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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (30 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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Dimas comprendió que no debía resistirse. La fuerza de la mujer que tenía delante era como la suya: no se detenía ante nada. Además, ya había decidido escuchar. No valía pues la pena mostrar resentimiento, odio o desdén. Aquella historia también era dolorosa para ella; se notaba. Se disculpó con un gesto y a partir de entonces guardó silencio.

—Nuestra madre se marchó de aquí tras quedarse embarazada de mí. No fue un embarazo deseado. Su antiguo jefe en el mercado, Celestí, la dejó preñada. Llevaba tiempo detrás de ella y madre siempre le había esquivado. Intentaba no quedarse nunca sola porque no se fiaba de él. Era uno de esos hombres que creen que nadie tiene derecho a decirles que no, y menos una mujer. Pero un día… —Inés apretó la colilla del cigarro contra el cenicero con saña hasta que estuvo bien apagada.

Dimas cabeceó incrédulo, rechazaba la posibilidad de que su madre hubiera sido víctima de nada. Las únicas víctimas que había contemplado hasta entonces eran su padre y él. Podía ser que Carmela hubiera mentido a Inés para despertar la compasión de su hija. Aunque, de ser así, hubiera sido demasiado cruel hacerle creer que su nacimiento había sido fruto de una violación. Inés guardó silencio mientras contemplaba reflejada en el rostro de Dimas la lucha que se libraba en su mente.

Sin embargo en todo aquello había algo que no cuadraba: su madre era dueña de sus decisiones y podía habérselo contado todo a su padre, que la amaba y la habría ayudado a cuidar del bebé bastardo. Si no lo hizo quizá fue porque había algo más. Como si su medio hermana hubiera escuchado sus pensamientos, continuó hablando:

—No se lo contó a nadie. Ni al cabrón de Celestí ni a tu padre; dejó el trabajo y huyó sin más explicaciones. Sabía que Juan no se quedaría tranquilo hasta ver bajo tierra a ese asqueroso pescadero y no podía tolerarlo. No quería que acabara en la cárcel o muerto por el estúpido honor. Carmela conoce bien a tu padre y siempre me dijo que él no se hubiera quedado de brazos cruzados.

Dimas creyó que le estaban hablando de otra persona. Su padre no era un luchador, por lo menos no ahora. Quizá la vida le había dado tantos reveses que todo ese tiempo en la resignación había acabado por modificar su carácter.

Inés continuó con su historia:

—Con ese Celestí había que tener mucho cuidado, era un hombre peligroso y con mucho dinero. No era la primera a la que se lo hacía. Ese hijo de puta debió de dejar un buen reguero de niños por la ciudad. —Inés encendió otro cigarrillo y luego continuó—: Perdona mi lengua, madre suele llamarme la atención porque digo las cosas como me vienen, sin pensarlas.

Se lo quedó mirando tras la cortina de humo que ascendía al techo. La mirada de Dimas era ya más generosa, no mostraba ira ni temor a descubrir una verdad dolorosa.

—No te disculpes —contestó, ahora tuteándola—. Tienes motivos para hablar así. ¿No llegaste a conocer a tu padre?

—¡No! —exclamó alzando la voz, ya de por sí potente—. No quiero siquiera pensarlo. ¿Qué se puede esperar de alguien así?

Dimas asintió. Tampoco él había deseado hasta ese día tropezarse con su madre. Al principio, Juan le había mentido diciéndole que se había marchado al pueblo y que pronto regresaría. Dimas, con apenas seis añitos entonces, soñaba a menudo con verla cruzar el umbral de la casa y que le recibiera entre sus brazos. Pero pronto tuvo que acostumbrarse a su ausencia. Los días pasaron y en la mente del niño la madre se convirtió en un recuerdo, casi una sensación. El presente era lo que contaba. Luego los años sobrevinieron y el día a día pronto se convirtió en largas jornadas de trabajo. Después llegó el accidente de Juan.

