¿Qué era lo que había esperado? se reprendió. ¿Legiones de muertos aullantes, que surgiesen entre alaridos de la oscuridad para protestar por su intrusión? ¿Manos esqueléticas que agarrasen las suyas? ¿Figuras que se paseasen por allí envueltas en blancas mortajas y con cadenas, lamentando la degeneración de la mente del Hechicero y prometiéndole la visita de tres fantasmas antes del amanecer?
—¡Bah! ¡Tonterías! —exclamó en voz alta y consiguió reírse, tan sólo con un ligero estremecimiento, de su propio chiste.
Menju se secó el sudor helado de la frente y se tomó un instante para recuperar la compostura e investigar los alrededores. Había llegado expresamente temprano con tal propósito. El sol iluminaba a la altura de su hombro izquierdo; faltaba algo más de una hora para el mediodía.
Sacó el láser de nuevo y, con él en la mano, empezó a examinar con cuidado y tranquilidad cada una de las piedras y rocas que había alrededor del perímetro de los terrenos del Templo. Estudió todo lo que lo rodeaba con sumo cuidado. A pesar de haber observado de inmediato que no había nadie allí, Menju tenía la extrañísima impresión de que alguien
lo observaba
. No obstante, al no encontrar nada ni a nadie, desterró con firmeza aquella idea, considerando que tenía el mismo origen infantil que la ocurrencia anterior sobre rechinar de cadenas y mortajas blancas.
Abandonó el borde del precipicio y tomó uno de los senderos que atravesaban el marchito Jardín, ya que quería observar más de cerca el altar de piedra. El sendero que seleccionó era el que correspondía a su propio Misterio: el de la Tecnología. Si escogió aquel sendero por superstición, por una sensación de nostalgia o porque sencillamente se acomodaba a su estado de ánimo, fue algo que el Hechicero no se molestó en analizar.
Los tallos de plantas muertas que no se habían podrido con el frío y seco aire de aquella zona montañosa tan elevada sobresalían de la tierra congelada a cada lado del sendero. Pequeños arbolillos ornamentales yacían con las raíces al aire, tras haber sido derribados por los vientos invernales. El Hechicero contempló sin interés los restos del Jardín. Al llegar ante el altar de piedra, sin embargo, lo miró fijamente, con curiosidad, paseando los dedos sobre los símbolos de los Nueve Misterios grabados en la roca. Advirtió que era una extraña clase de roca, como una especie de mineral. «¡Piedra-oscura quizás!», y sintió un estremecimiento.
Mientras la examinaba con atención, intentó recordar las historias que había oído sobre el altar de piedra: cómo se lo había llevado hasta allí desde el Pozo de la Vida situado allá en el fondo, en la base de El Manantial; como había constituido una especie de tapón sobre el Pozo y cómo, una vez retirada la piedra, la magia salió a borbotones cual si fuera magma, fluyendo sobre el mundo.
Eso tenía sentido, comprendió de repente. ¡La piedra-oscura había cubierto el Pozo! Resultaba un pensamiento estimulante.
De pie en el centro del mundo, justo encima del lugar del que brotaba la magia, Menju sentía cómo la Vida palpitaba a su alrededor. Se deleitó con aquella sensación; no podía creer que hubiera llegado a olvidar la excitación que suponía poseer la magia.
El Hechicero estudió la roca con aire crítico. ¡Era enorme! Debía medir dos metros de altura; sus brazos ni siquiera podían abarcar la mitad de su circunferencia. Pesaría... ¿una tonelada? ¡Si
se trataba
de piedra-oscura, su valor sería incalculable! Su mano, al tocarla, tembló con expectación.
—Joram lo sabrá con seguridad —murmuró el Hechicero, sonriendo para sí—. Tengo que intentar mantenerlo consciente cuando lo capture, al menos hasta que haya tenido la oportunidad de revelármelo.
Palmeó la roca del altar con cariño y anhelo, y continuó con su inspección, hasta llegar propiamente al recinto del Templo.
Nueve escalones moldeados en la roca conducían al porche. Nueve columnas medio desmoronadas aguantaban una techumbre rota que sobresalía por debajo del pico de la montaña, que se elevaba como en espiral hacia el cielo. Cuando estuvo más cerca, vio que partes del techo se habían derrumbado bajo el peso de la piedra y de los años. Enormes fragmentos cubrían el suelo. El altar interior, apenas visible entre las sombras, parecía haber sido aplastado por una viga del techo. Mientras subía los desmoronados escalones, Menju observó con satisfacción que la oscuridad interna era densa e impenetrable.
El Hechicero asintió para sí. Tras revisar por última vez en derredor suyo, echó un vistazo a las llanuras que había al norte, donde la ciudad de Merilon se erigía resplandeciente bajo el sol. Entrecerró los ojos y observó con atención en dirección a la ciudad y le pareció distinguir un destello metálico. ¿Eran los tanques del mayor Boris que ocupaban posiciones para bombardear la cúpula mágica? ¿O era la refulgente luz del sol, centelleando sobre un lago cubierto de hielo? No podía estar seguro.
