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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El Triunfo (50 page)

BOOK: El Triunfo
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El guarda asintió con la cabeza y el catalista atravesó la Puerta, dirigiéndose hacia el hombre, quien no se dio cuenta de su presencia. El prisionero tenía la cabeza hundida sobre el pecho, y miraba al suelo con tan sombría y amarga desesperación que la gente que hacía cola lo contemplaba con compasión y respeto, encontrando consuelo en su presencia, sabedores de que compartía su dolor.

—Alteza —dijo el catalista en voz baja, y se detuvo junto a él.

El príncipe Garald levantó la cabeza y miró al catalista, y una pálida sonrisa de reconocimiento iluminó su rostro.

—Padre Saryon, me preguntaba dónde habríais ido. —Echó una ojeada a la cabeza pulcramente vendada del catalista—. Temí que a lo mejor vuestra herida...

—No, estoy bien —repuso éste; levantó una mano para tocarse el vendaje y parpadeó ligeramente—. El dolor viene y va, pero es normal, según me han dicho, al sufrir lo que ellos llaman
conmoción
. He estado en las salas de curación de la nave, pero fue para visitar a nuestro joven paciente.

—¿Cómo está Mosiah? —preguntó Garald en tono preocupado, y la sonrisa desapareció de sus labios.

—Mejorando... por fin —respondió Saryon con un suspiro—. He pasado con él casi toda la noche y estuvimos muy cerca de perderlo. Pero, finalmente, lo persuadimos de que aceptara el tratamiento ofrecido por los hacedores de salud de los de su especie —señaló en dirección a los extraños humanos—, puesto que los
Theldara
han perdido su poder. Mosiah me escuchó, aceptó su ayuda y vivirá. Lo dejé bajo los cuidados de lord y lady Samuels para venir a informaros.

El rostro del príncipe Garald se ensombreció.

—No culpo a Mosiah. Yo no hubiera aceptado su tratamiento —afirmó con un amargo juramento—. ¡Antes hubiera muerto!

Sus ojos se llenaron de lágrimas de rabia. Sacudió las manos esposadas con los puños cerrados, las muñecas tirando de sus cadenas. Al ver esto, uno de los guardas alzó su arma y dijo algo en una voz aguda que sonaba inhumana y metálica a través del yelmo de metal.

—¡Antes hubiera muerto! —repitió Garald con voz ahogada, lanzando una furiosa mirada al guarda.

Saryon posó su mano sobre el brazo del príncipe, a punto de ofrecerle algunas palabras de consuelo, cuando una conmoción entre la multitud que aguardaba llamó la atención de ambos y la de su guardián.

Tres figuras avanzaban por la derruida calle de Merilon. Andando con cuidado por entre los escombros que cubrían las calles, pasaron junto a los árboles de la Arboleda ennegrecidos por el fuego y humeantes todavía, y se acercaron a la Puerta. Uno de los tres, un hombre fornido de corta estatura que llevaba un sencillo y pulcro uniforme, no prestaba demasiada atención a las ruinas, sino que las contemplaba con la expresión sombría de alguien que ha visto aquellas imágenes con demasiada frecuencia. Los dos que lo acompañaban, sin embargo, parecían genuinamente conmovidos y angustiados por lo que veían.

Uno de ellos en particular, una mujer de cabellos dorados y rostro dulce y amable, indicaba aquí y allá, mientras hablaba con su compañero en voz baja, meneando la cabeza como si recordara tiempos más felices. Su compañero, un hombre de cabellera negra vestido de blanco, con el brazo derecho en cabestrillo, se inclinaba muy cerca de ella para escucharla; su rostro, aunque severo y sombrío, estaba marcado por un dolor cuya intensidad muy pocos podían conocer o comprender.

Uno de los que observaba lo reconoció y lo comprendió. Saryon se frotó los ojos rápidamente con una mano.

Las tres personas iban acompañadas por una docena de humanos de piel plateada que llevaban armas y las mantenían fijas en la multitud.

El silencio de los habitantes de Merilon se rompió. La gente se puso en pie, y empezó a agitar los puños en dirección al hombre vestido de blanco, al tiempo que le gritaban maldiciones y amenazas y le arrojaban piedras. Algunos se salieron de la fila, intentando atacarlo. Los humanos de cuerpo plateado los rodearon, mientras otros guardas empujaban a los infractores más violentos contra la pared o volvían sus rayos de luz aturdidora contra ellos, haciéndolos caer al suelo. A los agitadores se los arrestó y empujó hasta la prisión provisional, situada en lo que quedaba del despacho del
Kan-Hanar
.

El hombre moreno de la túnica blanca no pareció enojado ni asustado. Incluso detuvo a un guarda que pretendía arrestar a una joven que había salido de entre la multitud para escupirle. Su única preocupación parecía ser la mujer de cabellos dorados, ya que la rodeó con su brazo y la apretó contra él con gesto protector. Ella estaba pálida pero serena, y miraba a la gente con triste comprensión, mientras parecía no dejar de ofrecer palabras de consuelo al hombre.