—Nuestra madre no es como ese cabronazo —continuó Inés—. Ella es buena, y te quiere muchísimo. Sé que pensarás que renunció a ti para tenerme a mí, pero es más complicado que todo eso. Ella sabía que Juan te cuidaría bien. Le costó horrores hacer lo que hizo, me dijo que no dejó de llorar durante meses, día y noche. Para cuando me tuvo, en medio de los dolores del parto comprendió que ya no le quedaban lágrimas. Por eso dice que soy tan seca.

—Mira, yo te agradezco lo que intentas hacer, pero debes comprender que…

Como si no deseara que el fluir de las cavilaciones de Dimas volviera a llevarla a la renuncia, Inés le interrumpió:

—Ella siempre me ha hablado de vosotros. Decía que recordándoos conseguía estar un poco más cerca, de modo que durante años me ha transmitido imágenes que guardaba en su memoria como un pequeño álbum de fotos. Me explicó que tú naciste una mañana de invierno en la que Barcelona vio caer algunos copos de nieve, y que al principio te iban a llamar Samuel, pero que al ver tu carita de ángel decidieron ponerte Dimas, como el buen ladrón, la única persona que Jesús reconoció directamente como santo. —Dimas sabía de esa historia, era otro de esos recuerdos que se le confundían entre ensoñaciones—. Fue el día más feliz de su vida. También me habló de un tranvía de juguete que te regalaron por tu tercer cumpleaños, contaba que te volviste loco cuando lo viste porque decías que de mayor serías conductor como tu padre.

También recordaba aquel tren de hojalata, debía de estar guardado en algún rincón del armario.

—Ella os adoraba a tu padre y a ti, y yo llegué a envidiarte por haber nacido en el seno de una familia de verdad, con unos padres que deseaban tu nacimiento más que nada. Yo no tuve tu suerte, Dimas. —Aquellos ojos de caramelo parecieron atravesarle como dos balas—. En mi alumbramiento sólo estaban madre y la vecina que hizo de comadrona en la habitación de una pensión del Raval en la que vivimos durante varios años.

Inés se tomaba algunos descansos entre evocación y evocación, como para evitar dejarse ningún detalle, y Dimas los respetaba en silencio. Aquellas palabras debían de contener muchas emociones, porque de vez en cuando aspiraba de un nuevo cigarrillo inhalando profundamente y expulsaba el humo hacia el techo. Entonces parecía sentirse algo reconfortada y más fuerte de nuevo. Algo se despertó en Dimas, pues sintió el impulso de abrazarla.

—Tú no has visto con qué ojos tristes se queda siempre que os menciona. No ha vuelto a conocer a ningún hombre desde que se separó de tu padre, y es una mujer bella. Sólo tiene cuarenta y nueve años, por el amor de Dios. Ha dedicado estos veintidós a cuidar de mí, a trabajar como una esclava para darme de comer, para ofrecerme todo cuanto podía, hasta que yo misma empecé a trabajar. Fue ella la que me consiguió trabajo en el Casino; allí vendo tabaco —añadió, señalando la pitillera—. Y esa mañana en que se encontró contigo en el hotel se le despertó el deseo, que nunca se había dormido del todo, de reencontrarse con vosotros. Te reconoció nada más verte; sólo el amor de una madre es capaz de eso tras veintidós años. Estuvo días sin contármelo, aunque yo sabía muy bien que algo le ocurría. Siempre callada y mirando a la nada…

Inés hablaba mientras movía a un lado y a otro la mano que sujetaba el pitillo. Tenía una personalidad muy distinta a la de Dimas, que observaba y decía lo justo.

—Nada ha sido fácil, Dimas. Barcelona es muy dura para una mujer sola. Crecí rápido y comprendí más deprisa todavía que una no puede esperar nada de nadie, que hay que ser fuerte y no dejarse pisar.

Dimas supo que, probablemente, Inés y él tenían mucho más en común de lo que imaginaba; también ella había dejado de soñar siendo sólo una niña. No habría sabido decir en qué momento el enfado ya no tensaba los músculos de su cuerpo. Había dejado de estar a la defensiva. Se sentía cómodo descubriendo la historia de una vida no tan diferente de la suya.

