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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (33 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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Volvió a casa caminando. Sobre el cielo finito de Barcelona, las estrellas más potentes se podían contar. Y Dimas pensó que las tenía todas al alcance de la mano.

Capítulo 28

Dimas Navarro abrió los ojos en su piso con la luz matinal. Parecía que su cuerpo y su mente ansiaban despertar al nuevo día, salir a la calle y participar de la celebración de la vida. Escogió la corbata y la camisa que vestiría y después se afeitó ante el espejo que tenía en la cocina. Cuando se lavó la cara y eliminó los últimos restos de jabón, contempló su propia imagen y sonrió.

Se tomó su tiempo para vestirse y subió al piso de arriba, donde las voces de su padre y su hermano se alternaban. Guillermo estaba en el cuarto y su padre preparaba el desayuno.

—Mira a quién tenemos por aquí. ¿Nos acompañas?

—No me vendría mal un café —concedió Dimas.

—Claro. —Tras una breve pausa, Juan sintió la necesidad de llenar el vacío—. El niño tiene una de esas mañanas parlanchinas. Serán las nubes.

Un chillido excitado le interrumpió. Guillermo saltó al pasillo desde su cuarto vestido sólo con los pantalones. Esgrimía un cucharón a modo de espada.

—¡Atrás, filibusteros! ¡Jamás me cazaréis con vida! Nadie puede obligarme a vivir bajo el yugo de los forajidos, gente mala que gobierna esta isla abandonada de la mano de Dios.

Juan y Dimas se miraron arqueando las cejas. Guillermo no se detuvo:

—Buen viento azote tus velas, compañero —dijo a Dimas—. ¿Qué nuevas aventuras corriste ayer surcando mares desconocidos?

—¿Quieres acabar de vestirte de una vez? —ordenó Juan, cargado con uno de los platos del desayuno—. Es imposible que no tengas frío. Si llegas tarde, el profesor te castigará. Y con razón.

—Me daré prisa, pues no me gustaría tener que pasar por la quilla. Muy pocos son los intrépidos que han sobrevivido a tal prueba

Enarboló el cucharón por última vez y salió dando saltitos hacia su cuarto cabalgando un caballo imaginario.

Dimas sonrió. Observó a su padre suspirar y sacudir la cabeza. Estaba orgulloso de Guillermo, se le notaba. Sacaba adelante las clases con soltura y tenía una imaginación desbordante que le permitía afrontar la vida alegremente. Raúl, su padre, seguro que les observaba desde donde estuviera y también sonreía.

Cuando Guillermo regresó a la cocina vestido, Juan y Dimas se hallaban ya sentados ante unas buenas rebanadas de pan untado con tomate y aceite. El padre cortaba queso para repartirlo en los platos.

—Caballeros, se presenta el grumete Guillermo Navarro —dijo con una reverencia—. Les ruego acepten mi agradecimiento por la magnífica hospitalidad que estoy encontrando en su barco. —Se sentó y comenzó a dar buena cuenta de su plato.

Dimas chinchó al pequeño revolviéndole el pelo. Su padre hacía como que no los veía, centrado en su comida. Masticaba concienzudamente. Pensaba que las formas en la mesa construían en parte a la persona; los que había conocido que no las guardaban eran seres brutales, oscuros, despiadados. La miseria tenía eso y siempre se encargaba de recordárselo a sus hijos. No importaba lo lejos que se encontraran ya de ella. Cuando acabó el pan, sostuvo la taza de café caliente e inició la conversación.

—¿Qué se cuece por el mundo, hijo? Todos hablan de la Gran Guerra, parece como si no ocurriera nada más…

—En realidad, todo se vuelve pequeño en comparación. Tenemos suerte de no estar involucrados —contestó Dimas.

Después de un breve silencio, Juan se animó a hablar un poco más, aunque fuese sobre la guerra. Necesitaba de ese contacto con su hijo. No quería ni pensar en volver al mutismo de días atrás.

—Sí, pero ¿de qué sirve? El país sigue estando bajo mínimos; sigue aumentando la cantidad de gente sin trabajo. Se cuentan por miles. No sé yo si no vamos a peor…

Se refería a las consecuencias de los sucesivos fracasos de los últimos gobiernos nombrados en España por las Cortes y el rey Alfonso XIII; ni el conservador Antonio Maura con su «revolución desde arriba», ni el presidente en funciones Eduardo Dato, también conservador, ni ninguno de los presidentes anteriores habían aportado soluciones durante y después de las revueltas sociales de la primera década del siglo. Tampoco la recién constituida Mancomunidad de Cataluña, federación de las cuatro provincias catalanas con autonomía administrativa, había dispuesto de tiempo suficiente para demostrar su potencial, a pesar de estar a cargo del carismático Enric Prat de la Riba. La neutralidad de España no era sinónimo de estabilidad.

