El joven notaba una extraña sensación que le crecía desde el estómago y le hacía sentir, aunque alterado, extraordinariamente bien.

Capítulo 27

Laura llegó al taller antes que Ferran, que se sorprendió de verla en el despacho de su padre a esas horas.

—¿No te necesitan en la catedral hoy? —le preguntó con cierta ironía.

—No —contestó seca—. Quiero acabar un diseño, un encargo de papá.

Ferran levantó una ceja como respuesta. Aunque no aguantaba que le dijesen cómo dirigir la empresa, valoraba el trabajo de Laura, si bien no se lo decía para no alentar sus expectativas. Él se devanaba los sesos buscando un modelo de eficiencia económica. Creía que lo que funcionaba era la automatización de los procesos, que eliminaba costes y disminuía tiempo, y la valorización basada en la calidad de los materiales. Una perspectiva que aunaba lo antiguo y lo moderno junto a la concepción tradicional de la joyería, que Laura denominaba despectivamente «el valor del pedrusco». Su hermana, al contrario que él, se movía en el terreno incierto del arte, en un mundo en el que la idea, la forma, era lo esencial. Pero qué sabía ella de facturas, de proveedores, de fluctuaciones en el mercado de los metales preciosos… Ferran se dirigió hacia su despacho. Le comentó a un aprendiz que, en cuanto llegara, avisara a Dimas de que le estaba esperando.

Cuando escuchó el nombre de Dimas, Laura se estremeció. Por suerte, nadie reparó en ello. Desde la mañana del día anterior no era capaz de sacarse de la cabeza su imagen, su voz, sus gestos. Se apartó el pelo de la cara tratando de colocarlo tras la oreja. Se volcó sobre la mesa y trazó por enésima vez la curva de un diseño que aún no le satisfacía. Le era imposible concentrarse. Cada vez que oía un ruido pensaba que era la puerta. Y cada vez que alguien entraba, alzaba la cabeza inquieta. Pasó un buen rato en ese estado de exaltación continuo sin lograr dibujar nada que valiera la pena.

De repente, oyó que alguien decía:

—Dimas, el jefe quiere verte, te está esperando.

Laura escuchó la frase y, sin que lo hubiera planeado pero sin poder detenerse, salió rauda del despacho de su padre. Era como si sus piernas tuvieran vida propia y la condujeran al margen de su voluntad, como si ellas oyeran una llamada inconfundible, la de la sangre, la de la pasión, que estaba más allá de su discernimiento. Llegó a tiempo de verle entrando al despacho de Ferran. Ya que estaba de pie, fue hacia la mesa de Àngel para consultarle una duda. Se colocó dando la espalda a los despachos, no quería dar la impresión de estar pendiente de nada que no fuera su trabajo.

Àngel contestó con extrañeza las preguntas de Laura sobre la maleabilidad del oro blanco. La notaba poco concentrada. De pronto Ferran salió junto a Dimas, que llevaba un tubo de cartón bajo el brazo, y lo acompañó a la salida. Pasaron a su lado sin apenas reparar en ella. Ferran le deseó suerte y, sobre todo, que le mantuviera informado.

Dimas se colocó el sombrero y salió del taller pensativo. El encargo de Ferran le obligaba a actuar de nuevo. Debía pensarlo bien antes de dar cualquier paso, de modo que lo primero que hizo cuando llegó a su destino fue buscar un lugar donde tomar un café.

Ferran Jufresa estaba interesado en entrar en los negocios inmobiliarios; los nuevos tiempos daban pie a huir de los valores tradicionalmente seguros. La especulación era un mal que lastraba desde siglos la economía del país, pero que convertía en más ricos a los que ya lo eran. Barcelona estaba viviendo unos años de crecimiento desorbitado y cualquier terreno doblaba su valor en apenas un lustro. Lo que antes eran campos de cultivo se transformaba en pocos meses en bloques de viviendas. Las llamadas «casas baratas» inundaban los suburbios y convertían un precio irrisorio en cantidades descomunales al reemplazar una masía o una simple residencia familiar y campestre por decenas, centenares de viviendas nuevas. En un espacio mínimo podían acumularse multitud de familias. La gran cantidad de gente dispuesta a luchar por un simple trabajo en la ciudad hacía, por mera agregación, que los humildes también pudiesen convertirse en un buen negocio. «Quiero mi pedazo del pastel, Dimas», había insistido Ferran momentos antes con esa mirada de fiera hambrienta.

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