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Authors: Giorgio Faletti

El tercer lado de los ojos (7 page)

BOOK: El tercer lado de los ojos
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Arrastrando su maleta, giró a la derecha y se dirigió hacia el pasaje subterráneo, siguiendo las indicaciones para el metro.

Sabía que en la planta inferior de la Grand Central Station había un restaurante muy famoso, el Oyster Bar, donde era posible encontrar todos los tipos de ostras que la naturaleza y el ser humano habían creado para el placer de los paladares más refinados. Decidió que había que celebrar oficialmente su llegada a la ciudad. Ostras y una copa de champán para inaugurar su nueva vida. Y quizá incluso para olvidarla, para impedir que se convirtiera en un recuerdo demasiado pesado...

«¡Vamos, Lysa! Un poco más y ya está.»

Durante toda la vida había buscado un lugar tranquilo donde refugiarse. Lo que más deseaba en el mundo era la serenidad de las cosas que para la mayor parte de la gente representaban, en cambio, una pesadilla. Su mayor deseo era pasar inadvertida; sin embargo, su aspecto físico estaba muy lejos de producir ese efecto. Se había pasado la vida con decenas de ojos encima, ojos que llevaban escrita una sola y muda pregunta. Sus preguntas, siempre diferentes, habían recibido decenas de respuestas siempre iguales.

Y al fin se había dado por vencida.

Si el mundo que la rodeaba la quería así, así sería. Sin embargo, aquella bandera blanca que había decidido agitar costaría muy cara a todos los que quisieran descubrir su precio.

Recorrió el plano inclinado que llevaba hacia abajo y se encontró ante el restaurante que buscaba.

Entró por la puerta de vidrio del Oyster Bar con indiferencia, pero ninguno de los presentes permaneció impasible ante su entrada.

Dos
yuppies
algo entrados en años, sentados a la barra justo frente a la entrada, interrumpieron su conversación, y un tío más bien gordo, sentado dos lugares más allá, dejó caer sobre la servilleta que tenía en el regazo la ostra que estaba comiendo.

Un camarero vestido con el uniforme del lugar —camisa blanca y chaleco oscuro— fue a su encuentro y la acompañó a través del amplio salón cuadrado hasta una mesa en un rincón, puesta para dos con un mantel a cuadros rojos y blancos.

Lysa se sentó, sin mirar hacia el lugar vacío, y acomodó contra la pared de su izquierda el bolso y la maleta. El camarero, cortés e indiferente, le puso delante el menú, que tenía impreso en la tapa el logo del local.

Ella lo apartó con la mano y, con una de sus mejores sonrisas, que logró convertir la indiferencia y la cortesía del camarero en simpatía, dijo:

—Tomaré una selección de las mejores ostras que tengan, y media botella de champán muy frío.

—Óptima elección. ¿Cree que una docena bastará?

—Mejor tráigame dos docenas.

El camarero tomó nota y luego se inclinó hacia ella con expresión cómplice.

—Si mi influencia con el
maître
no ha disminuido, creo que lograré que le dejen una botella de champán entera por el precio de media. Bienvenida a Nueva York, señorita.

—¿Cómo sabe que no soy de aquí?

—Lleva una maleta y sonríe. No puede ser de Nueva York.

—También los que se van llevan maleta.

Lysa le había provocado, y obtuvo la inevitable respuesta.

—Sí, pero los que se van de esta ciudad solo recuperan la sonrisa cuando están muy lejos.

El camarero se alejó con su simple y apocalíptica filosofía de neoyorquino y Lysa se quedó sola.

En el ángulo opuesto del salón en el que ella se sentaba había una mesa con media docena de hombres. Estaba segura de que tampoco ellos eran de la ciudad. Lysa había sido forastera demasiadas veces y durante demasiado tiempo como para no reconocerlos a primera vista. Los observó unos instantes, con disimulo, mientras hacía su pedido. Cuando llegó y se sentó, los había poseído un frenesí propio de una pelea de gatos.

Lysa hizo ver que buscaba algo en el bolso; poco después llegó la providencial interrupción del camarero, que traía una bandeja de ostras dispuestas con elegancia sobre hielo y una botella que asomaba por el borde de una cubitera cromada.

Los hombres de la mesa esperaron a que el camarero le sirviera, pero inexorablemente acabó ocurriendo lo que Lysa esperaba. Después de secretear con los amigos, uno de ellos, un tío alto, con entradas en el pelo y barriga de bebedor de cerveza bajo la chaqueta clara, se levantó de la mesa y avanzó hacia ella.

Llegó justo cuando Lysa estaba sirviéndose una gruesa ostra Belon.

—Hola, guapa. Me llamo Harry y soy de Texas.

Lysa alzó un instante los ojos y enseguida empezó a aliñar su ostra. Habló sin mirarle a la cara.

—¿Y eso te convierte en un hombre especial?

Presa de su ansia guerrera, Harry no captó el tono irónico de la réplica y lo interpretó como un reconocimiento de sus cualidades.

—Puedes estar segura.

—Me lo imaginaba.

