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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (11 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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Se habían conocido porque Tomàs acostumbraba a pasar con su rebaño por los terrenos cercanos a las escuelas y a la Sagrada Familia. Guillermo se le acercó un día cuando distinguió entre las ovejas y cabras un corderito que no paraba de dar pequeños brincos y emitir un balido muy gracioso. Desde entonces sabía que cuando se acercaba el final de la tarde aparecía por allí Tomàs con sus animales, bajando de la
muntanya pelada
del Guinardó. Aquellos terrenos donde nacía un buen puñado de hierbas silvestres constituían su última parada antes de volver a casa.

Cuando Guillermo llegó al descampado vio que Tomàs no estaba. No le extrañó: el sol todavía estaba alto y hacía mucho calor. Buscó por los alrededores algo que hacer y encontró a un par de chavales jugando a las canicas. Se metió las manos en los bolsillos con urgencia y, al momento, respiró aliviado: sí, había traído las suyas. Las sacó del bolsillo y las miró buscando la naranja, su favorita, su canica de la suerte. Se acercó a los chavales:

—¿A qué jugáis? ¿Al gua? ¿Puedo? —Enseñó su mano con las canicas. Los otros dos críos le miraron y asintieron.

Guillermo les sonrió y, acto seguido, los tres chicos se concentraron en el juego. Uno de los chavales, con la cabeza casi rapada al cero, había conseguido colar su canica en el hoyo y ahora tenía derecho a «cazar» a su rival, a tratar de dar con su bola a la del oponente. Si lo lograba se quedaba con ella; en caso contrario, el rival tendría derecho a réplica. Usando el dedo gordo como gatillo, el crío, de rodillas en el suelo, cerró un ojo para afinar la puntería y asomó la punta de la lengua por los labios apretados mientras se decidía a lanzar su bola. El otro, impaciente, exclamó:

—¡Va, hombre! ¡Que a este paso acaban antes la iglesia esa! —Señaló con su brazo a la Sagrada Familia.

Tras unos titubeos su compañero lanzó la canica. Aunque pasó cerca, no llegó a tocar la otra.

—¡Bien! ¡Ahora me toca a mí! —gritó levantando los brazos.

El otro, visiblemente afectado por el fallo, puntualizó:

—Pero antes debes meterla en el gua, ¿eh?

—¿Qué? —chilló—. ¡Si ya la metí antes!

Los tres chavales se enzarzaron en una acalorada discusión sobre las reglas a seguir en el juego esgrimiendo argumentos del tipo «pues en mi calle se juega así». Se zanjó a los pocos minutos gracias a la persuasión de Guillermo, que pudo convencerlos para empezar una nueva partida. Antes, tuvieron que dejar claro que para «cazar» debían acertar primero en el gua.

El sol comenzaba su lento viaje hacia el crepúsculo cuando llegó Tomàs con su rebaño. Para entonces Guillermo se hallaba descansando con sus compañeros de juego bajo la escuálida sombra de un almendro solitario. Estaban dando cuenta de unos vasos de agua que les había servido un aguador. Éste tiraba de un pequeño carro cargado de cántaros que llenaba de las fuentes; después iba vendiendo a los vecinos, la mayoría sin agua corriente en casa. El aguador no les cobró a los niños: la tarde estaba siendo demasiado calurosa y ya había vendido casi toda su carga.

En cuanto Guillermo vio acercarse a Tomàs, se puso en pie y agitó la mano. El joven pastor le devolvió el saludo tocándose la visera de su gorra.

—¿Y
Blanquita
? —preguntó Guillermo.

—Ahí la tienes. —Señaló a una cabra blanca que se había subido a un pequeño promontorio de piedras.

—¡Anda! Se la ve más grande.

