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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (9 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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Sin embargo, ante ellos desfilaba una larga procesión de esforzados transportistas que acarreaban con dificultad pesadas pieles recién desolladas y todavía humeantes que goteaban por entre los listones de madera de las carretillas un ligero rastro de sangre.

—Señor Baldrich, ¿qué pasa con esas pieles de ahí? También son de vacuno, como las que nosotros le compramos... —preguntó Dimas.

—¡Ah, amigo mío! —suspiró el comerciante—. Ésas son más caras. Son de mayor calidad y exigen un desembolso superior al que ustedes realizan.

Los ojos de Gustau Baldrich relampaguearon un instante y Dimas supo ver que aquello era toda una maniobra para hacerles entender que los precios eran variables y que recientemente se habían incrementado. El importe fijo que se había garantizado hasta entonces a la enorme maquinaria de Ribes i Pla estaba a punto de desaparecer.

Dimas comprendió que había que actuar con rapidez. Su prestigio o sus logros anteriores ya no contaban: había ascendido en el escalafón y ahora no se le permitían errores. Valía lo que su último éxito; no debía dejarse vencer por la presión. Se despidió de Baldrich con una amplia sonrisa que se le agarró en el alma pero que pareció natural y salió con aire indiferente de aquel espantoso lugar. Ya afuera aceleró el paso y se sacudió los pantalones con la gorra mientras se dirigía al camión. Vio que los que arrastraban los carretones llevaban todos los mismos uniformes azules, con un membrete bordado en el pecho en letras rojas y redondas y una caligrafía sobre fondo blanco que rezaba: «Baldrich y Cía.». Ya dentro del camión comenzó a cavilar.

Tomeu, a su vez, subió al vehículo y puso en marcha el motor. Se quedó en silencio, tenso, a la espera. Dimas observaba sombrío el devenir frenético de los trabajadores arriba y abajo; Baldrich debía de haber hecho una gran inversión para conseguir el control de la distribución. La maniobra era inteligente; aunque se arriesgaba a que las pérdidas también le afectaran después de que la mercancía hubiera abandonado el almacén, cobraba un nuevo servicio que era más barato que si cada uno de los compradores lo realizaba con su propio camión, porque los tratos que podía conseguir eran mejores. Ribes tenía sus propios camiones, pero no todos podían permitirse esa inversión.

Dimas concluyó que aquélla también era una buena noticia para él: los transportes estaban centralizados y su experiencia como trabajador y capacidad de convicción le convertían en un experto negociador.

Justo cuando Tomeu le iba a preguntar qué hacer, Dimas abrió la puerta inopinadamente y saltó de nuevo al aire cargado de La Vinyeta.

—Espérame aquí. Puede que tarde un rato, ten paciencia. Echa una cabezada.

En el suelo las sombras empezaban a extenderse, pero el calor, lejos de aplacarse, se hacía más denso, como empujado por un puño húmedo e invisible. Lanzó la gorra al asiento y, después de comprobar que Baldrich había desaparecido de su vista, se ató un pañuelo al cuello, al uso de los transportistas. Tomeu, desde su vehículo, vio cómo se dirigía a uno de ellos y acto seguido se ponía a caminar tras él. Ambos desaparecieron entre una de las hileras que formaban los camiones estacionados.

El mismo día de la breve reunión, varias horas más tarde, algunos de los camiones de Gustau Baldrich se detuvieron en un albañal próximo al Clot de la Mel, aparentemente averiados. De igual modo, los que se dirigían hacia el curso bajo del Llobregat también sufrieron varios pinchazos en mitad de un baldío, en la entrada de la inmensa vega entre Cornellà y el Prat. No hubo más explicaciones, pero las pieles se pudrieron al no llegar a destino. Al día siguiente sucedió lo mismo, como si los camiones de Baldrich y Cía. fuesen animales contagiados por una repentina epidemia.

Tres días después de la breve visita de Dimas Navarro, a la vista de las constantes averías, pinchazos, carreteras cortadas y mil y un contratiempos más, Baldrich tuvo que claudicar. No se volvieron a encontrar en ese tiempo. No hubo ninguna amenaza, ninguna advertencia, ni tan siquiera un aviso o una nota. Preso de la furia, Baldrich estuvo tentado de despedir a todos los conductores de los camiones, pero no abundaban los trabajadores capaces de manejar esos vehículos y no podía volver a la lentitud de los carromatos; además, tampoco quería decirles a sus clientes que fueran ellos de nuevo los que pasaran a recoger las pieles. Y lo más importante, no podía seguir perdiendo dinero.

Eso sí, en cuanto asumió que debía claudicar, Gustau Baldrich supo sin ninguna duda con quién debía negociar para que los camiones no se estropearan más. Y no era precisamente con la Providencia.