Se encogió de hombros y se dio la vuelta. Una vez tuviera la Espada Arcana no importaría; entretanto, Boris y sus hombres podían divertirse un poco. Aquello mantenía al mayor ocupado, le impedía pensar en lo que estaba pasando, y, además, calentaría la sangre de los soldados, llenándolos del miedo y el odio necesarios para exterminar a los habitantes de aquel mundo.
El astro se hallaba perpendicular a su cabeza. Era casi la hora. Menju regresó al escondite que había escogido y reflexionó sobre la situación. Era probable que la lucha en aquel mundo fuera larga y costosa, incluso con la Espada Arcana. Estas gentes no acatarían la muerte sin resistencia. ¡Lástima que no pudiera utilizar alguna de aquellas bombas de despoblación, que matan sin estropear los edificios! ¿Alterarían la magia aquellos artefactos? Probablemente no. Tendría que consultar a los físicos. Claro que, pensándolo bien, a lo mejor Joram lo sabría.
¿Qué ocurriría con Joram? ¿Cooperaría? Mientras penetraba en el Templo, el Hechicero se permitió una sonrisa de satisfacción. Su plan era infalible. Resultaba notorio que Joram adoraba a su loca esposa. En cuanto comprendiera que Menju tenía cautiva a Gwendolyn, él se resignaría a colaborar. Aunque demente, la mujer poseía al menos una forma particular de raciocinio; era mucho mejor eso que ver su capacidad mental reducida al nivel de un tomate podrido.
Menju cambió el ajuste de su láser de
matar
a
aturdir
, luego se agazapó en la oscuridad detrás de una columna del ruinoso Templo, y, consciente del intenso silencio que se había posado sobre la cima del mundo, el Hechicero aguardó.
El instinto de Menju estaba en lo cierto. Lo
estaban vigilando
. Y aunque la mayoría de los ojos que lo acechaban pertenecían a los muertos, no ocurría lo mismo con un par de ellos, pertenecientes a un vivo. Otra persona había llegado al Templo de los Nigromantes, la cual también aguardaba.
La presencia de los humanos alteraba a los muertos, que no habían visto seres vivos en su santuario durante siglos. Pero no era tan sólo la presencia de estos dos hombres la causa del desasosiego de los espíritus. Apiñados en su Templo, observaban con ciegos ojos, escuchaban con sordos oídos, hablaban con mudas bocas, ya que no había nadie que los comprendiera ni pudiera escucharlos, lo que les provocaba un intenso sentimiento de frustración. Los muertos, que formaban parte de la mente de Almin, conocían el peligro, pero se veían impotentes para actuar. Tan sólo podían observar junto a aquellos que observaban y esperar junto a aquellos que esperaban.
Este segundo Vigilante era, en realidad, el primero. Había llegado al Templo de los Nigromantes a primeras horas de la mañana, justo cuando el pálido y frío sol empezaba a ascender penosamente sobre los picos de las montañas, arrastrándose perezoso por el cielo como si se preguntara, después de todo, por qué se molestaba en salir. Incluso los ojos de los muertos —que ven moverse el tiempo no segundo a segundo como lo hacen los vivos, sino como un vasto y siempre cambiante océano— estuvieron a punto de pasar por alto la presencia de aquel hombre. Saliendo del Corredor, se desvaneció de nuevo inmediatamente, desapareciendo casi en el mismo instante en que aparecía.
Les costó un poco de esfuerzo pero acabaron por localizarlo, al menos a parte de él, ya que este hombre era muy bueno en su especialidad. Ningún ojo humano podía atravesar su escudo de invisibilidad, y los espíritus tuvieron que hacer un gran esfuerzo para mantener su imagen en sus mentes. Iba vestido con las ropas ceremoniales para el ejercicio de la Justicia, unos ropajes grises decorados con los símbolos de los Nueve Misterios. Muchos de los muertos lo reconocieron: se trataba del Verdugo, y, o bien temblaron, o lo maldijeron.
El Verdugo, uno de los brujos más poderosos de Thimhallan, habitaba en el interior de El Manantial. Sus servicios eran prestados tan sólo a los catalistas en general y al Patriarca Vanya en particular. A cambio de realizar para ellos determinadas acciones, como la Transformación en Piedra y la Expulsión al Más Allá, al Verdugo se le otorgaba Vida de forma ilimitada y libertad para utilizarla como prefiriera. De esta forma había conseguido desarrollar sus habilidades dentro de la disciplina de la magia más perfectamente que el resto de sus iguales.
En este día, sin embargo, el Verdugo no iba a utilizar los poderes de la magia. Al igual que el otro Vigilante del Templo, también él llevaba en el bolsillo de sus ropas grises una Herramienta, un artefacto diabólico creado por las Artes Arcanas de la Tecnología.
