—Sólo de momento —respondió el hombre, ceñudo—. Esto no los detendrá, Alteza; sencillamente enlentecerá su avance.
—Nos dará tiempo suficiente para ponernos en contacto con los
Thon-li
y obligarlos a abrir los Corredores de nuevo —declaró Garald con energía—. ¡Nos has salvado! Empezaremos la retirada...
—No, Alteza. —El hombre se apoderó de la camisa rota y manchada de sangre de Garald cuando el príncipe hizo intención de alejarse—. No podéis retroceder, aún no. Debéis luchar. Mi tío tenía razón en una cosa: no hay escapatoria, no hay un lugar al que huir. Si no los detenéis aquí, se apoderarán del mundo.
—¿Luchar contra ellas? ¿Cómo? ¡Es imposible!
La mirada de Garald regresó a las criaturas. Evidentemente incapaces de hacer frente a aquella nueva e inesperada situación, varios de los monstruos de hierro se habían reunido y dirigían sus rayos de luz contra el hielo, decididos a derretirlo. No obstante, su esfuerzo resultaba muy poco efectivo; los magos sencillamente utilizaban su magia para reemplazarlo. Otras criaturas seguían disparando al azar, causando una baja de cuando en cuando, pero provocando muy pocas víctimas en general. Ahora podían verse los brillantes cuerpos de los extraños humanos que se movían por entre las criaturas, manteniéndose cerca de ellas como en busca de protección.
Pero Garald sabía que su gente no podría mantener aquella barrera defensiva durante mucho tiempo. Los magos empezaban ya a debilitarse, la Vida necesaria para mantener aquella enorme pared de hielo empezaba a agotarse lentamente. Cuando sus fuerzas se extinguieran, quedarían a merced de las criaturas de hierro y de aquellos humanos de cuerpo metálico.
—¡Nuestra magia resulta impotente contra ellos! —insistió Garald—. Ya has visto que...
—¡Sólo porque no los conocéis, Alteza! —lo interrumpió el hombre con impaciencia—. ¡No sabéis cómo luchar contra ellos!
—¡Entonces debes decirme qué es lo que está pasando! Tengo que saberlo antes de tomar una decisión.
El hombre cerró los puños contrariado, y aquel gesto recordó poderosamente a Garald a aquel impaciente y arrogante joven. Sin embargo, el hombre se contuvo, tragándose las airadas palabras que había estado a punto de pronunciar. Mientras luchaba interiormente por controlarse, se frotó los dedos sobre el cuero que le cruzaba el pecho, sintiendo, quizá, un consuelo tranquilizador en aquel contacto. Cuando por fin habló, su voz era tranquila.
—Mirad mi rostro.
Muy a pesar suyo, el príncipe hizo lo que le pedía. Mientras contemplaba aquel rostro que conocía y sin embargo le resultaba extraño, advirtió que había estado evitando mirar a aquel hombre, eludiendo enfrentarse con aquel inexplicable y espantoso cambio.
—¿Quién soy? Decid mi nombre.
Garald intentó apartar la mirada, pero aquellos ojos castaños lo sujetaban con firmeza.
—Joram —reconoció al fin a regañadientes—. Eres Joram —repitió de nuevo.
—¿Cuánto hace que abandoné este mundo? —preguntó Joram con suavidad.
—Un año —balbuceó Garald.
La realidad lo golpeó de forma contundente. De repente se vio obligado a enfrentarse con el hecho de que tan sólo unos cientos de días antes había paseado por los bosques con un muchacho. Ahora se encontraba ante un hombre de su misma edad o quizá mayor.
—¡No lo comprendo! —gritó, asustado.
—Por mí han pasado
diez
años —respondió Joram—. No hay suficiente tiempo para que lo explique todo. Si no sobrevivo a esta batalla, buscad al Padre Saryon, que se halla en Merilon. He dejado bajo su custodia un relato de mi vida. Debéis creer lo que voy a deciros ahora. Si es que ya no tenéis fe en el desagradecido muchacho que conocisteis y ayudasteis —Joram se detuvo con un suspiro—, confiad entonces en lo que yo pensé sería mi último acto: la renuncia a esta espada que yo creé, mi voluntaria decisión de encaminarme hacia la muerte.