Guillermo seguía comiendo, ahora empeñado en que no quedara una sola miga de pan en el plato. Dimas se resistió a estar triste en un día como aquél; sin saber por qué, la guerra le despertaba una especie de miedo difuso, incierto. Cada día se leían en los periódicos noticias de un nuevo país que se añadía a la contienda. Había escaramuzas en África; Europa estaba atravesada de norte a sur por un frente descomunal; en el Pacífico, Japón hostigaba a Alemania y obligaba a China a los tratos comerciales con ellos; en las antípodas, Australia ocupaba la Nueva Guinea alemana… Más de veinte países de todo el mundo estaban ya implicados. Y aquello no había hecho más que empezar.

—La neutralidad tampoco es ninguna garantía —argumentó Dimas—. Hay quien dice que saldremos perjudicados frente a los ganadores. Un país potente lo seguirá siendo ante los más débiles, incluso puede salir reforzado de la guerra, dicen. Además, teniendo en cuenta nuestras rivalidades interiores de patronos contra obreros y éstos entre sí, lo mejor sigue siendo centrarse en uno mismo y en lo poco que podamos influir a nuestro alrededor —sentenció.

—Claro, en cada uno y en… su familia… —Hizo una pausa, como si no se atreviese a continuar. Cada palabra parecía merecerle un esfuerzo sobrehumano—. ¿Has pensado en tu madre? Quizá ahora podrías… Todos necesitamos consuelo.

Se hizo el silencio. Guillermo se mantenía expectante desde hacía ya un rato mirando alternativamente a su padre y a su hermano. Dimas se quedó igualmente callado, con los ojos centrados en el fondo de su taza. Tal vez escrutaba el futuro en el poso del café. La compasión se adueñaba de su mente y buscaba la justa línea a trazar, el rumbo a seguir en el destino de la familia. Todas las piezas en su vida parecían dirigirse hacia un final feliz, hacia la construcción de un paisaje ameno y rumoroso, un lugar donde valiese la pena vivir. Pensó que debería hacer todo lo que estuviese en su mano para conseguir que esa imagen pudiese germinar por fin y convertirse en su vida.

—También usted lo merece, padre. Llevemos a Guillermo a la escuela.

El aludido sacudió la cabeza como si en ese momento reparara en sus obligaciones. Se levantó corriendo y salió hacia su cuarto. Cuando Dimas y su padre se pusieron los abrigos en silencio, él ya estaba junto a ellos peinado y listo. Por el pequeño macuto de cuero asomaban unas cuartillas escritas. Padre e hijo sonrieron ante el atolondramiento del chico, orgullosos por igual de sus defectos y sus perfecciones.

Después de la jornada, cuando la tarde comenzaba a declinar, el gregal remoloneaba sobre los aleros de los bloques de pisos hasta llegar a la suave falda de la sierra de Collserola. Dimas descendió del coche una vez aparcado y se dirigió hacia el hotel del Gran Casino con paso tranquilo. Le dijo a Ferran que estaría localizable en el complejo de la Rabasada. Jufresa había insistido en que se llevara su coche; no hubo manera de hacerle entender que no era ningún asunto de faldas el que le llevaba allí. Dimas claudicó ante la enésima sonrisa sardónica del patrón y aguantó estoicamente sus palmadas en el hombro.

Se quitó el sombrero al atravesar la pesada puerta giratoria. Siguió caminando por el suelo enmoquetado hasta llegar al mostrador de la recepción del hotel.

—¿Podría hablar con Carmela Beltrán, por favor? —preguntó sin mirar en particular a ninguna de las cuatro figuras que fingían afanarse tras el mostrador. Una de ellas era la de un botones que lo miraba con una sonrisa un tanto alelada.

Al oír el nombre de una trabajadora de la casa, el recepcionista elevó un poco las cejas, finas como las de una mujer. Vestía algo parecido a un frac y sus movimientos atildados poseían un rastro de perfección malsana. Después de un instante de vacilación se abstuvo de salirse del protocolo. Parecía desconcertado ante la seriedad y la elegancia de un joven que solicitaba ver a una sirvienta.

—¿Quién le digo que la busca?

Dimas dudó un momento, apenas un instante.

—Su hijo.

El recepcionista miró a su colega de mayor edad, un hombre calvo de ojos severos. Ante su breve gesto de aquiescencia se dirigió a un aparato de teléfono interior situado tras la pared de la oficina, un poco apartado del movimiento de huéspedes. Murmuró algo y colgó.

—Ahora la avisarán. Las visitas del servicio, excepcionales —señaló a modo de excusa—, se reciben junto al cuarto de equipajes. Lamentándolo mucho, no me está permitido ofrecerle un espacio cerrado. Si es tan amable de seguirme, por favor.

Después de unos minutos de espera, Carmela apareció cabizbaja por las escaleras que descendían de las habitaciones del primer piso. Iba vestida con el mismo uniforme con el que la había encontrado semanas atrás. Su rostro se veía cansado. Por contra, sus ojos castaños estaban dotados de una vivacidad que no había percibido la vez anterior; la veía muy distinta del día en el que discutieron allí mismo en los jardines, ella vestida de calle, humilde y cohibida.

—Me alegro de verte, Dimas.

Él alisó una última vez el ala de su sombrero antes de hablar:

—Hola.

