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Authors: Giorgio Faletti

El tercer lado de los ojos (4 page)

BOOK: El tercer lado de los ojos
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Siguió andando a buen paso, calzado con sus Nike, hacia el portal de la casa.

Pasó ante un
steakhouse
, cerrado a aquella hora, y se miró en el reflejo de los escaparates; vio a un negro guapo, de unos cuarenta años, que vestía un chándal Ralph Lauren, un tío al que se le notaba que había tenido éxito. Dijo a su imagen la frase que con frecuencia le decía Jerry Kho: «Todo según los planes, LaFayette, todo según los planes...».

Pasó ante una verja medio oxidada, cerrada con cadena y candado. Del otro lado de la reja, en un patio al fondo del callejón, se entreveían unos coches maltrechos. Un cartel colgado entre el óxido invitaba a ponerles la correa a los perros.

Llegó ante el portal de Jerry, un edificio con adornos de piedra arenisca descolorida y con una escalera exterior de incendios, sobre la fachada. Buscó las llaves en el bolsillo y recordó que las había olvidado en el cuatro por cuatro. Pulsó el timbre, para asegurarse de que el idiota de Jerry le oyera, por si todavía estaba bajo los efectos de la droga.

Llamó dos veces, pero no obtuvo respuesta.

Estaba a punto de volver al coche, a por las llaves, cuando de la penumbra del zaguán emergió una figura que abrió la puerta. Era un hombre vestido con un chándal gris con la capucha puesta, que escondía su rostro y que llevaba gafas de sol.

Tenía la cabeza levemente inclinada hacia delante, y durante el breve encuentro se movió de modo que LaFayette no lograra verle la cara. Salió como si tuviera prisa, y se lo llevó por delante con cierta violencia, pero sin el menor indicio de querer disculparse. En cuanto salió por la puerta enderezó la cabeza y los hombros y echó a correr.

LaFayette lo siguió con la mirada mientras se alejaba. Notó que corría de un modo extraño, como si tuviera un problema en la pierna derecha y se viera obligado a medir el peso al apoyar el pie en el suelo.

«Loco de mierda.»

Ese fue el lapidario comentario de LaFayette Johnson contra todos los corredores, y ante aquel en particular, mientras entraba en el vestíbulo y pulsaba el botón del ascensor. La puerta se abrió de inmediato, lo que significaba que la cabina se hallaba en la planta baja. Probablemente la había utilizado el discutible atleta que acababa de salir. Deportista, sí, pero no hasta el punto de usar la escalera. O quizá el problema en la pierna le impedía bajar los escalones con agilidad...

LaFayette se encogió de hombros. Tenía muchas otras cosas en que pensar como para perder el tiempo con un vulgar y cojo aspirante a corredor de maratón. Por ejemplo Jerry, a quien debía abastecer y estimular para que trabajara a la mayor velocidad posible. Planeaba organizar una exposición en otoño y quería tener una amplia gama de opciones. Pocas cosas, pero muy representativas. Ya había organizado la visita de algunos de los coleccionistas a los que se consideraba creadores de opinión y había movido sus hilos para tener el apoyo de la prensa especializada, la que realmente contaba.

Había llegado el momento de dar el gran paso, el que le llevaría de Nueva York a todo el país y al resto del mundo. El ascensor se abrió con un crujido metálico en el rellano de la séptima planta, que ocupaba en su totalidad el apartamento de Jerry.

La puerta estaba entreabierta.

De pronto, y sin razón alguna, LaFayette Johnson sintió que un extraño sabor a óxido le llenaba la boca. Si existía un sexto sentido, probablemente se activó en aquel preciso instante.

Empujó la puerta, con la pintura descascarada, y entró en el
loft
en el que vivía y trabajaba Jerry. Le recibió el caos de costumbre, formado por botes de pintura, desorden y suciedad a partes iguales; aquel parecía ser el único ambiente en el que podía vivir su artista.

—¿Jerry?

Silencio.

LaFayette avanzó lentamente en aquel delirio de telas, platos y latas de cerveza, restos de comida, libros y sábanas descoloridas por el exceso de uso y falta de lavado. A la izquierda, en diagonal con respecto a la puerta de entrada, había una estantería metálica en la que Jerry guardaba los botes de pintura y todo el material que usaba para realizar sus obras. Ante él, en el suelo, una tela blanca llena de huellas de color.

En el aire había un fuerte olor a pintura.

—Eh, Jerry, no debes dejar la puerta abierta. Sabes que si entrara un ladrón podría convertirse de pronto en propietario de un montón de obras maestras de arte contemp...