Blanquita
había nacido unas cuantas semanas atrás y Guillermo seguía atento su crecimiento.
Nit
, el
gos d’atura
de Tomàs, saludó al muchacho lamiéndole la pantorrilla. Guillermo acarició con fuerza al perro, de pelo ondulado y abundante, y le rascó sobre todo alrededor del cuello.
Nit
le agradecía la atención con algún lametón furtivo en la cara, pero estaba bien adiestrado y volvía a su trabajo en cuanto veía que algún animal se alejaba del rebaño. Ágil, lograba que ninguno se separara demasiado, siempre atento, correteando alrededor. Guillermo miraba al perro y deseaba en secreto ser pastor como Tomàs para tener también uno. Y una navaja propia, y ese cayado que llevaba su amigo y que le daba aspecto de ser mayor, de cierta solemnidad que imponía respeto. De pronto se oyó un silbido que hizo que
Nit
ladrara. Guillermo se dio la vuelta y vio a su hermano, que le saludaba de lejos. Le respondió orgulloso: iba vestido de forma elegante y contrastaba con la sencillez rústica de los muchachos. El pastor, poco dado a hablar, miró curioso a Dimas.

—Es mi hermano —presumió Guillermo, ufano.

—¡No tardes mucho, que padre te está esperando para la cena! —le gritó Dimas desde la lejanía—. Yo me voy, que tengo cosas que hacer. ¡Hasta mañana!

Guillermo asintió y reprendió a
Nit
, que ladró un par de veces un tanto irritado por las voces de los hermanos.

—¿Va a una boda? —preguntó Tomàs.

Guillermo negó con la cabeza.

—Va a trabajar. Ahora es alguien importante, ¿sabes?

Dimas trabajaba en esos momentos en otra de las empresas de las que era socio Ribes i Pla, dedicada a la fabricación de tuberías de plomo, un negocio en auge debido al crecimiento de Barcelona. Sin embargo, la pérdida de material era constante debido a que la picaresca formaba parte de los tratos en ese tipo de negocios. Ribes sabía que Dimas se movía como pez en el agua en esos entornos duros, de costumbres afianzadas, y enviárselo a su socio era la forma que tenía de ayudarle. Éste, llamado Epifanio Esteller, era un hombretón rechoncho de amplias espaldas, brazos cortos, cuello inexistente y calva relumbrante. A su voz estentórea había que añadir una verborrea imparable que exasperaba a los que le rodeaban. Dimas prefería el laconismo de Ribes, pero su cháchara tampoco le importaba demasiado: él no buscaba hacer amigos en el trabajo.

—Estás hecho todo un galán, Navarro. Seguro que las mozas van detrás de ti como locas. —Rió con ganas Esteller mientras le palmeaba con fuerza el hombro—. Tengo el coche ahí, vamos al local del Viladomat, que está por Vallvidrera. Qué tipo más soso, ¿te has dado cuenta? Siempre tan estirado, tan… severo. ¡Parece un obispo, coño! Que si hay que ser serio para los negocios, que si tal, que si cual… ¡Patochadas! No sé por qué se dedica a coleccionar restaurantes y cafés, mejor le iría fabricando cirios.

Dimas sonrió por cortesía. Esteller se divirtió tanto con su propia ocurrencia que la repitió varias veces de camino:

—¡Fabricando cirios! ¿No es buenísimo?

Habían quedado a última hora de la tarde para una de esas partidas de cartas donde el dinero volaba con una rapidez que no dejaba de asombrar a Dimas. Esteller le pidió que lo acompañara. Con frecuencia, en determinados momentos del juego precisaba que fuera a su casa o al despacho a por más dinero, y para un cometido así necesitaba a alguien de su entera confianza.

Entre los asistentes a la partida había varias caras nuevas que Dimas no conocía. Se realizaron las presentaciones pertinentes y procuró retener los nombres y fijarse en el máximo de detalles posible. Estaba convencido de la importancia de la información.

