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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

El Teorema (19 page)

BOOK: El Teorema
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Ahora Nava no era nadie. No tenía lealtades, familia o país. Llevaba tanto tiempo viviendo de esa manera que se había olvidado de lo que era sentir de verdad. Nava quería cambiarlo, pero sabía que era imposible a menos que abandonara sus actividades. Comenzaría una vez más una nueva vida, pero ahora lo haría bien. El único obstáculo en su camino era el doctor Tversky y su sujeto Alfa.

Tenía que descubrir la identidad del sujeto en las treinta y seis horas siguientes. Si no conseguía reunir la suficiente información de los archivos, se vería obligada a seguir a Tversky. Si eso tampoco funcionaba tendría que recurrir a sacarle la información por la fuerza. Sin embargo, si tenía que recurrir a esa vía, tendría que mantener al científico en cautiverio hasta hacerse con el sujeto Alfa. Eso o matarlo. Ninguna de las alternativas le hacía gracia.

Tendría que haber un camino más fácil, alguna pista en sus notas que condujera a Nava hasta la identidad del sujeto Alfa. Estaba allí, sólo tenía que encontrarlo. Durante las tres horas siguientes, Nava buscó en las mil y pico páginas del archivo la respuesta que necesitaba. Ya estaba a punto de renunciar, cuando encontró lo que buscaba: «Al sujeto Alfa se le suministraron 5 miligramos de fenotoína (1 miligramo por cada 10 kilos de peso)».

Ya lo tenía. Si la dosis era de 1 miligramo por cada 10 kilos de peso, entonces el sujeto Alfa pesaba aproximadamente 50 kilos. Nava sonrió. El sujeto Alfa era una mujer. Después de leer la historia de las conquistas de Tversky, tendría que haberlo sabido. Probablemente alguien de su laboratorio. Nava cogió su chaqueta y salió a la carrera de su despacho, a la búsqueda de una licenciada en prácticas de 50 kilos.

Con una tripa descomunal, la piel picada de viruela y el pelo largo y grasiento, Elliot Samuelson no tenía una vida social muy activa y pasaba la mayor parte de sus horas en el laboratorio. Era precisamente lo que Nava estaba buscando. Dio con él en un puesto de perritos calientes, junto a la puerta de entrada a uno de los edificios de Columbia.

En circunstancias normales, Nava hubiese establecido una relación con Samuelson a lo largo de un período de varias semanas, para sonsacarle la información que necesitaba sin despertar sospechas. Sin embargo, no tenía tiempo para sutilezas. Por lo tanto, asumió la identidad de una investigadora privada que trabajaba para una de las ex esposas de Tversky. Al principio Elliot se había resistido a responder a las preguntas de Nava, pero en cuanto le puso en la mano un billete de cien dólares, le costó Dios y ayuda hacerlo callar. Después de escucharlo hacer un listado de todos los atributos físicos de casi todas las mujeres en el laboratorio, Nava acabó por interrumpirlo.

—¿Hay mujeres pequeñas? ¿Digamos que ronden los cincuenta kilos?

—Hum —pensó Elliot en voz alta mientras se rascaba un brazo—. Está Maiy Wu, es pequeña. Aunque últimamente ha estado en Cambridge escribiendo un artículo con un gilipollas de Harvard.

Nava tachó a Wu de su lista de licenciadas en prácticas que le había dado Grimes. Según los archivos de Tversky, había estado experimentando con el sujeto Alfa al menos dos veces por semana durante los últimos tres meses.

—Candace Rappaport y María Parker también son pequeñas —añadió Elliot—, pero Candace está prometida y corre el rumor de que María es lesbiana.

Elliot podía descartarlas, pero no Nava. Sabía que estar prometida no eliminaba tener aventuras y no tenía ninguna fe en la teoría lesbiana de Elliot. Continuó con los otros nombres, pero según Elliot, ninguna más encajaba. Nava ya estaba a punto de marcharse cuando Elliot la detuvo.

—Espere, hay alguien más.

