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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El Triunfo (39 page)

BOOK: El Triunfo
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Pero, a pesar de lo mucho que, evidentemente, deseaba hacerlo, el príncipe Garald no podía decir nada. Se trataba de un asunto por completo personal, no sólo para Joram, sino también para el padre de la infortunada muchacha. El príncipe podía perfectamente recordarle a Joram sus responsabilidades como Emperador, sus deberes para con su pueblo. Pero el Padre Saryon sabía, al igual que Garald, que Joram dejaría de lado todo aquello para poder, a la vez, curar a su esposa y aliviar su sensación de culpabilidad.

El catalista miró a lord Samuels. Con el rostro cuidadosamente inexpresivo, permanecía sentado con la cabeza hundida, en la mano sostenía la copa de coñac que aún no había probado.

Saryon leyó los pensamientos del noble y no se sorprendió cuando éste alzó la cabeza y lo observó, rompiendo por fin el silencio.

—Parecéis saber algo sobre ese lugar, Padre. ¿Creéis que existe peligro?

—¡Desde luego! —replicó Saryon con gran énfasis. Sabía lo que lord Samuels preguntaría después y estaba preparado para responder.

—¿Hay... esperanza? —preguntó el padre de Gwen con labios temblorosos.

«¡No!», era lo que pensaba responder Saryon. Consciente de la mirada intensa y fija de Joram, su intención era aseverarlo de forma irrevocable, lo creyera o no. Pero cuando el catalista abrió la boca para apagar sus esperanzas con la lógica, una extraña sensación se apoderó de él. El corazón le dio un doloroso vuelco en el pecho y, cuando intentó hablar, la garganta se le inflamó y sus pulmones se encontraron sin aire de repente. Volvió a apoderarse de él la aterradora sensación de estar convirtiéndose en piedra; sin embargo, esta vez no correspondía a un conjuro mágico lo que lo paralizaba; Saryon tuvo la sobrecogedora impresión de que una Mano enorme había penetrado en el interior de su cuerpo y lo estrangulaba, ahogando su mentira. El catalista luchó contra ella, pero no le sirvió de nada. La Mano se mantenía firme y no pudo contestar.

—¡Entonces
hay
esperanza, Padre! —exclamó Joram, su mirada seguía fija en el rostro de Saryon—. ¡No podéis negarlo! ¡Lo veo claramente!

El catalista lo contempló suplicante e, incluso, dejó escapar un sonido ahogado, pero era demasiado tarde.

—Iré —concluyó Joram con determinación—. Si vos y lady Rosamund estáis de acuerdo conmigo, señor —añadió en el último instante, al oír cómo lord Samuels suspiraba estremecido.

Éste titubeó, la voz se le quebró. Pero cuando consiguió hablar lo hizo con serena dignidad.

—Mi hija vive entre los muertos. Qué peor destino le podría ocurrir, si no es reunirse con ellos. Si me perdonáis, iré a comunicárselo a mi esposa. —Con una inclinación de cabeza, abandonó la habitación apresuradamente.

—Entonces está decidido —anunció Joram, poniéndose en pie. Los ojos castaños le brillaban con una luz interior; las oscuras y severas líneas de su rostro, producto del dolor y del sufrimiento, desaparecieron—. ¿Vendréis con nosotros, Padre?

No era necesaria la pregunta; no cabía la menor duda. Su vida estaba estrechamente ligada a la de Joram; lo había estado desde que sostuviera por primera vez aquel diminuto bebé sentenciado. La Mano liberó a Saryon. Jadeante, a causa de su repentina libertad, conmocionado por aquella experiencia inexplicable, el catalista sólo pudo asentir como respuesta.

—Mañana —repitió Joram por tercera vez—. Al mediodía.

Toda la escena resultaba excesiva para que el príncipe Garald pudiera soportarla en silencio. Con una penetrante mirada a Simkin, se puso en pie y detuvo a Joram cuando éste se disponía a abandonar la habitación.

—Tienes todo el derecho de decirme que no es asunto mío y que no debo interferir.

—Entonces no lo hagáis —atajó Joram con frialdad.

—Me temo que es mi deber —continuó Garald severo—. Tengo que recordarte, Joram, que tienes una responsabilidad para con tu mundo. ¡Por Dios, amigo, vamos a luchar mañana! ¡Insisto en que lo reconsideres!

Una débil mueca sardónica apareció en los labios de Joram.

—Este mundo se puede ir al infierno... —empezó.

—¡Y cumplir la Profecía! —terminó Garald.

El golpe dio en el blanco. Se lo oyó aspirar con fuerza. El rostro de Joram se puso lívido y sus ojos castaños echaron chispas. Con un escalofrío, Saryon volvió a ver al muchacho que había forjado la Espada Arcana. Se adelantó velozmente para intervenir, temeroso de que golpeara al príncipe, pero fue Simkin quien solucionó la situación.

