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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (7 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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—¿Qué ha pasado, Rubio? —preguntó uno de los trabajadores.

El aludido tomó aire y contestó con voz desanimada:

—Nos han traicionado.

Era algo que todos pensaban, pero que nadie quería creer. Al escucharlo de boca de Rubio, la sospecha se hizo real y cayó como una paletada de tierra sobre un ataúd. En el fondo, buscaban un nombre. Tras el pesado silencio, Dimas habló:

—¿Dónde está Montero?

—Yo no le he visto —contestó uno.

—Yo tampoco —corroboró otro.

—Aquí no está, desde luego…

Los obreros empezaron a soltar insultos y amenazas al traidor. Dimas pensó que tan sólo había acercado un fósforo a una mecha preparada para arder con rapidez.

—Pues si no está aquí… —masculló mientras se vendaba la pierna con las mangas de su propia camisa rasgada.

—¡Hijo de puta! —exclamó alguien entre dientes.

Una pareja de campesinos que vivían muy cerca aparecieron con una olla de malta recién hervida. Dijeron que los habían visto huir. El payés contó que durante un tiempo también había trabajado en una fábrica; sabía cómo se las gastaban los patronos. La solidaridad de la pareja emocionó a los hombres magullados y heridos, que agradecieron la taza caliente como si fuera el mejor de los manjares.

—Además, es una putada que usen esquiroles —concluyó el hombre.

—¿Esquiroles? —Ramiro, que soplaba su taza, levantó la cabeza, sorprendido.

—¿No lo sabíais? Por las noches meten a un puñado de trabajadores. Empiezan a trabajar cerca de la medianoche y desaparecen antes de que se haga de día.

La noticia de la doble traición ofuscó a más de uno. Palabras de venganza se fueron repitiendo como los ecos en una montaña. Dimas no dijo nada, tan sólo asentía y daba la razón a sus compañeros.

Daniel Montero se levantó aturdido. Tras ponerse en pie se palpó el chichón; le dolía, sentía que la cabeza le iba a estallar. Sacudió sus ropas para darse calor y notó entonces el fuerte olor a vino. No entendía qué había pasado.

Caminó hasta la entrada principal de las cocheras: cerrada. Miró a través de la cerradura y vio a los matones. Le quedó la duda de si todo había pasado ya o si finalmente los trabajadores no se habían atrevido a llevar a cabo su plan, pero al fijarse en el suelo vio gotas de sangre. Estuvo unos instantes sin saber qué hacer hasta que decidió acudir al punto de reencuentro.

Cuando todavía faltaban unos metros, los vio. Levantó una mano a modo de saludo y se acercó con un caminar un tanto renqueante por el frío y el aturdimiento del golpe, pero las miradas que cayeron sobre él le hicieron detenerse.

—¿Qué… qué ha pasado? —balbució Montero.

El silencio era espeso, y pronto se rompió.

—Míralo, si encima apesta a vino… —dijo por fin uno de los hombres en tono despectivo.

—Eso es la conciencia, se habrá emborrachado porque le remuerde después de lo que nos ha hecho —soltó otro.

Todos estaban inmóviles, las miradas ardían de odio. Montero los contempló y comprendió que habían descubierto su traición. Sus ojos se encontraron con los de Dimas. Era el único que no le miraba furioso. «Qué cabronazo», pensó.

Alerta, supo que no tenía más remedio que huir. Al primer movimiento que observó salió corriendo como un conejo, y una piedra cayó cerca. Se detuvo a unos metros de sus compañeros y se volvió ofendido. Otra piedra, esta vez en el pecho, le hizo desistir de aquel impulso. Se dio media vuelta de nuevo con rapidez, pero Ramiro se lanzó a sus pies y logró hacerle caer. Montero se revolvió como un gato, pero los puños del otro eran mazas. Varios compañeros más se sumaron y comenzaron a darle patadas, mientras el payés trataba de detenerlos. Finalmente fue Rubio, con la ayuda de Arnau, el que se interpuso.