—¿Sí?

—Sí. Técnicamente no es parte de nuestro laboratorio porque es una estudiante de la universidad de Nueva York, pero trabaja aquí desde hace un par de años en un programa de intercambio. En cualquier caso, es pequeña, no mide más de metro cincuenta y dos o cincuenta y cuatro, pero no creo que sea su chica.

—¿Por qué no?

—No lo sé. —Elliot se encogió de hombros—. Es rara. Sobre todo últimamente. Desde hace un par de semanas le ha dado por llevar una gorra de béisbol. Sé que le molesta porque no deja de rascarse la cabeza y tiene que acomodársela continuamente para que no la incordie cuando utiliza el microscopio, pero nunca se la quita.

—¿Alguna cosa más? —preguntó Nava, con la mente desbocada. Era posible que la chica tratara de ocultar un mal corte de pelo, pero Nava sospechaba que había otro motivo para la súbita afición a las gorras.

—Nada más, excepto por las rimas.

Nava contuvo la respiración. Tversky había escrito que el sujeto Alfa había presentado unos pocos síntomas de esquizofrenia, incluido el trastorno en el habla, específicamente, las rimas.

—¿A qué se refiere?

—Pues a que últimamente cuando habla de pronto dice algo como: «Voy a buscar algo de comer-poner-tejer». Es muy extraño.

Nava actuó con naturalidad, a pesar de que el corazón amenazaba con estallarle en el pecho. No quería que Elliot recordara su interés por la muchacha el mismo día en que Nava estaba dispuesta a hacerla desaparecer.

—Lo comprobaré de todas maneras, aunque probablemente no sea la muchacha correcta. ¿Cómo dijo que se llamaba?

Julia se vio en el espejo y se sobresaltó, aterrorizada por un momento. Había creído que una siniestra extraña se había colado en su baño.

«Soy yo —se dijo—. Este es el aspecto que tengo ahora, ¿lo habías olvidado?»

Se mordió el labio inferior para dominar el temblor. Aunque nunca había sido presumida, Julia siempre había creído que su pelo, aunque de un color castaño apagado e ingobernable, era su mejor rasgo. Ahora había desaparecido. Se pasó un dedo por el cuero cabelludo, que estaba cubierto por una pelusa áspera.

Vio los ocho círculos que Petey había dibujado en su cabeza para marcar los puntos donde insertaba los electrodos. En el centro de cada círculo azul oscuro había un pequeño punto rojo. Se tocó uno con mucha suavidad e hizo una mueca. Aún le dolía de la noche pasada. Julia se sorbió los mocos y contuvo las lágrimas. La voz en su cerebro que ella identificó como la de su conciencia empezó a hablar.

¿Cómo ha podido hacerte esto?

«Él no hace nada que ambos no queramos».

¿Bromeas? ¡Mírate en el espejo! ¿Querías afeitarte la cabeza? ¿Querías que te hiciera parecer como uno de esos dibujos que se hacen uniendo los puntos?

«Calla. Él me quiere y yo lo quiero. Además, estamos tan cerca del final…»

Lo único que tienes cerca es la muerte. Los medicamentos te han afectado tanto el organismo que duermes la mitad del día. Apenas si comes, estás en los huesos. Déjalo ya, antes de que sea demasiado tarde. Te lo ruego.

«No. Por fin tengo a alguien y soy feliz. ¿Por qué no me dejas en paz?».

Julia cerró los ojos y comenzó a repetir «Me quiere. Me quiere. Me quiere» hasta que apartó las dudas de su mente.

En cuanto sintió que volvía a ser ella misma, abrió los ojos y se puso la peluca. No se parecía exactamente a su pelo, pero se acercaba bastante. La llevaba desde hacía dos semanas y hasta ahora nadie lo había advertido. Excepto Petey, nadie la miraba nunca. Nadie la miraba de verdad.