Los gritos y el lanzamiento de piedras continuó mientras los tres recorrían la fila de gente que permanecía de pie cerca de la Puerta. Las maldiciones eran terribles, las amenazas obscenas y espantosas, y el príncipe Garald, con la frente fruncida, lanzó una rápida mirada al Padre Saryon. El catalista se mostraba pálido y trastornado.

—Lamento que hayáis tenido que presenciar esto, Padre —comentó Garald con brusquedad, su mirada huraña fija en el hombre vestido de blanco—. Pero no debiera haber aparecido. Lo provoca él mismo.

Saryon permaneció en silencio, sabedor de que nada de lo que pudiera decir mitigaría la amarga cólera del príncipe. Su corazón estaba lleno de pena: por la gente, por Garald y por Joram.

El mayor Boris impartió una orden y los guardas empezaron a conducir a la gente fuera de la Puerta, llevándolos hacia la aeronave que aguardaba. Esta distracción ayudó a restaurar el orden, pues la gente se vio obligada a recoger sus pertenencias. Despacio, salieron en fila de las ruinas de su ciudad. Todos dirigieron miradas de odio a Joram al alejarse, lanzando una última imprecación o agitando el puño cerrado.

Joram siguió andando. Acompañado de Gwendolyn y el mayor Boris, rodeados de guardas, parecía no percibir los gritos de odio de la gente; su rostro aparecía tan impasible que parecía esculpido en piedra. Pero Saryon, que conocía tan bien aquel semblante, vio el profundo dolor que ardía en aquellos ojos castaños, y cómo apretaba las mandíbulas para controlarse.

—¡Si
él
tiene que viajar con nosotros, me niego a ir! ¡Podéis hacerme lo que queráis! —le gritó Garald al mayor, cuando los tres llegaron cerca de él.

Erguido en toda su estatura, las manos esposadas ante él con aire noble y solemne, como si llevara brazaletes de joyas excepcionales en lugar de resistente acero, el príncipe lanzó a Joram una mirada amenazadora, que mostraba tanto desprecio y cólera por la traición, que resultaba peor que la más terrible de las maldiciones, y penetró en la carne de Joram más profundamente que la más afilada de las piedras.

Éste no titubeó. Sostuvo la mirada de Garald impávido, contemplándolo con orgullo, suavizado tan sólo por la tristeza.

Al observarlos, Saryon recordó con nitidez la primera vez que Garald y Joram se habían encontrado, cuando el príncipe había tomado al joven por un bandido y lo había hecho prisionero. Se perfilaba el mismo orgullo en la forma en que Joram mantenía erguidos los hombros, el mismo aire noble. Pero la arrogancia y el desafío que ardiera en los ojos del muchacho habían desaparecido, dejando tan sólo cenizas de dolor y pena.

Ese mismo recuerdo podía haberse despertado en Garald o quizá se debía a la firme y decidida mirada de Joram que se enfrentó a la suya sin el menor asomo de vergüenza o de disculpa, pero lo cierto es que el príncipe fue el primero en desviar los ojos. Con el rostro enrojecido, miró más allá de la destruida ciudad de Merilon a las tierras devastadas por las tormentas.

El mayor Boris habló durante un buen rato en su propia lengua. Joram lo escuchó, luego se volvió a Garald para traducirlo.

—Alteza —empezó.

El príncipe lanzó una risa sarcástica.

—¡No Alteza! —exclamó mordaz—. ¡Di más bien
prisionero
!

—Alteza... —repitió Joram, y ahora fue Garald quien parpadeó, al percibir en aquella palabra un profundo respeto y una aún más honda tristeza por una pérdida preciosa que jamás se recuperaría. Pero el príncipe continuó con los ojos fijos en la lejanía. Sus ojos se humedecieron, no obstante, y apretó los labios para tragarse las lágrimas que su orgullo no le permitía mostrar—, el mayor Boris os envía su deseo de que os consideréis su invitado a bordo del transporte —comunicó Joram—. Asegura que será para él un honor compartir sus aposentos con un soldado tan valiente y noble como vos, y espera que le haréis el favor de pasar las largas horas del viaje enseñándole más cosas sobre nuestra gente.

—¡
Nuestra
gente! —Garald hizo una mueca de desprecio.

—Y también sobre nuestras maneras y costumbres de forma que pueda atenderos de la mejor manera posible cuando lleguéis a vuestro destino —siguió Joram, sin hacer caso de la interrupción.

—¡Cuando lleguemos a los campamentos de esclavos, quieres decir! —Garald le escupió las palabras—. ¡
Algunos
de nosotros, claro! —añadió con amargura, negándose a mirar a Joram—. Supongo, traidor, que

regresarás con tus amigos.

Era evidente que el mayor Boris había comprendido las acerbas palabras de Garald. Sacudió la cabeza como si lamentara un aparente malentendido y le dijo algo a Joram; luego, con un gesto indicó al guarda que le quitara las esposas.

Garald echó las manos hacia atrás y lo rechazó.

—¡Permaneceré encadenado mientras mi gente esté encadenada! —gritó con furia.