El anfitrión, Arnau Viladomat, los hizo pasar por los diferentes salones vacíos del restaurante. Ferviente católico, consideraba que, en un día como el de la Asunción de la Virgen, no debía abrir sus negocios, si bien no ponía objeciones a, ese mismo día santo, celebrar una partida de cartas en la que se apostaban cantidades indecentes de dinero que aliviarían a varias decenas, si no cientos, de los muchos necesitados y hambrientos que pululaban por la ciudad. Todos le conocían y procuraban no hacerle demasiado caso, sabedores de que era capaz de perder su hieratismo habitual y discutir de manera muy encendida con quien osara cuestionar algún mandamiento eclesiástico.

—Hay demasiada corrupción moral en estos tiempos. Fue un error eliminar el tribunal de la Santa Inquisición. No digo que haya que caer en extremos, pero la amenaza de severos correctivos endurece el espíritu y hace que la concupiscencia se arrincone, asustada —iba diciéndoles mientras les guiaba al salón destinado para celebrar la timba.

En él todo estaba ya dispuesto y un discreto camarero ofrecía a los presentes un amplio surtido de bebidas. Sólo Viladomat eligió una sin alcohol. Dimas optó por no tomar nada y se mantuvo en un discreto segundo plano; asimismo rechazó la invitación a unirse a la partida, aunque a duras penas pudo disimular la satisfacción que eso le causó: mientras a él lo consideraban para participar, los otros acompañantes tenían que esperar fuera.

Las primeras manos transcurrieron entre comentarios aduladores. Las apuestas eran todavía bajas y el humo de los puros aún no cargaba el ambiente de la estancia. Algunos se lanzaron a contar alguna que otra anécdota jocosa, pero enseguida salió a la luz el tema que más le interesaba a Dimas: los negocios.

—Estoy de enhorabuena, muchachos —comenzó a explicar Esteller. Lanzó las cartas sobre la mesa, recogió las ganancias y se recostó en la lujosa silla de diseño barroco y formas redondeadas—. Acabo de cerrar un trato con Carcañano para suministrarle tuberías en sus cuatro próximas promociones. La nueva Barcelona tendrá agua gracias a mis cañerías. —Rió satisfecho—. Y lo mejor es que aunque el muy bribón quería pagarme una miseria por metro, conseguí un precio de lo más satisfactorio.

—¿Y cómo lo hiciste? —preguntó uno de los invitados más jóvenes.

Dimas reconoció a Ferran Jufresa, no muchos años mayor que él. Aunque se definía simplemente como un hombre de negocios, Dimas sabía, debido a la atención que siempre prestaba a las conversaciones de los jugadores, que era joyero.

—Me ayudó Navarro —respondió Esteller, señalando al aludido—. Carcañano me decía que no podía pagarme más porque no dispondría de líquido hasta que tuviese los contratos de los pisos firmados, que le entendiera, que tenía una oferta de otra empresa…; ya sabéis, lo típico, excusas. Yo le ofrecí la posibilidad de los pagarés, que no pasaba nada, que me fiaba de él, pero ni por ésas. Entonces fue cuando intervino aquí «mi socio»: se informó de qué empresa rival era nuestra competidora y les hizo un pedido falso. El muy canalla se hizo pasar por un promotor recién llegado a Barcelona, ¿os imagináis? Nada, el engaño sólo duraría unos días, lo suficiente… Pero cuéntalo, Navarro, cuéntaselo tú.

Dimas se vio empujado a continuar con el relato. Ferran Jufresa le miró con interés.

—Se trataba de ganar algo de tiempo. Nuestro falso pedido de plomo era, obviamente, mayor del que le podría haber hecho el señor Francisco Carcañano, así que nuestra rival, la otra empresa de tuberías, optó por atendernos a nosotros y, para hacer frente a «nuestras necesidades», comenzó a deshacer sus compromisos con Carcañano, con lo que tanto éste como sus otros clientes empezaron a mosquearse. En ese momento lo único que tuvimos que hacer fue reunirnos de nuevo con él y reiterarle nuestra oferta, con el compromiso de no dejarle tirado ante un cliente que pagara más. De paso, le recordamos la utilidad de los listados de materiales y proveedores a la hora de conseguir los pertinentes permisos municipales: si esas listas de proveedores no son las adecuadas, el papeleo se retrasa. Naturalmente Carcañano se dio cuenta de los riesgos a los que se exponía. Le ofrecimos que se ahorrara el anticipo a cambio de un porcentaje sobre la venta final de los pisos y el compromiso de la cooperación en futuras promociones.