El rostro de Joram aparecía angustiado mientras hablaba; su mano se cerró sobre las correas de cuero, apretándolas contra su corazón.
Garald recordó todo lo que había oído sobre aquel último y terrible día de la vida de Joram en aquel mundo, y sus últimos recelos se desvanecieron. Intentó decir algo a propósito de ello, pero no le acudían las palabras. Joram se dio cuenta, lo comprendió y eliminó la necesidad de palabras extendiendo la mano y estrechando la del príncipe.
—Me dirigí a lo que yo pensé era la muerte, pero no está la muerte en el Más Allá, Alteza —continuó Joram con voz tranquila—. ¡Hay vida! En nuestra vanidad, nos imaginamos que estábamos seguros, protegidos del resto del universo por nuestra Frontera mágica. Cuando abandonamos nuestro antiguo mundo para venir a éste, imaginamos —esperamos— que el Viejo Mundo nos olvidaría de la misma forma que nosotros lo olvidábamos a él.
Joram apartó la mirada, y la dirigió más allá de la pared de hielo a reinos que sólo habían sido revelados a sus ojos.
—Ellos no olvidaron —aseguró en voz baja—. Añoraban la magia y la buscaron, porque sabían que aún vivía en algún sitio. —Joram sonrió, pero era una sonrisa siniestra, e hizo que Garald se estremeciera—. Antes he dicho que no había muerte en el Más Allá. Me equivoqué. En realidad, no hay nada allí fuera
excepto
Muerte. Los mundos que hay en el Más Allá están poblados por los Muertos. Existe algo de Vida, de magia, pero está desperdigada por todo el universo como átomos por el espacio exterior.
«Átomos... espacio exterior.» Aquellas palabras eran extrañas, sin sentido. La mirada de Garald se volvió, como la de Joram, en dirección al cielo. Su confusión no se había disipado, sino que más bien aumentaba, al igual que sus temores. ¿El mundo antiguo, el mundo del que habían huido aterrorizados, los estaba buscando? Casi esperó ver rostros mirándolo maliciosamente desde el cielo sin nubes.
—Lo siento. Sé que no comprendéis. —La mirada de Joram regresó a Garald y era suplicante en su intensidad—. ¿Qué puedo decir? —Apretó aún más la mano del príncipe, como si pudiera comunicar a través del tacto lo que le era imposible mediante palabras—. Ellos, los Muertos, si queréis llamarlos así —en la voz de Joram había una amarga ironía que hizo que Garald se estremeciera—, llaman a esto un cuerpo «expedicionario». Ha sido enviado a investigar este mundo, a conquistarlo y someterlo, y preparar el camino para la ocupación.
—¿Qué? —preguntó el príncipe, estupefacto. Conquistar, someter, ocupar: eran palabras que conocía, que comprendía. Se obligó a sí mismo a prestar atención, instando a su cerebro para que se desentendiera de aquello que esa misma mañana había considerado como la realidad—. ¿Dices que
ellos
, los Muertos —balbuceó aquella palabra, su mente se empeñaba todavía en no creer, aunque sólo precisaba mirar más allá de la pared de hielo para tener la evidencia que le procuraban sus sentidos—, quieren conquistarnos? ¿Por qué?
Joram retiró la mano de la de su amigo y la introdujo entre las mangas de sus ropas. La temperatura en el interior de la fortaleza rodeada de hielo descendía gradualmente y cada vez hacía más frío.
—Su plan es destruir las barreras y dejar la magia libre de nuevo por todo el universo —replicó—. Os harán prisioneros y os llevarán a todos de regreso a sus mundos.