Mientras decía estas palabras superó el obstáculo que representaba la estantería. Lo que vio le hizo perder la palabra y cualquier resto de consideración por el
body art
.

Jerry Kho, completamente desnudo y cubierto de pintura roja seca, estaba sentado contra la pared, en una posición tan ridícula que solo la muerte podía transformarla en trágica. Tenía el pulgar de la mano derecha metido en la boca. La mano izquierda sostenía una manta junto a la cara, de tal modo que le cubría la oreja. Los ojos de Jerry, abiertos de par en par sobre la nada, parecían llenos de horror y estupor por el modo sarcástico en que alguien había colocado su cuerpo.

A su espalda, dibujado en la pared blanca con pintura azul en aerosol, a la altura de la cabeza del cadáver, había un globo con forma de nube, como los que suelen usarse en los cómics para indicar los pensamientos de los personajes. En el bocadillo, con la misma pintura, la misma mano había escrito un número:

El sabor que LaFayette tenía en la boca se convirtió en náusea y la náusea se convirtió en una garra de frío acero en el estomago. De pronto se dio cuenta de dos cosas. La primera, que su gallina jamás volvería a poner huevos de oro. La segunda, que tenía un serio problema. Y había un solo modo de salir del apuro. Aunque fuera una vez, debía actuar según las reglas.

Sacó el móvil del bolsillo del chándal y marcó nerviosamente el 911. Cuando la operadora respondió con voz cortés e impersonal, dijo que había habido un homicidio. Dio su nombre y la dirección y prometió que se quedaría allí, a la espera de la llegada de la policía.

Inmediatamente después, con la Panasonic, empezó a hacer fotos del cadáver, desde todos los ángulos. Sin duda habría más de un periódico dispuesto a pagar a precio de oro aquellas instantáneas, aunque no fueran de excelente calidad. Poco después entró en el cuarto de baño y echó al váter las píldoras que tenía en el bolsillo. Pulsó el botón que accionaba la descarga de la cisterna y, mientras el flujo de agua se las llevaba dibujando un pequeño remolino, LaFayette se preguntó de qué modo podría sacar de aquel tugurio todas las telas de Jerry Kho, otro estúpido artista maldito que en aquel momento, que en paz descansara, ya debía de haber empezado a pintar las paredes del infierno.

4

De pie ante la ventana, Jordan Marsalis miraba el camión de la empresa de mudanzas que salía de la zona de aparcamiento que habían reservado frente a su casa. Hacía apenas unos minutos, mientras por la puerta abierta llegaban todavía los comentarios de los obreros que bajaban la escalera, había firmado el recibo que le tendía el responsable de la empresa. Era un negro enorme, con el físico de un luchador y gruesos bíceps que hinchaban las mangas de la cazadora amarilla y roja que llevaba. En la espalda se leía estampada en negro la palabra «Cousins», el nombre de la sociedad de mudanzas de Brooklyn a la que había confiado los pocos muebles de su piso que le importaban. Los otros estarían a disposición del nuevo inquilino de la casa. Jordan garabateó su firma en la hoja y dio su conformidad para que, junto con los muebles, un pedazo de su existencia fuera a parar a un almacén en alguna parte, en algún lugar que no conocía. Así, su vida pasada y su vida futura serían exactamente iguales. Ambas estarían en alguna parte, en algún lugar que no conocía.

—Gracias, señor.

Mientras le tendía su copia del recibo, el hombre miró con una mezcla de curiosidad y envidia el mono de piel de Jordan, como los que usan los motociclistas. Jordan se llevó una mano al bolsillo y extrajo un billete de cien dólares.

—Tome, bébase una copa a mi salud, y de vez en cuando écheles una ojeada a mis cosas.

El hombre se guardó el billete con el gesto solemne y la expresión pícara de los juramentos infantiles.

—Así lo haré, señor.

Se quedó de pie ante él sin dar muestras de marcharse. Tras una pausa, le miró a los ojos.

—Probablemente no me incumba, pero me parece que va a emprender un largo viaje. Y parece uno de esos viajeros que saben de dónde parten pero no adónde van.

Jordan se sorprendió por el inesperado brillo de inteligencia que se había encendido en los ojos de su interlocutor. Hasta entonces se había alzado entre ellos la habitual barrera de una relación de trabajo, que impide cualquier comentario que vaya más allá de lo estrictamente profesional. El hombre no esperó, por discreción, ningún gesto de confirmación.

—Le confieso que quisiera estar en su lugar. En todo caso, adondequiera que vaya, buen viaje.

Jordan sonrió y le dio las gracias con un gesto de la cabeza. El otro se volvió y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir giró la cabeza hacia él.