—¿Y sabéis qué ha hecho? —retomó Esteller—. ¡En una semana cobramos todo el dinero! Ha pagado a to-ca-te-ja. —El potentado acompañó cada sílaba con un golpe de nudillos en la mesa—. Tenemos el material de varios años vendido. Y, mientras tanto, seguimos con nuestros clientes, porque algunos de los pisos del Carcañano no se empezarán a construir hasta dentro de una buena temporada. ¡Negocio redondo, Ferran, negocio redondo!

Ferran Jufresa, aunque un tanto aturdido por las risotadas de Esteller, hizo un amago de aplauso. Dio una calada a su cigarro y le comentó:

—Pues deberías prestarme unos días a tu ayudante, porque tengo un problemilla que me está molestando desde hace un tiempo…

—Pregúntale, pregúntale… ¿Os importa? —inquirió Esteller al resto—. Venga, a ver qué se le ocurre.

Ferran bebió un sorbo de su coñac. Dimas aprovechó para fijarse en su indumentaria: llevaba un traje impecable. El joyero lanzó las cartas sobre la mesa para indicar que abandonaba momentáneamente el juego y se levantó, antes de invitar a Dimas a que lo siguiera hasta un rincón donde la luz era más tenue para dar comienzo a su explicación:

—Tengo un puñado de empleados malcriados por mi padre. Están acostumbrados a la rutina, a una velocidad que no encaja con los nuevos tiempos. Lo fácil sería aumentar el número de trabajadores, pero en joyería cuesta muchísimo encontrar mano de obra preparada. Yo no paro de repetirles que se puede ir más rápido, que así nos vamos a pique… Pero no hay manera. Creo que incluso vamos a peor. ¿Tú qué harías?

Dimas pensó en el tipo de negocio. Se hizo una composición de lugar y lo comparó con su experiencia como operario en las cocheras.

—¿Cómo están colocados los empleados? —preguntó.

Ferran se quedó dubitativo un momento.

—Cada uno tiene su mesa. Están distribuidos en una gran sala, en hileras de mesas encaradas… ¿Por?

Dimas se encogió de hombros.

—Debería ver cómo está todo, pero seguramente instalaría paneles que separasen cada mesa. Así, el trabajador no se contagiaría con el ritmo del de enfrente. —Dimas hizo una pausa y, al no observar ninguna reacción adversa, prosiguió—: Después, exigiría a los peores la productividad de los mejores y jamás permitiría que ocurriera al revés. Y a finales de año despediría al peor de la lista sin más explicación.

Ferran entrecerró los ojos mientras el humo del puro salía como una fina columna de sus labios. Su expresión era de satisfacción. Se retiró de vuelta a la mesa.

—¿Sabes que parece una buena idea? —dijo desde la distancia, pero sin darle las gracias a Dimas.

—¿Qué te dije? —tronó Esteller hinchando pecho—. ¡Este chico vale su peso en oro! Pero bueno, dejemos ya la cháchara. ¡Subo doscientas pesetas!

Mientras la partida continuaba salió a relucir el tema de la Gran Guerra, como ya se la conocía popularmente. Desde que comenzaran las hostilidades el 28 de julio de ese mismo año, el bando alemán había conquistado Bélgica y Luxemburgo, había declarado la guerra a Serbia, a Francia y a Rusia y recibido a su vez la declaración de guerra de Inglaterra. España había proclamado su neutralidad, pero la sociedad estaba dividida entre los dos bandos. Viladomat, por ejemplo, se manifestó abiertamente germanófilo:

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