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Authors: Giorgio Faletti

El tercer lado de los ojos (3 page)

BOOK: El tercer lado de los ojos
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Alzó los ojos y observó su imagen reflejada en el espejo colgado encima del teléfono. Vio el horror y el diabólico color de su cara demonizada, descompuesta como carne infecta por el modo como se había secado.

Sonrió a su imagen, que desde el espejo le devolvió una mueca indescifrable.

—Todo según los planes, Jerry Kho, todo según los planes...

El retorno de Meredith-sin-nombre le distrajo de esa conversación consigo mismo, un diálogo que nunca tendría fin porque nunca había tenido un comienzo. La mujer entró en el campo de visión que se reflejaba a sus espaldas, y Jerry se volvió hacia ella. Se había lavado el pelo y llevaba un albornoz de él cubierto de manchas de pintura que desde hacía tiempo había abandonado el saludable hábito de un lavado. Ahora que se había quitado la pintura de encima y había desaparecido hasta el último rastro de maquillaje, se la veía indefensa ante la despiadada luz del día. Su vulnerabilidad era tan manifiesta que Jerry sintió que la detestaba, por su apego a la vida, por su desesperada busca de recuerdos, por esa ridícula luz de adoración que tenía en la mirada cuando sus ojos se posaban en los de él. La detestaba profundamente y al mismo tiempo envidiaba la perfección de su insignificancia.

—Coge tu ropa y vete. Tengo que trabajar.

Meredith-sin-nombre se sonrojó y se convirtió en Meredith-sin-palabras. En silencio, comenzó a recoger sus prendas dispersas por el suelo, mientras mantenía cerrado el albornoz con una mano para evitar que se abriera al agacharse. Se volvió de espaldas y empezó a vestirse. Jerry vio cómo su cuerpo desaparecía poco a poco, casi milagrosamente, bajo las ropas. Cuando se volvió de nuevo hacia él, volvía a ser la mujer gris de la noche anterior, vaciada de la idea que, por pocas horas, la hizo atractiva a sus ojos. Tendió hacia él el albornoz manchado con que se había secado.

—¿Puedo quedármelo?

—Sí. Puedes quedártelo.

Meredith-sin-nombre sonrió. Aferró el albornoz contra el pecho y se dirigió hacia la puerta. Jerry le agradeció mentalmente que le ahorrara una última mirada, que se marchara sin un empalagoso último saludo. Se quedó solo con sus maldiciones. Cuando oyó que el ascensor se ponía en movimiento, fue a tenderse boca arriba en el centro de la tela fijada al suelo. Abrió los brazos y el espejo del techo le devolvió la imagen de su cuerpo crucificado a su propia obra.

Se quedó contemplándola y contemplándose sin encontrar fuerzas para seguir trabajando. A su izquierda, la enorme pantalla fragmentada en otras tantas seguía emitiendo sus manchas de colores y sus crudas y lascivas imágenes. Le habían encargado una obra para exponerla en el enorme vestíbulo del palacio de gobierno del estado de Nueva York, en Albany. El día de su instalación, con la asistencia del gobernador y de un público selecto, se oyó un murmullo de espera e impaciencia en el momento en que se encendió el módulo. A medida que se sucedían las imágenes, el murmullo fue sustituido poco a poco por un profundo silencio, tanto que todos los presentes parecían hechos de piedra.

El gobernador fue el primero en recobrarse. Su voz estentórea resonó en el inmenso salón como el aviso de una estampida.

—¡Apaguen ese escándalo!

El escándalo se apagó, pero pronto se encendió uno mayor. Jerry Kho fue denunciado por ofender a las instituciones y mostrar actos obscenos, aunque el juez que firmó la acusación lo proyectó, al mismo tiempo, hacia la fama y la notoriedad. LaFayette Johnson, el galerista que le proporcionaba las drogas, comenzó a añadir ceros al precio de sus obras, y él aceptó las consecuencias de su acción. A continuación llegó la condena, pero también la posibilidad de joder con todas las mujeres que quería y todo el dinero necesario para pagar lo que su marchante le conseguía.

El timbre sonó; para los oídos de Jerry tenía el significado de las palabras
lupus in fabula
.

Sin preocuparse por echarse nada encima, atravesó el caos del
loft
en el que vivía y trabajaba y fue a abrir. Vio que la puerta estaba entreabierta y se quedó perplejo.

Esa idiota de Meredith no había cerrado bien la puerta al salir. Por otro lado, si fuera LaFayette habría entrado sin llamar.

Cuando abrió del todo, vio la figura de un hombre envuelta en la sombra del rellano. La bombilla debía de haberse fundido, y no lograba adivinar de quién se trataba. Sin duda no era LaFayette, porque la silueta que percibía en la penumbra era un poco más alta que la del galerista.

Hubo un instante de silencio, como cuando el tiempo y el viento parecen desaparecer antes de que empiecen a caer las primeras gotas de una tormenta de verano.

—Hola, Linus. ¿No invitas a entrar a un viejo amigo?