—Ramiro, por el amor de Dios, no te manches las manos con esa basura. Sólo falta eso, que nos acusen de asesinato —dijo.

El gigantón se apaciguó, si bien su rostro seguía desencajado. Montero, aturdido, se incorporó como pudo y escupió en el suelo un cuajarón escarlata salpicado de dientes; de su nariz rota brotaban también dos hilillos de sangre. Sin que nadie hiciera ademán de retenerle comenzó a correr; primero mirando a su espalda para ver si le seguían; después, con los ojos cerrados, se dejó caer por la pendiente. Corrió como nunca lo había hecho antes, desesperado. Y maldijo su estampa y a Dimas Navarro.

Capítulo 6

El frío invierno fue dando paso a una relumbrante primavera, siempre bella en Roma. La ciudad se llenaba de luz y el tiempo fluía a toda velocidad. Pronto llegó junio y el día fijado para que Laura regresara a su hogar en Barcelona se acercaba como una flecha difícil de esquivar.

Los diez meses previstos para su formación habían pasado con rapidez. Todo había cambiado desde su llegada y ahora pensar en volver la entristecía. En Roma tenía cuanto necesitaba: vivía rodeada de arte, le apasionaba todo lo que aprendía en el obrador de Zunico, contaba con buenos amigos, independencia… Y, por supuesto, estaba Carlo.

Aunque nunca habían planeado que ella se instalara definitivamente en la ciudad eterna, ambos habían manifestado su deseo de no separarse y Laura llevaba días con esa idea rondándole. Sólo había un inconveniente, en absoluto menor: no sabía cómo presentar esa posibilidad a su familia. Francesc, su padre, la quería y deseaba su felicidad, pero tenerla a tanta distancia se le haría muy duro. Por otro lado, estaba convencida de que su madre rechazaría que toda una señorita de buena familia se quedara a vivir sola, en una capital como Roma. Además estaba el taller; su padre quería que Laura aplicara todo lo aprendido con Zunico en su propio negocio familiar. Si se quedaba, estaría faltando de alguna manera a su palabra.

—Concéntrate, Laura —espetó el maestro joyero a su espalda—. Ese broche no te ha hecho nada.

Laura alzó la cabeza. Sin darse cuenta, había golpeado demasiado fuerte el buril con el martillo y había extraído más metal de la cuenta. En el borde de la pieza de oro quedaba una mella en lugar del grabado en forma de trenza que le correspondía. Ahora tendría que soldarlo antes de continuar.

—Perdone, maestro. Estaba un poco distraída.

—¿Un poco? Laura, casi haces migas la cenefa. Sé que te vas dentro de poco y tendrás muchas cosas que preparar pero, por favor, exijo que cuando estés aquí te centres en tu trabajo. Eres buena, sin embargo nadie querrá a una artesana que se dedica a desperdiciar un material tan caro.

—Lo siento —dijo, y agachó la mirada.

Zunico, hombre de gran experiencia, se percató rápidamente de que Laura no sólo estaba preocupada por su regreso. En aquellos meses le había tomado un gran afecto. Al principio la invitaba a cenar a su hogar para que conociera a sus dos hijos, Arnaldo y Marcelo, lo que hizo intuir a Laura que también Zunico procuraba buscarle un pretendiente. Cuando el maestro vio que no servía de nada, desistió. Siguió recibiéndola en su bonita casa, pero ya no procuraba que sus hijos estuvieran presentes.

—Tómate un descanso un momento y acompáñame —le dijo.

Laura lo dejó todo encima del banco de trabajo y siguió a su maestro hasta su despacho. Allí, Zunico le hizo tomar asiento. Apoyado sobre su respaldo, se la quedó mirando con el rostro fruncido y en silencio, con las manos entrelazadas encima del escritorio.

—¿Me vas a decir qué te ocurre?

Laura cabeceó insegura antes de responder:

—Creo que no quiero volver a Barcelona —susurró, bajando la vista a sus manos inquietas.