Salió del apartamento, cruzó la calle y se fijó por un instante en una morena alta que fumaba un cigarrillo. Repugnante. Nunca había comprendido a los fumadores, sobre todo cuando eran mujeres hermosas. Por qué insistían en un comportamiento autodestructivo era algo que la sobrepasaba. Consultó su reloj: las 14.19. Tendría que correr si quería llegar al laboratorio puntualmente.

A Petey no le gustaba que lo hicieran esperar.

Nava se acabó el cigarrillo y después aplastó la colilla con el tacón de la bota. Dejó que Julia Pearlman se alejara hasta poco más de la mitad de la manzana antes de comenzar a seguirla. No le preocupó que la viera; la muchacha parecía demasiado preocupada para prestar atención a lo que pasaba a su alrededor. Además, no se trataba de una vigilancia de larga duración. En cuanto tuviera la primera oportunidad, la secuestraría.

Siguió a Julia a lo largo de siete manzanas y miró desde la acera opuesta cómo entraba en el edificio de diez pisos donde estaba el laboratorio de Tversky. Julia le enseñó el pase al guardia de seguridad y desapareció de la vista. Nava esperó unos minutos antes de entrar en el edificio. Se acercó al guardia con su sonrisa más coqueta.

—Perdone, tenía que encontrarme aquí con una amiga hace veinte minutos pero no ha aparecido. ¿El edificio tiene alguna otra salida?

—No, señora —respondió el guardia, que hizo lo imposible por entrar la tripa—. Excepto por las salidas de emergencia, todos han de pasar por aquí.

—Gracias —dijo Nava—. Seguramente no la he visto salir.

Nava salió por la puerta giratoria, cruzó la calle y compró un paquete de Parliaments en un quiosco. Sin apartar la mirada del edificio, sacó un cigarrillo. En cuanto la nicotina entró en su torrente sanguíneo, se dejó llevar. Le aguardaba una larga espera, pero no le importaba. Había encontrado al sujeto Alfa.

Las dudas se habían esfumado en el momento en que Nava vio la horrible peluca debajo de la gorra de béisbol. Tenía su lógica. Si Tversky controlaba constantemente las ondas cerebrales de Julia, entonces querría insertar los electrodos en el mismo punto en todas las sesiones. La manera más fácil de hacerlo, por supuesto, era afeitarle la cabeza.

Cuando Julia saliera del laboratorio, Nava la seguiría, la haría subir a la furgoneta que había aparcado un poco más allá y la entregaría a los norcoreanos, junto con el disquete que contenía toda la investigación de Tversky. Luego Nava subiría al avión con destino a Sao Paulo, cambiaría de identidad, tomaría otro avión a Buenos Aires y desaparecería. Así de sencillo.

Sólo tenía que esperar a que Julia saliera del edificio. Después, todo marcharía sobre ruedas.

A pesar de que Caine fingía que sólo estaba dando un paseo, sabía que era una mentira. Cuando anocheció estaba en la calle Mott, en la acera opuesta a Wong's Szechwan Palace, con la mirada puesta en el resplandeciente cartel luminoso del restaurante, que mostraba una montaña de fideos amarillos en un enorme cuenco rojo. Palpó el billetero, donde estaba todo lo que tenía. Podía hacerlo. Estaba seguro. No tenía más que jugar con calma y si se controlaba cada vez que le entraba la tentación de arriesgar, ganaría.

Por supuesto, eso era lo que se había dicho antes de entrar en el garito de Nikolaev y perdido once de los grandes. Pero aquello había sido diferente. Un hecho único, con unas probabilidades ínfimas de que pudiera repetirse. Un increíble golpe de mala suerte como aquél significaba que ahora le sonreiría la fortuna. Ahora volvería a la normalidad probabilística. Soltó el aire de los pulmones lentamente.

Caine no quería jugar, pero no tenía otra alternativa. Al cabo de seis días tendría que pagarle a Nikolaev otros dos mil y el poco dinero que tenía no era suficiente para evitar que Kozlov lo enviara al hospital. Si podía ganar doscientos sesenta y siete dólares durante los próximos seis días, entonces podría pagar el segundo plazo y aún le quedarían cuarenta y dos dólares para comer. Caine había tenido muy buenas rachas. Una vez, cuando era un adicto, había ganado más de tres mil dólares en una partida maratoniana que había durado treinta y seis horas.