—¡Oh, por amor de Dios!, si vais a pelear, por favor, hacedlo en otro sitio. —Sus mandíbulas se abrieron en otro bostezo—. Ha sido un día extremadamente agotador, sin mencionar el ataque a mi estómago. Estoy muerto. Apagaré las luces. —Todos los haces luminosos de la habitación se extinguieron, sumiéndoles en una semioscuridad, iluminada tan sólo por las llamas vacilantes del moribundo fuego—. No hagáis demasiado ruido con las espadas.

Un gorro de dormir de seda naranja surgió de la nada y flotó por el aire hasta posarse en la cabeza de Simkin. El joven se acurrucó cómodamente entre los almohadones del sofá y, al parecer, se quedó dormido al instante.

Joram se volvió bruscamente y marchó en dirección a la puerta.

Garald permaneció allí un instante, contemplando la espada de su amigo; era evidente que quería decir algo pero no acababa de decidirse. Miró al Padre Saryon, quien lo apremió con la mano. Garald salió entonces en pos de Joram y se interpuso entre él y la puerta.

—Perdóname por insistir en este asunto, Joram. Imagino perfectamente la tortura que padeces diariamente.

El aludido colocó su mano sobre el brazo del príncipe e intentó apartarlo.

—¡Joram, escúchame! —exigió Garald, y aquél se detuvo, refrenado más por la preocupación y compasión que percibía en aquella voz que por la mano que lo sujetaba.

—¡Piensa en esto con cuidado! —continuó el príncipe—. ¿Por qué está Simkin tan interesado de repente en el bienestar de Gwen o en el tuyo? Nunca le ha importado nadie anteriormente. ¿Por qué insiste tanto en que vayáis y por qué mañana precisamente?

—¡Él es así! —contestó Joram perdiendo la paciencia—. Y me
ha
ayudado antes de ahora. Quizás incluso me ha salvado la vida.

—Joram —interrumpió Garald con firmeza—, podría ser una trampa. Podría haber otras personas esperándote, no sólo fantasmas. Considéralo. He estado intentando comprender todo el día cómo
pudo
Simkin captar el significado de las palabras del enemigo. Resulta imposible incluso para alguien de su
talento
. ¿Cómo lo entendió? Sólo cabe la posibilidad de que ellos
lo
aleccionaran sobre lo que tenía que decir.

El vestíbulo estaba oscuro. Antes de retirarse a descansar, los criados habían bajado la potencia de las luces mágicas. Las esferas situadas en los rincones llenos de telarañas del pasillo despedían un resplandor blanco y frío que las hacía parecer estrellas que, al volar por la casa como insectos, hubieran sido capturadas en las telas de arañas. A lo lejos, como si viniera de la sala de bordar, se oyó un golpe sordo y algo que caía. El Padre Saryon se preguntó por un instante si el pobre conde Devon no estaría rondando por los pasillos.

Joram no replicó. Saryon, al contemplar su rostro y verlo tan lívido e impávido como la faz de la luna, comprendió por su expresión preocupada que este último argumento había conseguido impresionarlo. El príncipe Garald, que también lo había advertido, juzgó oportuno retirarse.

El catalista tampoco dijo nada. Tenía, hubo de admitirlo, miedo de hablar. Trastornado todavía por su reciente y turbadora experiencia, no se atrevió a añadir nada más. Sólo podía confiar en que la semilla de la duda que Garald había sembrado en el alma de Joram echara raíces y germinase. Al menos parecía haber caído en suelo fértil.

Joram lanzó un profundo suspiro e intentaba alejarse cuando una voz, ahogada pero aterciopelada, surgió de las profundidades del sofá.

—Confía en tu bufón...

3. Sin esperanza

Había una capilla familiar en la casa de lord Samuels, como en casi todas las mansiones de la nobleza y de la clase media alta de Thimhallan, y aunque todas poseían, en general, aspecto parecido, algunas marcaban una diferencia que se alzaba a más altura que los techos abovedados y relucía con más fuerza que el palisandro pulimentado. En algunas familias, la capilla era, sin lugar a dudas, el corazón de la casa. Allí, todo el mundo: señor y señora, niños y sirvientes (considerados todos como iguales a los ojos de Almin, ya que en el exterior regresaban las distinciones), se reunían diariamente para orar, conducidos por el Catalista Doméstico. Estas cámaras respiraban Vida. La madera relucía por su uso repetido; las vidrieras emplomadas, con sus símbolos de Almin y de los Nueve Misterios, brillaban bajo el sol de la mañana; por la noche, diminutas luces mágicas llenaban estas salas con un suave resplandor que relajaba el espíritu y propiciaba la oración particular y la meditación. Resultaba fácil creer que Almin habitaba en un ambiente tan tranquilo y bello. Y era fácil conversar con Él en un lugar así, escuchando Sus respuestas.

El difunto conde Devon, que había sido propietario de la casa antes de que ésta pasara a manos de lord Samuels, había sido un hombre muy religioso. Cuando él vivía, la capilla estaba siempre llena de luz y de Vida. A su muerte, ésta, como el resto de la casa, quedó cerrada; se apagaron sus luces, se cubrió su mobiliario con telas negras, y se pusieron postigos a sus hermosas vidrieras emplomadas. Cuando lord Samuels se instaló en la mansión, la abrió toda ella al mundo exterior, a excepción de la capilla, que permaneció sellada. Esto no lo hizo por ningún resquemor o amargura por la pérdida de su adorada hija. Lord Samuels no era el tipo de persona que agita su puño cerrado ante Almin y jura que «¡nunca Te volveré a hablar! ». Más bien, lo que sucedió fue que algo en su espíritu murió. Cuando los criados le preguntaron si quería que se restaurase la capilla, él les contestó:

—¿Para qué?

