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Authors: Giorgio Faletti

El tercer lado de los ojos (2 page)

BOOK: El tercer lado de los ojos
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—Silencio. No puedo hablar. No debo hablar...

Jerry se recostó; obligó a la mujer sin nombre a que se echara a su lado y le señaló las figuras de ambos en el espejo del techo.

—Ahora debo pensar. Ahora debo
ver
...

De algún modo, Jerry notó cómo la emoción y la excitación de la mujer sin nombre la cubrían como un aura. Se volvió de repente, le abrió las piernas y la penetró casi en un solo movimiento. En el ímpetu de ese rudo gesto volcó el bote de color con que se había pintado, que había quedado en el suelo, junto a ellos. El rojo de la pintura se abrió como una estúpida boca sobre la blancura de la tela.

Desde su posición, boca arriba, la mujer vio cómo se extendía la mancha, como si de golpe se derramara toda la sangre que contenía su cuerpo. En ese momento se hizo enteramente partícipe del fin casi litúrgico de aquella unión. Su deseo se volvió furia y comenzó a gemir cada vez más fuerte, en perfecta sincronía con los violentos embates del hombre que tenía dentro. Iniciaron un frenético ballet horizontal que el color dibujaba sobre la tela como un graffiti, testimonio de un movimiento ancestral que tenía el doble propósito de satisfacer el deseo y de que esa satisfacción no llegara nunca.

Aunque la mujer sin nombre lo ignoraba, Jerry estaba convencido de la inutilidad de aquel patético rebotar de nalgas que alguien había comparado con el batir de alas de una mariposa sobre la seda. Tenía la certeza de que cualquier artista, por el simple hecho de serlo, llevaba dentro de sí el germen de su propia aniquilación, todo aquello que era al mismo tiempo némesis y bendición del arte.

Eran todos unos fracasados.

Por cada mujer sin nombre que se hubiera follado sobre una tela tendida en el suelo, por cada pincel con el que hubiera recorrido una superficie dispuesta a acogerlo, y por cada color mezclado o esparcido, habría siempre una obra anhelada que se esfumaba de la mente sin dejar rastro tras una fugaz aparición; el relámpago subliminal de una idea que pronto oscurecían las imágenes falsas y reales que la vida obligaba a observar con los ojos. El ser humano no podía existir en el círculo y en el cuadrado, porque ni el círculo ni el cuadrado existían, pero sobre todo no existía el ser humano...

Con un largo gemido sibilante la mujer sin nombre alcanzó el orgasmo e intentó en vano aferrarse a la tela tendida sobre el suelo. En la mente de Jerry los efectos de la droga y del sexo ya habían alcanzado ese grado justo de fusión que no le permitía resistir más. Se puso de pie y, masturbándose frenéticamente, derramó su semen sobre las huellas trazadas por los movimientos de ambos, como si quisiera, de algún modo antinatural y blasfemo, inseminar la tela o manifestarle su absoluta repulsión.

La mujer sin nombre entendió lo que estaba haciendo y saberse parte de esa creación la llevó a un nuevo orgasmo, todavía más intenso que el anterior, que la obligó a acurrucarse en posición fetal.

De pronto vacío de toda motivación, Jerry se dejó caer y se quedó acostado con la cara vuelta hacia los grandes ventanales que iluminaban la pared de la casa que daba al East River. Aunque estaban en la séptima planta, alcanzaba a entrever el reflejo de la luna llena en la sucia agua del río, que solo esa luz podía ennoblecer en parte. Volvió lentamente la cabeza y la encontró, un disco luminoso en el centro de la ventana del extremo izquierdo.

La noche anterior, la radio había anunciado que habría un eclipse y que podría verse desde aquella parte de la costa. En ese momento un sutil borde negro comenzó a roer el impasible círculo de la luna.

Jerry empezó a temblar de emoción.

Volvió a su mente aquel día que había sido fatídico para Estados Unidos, el 11 de septiembre de 2001, el día que en su país las pocas certezas se convirtieron en miedo. Después del impacto del primer avión, el ruido llegó hasta sus ventanas abiertas; un barullo de gritos y sirenas y ese inconfundible rumor generado por el pánico de gente que huye.

Salió al tejado de su casa, al final de Water Street, y contempló desde allí, sereno, el impacto del segundo avión y aquella obra maestra de destrucción de las torres gemelas. Lo consideró simple y perfecto en su catastrófica enormidad, un ejemplo de cómo la civilización solo podía salvarse tras su eliminación. Y si esto valía para la civilización, tanto más válido era para el arte, que representa la vanguardia más avanzada de la civilización en territorio enemigo. El hecho de que miles de personas hubieran muerto en el derrumbe no le conmovía demasiado. Todo tenía un precio y, según él, esos muertos no eran nada en comparación con lo que el mundo había ganado con el polvoriento estruendo de esa experiencia.

Aquel día decidió cambiar su nombre por el de Jerry Kho, un fácil juego de palabras con Jericó, la ciudad bíblica cuyos inexpugnables muros cayeron con el simple sonido de una trompeta. Decidió que haría caer los muros y que caería con ellos.