La voz le llegó desde una penumbra rodeada de niebla y procedente de tiempos remotos. Hacía mucho tiempo que no la oía, y sin embargo la reconoció de inmediato. Como todos, Jerry Kho había fantaseado a menudo, bajo los efectos de la droga, con su muerte, la única certeza verdadera que tiene un ser humano. Había deseado aquello que desea todo artista: poder ser él quien la representara, y decidir el color y la tela que sería su sudario.

Cuando el hombre del rellano salió a la luz y entró en la habitación, Jerry tuvo la confirmación y supo que todas sus fantasías estaban a punto de ser superadas por la realidad. Le miró a los ojos, sin preocuparse por la pistola que empuñaba. Lo único que consiguió ver con claridad fue una mano desconocida que arrojaba un cubo de pintura negra sobre ese discutible cuadro que hasta ahora había sido su existencia.

3

LaFayette Johnson aparcó su flamante Nissan Murano en la explanada de Peck Slip y Water Street. Quitó las llaves del contacto y se agachó para coger un pequeño paquete oculto bajo el asiento del conductor. Bajó del coche y pulsó la tecla de cierre del mando a distancia. Mientras esperaba el titilar de los cuatro intermitentes, se estiró y aspiró una gran bocanada de aire. Se había levantado una ligera brisa cálida que llegaba del sur y traía un vago olor salobre; el viento había barrido las pocas nubes que hasta el día anterior habían agrisado el cielo. Ahora, sobre su cabeza, había un azul increíble que, como todas las recompensas, encerraba una exigencia. Alzando los ojos, entre los rascacielos y en las calles estrechas como aquella, solo podía verse un pequeño recuadro de cielo. En Nueva York, el sol, el cielo y el paisaje eran un privilegio de los ricos.

Y él, al fin, empezaba a serlo, gracias a ese loco degenerado de Jerry Kho. Y a lo que era y había sido. Su llamada le despertó pero no le sorprendió. La noche anterior, al verle salir del lugar en que se hallaban en compañía de ese esperpento, supo muy bien el papel que desempeñaba aquella mujer en la mente corrupta de Jerry. Él no se habría follado a esa mujer ni con la polla de otro, pero no tenía nada que objetar si su gallina de los huevos de oro necesitaba ciertas mortificaciones para crear esos engendros que personalmente le repugnaban pero de los que el público parecía ávido. Las obras de Jerry habían despertado un nuevo interés por el arte figurativo y los artistas emergentes. Volvían a aparecer coleccionistas y comenzaba a circular mucho dinero. Como si hubieran vuelto los viejos tiempos de Basquiat y Keith Haring. Y él, tal como hizo aquel viejo zorro de Andy Warhol, había acaparado uno de los caballos ganadores. Sin embargo, debía atenderle, cuidarle y mimarle como corresponde a un animal de raza. No le importaba que las ideas de Jerry fueran el producto de consumir casi todas las drogas disponibles en el mercado. LaFayette era lo bastante listo para no tener escrúpulos, y Jerry, lo bastante adulto para elegir su medio de destrucción. El intercambio le parecía, a fin de cuentas, equitativo. Él le proporcionaba cualquier sustancia que pudiera meterse en el cuerpo y, como recompensa, obtenía el cincuenta por ciento de todo lo que saliera de su cabeza.

LaFayette Johnson se guardó el paquete en el bolsillo del chándal y avanzó junto a los edificios de ladrillo visto hasta doblar a la derecha en Water Street.

Ese tramo del puente de Brooklyn estaba iluminado por el sol, pero la luz aún no había ido a rescatar de las sombras a Water Street. Sobre el puente se veían muchos coches y ya se oían los ruidos del tráfico matinal, aunque todavía no rompían el silencio de la calle.

A sus espaldas se extendía el South Street Seaport District, completamente reestructurado y lleno de tiendas y reclamos para los turistas, como el viejo mercado de pescado y el Pier 17 que se asomaba a las aguas del East River.

Siempre había encontrado algo extraño en aquella metrópolis, desde el día que llegó. Aunque Manhattan fuera una isla y Nueva York se levantara sobre la costa, resultaba difícil verla como una ciudad marítima. El océano se volvía río y el río se confundía con el océano en una continua guerra de guerrillas, como si el mar, el verdadero, desdeñara ese rincón del mundo y apenas hiciera llegar allí sus desechos. Solo las gaviotas parecían las depositarias de ese límite en continuo conflicto. De vez en cuando, hasta en Harlem era posible encontrar alguna que iba a disputar la comida a las palomas, pero nada más.

Se volvió a mirar su flamante coche nuevo, y sonrió. Pensó en los kilómetros que había conseguido poner entre él y los harapos de su infancia. Ahora, al cabo de mucho tiempo, podía al fin permitirse todos los juguetes que habría debido tener de niño.