Cuando era un adicto.

Curioso. Como si ahora no lo fuese. Correcto. Aparte de a su padrino en Jugadores Anónimos, no engañaba a nadie, y Caine probablemente ni siquiera se engañaba a sí mismo; no es que le importara. Gracias a Nikolaev, Caine había aprendido finalmente la lección. Lo dejaría, en cuanto acabara con eso. Si jugaba con inteligencia no pasaría nada.

En cuanto liquidara la deuda, lo dejaría de una vez para siempre. Iría a cinco reuniones al día, lo que hiciera falta. Caine asintió para sus adentros, satisfecho con su plan. Nervioso pero seguro de sí mismo, Caine cruzó la calle y entró en el restaurante. La muchacha en la caja registradora apenas si lo miró. Caine cruzó la ruidosa cocina hasta la habitación del fondo.

A pesar de que el club parecía poca cosa, Caine sabía que el local de Billy Wong era uno de los lugares más seguros de la ciudad. Todo el mundo sabía que el hermano de Billy era Jian Wong —el
dai lo dai
o jefe— de los Fantasmas, la mayor y más despiadada banda china de Nueva York. Junto con los Dragones Voladores, los Fantasmas lo controlaban todo en Chinatown, desde las drogas y la prostitución al juego y la usura. Sí, Caine estaba absolutamente a salvo.

—¡Mucho tiempo no ver! —exclamó Billy Wong cuando vio a Caine al otro lado de la puerta reforzada con acero. Los padres de Billy eran chinos pero su acento era de Brooklyn—. ¡Pasa! —añadió al tiempo que le rodeaba los hombros con el brazo.

—Me alegra verte, Billy —respondió Caine, y advirtió para su sorpresa que era sincero.

—¿Tienes dinero? —preguntó Billy con toda naturalidad, como quien pregunta la hora.

—Billy, tú me conoces.

—Sí, y también conozco a Vitaly Nikolaev. Dicen por ahí que le debes veinte de los grandes.

—Son sólo doce incluidos los intereses, y los tengo cubiertos.

—Por supuesto que sí —manifestó Billy, con los ojos brillantes—. Pero te aviso que no podré darte crédito. No es nada personal.

Caine asintió. La gravedad de su situación era como un peso que le aplastaba los pulmones. No había ningún aprecio entre Billy y Nikolaev; en realidad, se despreciaban abiertamente. Así que si Billy sabía que Caine tenía una deuda con Nikolaev, también lo sabía toda la ciudad. Tendría que borrar los números rojos con el dinero que tenía.

—Hoy creo que es mi día de suerte, Billy. No necesitaré ningún crédito.

Billy echó la cabeza hacia atrás y se rió sonoramente.

—¡Por supuesto que no! —Le dio una palmada en la espalda—, ¿Cuánto quieres?

Caine metió la mano en el bolsillo y sacó todo el fajo: 438 dólares. Se los dio a Billy menos un billete de 20 dólares; lo suficiente para tomarse unas cuantas copas en el Cedar's si las cosas no salían como esperaba. Billy le entregó las fichas y luego lo acompañó hasta la mesa; incluso tuvo el detalle de apartarle la silla para que se sentara.

En cuanto Caine se sentó, los demás jugadores lo miraron expectantes, con la ilusión de ver el rostro de querubín de algún muchacho rico de Wall Street con un billetero lleno y que no supiera de qué iba la cosa. Se llevaron una decepción cuando vieron a Caine. Aunque la mayoría de los hombres no lo conocían, tuvieron bastante con ver las bolsas debajo de los ojos y la palidez de su rostro para saber todo lo que necesitaban. No era ningún novato. Era uno de ellos. Quizá era bueno o quizá no, pero no era un pardillo.

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