Sin que le invitaran, el hombre se sentó en el lugar libre que había junto a ella, en la butaca tapizada en piel.

—¿Cómo te llamas?

—No sé qué quieres proponerme, pero, sea lo que sea, te advierto que no me interesa.

—Vamos. Un hombre como yo siempre tiene algo que puede interesar a una mujer como tú.

Se había lanzado con tanto brío hacia la conquista, que no se dio cuenta de la expresión de impaciencia que aparecía en el rostro de su presa. Era una mosca, y no lo sabía. Lysa se apoyó contra el respaldo, hinchó levemente el pecho y le miró con una expresión que hizo que le temblaran las piernas.

De repente sonrió; sus ojos encerraban infinidad de promesas.

—Mira, Harry, hay algo que adoro en un hombre: la iniciativa. Creo que tú la tienes, y que por eso eres un tío listo. Muy listo.

Harry sonrió también, pavoneándose ante sus amigos. A Lysa no le pasó por alto la mirada de soslayo que el hombre echó hacia la mesa donde se hallaban sentados los otros.

—No puedes ni siquiera imaginarte cuánto.

—Entiendo. Entonces es justo que sepas que también yo soy lista. Mira mi mano.

Lysa deslizó lentamente la mano izquierda sobre la mesa. Los ojos de Harry siguieron fascinados el dibujo de las uñas sobre la tela a cuadros blancos y rojos del mantel. Era un simple movimiento con la punta de los dedos, pero aquella mujer conseguía volverlo sensual. Su nuez de Adán dio un brinco cuando tragó saliva.

—¿Ves lo que estoy haciendo sobre el mantel? Piensa que podría hacértelo a ti, en la espalda, entre el pelo, en el pecho, en otras partes...

Ese «otras partes» llegó a Harry llevado por un cálido soplo de aliento y le abrió excitantes perspectivas hacia el abismo. Lysa entornó los ojos y continuó.

—¿Lo imaginas?

La expresión de Harry, por muy limitada que pudiera ser su fantasía, significaba que sí, que lo estaba imaginando. De repente, la mujer sentada junto a él cambió de actitud. Dejó de mirarlo y su voz se volvió un suspiro leve e indiferente.

—Y ahora imagina qué podría hacer con la otra mano.

Señaló con la mirada algún lugar debajo de la mesa. Harry bajó los ojos y lo que vio le hizo palidecer. La mano derecha de la mujer aferraba un cuchillo puntiagudo y afilado.

Aquel cuchillo apuntaba directamente a sus testículos.

—Tú eliges. Vuelves con tus amigos con pelotas o sin ellas.

Harry buscó refugio en una mueca irónica, que no consiguió disfrazar la incomodidad que traicionaba su voz.

—No te atreverías.

—¿Cómo?

Un instante de inmovilidad. Durante un par de segundos pareció que el único movimiento que había en el mundo era el de una pequeña gota de sudor que bajaba por la frente de Harry. Luego, gracias a Lysa, el motor del tiempo volvió a girar.

—Te concedo una oportunidad.

—¿Cuál?

—Como veo que no eres malo sino solo un gilipollas, quiero hacer algo por ti. Ahora meterás la mano en el bolsillo de la chaqueta y me darás una tarjeta tuya. Tus amigos lo verán y tú podrás contarles lo que quieras. Tal vez esta noche salgas solo y vayas al cine, y mañana contarás qué fantástica noche has pasado conmigo. No me interesa. Lo único que quiero es que te levantes y me dejes terminar mi comida.

Harry se levantó de la mesa, apartándose con cautela de aquella estalactita de acero que pendía sobre su virilidad.

Lysa volvió a poner la mano derecha, ya vacía, sobre la mesa. Con un gesto preciso y muy alusivo cogió la gruesa ostra que tenía en el plato y absorbió el molusco haciendo un poco de ruido.

Harry trató de recuperar parte de su orgullo. Pero lo hizo de espaldas a la mesa donde se hallaban sus amigos.

—No eres más que una furcia barata.

La sonrisa angelical que recibió en respuesta parecía incompatible con la figura de una mujer guapísima que hasta hacía pocos segundos, con absoluta indiferencia, había apuntado un cuchillo hacia sus atributos sexuales. La mano de la muchacha volvió a dirigirse bajo la mesa.

—Si de veras piensas eso, ¿por qué no vuelves a sentarte aquí?

Harry dio media vuelta sin añadir nada más y fue directamente al otro extremo del salón. Ella le siguió con la mirada y una sonrisa. Mientras él se sentaba con sus amigos, Lysa cogió la copa llena de champán e hizo un gesto de brindis en dirección a Harry. Nadie, en el grupo de hombres que le rodeaba, notó la tensa sonrisa con que él respondió al gesto.

Luego, con calma, Lysa volvió a concentrar su atención en una enorme ostra de Maine que sobresalía en la bandeja de metal.

Tres cuartos de hora después, un taxi la dejó en la dirección que le había dado.