De repente volvía a sentirse como una niña caprichosa. Pero ¿qué podía hacer? Era feliz allí y no quería dejar de serlo.

Zunico asintió y continuó con las preguntas:

—¿Se lo has dicho a tu padre?

—Todavía no. Imagino que no le agradará la idea…

—Deberías hablar con él antes de adelantarte a su respuesta. —Suspiró el joyero—. Le conozco desde hace veinte años y no creo que te quisiera menos si te quedases en Roma, sobre todo si lo que buscas es continuar creciendo como artista… Con una oferta que se adapte a tu talento —concluyó.

Laura lo miró con el rostro iluminado. El taller de Zunico era de los más selectos de Roma y entrar en él de forma definitiva sería todo un privilegio. Hasta ahora, sólo había sido una aprendiza. Si se quedaba, él le permitiría trabajar como diseñadora. Podría especializarse y dedicarse por completo a lo que más le gustaba. No podía creerse que le hubiera hecho un ofrecimiento como aquél y durante unos instantes se vio incapaz de articular palabra. Zunico, con una gran sonrisa de satisfacción, se levantó de su asiento y se excusó por tener trabajo pendiente, no sin antes conminar a Laura a que se lo pensara y le transmitiera su decisión en unos días.

La muchacha pasó el resto de la tarde en una especie de ensoñación. Decidió que al salir del taller acudiría a ver a Carlo para hacerle partícipe de sus planes. Ya hablaría con su padre cuando todo estuviese más claro.

La proximidad del verano había traído consigo el calor, pero Laura sólo notaba la exaltación que la invadía y que crecía con cada paso que daba en dirección a la biblioteca Alessandrina. Zunico le había dado permiso para salir antes, lo que le agradeció porque, ciertamente, le había sido imposible concentrarse en el trabajo. Aún faltaban varias horas para su cita con Carlo en un restaurante cerca del ponte Sisto, en la piazza Farnese, no muy lejos de donde vivía. Laura disponía de buena parte de la tarde y, si bien al principio le pareció fantástico, enseguida se le hizo larga: faltaba demasiado para la cena y sabía que en casa se pondría más nerviosa todavía. Por otro lado, no se atrevía a acudir al estudio donde vivía Carlo por temor a interrumpirle si estaba pintando. Él se abstraía tanto cuando trabajaba que llegaba a mostrarse hostil contra toda presencia ajena. A Laura no le costaba entenderlo, pues cuando ella se concentraba en alguna de sus tareas todo lo que la rodeaba desaparecía envuelto en una nube que la separaba del mundo real. Por eso decidió dedicarse un rato a sí misma y, quizá, pasar por la biblioteca en busca de un nuevo libro.

Inició el paseo a un ritmo lento, pero todas las cosas que bailaban en su mente le hicieron acelerar el paso. Al final, a la entrada de la ciudad universitaria, se frenó: los estudiantes la empezaban a mirar extrañados. Respiró hondo y se llevó las manos a las mejillas. Luego se acarició el pelo y se alisó las invisibles arrugas de la falda y de la blusa.

Cruzó la entrada de la biblioteca y recorrió aquellos pasillos de techos abovedados en silencio. Su respiración y su mente fluían ya más sosegadas a medida que avanzaba por las distintas secciones del majestuoso edificio: filosofía, historia, arte, ciencias…

Al embocar otro pasillo, el corazón de Laura dio un vuelco, pues distinguió a lo lejos y de espaldas a ella la cabellera impecablemente peinada de Carlo. Sus pies avanzaron por el suelo enlosado paso tras paso, nerviosos, emocionados, incapaces de reducir el compás. Sintió unas irremediables ganas de reírse, no podía creerse aquella coincidencia e interpretó como un regalo del destino el encontrarlo allí precisamente, en el lugar donde se conocieron, justo cuando lo que más deseaba era darle la noticia de que su felicidad sería duradera, de que se quedaría junto a él.