—Realmente, qué extraña es la vida...

Hizo con la mano un gesto que abarcaba a los dos.

—Ambos llevamos lo mismo: un mono. Solo que para usted significa la libertad, y para mí la prisión.

Sin añadir nada más, salió y cerró con delicadeza la puerta tras de sí. Jordan sé quedó solo.

En cuanto el camión dio la vuelta a la esquina, se apartó de la ventana y se dirigió hacia el viejo diván con un tapizado liso y una estructura precaria situado delante de la chimenea. Cerró la bolsa de viaje impermeable en la que había guardado las pocas prendas que podría necesitar, cogió el casco y metió dentro los guantes y el pasamontañas. Volvió la cabeza hacia el amplio ventanal de la sala y se quedó un instante mirando los juegos que hacía la luz en las ventanas del edificio de enfrente.

Había alquilado su piso, por medio de una agencia, a alguien a quien ni siquiera conocía, un tío de fuera que se mudaba a Nueva York. Ese tal Alexander Guerrero vio fotos digitales de la casa, enviadas por correo electrónico, e hizo llegar, junto con las referencias y las garantías solicitadas por la agencia, un cheque por la suma del depósito más seis meses de alquiler anticipado. Así se había convertido en el nuevo inquilino de un buen apartamento de cuatro habitaciones en el Cincuenta y cuatro Oeste de la calle Dieciséis, entre la Quinta y la Sexta avenidas.

«Pues felicidades, señor Guerrero, quienquiera que seas.»

Jordan se echó la bolsa de viaje a la espalda y se dirigió hacia la puerta. El sonido de sus pasos en el suelo de madera reverberó de forma extraña en el piso casi vacío. Apenas había apoyado la mano en el picaporte cuando llegó la llamada.

Se volvió despacio y se quedó mirando, perplejo, el aparato telefónico, apoyado sobre la repisa de mármol travertino de la chimenea. Hacía unos días que había enviado a la AT&T la solicitud de baja de la línea, y creía que ya no funcionaba. El teléfono continuaba sonando, y Jordan no conseguía decidirse a recorrer los pocos pasos que le separaban de ese sonido y de la incógnita que representaba. No tenía la menor curiosidad por saber quién o por qué lo llamaban. En su mente él ya estaba de camino; veía un proyectil disparado a través del paisaje, el rumor del aire en el carenado, una carretera que corría delante de la rueda delantera de su moto, una línea blanca reflejada en los ojos y en la visera del casco. Aunque todavía se encontrara allí, Nueva York era ya un recuerdo y, entre todos ellos, ni siquiera era el mejor.

Hubo un tiempo en que aquella ciudad le importaba. A veces Nueva York es mala consejera, tiene el don de hacer que alguien se sienta lleno de energía pero le impide que se dé cuenta de cuánta, en realidad, le está quitando. Él, en cambio, lo supo y lo aceptó desde el principio, con tal de tener, a cambio, la oportunidad de ser al mismo tiempo lo que deseaba ser y lo que era.

Luego, un día, se vio obligado a elegir, y fue una de esas elecciones sin posibilidad de vuelta atrás. A menudo la vida ofrece privilegios, pero también los reclama. Alguien —no recordaba quién ni dónde— le dijo una vez que el éxito y la juventud son cosas que tarde o temprano hay que devolver. Si este era uno de los mandatos inexorables de la existencia, él había pagado su parte. Jordan sabía desde hacía tiempo que las cosas que le interesaban en la vida no podía comprarlas, que estaba obligado a ganárselas. Cuando se encontró ante la imposibilidad de hacerlo, alquiló la casa y decidió abandonar la ciudad.

Y ahora, el teléfono.

Con un suspiro se acercó al aparato, dejó la bolsa de viaje y el casco en el sofá y levantó de mala gana el auricular.

—Diga...

Le llegó un ruido de fondo sofocado y rítmico, del que emergió una voz conocida.

—Jo, soy Chris. Te he llamado al móvil pero está apagado. Gracias a Dios que todavía estás en la ciudad.

A Jordan le sorprendió oír la voz de su hermano. Era la última persona que esperaba escuchar al otro lado de la línea. Había angustia en su voz, y algo nuevo, algo que jamás habría pensado que oiría en la voz de Christopher Marsalis.

Había miedo.

Jordan fingió no darse cuenta.

—No necesito el móvil en este momento. Estaba a punto de marcharme. ¿Qué ocurre?

Chris dejó transcurrir un instante de silencio, algo absolutamente insólito en él. En general no era de los que conceden pausas, ni a sí mismo ni a los demás.

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