—Pero si éste es su objetivo —arguyó Garald, con la extraña sensación de que estaba debatiendo una cuestión en un sueño incoherente—, ¿por qué matan a todos los que encuentran, incluidos los civiles? —Hizo un gesto—. ¡No hacen prisioneros! O, si los hacen —añadió al recordar el comentario de Radisovik—, ¡solamente cogen catalistas!
—¿Es verdad? —Joram pareció sorprenderse, su mirada se posó con rapidez en Garald.
—¡Sí! Vi a los nobles, sus esposas, sus hijos, montados en sus relucientes carruajes, que venían con sus almuerzos y su vino a contemplar un juego. ¡Estas criaturas los asesinaron! —Garald se veía de nuevo dándole la vuelta a aquel cadáver, para encontrarse con la horrible mueca de la calavera—. ¿Es así como luchan en el Más Allá? —exigió furioso—. ¿Se dedican a asesinar a la gente indefensa?
—No —repuso Joram, con aspecto grave y preocupado—. No son salvajes como los centauros. No les gusta matar. Son soldados. Tienen normas para la guerra que se han transmitido durante siglos. No lo comprendo. Querían prisioneros. A menos que... —No continuó.
Garald meneó la cabeza.
—Ayúdame a entenderlo, Joram.
—¡Ojalá pudiera! —Fue un murmullo, pronunciado casi para sí—. Pensé que los conocía. Sin embargo ahora tengo una prueba de que me han engañado. ¿Serán capaces de más...?
Garald lo miró con atención, al oír de nuevo aquella antigua y familiar amargura en la voz de Joram y algo más también: un eco de dolor y pérdida.
—Razón suficiente para que luchemos contra ellos —prosiguió Joram de repente, su voz era fría, como el gélido aliento que despedía la pared de hielo—. Debemos demostrarles que no se apoderarán de este mundo con tanta facilidad como habían imaginado. Debemos provocar su temor de modo que cuando se vayan no quieran regresar jamás.
—Pero ¿qué armas utilizaremos? —preguntó Garald desanimado—. ¿Hielo?
—Hielo, fuego, aire. La magia, amigo mío —respondió Joram—. La Vida, la Vida será nuestra arma... y la Muerte.
Se llevó una mano a la espalda y sacó la Espada Arcana de su funda.
—Han pasado largos años desde que la fabriqué. Sin embargo, a menudo he soñado con aquella noche en la herrería, cuando forjé el metal y Saryon le dio Vida. —Joram hizo girar la espada, estudiándola. Su mano de adulto la sujetaba mejor que la del muchacho, pero seguía siendo pesada y sin gracia, descompensada y difícil de sostener—. ¿Recordáis —preguntó a Garald, esbozando una media sonrisa— el día en que nos conocimos? ¿Cuando os ataqué en el claro? Dijisteis que esta espada era la más fea que habíais visto jamás.
La mirada de Joram se posó sobre el arma que el príncipe llevaba al costado. El sol centelleaba en la empuñadura de reluciente plata labrada bellamente. Pero ni siquiera destellaba, en comparación con el metal batido de la Espada Arcana. Lanzó un suspiro.
—Aunque no conocía la existencia de la Profecía, sabía que con esta espada estaba trayendo al mundo algo diabólico. Saryon también lo intuía, me avisó de que la destruyera antes de que ella me destruyera a mí. Desde entonces he estado pensando sobre ello, y he llegado a la conclusión de que no fui yo quien trajo el mal a este mundo al fabricar esta arma. —Bajó los ojos hacia ella, recorriendo con sus dedos la tosca y deforme empuñadura—. La espada
es
el mal que hay en el mundo.
—Entonces ¿por qué la conservas? —Garald la miró, estremeciéndose.
—Porque, como cualquier espada, tiene un doble filo —repuso Joram—. Ahora, si Almin quiere, puedo utilizarla para salvarnos. ¿Lucharéis, Alteza?
Con todo, el príncipe vaciló.
—¿Por qué haces esto por nosotros, Joram? Si, como dices, somos nosotros los culpables de lo que está pasando, ¿por qué te preocupas? Después de lo que te hicimos...