Intrigado por el artilugio que había estado estudiando toda la noche, el Verdugo lo extrajo para examinarlo con cuidado. Los muertos, atraídos por la curiosidad, se apretujaron a su alrededor, mirando el objeto con sobresalto y horror. Sobre lo que era y sus efectos, poseían una vaga idea, puesto que formaban parte del Creador de Todas las Cosas; sin embargo, encontraron aquel artefacto difícil de comprender, como quizá le sucedía también al Creador, quien en algunas ocasiones debía de lamentar haber concedido a la humanidad una inteligencia que, tan a menudo, era empleada en malévolas ocupaciones.
La noche anterior, el Patriarca Vanya había requerido al Verdugo a su despacho. Tras comunicarle sus órdenes, se había asegurado de que el brujo entendía exactamente lo que se pedía de él.
—Por haber regresado a este reino y hacer caer sobre él incontables peligros, se ha sentenciado a muerte al hombre llamado Joram —pronunció el Patriarca con voz sonora—. Ha embaucado a la gente para que lo proclamen Emperador y, por lo tanto, el resto de los
Duuk-tsarith
se ven obligados por estrictos juramentos a protegerlo. Tú, el Verdugo, has de considerarte por encima de estas leyes, ya que la Iglesia, la mayor autoridad del país, que existe con el beneplácito de Almin, ha decretado la muerte de Joram. Una vez se haya cumplido la sentencia, recuperarás la Espada Arcana y me la traerás inmediatamente para evitar que su presencia en el mundo cause más daño.
El Patriarca se había interrumpido aquí para recuperar aliento y examinar con cuidado al Verdugo, con el fin de asegurarse de que captaba enteramente el significado de las palabras.
—Además —había continuado el Patriarca, aspirando con fuerza por la nariz—, aunque la ejecución de Joram está innegablemente justificada, consideramos más conveniente, al hallarse la población nerviosa y agitada, dejar que la plebe crea que el Emperador ha encontrado la muerte a manos del enemigo. Un hombre llamado Menju el Hechicero, un criminal a quien tú mismo arrojaste al Más Allá, irá en busca de Joram al Templo de los Nigromantes: prueba fehaciente, como supondrás, de que nuestro Emperador piensa traicionar a su pueblo. Resultaría muy beneficioso para todos los interesados si los dos, Joram y este Hechicero, tuvieran una riña que finalizara con la muerte del Emperador.
El Verdugo, comprendiendo perfectamente, había inclinado la cabeza en señal de asentimiento y había abandonado al Patriarca sin pronunciar una palabra.
El brujo penetró en un Corredor y abandonó El Manantial, viajando a través del tiempo y del espacio hasta que llegó a las cámaras subterráneas secretas de la Orden de los
Duuk-tsarith
. Tras informar de lo que necesitaba a los guardianes, al Verdugo se le permitió el acceso inmediato a ciertos aposentos sellados y separados de los demás. En aquellas habitaciones se procedía al estudio de los efectos personales confiscados a los cadáveres de los extraños humanos.
Varios miembros de los
Duuk-tsarith
, ocupados en ordenar y catalogar estas pertenencias, se inclinaron respetuosos ante uno que ocupaba una posición tan elevada dentro de su Orden, y dejaron a un lado su trabajo para permitirle que examinara los objetos. Al brujo no le interesaban los extraordinarios aparatos para el control del tiempo, ni las feas alhajas, ni los pedazos de pergamino que habían capturado imágenes de otros extraños humanos, en su mayoría hembras y niños; apartó a un lado todo esto sin dedicarle una mirada. Su atención se centraba únicamente en las armas.
Aunque él no había nacido dentro del Noveno Misterio, estaba familiarizado con las herramientas de las Artes Arcanas, ya que habían sido objeto de su estudio, como casi todo en este mundo. Examinó con mucho cuidado el alijo de armas, observando detenidamente cada una pero con mucho cuidado de no tocarlas. De cuando en cuando hacía alguna pregunta a alguno de los
Duuk-tsarith
que permanecían respetuosamente a poca distancia de él. No obstante, el Verdugo descubrió que sabía tanto, o en algunos casos incluso más, sobre ellas que sus informadores.
A pesar de no haber participado en la batalla, la había contemplado con interés, advirtiendo la letal rapidez con que las armas que lanzaban los rayos de luz podían matar. Éstas fueron las que estudió primero. Lo bastante pequeñas para caber en la palma de la mano, aquellos artilugios metálicos no ofrecían la menor indicación, al menos exteriormente, de cómo se las hacía funcionar.
El Verdugo empezaba a pensar que tendría que confiar su suerte a una de éstas de todas formas, con la esperanza de no incinerarse a sí mismo por accidente mientras intentaba averiguar cómo se accionaban, cuando se encontró con algo que convenía más a su propósito: un arma de proyectiles.
Se había instruido sobre ellas en los antiguos libros de las Artes Arcanas, y, aunque por lo que se sabía, no se había construido jamás en Thimhallan ninguno de aquellos artefactos, se habían formulado teorías y todavía existían algunas toscas descripciones de cómo funcionarían. Esta arma era, desde luego, mucho más compleja que ninguno de los dibujos que el Verdugo hubiera visto, pero dio por sentado que su diseño se basaba en los mismos principios.