Cincuenta y cuatro Oeste, en la calle Dieciséis, entre la Quinta y la Sexta avenidas, en el barrio de Chelsea.

Bajó del coche y, mientras el taxista descargaba su equipaje del maletero, alzó los ojos hasta divisar el techo del edificio; luego, buscó las ventanas del piso de la tercera planta, encima de la esquina. Metió la mano en el bolso, sacó un juego de llaves, cogió la maleta y se dirigió hacia la puerta de entrada.

No sabía por cuánto tiempo, pero aquel lugar, por el momento, sería su casa.

7

Jordan entró con la moto en Carl Schurtz Park y cogió la senda corta y empinada que llevaba a Gracie Mansion, la residencia oficial del alcalde de Nueva York. Su hermano había decidido vivir allí durante su mandato, aunque poseía un espléndido piso en la calle Setenta y cuatro. Jordan recordaba perfectamente el discurso de toma de posesión, cuando declaró con su mejor tono atraevotos que «el alcalde de Nueva York debe vivir donde sus ciudadanos han decidido que debe hacerlo, porque es allí donde lo buscarán cuando lo necesiten».

Se detuvo ante la verja y se quitó el casco, mientras el agente de guardia, un chaval con rastros de acné juvenil en las mejillas, se acercaba a identificarlo.

—Soy Jordan Marsalis. El alcalde me espera.

—¿Puede mostrarme su documentación?

Sin hablar, Jordan metió la mano en el bolsillo de la cazadora y extrajo su carnet de conducir.

Mientras esperaba el resultado del control, vio unos coches de policía que aparcaban allí cerca y a muchos agentes que vigilaban la casa. Era comprensible. Acababan de asesinar al hijo del alcalde y no se podía excluir del todo que el asesino se propusiera atacar también al padre.

El policía le devolvió el documento.

—Todo en orden. Enseguida le abro.

—Gracias, agente.

Si aquel muchacho lo conocía y sabía su historia no lo dio a entender. Volvió a la caseta y la verja automática comenzó a abrirse.

Jordan aparcó la moto en un pequeño espacio, frente a la entrada principal de Gracie Mansion. Mientras se aproximaba, se abrió la puerta y apareció en el umbral un mayordomo impecable, muy parecido al mejor John Gielgud.

—Buenos días, señor Marsalis. Sígame usted, por favor. El alcalde le recibirá en el estudio pequeño.

—No es necesario que me acompañe; conozco el camino, gracias.

—Muy bien, señor.

El discreto mayordomo se marchó. Jordan fue por el pasillo que llevaba al otro lado de la casa, orientado hacia East River.

Al salir del piso de Gerald, Christopher le pidió que se reuniera con él en Gracie Mansion. Fuera del edificio, Jordan evitó el asalto de los periodistas recurriendo una vez más a la protección del casco. El ardid resultó útil aunque no era necesario, porque poco después salió Christopher. Los periodistas estallaron en un rumor frenético y se arrojaron sobre él con el ímpetu de hormigas a las que hubieran destruido el hormiguero.

Jordan volvió a la Ducati, la encendió y se marchó sin darse la vuelta para mirar.

Y ahora estaba allí, ante una puerta a la cual no tenía ganas de llamar. Golpeó ligeramente con los nudillos sobre la madera lustrada y entró sin esperar autorización.

Christopher estaba sentado al escritorio, hablando por teléfono. Con una mano le indicó que se acercara. Ruben Dawson se hallaba a un lado, en un sillón, con las piernas cruzadas, elegante, compuesto y aséptico como siempre. Al verlo entrar le hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza.

En lugar de sentarse, Jordan prefirió ir un poco más allá del escritorio y quedarse de pie ante el calor de los vidrios de la ventana que daba al Roosevelt Channel. Fuera, sobre el agua, se reflejaba la misma luz que iluminaba Water Street. Una barcaza se movía lentamente por el West Channel, en dirección al sur. Un hombre pasaba llevando a dos niños de la mano, quizá en dirección al campo de juegos del parque. Dos jóvenes se besaban apoyados en la barandilla.

Todo era normal. Ante sus ojos tenía un bonito y normal día de primavera como cualquier otro.

Y a sus espaldas, la voz fría de su hermano, al que acababan de matarle al hijo.

—No, te digo. Lo que ha sucedido no debe utilizarse. Ni foto del padre destrozado de dolor ni nada por el estilo. En este momento hay muchachos estadounidenses luchando en diversas partes del mundo. La pérdida de cualquiera de ellos es tan importante como la de mi hijo; el dolor de un fontanero de Detroit no vale menos que el del alcalde de Nueva York. Todo lo que puedo conceder es que esta ciudad llore la pérdida de un gran artista.

Una pausa.

Jordan ignoraba con quién hablaba su hermano, pero sabía que estaba dando indicaciones a su oficina de prensa sobre cómo actuar en aquellas circunstancias. Volvió a pensar en el rostro de Christopher mientras miraba, con un único y gélido vistazo, el cuerpo de Gerald.

Ahora, en cambio...

—Bien, en todo caso consultadme antes de tomar cualquier decisión.

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