En cuanto a su verdadero nombre, prefería olvidarlo, como toda su vida anterior. En sus vivencias nada había que valiera la pena conservar, y menos aún su recuerdo. Si el arte era casualidad, su destrucción era tan programable como la destrucción de su propia vida.

Percibió un movimiento cerca. El cuerpo de la mujer sin nombre se arrastraba hacia él, entorpecido por la pintura que empezaba a secarse. Notó que una mano le tocaba el hombro y oyó la voz de ella, con el aliento todavía caliente de placer, junto a la oreja.

—Jerry, ha sido fant...

Jerry levantó los brazos y dio una palmada. El sensor apagó todas las luces y los dejó en una penumbra iluminada solo por la ambigua luz de las pantallas de televisión.

Apoyó una mano en el hombro de la mujer y la apartó de sí con un gesto brusco.

«Ahora no», pensó.

—Ahora no —dijo.

—Pero yo...

La voz de la mujer se perdió en un gemido indistinto cuando Jerry, con un nuevo empujón, la apartó aún más.

—Calla y no te muevas —le ordenó secamente.

La mujer sin nombre permaneció inmóvil y Jerry volvió a fijar la mirada en el circuló le la luna, del que la oscuridad ya se había apoderado hasta la mitad. No le importaba que lo que observaba tuviera una sencilla explicación científica. Solo era importante el sentido de lo que veía, solo contaban la alegoría y la mistificación.

Se quedó mirando el eclipse, sintiendo que se hundía en los efectos de la droga y el cansancio físico, hasta que la luna se convirtió en un disco negro ribeteado de luz y colgado en el cielo del infierno.

Entonces cerró los ojos y, mientras se deslizaba en el sueño, Jerry Kho deseó que no volviera nunca.

2

La mujer abrió los ojos y los cerró enseguida, cegada por la luz del día que entraba por los ventanales. La noche anterior había bebido mucho champán y ahora notaba la lengua pastosa y un sabor horrible en la boca.

Se dio cuenta de que había dormido completamente desnuda sobre el suelo y que la había despertado el frío. Tiritaba; se acurrucó buscando calor en la misma posición en que la noche anterior intentó refugiarse de un orgasmo demasiado violento. Había sido una experiencia devastadora. Por primera vez en su vida se había sentido por entero partícipe de algo; había sido protagonista y víctima de un acontecimiento sin igual y del cual quedaría una huella que conservaría para siempre. Mantuvo los ojos cerrados un momento más, para conservar en ellos las imágenes de lo que había vivido; sentía que la carne de gallina cubría todo su cuerpo, debido al frío y a la excitación.

Luego, con un suspiro, entreabrió despacio los ojos, preparada para las luces que los recibirían. Lo primero que vio fue la espalda de Jerry Kho, todavía desnudo y cubierto de pintura roja ya seca, que se agitaba con un movimiento que no conseguía reconocer. El
loft
estaba iluminado por la claridad azul de las primeras horas de la mañana, a la que se unían los saltos luminosos de las pantallas de televisión. Probablemente habían permanecido encendidas toda la noche. La mujer se preguntó si era ese el módulo que...

Como si hubiera percibido un cambio a sus espaldas, Jerry se volvió y la miró con ojos tan enrojecidos como si hubiera absorbido la pintura con la que se había embadurnado la noche anterior.

Jerry la miró como si no la viera.

—¿Quién eres?

Aquella pregunta la perturbó. De repente sintió una absurda vergüenza por su desnudez. Se sentó y se encogió, juntando las piernas entre los brazos. Tenía la piel tirante, a causa de la pintura seca que todavía la cubría. Parecía que miles de agujas microscópicas la pincharan al mismo tiempo. El movimiento hizo que su epidermis se arrugara y algunos fragmentos de pintura cayeran sobre la tela blanca.

—Soy Meredith.

—Pues claro, Meredith.

Jerry Kho asintió apenas con la cabeza, como si el nombre de la mujer conllevara el signo de lo ineluctable. Le volvió la espalda y se puso a esparcir los colores sobre la tela mojando directamente las manos en los botes de pintura que se hallaban a su lado. Meredith tuvo la impresión de que con ese simple movimiento el hombre había borrado su presencia de la habitación y del mundo entero.

Su voz ronca la sorprendió mientras trataba de levantarse sin rasparse la piel.

—No te preocupes por la pintura. Es al agua, no tóxica, como las que se dan a los niños para jugar. Basta con que te des una ducha, y desaparece. El cuarto de baño está al fondo, a la izquierda.

Jerry oyó a su espalda los pasos de la mujer que se alejaba. Poco después, el ruido de la ducha.

«Lávate y vete, Meredith-sin-nombre.»