Inés hablaba y hablaba sobre todo lo que había aprendido y lo que había sufrido a sus veintiún años de edad. Y no lo hacía con desprecio ni rencor, sino desde la aceptación. Tenía la actitud de su padre, de Juan, como ella lo llamaba, pero con una perspectiva positiva. Lo que no se puede cambiar no te debe robar más de cinco minutos de tu vida, parecía decir con su actitud. Pero si había algo que se podía cambiar no paraba hasta conseguirlo, como había hecho con Dimas, sin detenerse a contemplar con orgullo o con temor lo que pensarían de ella en esa otra familia que también debía ser algo suya.

Dimas sintió entre la languidez del humo y el devenir de la conversación, ya más relajada, que acababa de ganar una hermana.

Capítulo 26

—Vamos, Guillermo, ven a desayunar —dijo Dimas desde el comedor.

—Ya voy. Oye, ¿has visto mis zapatos buenos? —preguntó el niño gritando desde la habitación.

—¿Yo?, ¿qué voy a hacer yo con tus zapatos?

—No lo sé. Es que por aquí no los encuentro…

—Búscalos bien, hombre —refunfuñó Dimas.

—Empezad sin mí —dijo el pequeño.

—¡Empezad sin mí, empezad sin mí! —repitió Dimas. Parecía enfadado—. ¿Qué crees que estamos haciendo? Para mí que no llegamos.

—Déjale que se espabile solo —dijo Juan. Luego se limitó a observarlo antes de continuar—. ¿Tienes prisa? En mi vida te he visto correr para ir a una misa.

—Me pone nervioso llegar tarde a los sitios —se justificó Dimas.

—A los sitios, sí. Pero ¿¡a la iglesia!? A ti te pasa algo. —Juan dio un sorbo de su taza de café después de negar con la cabeza.

Dimas se revolvió ligeramente ante el comentario de su padre. Después de la conversación con Inés ya no estaba enfadado, pero todavía no habían hablado al respecto. Siempre algo ineludible postergaba esa charla: la presencia de Guillermo, el trabajo, lo avanzado de la hora… Eludió su mirada y se fue a la habitación de su hermano, a ver si podía acelerar de alguna manera la salida. Cuando llegó se lo encontró en calzoncillos, con la ropa desordenada por todos lados. Dimas se quedó atónito; esperaba verlo, cuando menos, con los pantalones puestos. Levantó la ropa que le había escogido él mismo y que reposaba en la silla: unos pantalones cortos, una chaqueta de paño gris jaspeada a juego y una camisa blanca con un lazo negro ya hecho. Bajo la cama, siguiendo la curva desordenada de la colcha, pudo divisar la punta de uno de los zapatos. Cogió la ropa con una mano y los zapatos con la otra y los sostuvo con las puntas hacia abajo, preparado para echar una buena reprimenda al chaval.

Guillermo se alegró de que lo tuviera todo preparado y le interrumpió antes de que pudiera articular palabra:

—Muchas gracias. No sé qué haría sin ti. Bueno, ve a acabar el desayuno que ahora voy —soltó despreocupado. Luego se quedó quieto, como reparando de nuevo en él y le dijo—: Oye, qué guapo te has puesto…

Recogió su ropa y se la fue poniendo con calma, sentado al borde de la cama. Dimas miró al techo y no pudo dejar de negar con la cabeza, impotente. Luego salió al comedor y continuó con el desayuno. Por mucho que se esforzase no se acelerarían las cosas. Además, tenían tiempo de sobra hasta la hora prevista.

Era la mañana gélida del 30 de noviembre y Barcelona vivía un día de celebración. La gente vestida de fiesta se mezclaba con los transeúntes despreocupados que se dirigían, como en un lunes cualquiera, a sus quehaceres cotidianos. Una ciudad tan grande siempre daba para que sólo unos cuantos centenares de escogidos se enterasen de las ceremonias excepcionales que se producían en su entramado urbano. El día había amanecido desapacible y un cielo sucio lo cubría todo de un gris irregular, como pintado a brochazos. En pocas ocasiones el clamor ciudadano era general: la llegada de un rey, un desfile militar, la presencia de un torero y su amante en la ciudad… Muy a menudo los que se agolpaban para contemplar cualquiera de esos acontecimientos ni siquiera sabían de qué se trataba; simplemente se acercaban atraídos por la aglomeración de conciudadanos. Por eso, en aquel día otoñal, en los alrededores de la Sagrada Familia se empezó a reunir un buen número de curiosos que no tenían ni oficio ni beneficio ni la más remota idea de lo que allí se iba a celebrar.