Aceleró más todavía su andar, impaciente como una niña, y, cuando estaba ya cerca de él, apoyada en escorzo en las estanterías que llenaban la pared, le pareció percibir una figura más pequeña. Se detuvo en seco; aguzó el oído para escuchar la conversación que mantenían y acertó a oír cómo Carlo decía:

—Veo que su mano es suave y sin embargo fuerte, de dedos largos… Espero no importunarla, pero… ¿puedo preguntarle si practica algún tipo de trabajo artístico?

Laura recibió tal golpe invisible en el pecho que retrocedió y se apretó contra los libros alineados a su espalda. Noqueada, aún sin recuperarse del impacto, casi como si se moviera en sueños, tuvo sin embargo la entereza de desplazar su cuerpo un poco a la derecha para poder ver mejor la figura que se escondía tras la de él. Enseguida distinguió el moño rubio de una muchacha menuda. Se quedó inmóvil, incapaz de apartar los ojos: era muy bella. Tenía su mano entre las de Carlo y sonreía ruborizada. A Laura no le costó reconocerse en su ilusión, en su azoramiento, en la sorpresa e incredulidad de que un joven tan apuesto y gentil como Carlo se hubiera fijado en ella y la estuviera escrutando con aquella intensidad que nunca antes había acertado a provocar en otros y que la embriagaba como un hechizo, como si una mano fuerte y masculina la envolviera con un abrazo, casi sin dejarla respirar. Él la analizaba —Laura lo sabía aunque no pudiera ver su rostro— con sus oscuros y profundos ojos negros, como había hecho tantas veces con ella, y pese a su amor roto, a ese rencor sordo del desengaño que empezaba a invadirla, acertó a sentir lástima por aquella muchacha que, en su ingenuidad, era incapaz de predecir entonces que terminaría sabiéndose tan ridícula, ingenua, tonta y destrozada como ahora estaba ella.

Fue entonces, como si le leyera el pensamiento, cuando la desconocida desvió su mirada un segundo y descubrió a Laura. Su expresión entusiasmada, candorosa, presumida incluso, se transformó en aquel instante en un gesto de incomodidad, confusión y vergüenza y, como si adivinara de un modo inconsciente que algo malo estaba a punto de ocurrir, retiró su mano y se separó un poco de él. En ese momento Carlo se volvió con lentitud para averiguar qué era lo que había alterado el ánimo de su próxima víctima. Al descubrir a Laura quieta y con los puños cerrados y pegados a su cuerpo, no pudo evitar un gesto, no tanto de sorpresa como de disgusto. Luego se acercó a ella sin decirle nada a la otra chica. En su rostro apareció ahora una sonrisa de complicidad que a Laura se le antojó una mueca cruel, despiadada, como de fiera sin sentimientos ni escrúpulos, casi sanguinaria. Cuando lo tuvo a su alcance, reunió todas sus fuerzas y le propinó una bofetada con la mano abierta que resonó entre los muros de piedra de aquel espacio.

Como despertando de una pesadilla siniestra, todo dejó de moverse entre brumas, con aquella lentitud de mal sueño, y reaccionó dando media vuelta para salir corriendo de allí. Carlo ni siquiera hizo ademán de querer seguirla. Furioso, dijo con voz ronca algo de lo que Laura sólo entendió el final: «
… sei una pazza istèrica
».

Esa frase la acompañó todo el trayecto a casa. Vagó por la ciudad sin dirigir sus pasos a ninguna parte, impelida por una inercia enfermiza. «Eres una loca histérica». No sabía cuánto tiempo había estado dando vueltas sin rumbo, pisando con fuerza las piedras irregulares de las calles romanas como si con cada pisotón pudiera aplastar el rostro de Carlo, hundirlo más en el suelo, bajo sus pies. De repente dejó a un lado la lasitud y su ira brotó, haciendo que volviera a enfadarse. Se reprochó su actitud, el no haber sido capaz de controlar sus sentimientos, se sintió estúpida, cándida, infantil… Pero al momento se recriminó por pensar así. No debía culparse; Carlo era el responsable de todo y no se arrepentía de haberle dado aquel bofetón: se lo tenía bien merecido.

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