Ante la indecisión de Dimas, Carmela decidió romper el hielo con algo que tuvieran en común:

—Inés me contó vuestro encuentro. Me gustaría pensar que valió la pena ese rato que pasasteis juntos…

—Sí. Así fue.

—Es una gran chica. Una luchadora, como tú.

—Y convincente. En realidad su visita me dejó muy impresionado.

Carmela no se había atrevido a llamarle hijo todavía. Se la veía inquieta. Debía volver rápido al trabajo si no quería una reprimenda.

Dimas se sintió de repente agobiado. Todo lo que había pensado que le diría se deshacía ante la evidencia de hablarle a una madre después de más de veinte años sin serlo. Pensó que no estaba acostumbrado a ser un buen hijo; o por lo menos a parecerlo. Con su padre no era necesaria la efusividad ni grandes muestras de cariño; una mirada bastaba, una sonrisa, unos golpecitos en el hombro. Ella debía de estar en una situación parecida, así que reunió fuerzas de flaqueza y tiró hacia adelante:

—Creo que fui… un tanto duro.

—Lo entiendo. No te debe resultar fácil comprender lo que pasó.

—Hablando con padre me he dado cuenta de que soy un necio y un obstinado.

—A veces los silencios de tu padre son muy elocuentes.

Dimas sonrió. Entendía que sus padres se conocían perfectamente. Habían crecido juntos, sabían de lo que eran capaces. Lo cierto es que los adultos no cambian tanto, aunque pasen veinte años, pensó.

—Tenemos nuestras diferencias, ¿sabe? Sin embargo admiro su manera de afrontar la vida tal y como viene. —Dimas sacudió la cabeza como si pretendiera despejarla de ese pensamiento y centrarse en otro—. Ha sufrido mucho y en ocasiones le culpo por su resignación y encima se lo hago saber, como si pudiera ponerme en su lugar y decir lo que habría hecho yo. De ser él, tal vez no hubiese aguantado, tal vez hace mucho que hubiese dejado de luchar.

Ella pareció no entender.

—No, Dimas. Eso no es cierto —repuso ella—. Recuerdo que de pequeño no desistías cuando algo no te salía bien. Una vez, Juan te enseñó a hacer barcos con una hoja de periódico. Durante semanas estuviste haciendo diferentes y luego, por la tarde, me pedías ir al estanque de Can Pere Soler a probarlos. Ninguno funcionaba a tu gusto pero tú seguías haciendo y haciendo, hasta que se acumularon porque yo intentaba que cambiaras de planes. Ya con cinco años no te rendías fácilmente.

La mirada de Dimas se diluyó en la lejanía, traspasó el papel pintado de la pared y llegó hasta Laura y más allá, hacia sus compañeros en las cocheras, cuando apenas era un aprendiz y fue ascendiendo y pasando etapas con paciencia hasta que llegó su oportunidad y tuvo que aferrarse a ella con fuerza para no dejar escapar el tren en marcha. Vio a todos los que habían quedado en el camino con Ribes i Pla, con Esteller y con Ferran. Todos ellos le habían ayudado a situarse en el lugar donde estaba ahora. Se miró los zapatos y vio que, sobre el cuero brillante, una capa de polvo los ensuciaba. Volvió a sonreír imaginando lo que haría su padre, lo que le había visto hacer tantas veces. Y se los pasó por las pantorrillas.

Carmela sonrió con dulzura. Levantó la mano como pretendiendo acariciar la mejilla de Dimas. Se detuvo a medio camino y bajó el brazo cerrando los dedos para disimular el ligero temblor de la emoción.

—En realidad fui yo la que se quedó sin fuerzas. Tal vez debí permanecer junto a vosotros y luchar, luchar hasta el final, pero… En el momento, algunas decisiones parecen… No sé cómo explicarme. Verás —suspiró antes de continuar—, digamos que un desgraciado se encargó de demostrarme quién manda en esta sociedad. Si pretendes erguir la cabeza, siempre hay alguien dispuesto a amorrarte en el barro. Por maldad o por el puro placer de hacerlo, no sé; ni siquiera he conseguido descubrir las razones tras las cuales se amparaba ese malnacido, Celestí García Pérez. Llevo su nombre grabado a fuego en mis entrañas. —Se empujó el estómago hacia dentro con saña. Cerró después con fuerza sus mandíbulas y entornó los ojos durante un instante—. Tardé años en controlar esa ira… Cada noche despertaba soñando que clavaba un cuchillo en el pecho de ese cerdo. Te juro que casi no me afectaba pensar que los suyos enseguida irían a por mí. Supongo que la imagen de la pequeña Inés yendo a parar a una casa de huérfanos fue lo único que me retuvo.

Dimas sintió un escalofrío ante las duras palabras de su madre.

—No debería haberse culpado —repuso—. Quizá entre usted y padre habrían encontrado alguna opción mejor…

Ella negó con un movimiento amplio de la cabeza.

—En aquel momento ninguna solución se me antojó buena. Elegí la que me pareció menos mala dentro de la desgracia, la que no arrastraba a Juan ni a la venganza ni a la humillación. ¿Puedes llegar a imaginar lo que significaba un ultraje de ese calibre?

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