—¡Vosotros aseguráis que estoy muerto! —murmuró Joram, repitiendo las últimas palabras que había pronunciado antes de encaminarse hacia el Más Allá—. Pero sois vosotros los que habéis muerto. Es este mundo el que está muerto.
Se quedó mirando la espada que sostenía, oscura y sin atractivo.
—Estuve fuera diez años. Regresé con la esperanza de encontrar este mundo cambiado, con la intención de... —Se detuvo abruptamente, frunciendo el ceño—. Pero eso no importa. No es importante ahora. Basta con decir que regresé para encontrarme con que vosotros —este mundo—
no
habíais variado lo más mínimo. En un esfuerzo por obtener poder, habíais torturado y atormentado a un ser indefenso. Abandoné mi proyecto, mis esperanzas, y recorrí el país lleno de amargura, viendo por todas partes señales de tiranía, de injusticia.
»Lleno de cólera, decidí regresar al Más Allá, cuando descubrí que, también éste, me había traicionado. —Sus labios se torcieron en un siniestro esbozo de sonrisa—. Al parecer, no tenía ningún mundo al que ir. Estaba dispuesto a abandonaros, a todos vosotros —su triste mirada incluía también a las criaturas de hierro que atacaban la pared de hielo— a vuestro destino, sin que me preocupara en absoluto quién ganara o perdiera.
»Entonces, un hombre muy sensato me recordó algo que había olvidado: "Es más fácil odiar que amar". —Joram se quedó en silencio, su mirada se dirigió a la reluciente y gélida pared, a los árboles, a las colinas que los rodeaban, al cielo azul, al llameante sol—. Comprendí que este mundo es mi hogar, estas gentes son mi gente y, por lo tanto, no puedo hablar de ellas en segunda persona. Yo digo que
vosotros
atormentasteis a Saryon, pero debería decir que
yo
torturé a ese bondadoso hombre. Si no hubiera sido por mi causa, no hubiera sufrido.
Distraídamente, Joram se pasó los dedos por el oscuro y enmarañado pelo.
—Y hay otra razón —añadió, oscurecido su rostro por una indescriptible tristeza—. No pasó ni un solo día durante estos diez años vividos en otro mundo en el que no soñara con la belleza de Merilon.
Dirigió una mirada burlona a Garald.
—Es más fácil odiar que amar. Nunca he hecho nada que fuera fácil. ¿Luchamos por este mundo, Alteza?
—Luchemos —respondió el príncipe—. Y llámame Garald —añadió con una sonrisa forzada—. Aún sigo percibiendo cómo se te atraganta la palabra «Alteza».
Aquellos que sobrevivieron, contaron después que habían acudido a la batalla conducidos por el Ángel de la Muerte.
Empezaron a correr rumores confusos sobre Joram por entre los magos que luchaban por sus vidas en el interior de la fortaleza de piedra y hielo. Pocos conocían su auténtica historia: Mosiah, Garald, Radisovik y la bruja. Sin embargo, eran numerosos los que conocían fragmentos de ella, y fueron estas anécdotas las que empezaron a pasar de boca en boca rápidamente durante el breve momento de calma en la batalla que siguió al levantamiento de la pared de hielo. El Emperador Lauryen había insinuado lo suficiente antes de su muerte como para permitir que la gente fuera uniendo estos pedazos, como lo harían con una estatua rota; por desgracia, se asimilaba a la reconstrucción de una estatua que, en primer lugar, nunca habían contemplado entera.
Algunos de los catalistas que luchaban en la fortaleza habían estado presentes en el Juicio de Joram. Los que habían estado cerca del príncipe Garald lo habían oído pronunciar ese nombre, y lo recordaron. Las palabras de Lauryen:
La Profecía se ha cumplido. El fin del mundo ha llegado
, eran repetidas en voz baja, al igual que la versión de cada catalista sobre lo que había ocurrido aquel horrible día en el que todos habían sido testigos de cómo este hombre, Joram, entraba en el Más Allá.