Dimas esperaba sentado en el pretil del patio de la fábrica de curtidos, donde regresaban los camiones que distribuían la mercancía manufacturada a las tiendas, grandes almacenes, sastres,
etc
. Bajo su atenta mirada, algunos operarios se afanaban en limpiar los grandes vehículos con el letrero de Ribes i Pla bien visible en la puerta del conductor. Estaba pelando un melocotón con un pequeño cortaplumas cuando vio a Baldrich; entonces se levantó, recogió las mondas que tenía a un lado y las lanzó a un cubo de metal lleno de despojos. Tomeu, al ver a Baldrich, se acercó a Dimas y se mantuvo a una prudente distancia.

—Cuánto gusto recibirle en nuestra modesta empresa. ¿Qué se le ofrece? —La voz de Dimas era alegre y aparentaba una total sorpresa.

Gustau Baldrich se quitó el sombrero y se puso a pellizcarlo con los dedos, como si lo desparasitara. Habló masticando las palabras.

—He pensado que tal vez pueda usted conversar con el señor Ribes i Pla para continuar en tratos. Hoy matamos vacuno y en unas horas dispondré de una partida de pieles que creo les resultarán interesantes.

—Señor Baldrich, ¿quiere un poco? —Dimas le enseñó lo que quedaba de la fruta brillante. El jugo caía y jugueteaba dulzón entre los dedos de su mano izquierda.

—No, gracias —rechazó, molesto, Gustau Baldrich—. En caso de que quisiesen volver a reanudar la gratificante relación comercial que antes fuimos capaces de llevar a buen puerto con los esfuerzos de ambas partes, creo que sería una buena solución retomarla tal cual la dejamos.

—Sí, señor Baldrich, sería tal vez una buena solución, pero quizá a partir del siguiente cargamento.

—¿Quiere usted decir que el que les ofrezco hoy no se lo quedan? —preguntó Baldrich, dejando deslizar cierto temor en su voz.

—No. Quiero decir que éste nos lo quedamos, pero corre por cuenta suya.

Baldrich masticó el silencio en busca de una buena respuesta. Quería ser prudente y sabía que debía tomarse unos segundos antes de pronunciarse.

—Pero eso... no es una solución —contestó al fin.

—Hombre, si de todas formas lo tendría que tirar —dijo Dimas, abriendo los brazos en señal de impotencia—. Porque, ya se sabe... Los camiones estropeados no llegan a su destino.

Cogió otro melocotón de un cesto y volvió a abrir el cortaplumas. Cortó un trozo de fruta mientras su intensa mirada escrutaba al comerciante, cuyos ojos deambulaban de un sitio a otro como los de un animal acorralado. Tras un instante sopesando sus posibilidades, Baldrich claudicó:

—Está bien. A partir de mañana tendrán su primer cargamento sometido a factura.

Dimas añadió:

—Considérelo una inversión. Gracias a eso podrá tener con nosotros el mismo trato que antes, Baldrich: idéntico precio porque, como ve,
nuestros
camiones los ponemos
nosotros
y vienen a
nuestra
empresa. No hallará otra tan servil —ironizó.

Dimas ya no lo volvió a mirar y se dedicó a comer el melocotón. Observó de reojo los pasos dubitativos de Gustau Baldrich al encaminarse hacia el gran portalón de entrada y sonrió satisfecho para sus adentros: había superado una nueva prueba. No obstante, notaba la presión sobre sus hombros: cada decisión implicaba un reto, una aventura, un desafío más arriesgado que el anterior. No podía bajar la guardia. Escupió sobre la mano el hueso de la fruta y lo lanzó con fuerza contra la gran chimenea humeante de la fábrica de curtidos. Tomeu se puso a su lado y le felicitó por el trato conseguido.

—Lo de ese cargamento gratis ha sido la puntilla. A Baldrich le ha debido de doler más que si le arrancaran un brazo.

Dimas se encogió de hombros y dijo con despreocupación:

—A veces en los negocios hay que hacer una pequeña inversión para salir adelante. Yo hoy sólo he conseguido recuperar la que hemos hecho estos días atrás.

Y tras guiñarle un ojo, entró en la fábrica. Tomeu no dijo nada, pero la sonrisa de su rostro estaba cargada de picardía y admiración.

II. Castidad (Lujuria)

«La mortificación del cuerpo es el trabajo continuado, persistente».

Antoni Gaudí

Capítulo 8

Había pasado un mes desde la vuelta a casa de Laura. El viaje en tren había resultado duro y el trasbordo en Portbou largo y penoso, dado que el ancho de vía español era diferente del europeo y no había ningún tren directo que pudiera unir cualquier ciudad de Europa con la Península. Parecía como si el regreso necesitara de ese tránsito, de esa especie de vuelta a la realidad difícil de un país todavía en construcción. Al llegar a Barcelona-Término —también conocida como Estación de Francia—, situada a medio camino entre el final del parque de la Ciudadela y el barrio de pescadores de la Barceloneta, el mozo de equipajes bajó las maletas con desgana y desapareció en cuanto recibió la propina.