Conocía a ese tipo de mujer. Si le dejara el menor espacio se le pegaría como un tatuaje, y él no era ese tipo de hombre. Ella solo había sido un medio para llegar a la obra que trazaba sobre el suelo, nada más. Ahora que su tarea estaba terminada, debía desaparecer. En su mente, confusa por el bajón de la droga, creía recordar haberla conocido la noche anterior en una inauguración a la que le arrastró LaFayette Johnson, su galerista. En la calle Broadway, le parecía. Una exposición de fotografía de una reportera que había vivido unos años en algún recóndito lugar de África, en la que mostraba a los integrantes de una tribu en un hábitat que pretendía hacer pasar por natural e incontaminado. Jerry observó la curiosa semejanza que tenían los ornamentos, los amuletos y los fetiches africanos con los de los nativos de América, vinculados por el uso forzoso de los mismos materiales.

Piel, huesos, piedras de colores. También allí, la esencia y la vanidad.

La única diferencia era la ausencia de flecos en los atuendos. Aunque, no tenían razón de ser. ¿Por qué usar un artificio ideado para escurrir de la ropa las gotas de lluvia, en un lugar donde no llueve casi nunca?

Dio vueltas durante un rato entre esos rostros, esas voces y esos vestidos sin la menor curiosidad por saber quién era quién y qué era qué. Atravesó, sintiéndose impermeable, ese muro invisible hecho de palabras que los seres humanos erigen entre ellos cuando creen comunicarse. Al cabo de un rato el aburrimiento comenzó a imponerse al efecto de la pastilla de éxtasis que había tomado antes de salir de su casa. Para Jerry era una de esas noches en las que se arrastraba por todos los lugares de Manhattan en los que hubiera un modo de alterar su realidad. Y sin duda ese no era uno de ellos.

—¿Usted es Jerry Kho?

Se volvió hacia la voz que le hablaba a sus espaldas y se encontró frente a un ser de sexo femenino de apariencia gris. Solo el pintalabios aportaba una mancha de rojo encendido. Le recordó uno de esos cortos en blanco y negro en los que, por elección estilística, hay un único detalle de color. La adoración que reflejaban los ojos de la mujer hacía que estos brillaran como el pintalabios; era el segundo detalle de color en esa gama de grises que debía de ser su vida.

—¿Tengo alternativa? —respondió, apartando la mirada.

La mujer no captó la despedida implícita que contenía su actitud. Siguió hablando, quizá enamorada de su propia voz, como todos.

—Conozco sus obras. He visto su última exposición. Era tan...

Jerry no supo nunca «tan...» qué había sido su última exposición. Siguió mirando fijamente los labios rojos de la mujer sin oír las palabras que salían de ellos, y allí, en esa especie de encuadre de la película muda que estaban rodando sus ojos, nació la idea. Y la idea, como todas las bendiciones, obedecía a un ritual.

La cogió por un brazo y la arrastró hacia la puerta.

—Si te gustan mis obras, ven conmigo.

—¿Adónde?

—A formar parte de la próxima.

Salieron a la calle y, mientras trataban de encontrar un taxi, pasaron ante los escaparates de Dean & Deluca, la tienda de alimentos a precios de Tiffany. Jerry se echó a reír. De golpe vio una imagen de uno de los sujetos africanos de la exposición: lo imaginó recorriendo la tienda, empujando un carrito lleno de productos que costaban más que su miserable vida.

Un taxi que se detuvo tras un gesto de Meredith-sin-nombre le evitó dar una explicación de su carcajada.

Jerry recordaba ahora la servil pasividad de la mujer cuando le pidió que se desnudara y su excitación cuando empezó a cubrirla con pintura. De algún modo lo había intuido, y se entregaba en silencio a aquello a lo que estaba a punto de formar parte.

Y ahora, el ruido del agua en la ducha. El arte, devorado por la tela, expelía sus excrementos de color a través de la descarga del baño. Jerry se preguntó si no valía más lo que estaba bajando por la tubería que lo que él estaba realizando en aquel momento.

«Arte y mierda son lo mismo. Y siempre hay alguien que logra venderlos, ya sea uno u otra.»

El cansancio empezó a hacerse sentir. Le ardían los ojos, pero unas lágrimas reparadoras acudieron para aliviar la molestia. Movió la cabeza lateralmente para estirar los doloridos músculos del cuello. Necesitaba algo, cualquier cosa que le ayudara a superar ese malestar físico. Y había una sola persona que podía procurársela. Se levantó y fue hasta el teléfono. Cogió el auricular sin que le preocupara manchar el aparato con la pintura fresca que tenía en las manos. Marcó un número y poco después le respondió una voz soñolienta.

—¿Quién coño es a esta hora?

—LaFayette, soy Jerry. Estoy trabajando y necesito verte.

—¡Joder, Jerry! Son las seis de la mañana.

—No sé qué hora es. Pero necesito verte, ahora.

Colgó sin esperar la respuesta. LaFayette Johnson le insultaría un rato, pero después se levantaría y acudiría corriendo a verle. Todo lo que tenía se lo debía en gran parte a él y era justo que se comportara en consecuencia.

BOOK: El tercer lado de los ojos
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