—Alteza —intervino Saryon, en voz baja y firme—, os pido que recordéis que
vos
sois el jefe de vuestro pueblo ahora que vuestro padre ha muerto. La gente ha puesto su confianza en vos y, como su jefe en el exilio, debéis pensar siempre en sus intereses. No podéis dejaros llevar por el odio. Eso supondría alimentar más odio y traernos de vuelta a este momento. —El catalista señaló con su mano deforme a las ruinas que los rodeaban.

El príncipe Garald se debatió consigo mismo. De pie junto a él, Saryon percibió cómo aquel cuerpo fuerte se estremecía y vio temblar sus altivos labios mientras el príncipe luchaba para derrotar su orgullo, su rabia y su dolor.

—Reconozco que no sé casi nada de política, Alteza —añadió—, pero os hablo como un hombre que ha sufrido mucho y que ha visto el sufrimiento ajeno. Quiero que tanto dolor termine. Recordad, también, que yo actúo, a petición vuestra, como vuestro consejero. Soy, lo sé, un pobre sustituto de aquel hombre prudente que me encomendó a vos con su último aliento, pero estoy seguro de que el Cardinal Radisovik os hubiera ofrecido la misma recomendación.

Garald inclinó la cabeza, las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas sin control y sin que les prestara atención. Se mordió el labio no pudiendo o no queriendo contestar. El mayor Boris, que lo observaba con ansiedad, volvió a hablar a Joram y resultaba evidente, por el tono de voz del mayor, que había seriedad y sinceridad en sus palabras.

Joram, que escuchaba con atención, asintió y tradujo:

—El mayor os reitera su promesa solemne de que nuestras gentes no son esclavos. Se os lleva a campamentos donde podréis estableceros y adaptaros a los nuevos mundos donde viviréis. Finalmente, cuando se considere conveniente, se os dejará libres para que vayáis adonde queráis y viváis donde os plazca, de la manera que os parezca conveniente. Sólo existe una restricción, claro: que no regreséis a este mundo. Se os prohíbe únicamente por vuestro bien. La naturaleza violenta de las frecuentes tormentas que arrasan esta tierra hace virtualmente imposible que nadie pueda habitar este lugar.

Ante esta afirmación, Saryon creyó ver que Gwendolyn sonreía con tristeza y se apretaba contra su esposo. El brazo de Joram que la rodeaba la ciñó con más fuerza mientras continuaba hablando, su mirada firme y serena no abandonaba ni un instante el rostro de Garald.

—Aunque vuestros poderes mágicos parecen haber desaparecido ahora, debido a que ya no existe una concentración de magia en este mundo, los sabios gobernantes de los mundos del Más Allá saben que, con el tiempo, la Vida volverá a vosotros. Puesto que la magia ha quedado dispersa por el universo, se cree que vuestros poderes aumentarán casi con seguridad hasta ser tan poderosos como en tiempos remotos. Nuestra gente podría ser de gran ayuda a los mundos del Más Allá.

—También podríamos ser tremendamente peligrosos —murmuró Garald, sombrío.

El mayor Boris contestó, poniendo gran énfasis en sus palabras, con un exagerado movimiento de manos.

—El mayor reconoce que puede ser cierto —indicó Joram—. Sabe que forma parte de la naturaleza de algunos hombres abusar del poder e intentar utilizarlo para sus propios intereses egoístas. Un ejemplo lo constituía Menju el Hechicero. Pero también sabe que forma parte de la naturaleza de otros hombres el sacrificarse por el bien colectivo y esforzarse en convertir al mundo, a todos los mundos, en un lugar mejor.

Pareció como si Saryon fuera a hablar entonces, pero Joram, con una rápida mirada, sacudió la cabeza y continuó:

—El mayor ha sido informado de que los otros magos que conspiraban junto con Menju no se han desanimado ante la muerte de su cabecilla ni ante el hecho de que pensaba, desde el principio, traicionarlos también a ellos. Han huido a lugares secretos y planean continuar su lucha, utilizando la nueva fuerza que adquirirán ahora que la magia ha regresado al universo.

»No son palabras de James Boris, pero yo añadiré —observó Joram con voz tranquila—, que estos magos son responsabilidad nuestra en cierta forma, ya que fuimos nosotros los que los arrojamos fuera de nuestra sociedad. Los magos que hay allí fuera os considerarán a vosotros y a todos vuestros semejantes una amenaza y procurarán destruiros. Los gobernantes de los pueblos del Más Allá esperan que nuestro pueblo les ayudará a encontrarlos y derrotarlos.

—Y, desde luego, Alteza —dijo Saryon con una fina ironía—, hay algunos entre nosotros como el Patriarca Vanya que, sin duda, intentarán establecer su propio dominio sobre esos mundos. Necesitamos gente fuerte y noble como vos y como el mayor Boris. Trabajando juntos podéis conseguir muchas cosas buenas.

Gwendolyn se adelantó y posó su suave mano sobre el brazo de Garald.

—El odio es una tierra envenenada en la que nada puede crecer —repuso—. Un árbol, no importa lo resistente que sea, plantado en un terreno así sólo logrará marchitarse y morir.

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