El recuerdo, en su cabeza, estaba envuelto en humo, como si una parte de él hiciera lo imposible por borrarlo definitivamente de la memoria. Tenía dieciséis años cuando huyó del pequeño pueblo de Luisiana en el que había nacido, un lugar perdido donde la espera parecía formar parte del ADN de los habitantes. Estaban todos tan ocupados en dormitar que no lograban siquiera dormir como es debido. Solo esperaban. El verano, el invierno, la lluvia, el sol, el paso del tren, la llegada del autobús. Esperaban lo que no llegaría jamás: la vida. Three Farmers, unas cuantas casas decrépitas alrededor de una encrucijada, donde el único producto digno de mención eran los mosquitos, y la única aspiración de la gente del lugar era conseguir una jarra de limonada fresca. Acudió a su mente una frase que había oído en una película, de la cual se había apropiado: «Si fuera Dios y quisiera aplicarle una lavativa al mundo, le metería el tubo en Three Farmers...».

Recordó a su madre, envejecida antes de tiempo e impregnada del fuerte olor de la cocina
cajun
, con sus medias llenas de carreras, y recordó a su padre, para quien la familia solo era un lugar en el que desahogar las frustraciones y la rabia cuando había bebido demasiado. LaFayette Johnson se hartó de comer patatas y de recibir golpes; una noche en que su padre volvió a intentar levantarle la mano, le rompió los dientes con un viejo bate de béisbol y se marchó, tras robar todo el dinero que encontró en aquella hedionda pocilga que nunca había conseguido llamar «casa».

Adiós, Luisiana.

Había sido un viaje lento y largo, pero al final del camino le esperaba Nueva York.

Si hubiera obtenido la licencia se habría convertido en uno de tantos taxistas de paso por la ciudad, entre indios, paquistaníes y etnias varias. Se vio obligado a ganarse la vida, pero también él tropezó con su mina de oro. Encontró trabajo de recadero en una galería de arte de la zona de Chelsea, dirigida por un marchante llamado Jeffrey McEwan, un tipo maduro, esnob y algo afeminado, que se vestía siempre a la inglesa. Cuando le conoció, LaFayette logró a duras penas sofocar una carcajada mientras se preguntaba si aquel hombre usaba el papel higiénico como fular cada vez que iba a cagar.

La sonrisa de LaFayette Johnson se convirtió en una mueca de conmiseración mientras se dirigía, con los bolsillos llenos de droga, hacia la casa de Jerry Kho.

«Joder, qué hipócrita de mierda eras, Jeffrey McEwan.»

Aunque estaba casado, ese marica de Jeff tenía un culo en el que habría cabido un tren eléctrico, y una piel tan blanca y flácida que siempre que la tocó se estremeció de asco. Pero era rico y le gustaban los chicos guapos, jóvenes y de piel oscura. A LaFayette le gustaban las mujeres, pero poseía todos los requisitos que interesaban a su vicioso empleador. Supo enseguida que aquello podía significar un giro decisivo en su vida. Tenía una oportunidad al alcance de su mano, y debía estar atento para no desperdiciarla. Inició un juego de miradas y silencios; daba un paso adelante y retrocedía con astucia cuando parecía que podía ocurrir algo. Al cabo de unos meses, el viejo Jeffrey McEwan estaba a punto. El golpe de gracia se lo asestó LaFayette cuando, por casualidad, se dejó sorprender desnudo bajo la ducha en el cuarto de baño de la galería. El viejo maricón se volvió literalmente loco. Cayó de rodillas ante él, se abrazó a sus piernas y llorando le declaró su amor y masculló mil promesas y juramentos.

LaFayette le levantó la cabeza, le metió la polla en la boca y después le dio violentamente por el culo, obligándole a doblarse sobre el lavabo; lo mantuvo apretado con una mano sobre la espalda y le tiró de los pelos finos y rojizos con la otra para obligarle a mirar la imagen de ambos en el espejo.

El viejo McEwan, indiferente a las posibles consecuencias, dejó a su mujer y fueron a vivir en el mismo apartamento. Se hicieron socios y empezaron a trabajar juntos, al menos hasta el momento en que Jeff abandonó la escena a lo grande, tras sufrir un infarto en el
vernissage
de un pintor bastante cotizado, al cual representaban en exclusiva.

Por desgracia para LaFayette, el maldito marica nunca se había divorciado, y la gilipollas de la mujer se quedó con todo lo que Jeff no le había dejado expresamente en herencia a él, lo que llegaba casi al cincuenta por ciento.

Pero a fin de cuentas, no le había ido mal.

Había otra cosa que Jeff había dejado en herencia y que en su trabajo valía más que todo el dinero del mundo: le había enseñado el valor de la cultura. LaFayette Johnson se dio cuenta de que el conocimiento era su herramienta de trabajo, y se dedicó a ello. Cuando la mujer de su amante le echó de la galería de Chelsea, ya se hallaba en condiciones de arreglárselas por su cuenta. Siguió la corriente que poco a poco desplazaba el centro de interés por el arte figurativo al barrio del Soho. Adquirió un gran local en la segunda planta de un elegante edificio en proceso de rehabilitación en Greene Street, una calle pequeña y empedrada que casi hacía esquina con Spring. Abrió la L&J Gallery con el firme propósito de ser solo socio de sí mismo. Al final, apenas le quedó el pequeño piso en el que vivía y el
loft
en la séptima planta de Water Street donde había instalado a Jerry.

BOOK: El tercer lado de los ojos
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