Guillermo, Juan y Dimas llegaron con tiempo. La luminosidad empezaba a crecer y una mirada de reconvención apareció en el rostro risueño y apacible del niño; su hermano mayor le había hecho madrugar más de la cuenta y le había metido prisas cuando todavía les había sobrado, al menos, media hora. Dimas hizo como que no la notaba, atento a la presencia de personalidades importantes. Llevaba un traje de color negro con unas rayas verticales más claras casi inapreciables. El pañuelo blanco en el bolsillo superior de su chaqueta parecía un fogonazo luminoso en mitad del pecho y su pelo encerado brillaba con reflejos irisados. Había cuidado cada detalle para parecer elegante y distinguido.

Su padre caminaba a su lado. Había recibido con serenidad las reprimendas apagadas que su hijo le había lanzado sobre la manera de anudarse la corbata, sobre el color escogido de camisa y sobre la limpieza y el brillo de los zapatos, de un marrón espeso y denso. Ahora, cerca de las escaleras circulares de acceso a la cripta, caminando al ritmo cansino que marcaba la excesiva concurrencia, Juan Navarro se miraba con pesadumbre esos mismos zapatos. Las puntas aparecían mates, sin brillo, bajo una capa de polvo que los cubría con insistencia. Se pasó el zapato por la pantorrilla, en un gesto que había aprendido siendo niño en la parroquia de Abejuela. Allí el cura, don Roque, pasaba revista de manera marcial a los pocos que asistían a las clases. Acudió a ellas durante un año o año y medio, ya ni se acordaba. Su vida de entonces se le presentó comprimida, extrañamente breve en el recuerdo. Desde los páramos desolados y yermos de su pueblo, el recuerdo de Carmela como una punzada dolorosa batiendo el vientre, el ascenso laboral, el nacimiento del hijo, la tensión de la espera, la preocupación por su mujer… Y un día aquello empezó a cubrirse por una especie de gasa húmeda y pegajosa que todo lo pudo, lenta e implacable, y los sueños e ilusiones comenzaron a desvanecerse como si lo vivido hasta entonces no hubiera sido más que un extraño espejismo. Por suerte, esa sensación no tardó en serenarse bajo el nerviosismo latente de todos los presentes, incluidos Dimas y Guillermo, que respondían con inquietud a la expectación del día.

La cripta del templo expiatorio estaba completamente engalanada para la ocasión. La visita del obispo y de otras personalidades importantes era precisamente el motivo del revuelo despertado por la misa de aquella mañana. Tras el altar se habían colocado guirnaldas con los colores de la ciudad, de Cataluña y de España. Por el suelo quedaban rastros de papelillos de colores y flores rojas y el pesado olor a incienso lo inundaba todo con un aroma agradable pero acre. Pese a lo temprano de la hora —la celebración debía iniciarse con puntualidad a las ocho de la mañana—, la afluencia era espectacular. Más de dos mil personas se agolpaban en la entrada en busca de un asiento en el interior. Los primeros en pasar fueron el obispo y las autoridades, al frente de las cuales estaba Enric Prat de la Riba, presidente de la Mancomunidad de Cataluña. Cuando estuvieron todos colocados, un murmullo estentóreo recorrió por unos minutos los sagrados muros hasta que apareció el obispo Reig desde la sacristía con su vitola y su andar pausado. El silencio fue creciendo entonces en una oleada imparable, como cuando un juez entra en una sala después de considerar el veredicto. Todos los presentes se mantuvieron de pie, a la espera, y la ceremonia comenzó con el esplendor que los grandes actos imponen en la conciencia de los hombres. Las palabras se desposeían de su significado. El sonido cadente y profundo que otorgaba la piedra fue calando como la humedad de una gruta antigua. La misa duró algo más de dos horas.

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