Ferran y Núria, dos de los hermanos de Laura, la esperaban en el andén. Al poner pie en tierra y ver esos rostros conocidos se sintió extraña. Los meses vividos valiéndose por sí misma y convirtiendo en suyos paisajes nuevos, alejada de lo que había sido su vida hasta entonces, se le presentaron de golpe como un aviso que, malicioso, le sugería que aquél ya no era su lugar.

Se abrazó a Ferran, su hermano mayor. Notó sus brazos palmeando rítmicamente su espalda, como correspondía a un hombre, sin demostrar demasiado afecto aunque se le notara alegre. Núria, en cambio, la abrazó con fuerza y se aferró a ella durante largo tiempo mientras de sus ojos manaban abundantes lágrimas. Laura, emocionada también, oyó que su hermana mayor, mientras le acariciaba el pelo con cariño, le susurraba el apelativo cariñoso que siempre usaba con ella:
Petiteta
, así, en catalán, como hacía desde siempre, desde que eran niñas y Núria jugaba a ser su madre.

De camino a casa en el coche de la familia, que conducía Ferran, subieron por la nueva avenida que separaba el barrio Gótico del de la Ribera, la vía Layetana, todavía a medio urbanizar. El tendido del tranvía estaba ya instalado pero quedaban aún muchos edificios por construir. Barcelona se le antojó de nuevo una ciudad desordenada y sucia, húmeda y abigarrada, sin posibilidad de cambio, aunque se derribaran las murallas y todos los campos de cultivo se convirtieran en viviendas. Era quizá una tendencia insana de los barceloneses lo que les empujaba a amontonarse y hacinarse, pensó Laura, una especie de obsesión y seguridad en el refugio del vecino que también albergaba el lado oscuro de la desconfianza.

Subieron por el paseo de Gracia hacia el barrio de San Gervasio, ya en la falda de la montaña del Tibidabo. Allí el aire refrescaba un ápice. Laura respiró hondo y cuando bajaron del vehículo, en la calle Victor Hugo, se concedió unos instantes antes de subir las tres escaleras que había que salvar hasta la puerta de entrada. Empujó con tiento las dos grandes hojas blancas de madera; recordó nada más verlo el llamador de cobre bruñido y el suave olor a húmedo y almizcle, y a
carn d’olla
, tan habitual en la casa. Al entrar, Matilde, la sirvienta, la saludó con cariño y le dio un beso que la condujo directamente a la infancia.

Su madre la recibió con los brazos abiertos, con dos besos justos y una sonrisa prudente. Su padre le dio un abrazo para después tomarla de las manos y observarla largo rato.

—Mi niña —dijo—, no has cambiado nada; ven aquí, que tendrás hambre.

Y la acompañó hasta la cocina, donde Laura derramó unas lágrimas en silencio. Se comió un plato rebosante de sopa de
galets amb pilota
y luego durmió una siesta de cuatro horas.

No tardó en comprobar que el tiempo seguía transcurriendo lento en casa de los Jufresa y que muy pocas cosas habían cambiado. Todos continuaban ocupándose de sus tareas habituales: Núria, muy similar físicamente a Laura, aunque de ojos azules y cierta expresión lánguida, permanecía como encargada de la atención al público en el comercio, una responsabilidad que primero había desempeñado su madre y que ella había asumido desde que había dejado de ser una chiquilla. Pilar legó ese puesto a su hija mayor en cuanto ésta tuvo edad suficiente para ejercerlo, y desde entonces apenas ponía un pie en la tienda. Núria, además de cuidar de la joyería, lo hacía también de sus dos hijos y ahora, al parecer, pretendía hacerlo también de Laura, a quien trataba con el mismo amor maternal que dedicaba a sus niños. Su marido, Felip Català, pasaba las horas en la biblioteca leyendo el periódico, como solía hacer siempre.

Ramon, el más joven de los hijos varones de los Jufresa, era con quien Laura más se divertía. Vital y apuesto, contaba pocos años más que ella y siempre le reservaba alguna ocurrencia. La familia lo veía poco, ya que no solía estar más de una semana seguida en Barcelona: su labor como responsable de los contactos, la publicidad y las gestiones comerciales del negocio familiar le obligaba a viajar a Madrid con frecuencia o a visitar las ferias, donde establecía nuevas relaciones y mantenía las viejas. «En el mundo de los joyeros —decía—, si tu nombre no suena, estás muerto». Esas ferias, sobre todo las de Madrid, costaban un riñón a la empresa familiar, puesto que en ellas los regalos eran casi obligados y en la capital, además del inmenso aparato burocrático del Estado, también tenía su sede la Corte.

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