Y, de este modo, permaneció cerrada; sus esculpidas puertas de madera de palisandro selladas y sus ventanas oscuras y sin vida. El sello mágico colocado sobre la entrada era uno de extraordinaria fuerza, y al Padre Saryon le costó un considerable esfuerzo mental conseguir quitarlo. Cuando lo hubo logrado, penetró en el interior y se dejó caer en el banco más cercano, poco acostumbrado a utilizar tanta cantidad de su Energía Vital.

Una fina capa de polvo cubría los bancos, y también el suelo. Todo en el interior se hallaba cubierto de polvo y se preguntó de dónde procedería. Era suave al tacto. Acercó su pequeña esfera de luz y examinó su color rojizo y su olor dulzón. El cerebro analítico de Saryon se puso en funcionamiento al instante, encantado de tener aquella oportunidad de ofrecer un poco de distracción a su mente y eliminar la tensión. Levantó la esfera y pudo discernir vagamente unas vigas de madera en el techo, muy por encima de su cabeza. Supuso que debían de haber sido moldeadas en madera de cedro. Al contrario del resto de la capilla, las vigas no habían sido pulidas, probablemente para que dejaran escapar mejor su aroma. Ahí se originaba el polvo.

Solucionado aquel problema, Saryon suspiró y de forma inconsciente se frotó los cansados ojos, lamentando inmediatamente haberlo hecho, al darse cuenta, por la repentina sensación arenosa que recibió, que se había introducido polvo al restregárselos. Parpadeó violentamente y se limpió los llorosos ojos con la manga de la túnica.

«Debiera estar en la cama», se dijo. Estaba agotado y sabía, recordando las recomendaciones de la
Theldara
, que no debía abusar de sus fuerzas. Pero también sabía que no podía dormir. Le
asustaba
dormir. El miedo se iba apoderando lentamente de él, gélido y paralizador como el terrible hechizo que habían lanzado sobre él, el hechizo que había convertido su carne en piedra. Todo había empezado esta noche con aquella horrible sensación de una Mano que se apoderaba de él, impidiéndole aconsejar a Joram que no acudiera al Templo.

Era una locura peligrosa. No había esperanza para Gwen. Los Nigromantes habían desaparecido, y Saryon dudaba, de todas formas, de que hubieran podido ayudarla. Hubiera conseguido convencer a Joram de ello. Sus argumentos, unidos a los de Garald, hubieran persuadido sin duda a Joram para negarse a la propuesta, para que no arriesgara la vida de su esposa y también la suya en aquella empresa temeraria.

¡Seguro que no irá! ¡Seguro!

Saryon apoyó la cabeza en la mano que descansaba sobre el respaldo del banco que tenía delante y se estremeció en un ataque de terror. De la misma forma en que había analizado el polvo de madera, intentó también examinar su miedo, buscando su origen para poder enfrentarse a él de una forma racional. Pero no pudo encontrarlo. Era un pánico sin rostro y sin nombre, y cuanto más se concentraba en desvelarlo, más oscuro se volvía. Saryon había sufrido muchas experiencias terribles. Recordaba todavía, con espanto, el horror que había experimentado al sentir por primera vez la onda paralizadora del hechizo y percibir que su cuerpo se estaba convirtiendo en piedra lentamente.

Pero eso no era
nada
comparado con el temor que lo atenazaba ahora. Jamás había experimentado aquella abrumadora sensación de pérdida y de desesperación. «Nunca», pensó, mientras miraba la tenuemente iluminada oscuridad de la capilla y aspiraba su olor dulzón. Cuando la primera oleada de terror, allí en la playa, había empezado a retroceder, se había sentido imbuido por una sensación de paz y alegría. Había procedido correctamente. Había visto cómo su sacrificio afectaba profundamente a Joram, cómo la luz de su amor alejaba las tinieblas del alma del muchacho. Aquella seguridad había sostenido al catalista durante los días y noches de su interminable vigilia. Aunque no había hecho las paces con su dios, había hallado, al menos, la calma en su interior.

O pensaba haberla encontrado. La Espada Arcana, que había hecho pedazos su pétrea envoltura, también había roto su paz interior.

A Saryon le dolían las manos y, al bajar la mirada, se dio cuenta de que sujetaba el borde del banco como si de ello dependiera su vida. Intentó tranquilizarse. Sin embargo, el miedo no lo abandonó.

—Es a causa de la batalla de mañana por la noche —murmuró para sí—. Muchas cosas dependen de su resultado. ¡Nuestras vidas! ¡La existencia de nuestro mundo! ¡Qué espantoso será si perdemos!

BOOK: El Triunfo
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