Cadáveres sobre la hierba chamuscada...
Diminutos cuerpos peludos cubriendo el suelo del desván...
¡Culpa
mía
! ¡Por
mi
causa! ¡La Profecía se está cumpliendo a pesar de mis esfuerzos! ¡A lo mejor es que no existe
posibilidad
de detenerla! Quizá no tengo elección y estoy siendo arrastrado inexorablemente hasta el borde del precipicio...
—¡Maldito seas! —exclamó, mirando a la oscura y sombría bóveda celeste—. ¿Por qué me afliges así?
En un arranque de desesperación y amarga cólera, estrelló el puño contra el tronco de un joven abeto rojo.
—¡Uuuuf! —jadeó el abeto y, con un grito de dolor, se vino hacia adelante. Ramas y hojas convulsionadas, el árbol se quedó tumbado a los pies de Joram entre gemidos lastimeros.
—¡Diantre! —gimió el abeto—. ¡Me has matado!
El aire empezó a relucir alrededor del árbol, hasta finalmente adquirir forma, de manera imprecisa primero, y acabar convirtiéndose en la figura postrada de Simkin. Apretándose el estómago con fuerza, éste empezó a rodar por el suelo, con las ropas desordenadas, hojas enganchadas en el pelo y la barba y el pañuelo de seda naranja atado alrededor del cuello.
—¡Simkin! ¡Lo siento! —Joram contuvo un fuerte deseo de echarse a reír y ayudó al joven a ponerse en pie—. Perdóname. No sospechaba que ese árbol fueras tú.
Se le escapó una risita ahogada. Notando que en ella asomaba una nota de histeria, Joram la reprimió con fuerza, pero, sin embargo, sus labios pugnaban por dejar escapar una carcajada mientras ayudaba al desfallecido y vapuleado Simkin a entrar en la casa.
—¡Almin bendito! —exclamó lady Rosamund al encontrárselos en el vestíbulo—. ¿Qué ha sucedido? ¡Simkin! ¿Estás bien? ¡Oh, Dios mío! ¡Y la
Theldara
acaba de irse!
Respirando lastimosamente, el joven contempló a lady Rosamund con ojos Henos de dolor, articuló la palabra
coñac
y se desvaneció, desplomándose hecho un ovillo sobre el suelo.
Joram, Mosiah y el príncipe Garald llevaron al desmayado muchacho, con bata de brocado rojo, cuello bordeado de piel, zapatillas arrolladas en la punta, y todo lo demás, a la salita de estar. Lady Rosamund los siguió agitando las manos impotente, mientras llamaba a Marie hecha un mar de confusiones y, en general, sembraba la alarma por toda la casa.
—¿Qué le ha sucedido? —preguntó Garald mientras dejaba caer a Simkin, sin demasiados miramientos, sobre un sofá.
—Lo golpeé —respondió Joram ceñudo.
—¡Ya era hora! —masculló Mosiah.
—No quería hacerlo. Estaba allí en el jardín, disfrazado...
—¡Oooohhh! —gimió Simkin, recostándose en el sofá y echándose un brazo sobre el rostro—. ¡Muero, Egipto, muero!
—¡No te estás muriendo! —replicó Garald disgustado, al tiempo que se inclinaba para examinar al desfalleciente joven—. Simplemente te han dejado unos pocos segundos sin respiración. Incorpórate, te sentirás mejor.
Simkin apartó al príncipe a un lado con un gesto débil, y le hizo una señal apenas perceptible a Joram para que se acercara.
—Te perdono —murmuró lastimero, respirando trabajosamente como una trucha recién pescada—. Después de todo, ¿qué es el asesinato entre amigos? —Paseó la mirada vagamente por la habitación—. ¡Mi querida señora! Lady Rosamund, ¿dónde estáis? Mi visión se nubla. ¡No puedo veros! ¡Esto se acaba deprisa!
Extendió una mano insegura en dirección a lady Rosamund, que se hallaba junto a él. Con una mirada de incertidumbre al príncipe Garald y a su esposo, la buena mujer tomó entre las suyas la mano del joven.
—¡Ah! —suspiró éste, colocando la mano de ella sobre su frente—. ¡Qué agradable sensación el marchar hacia el cielo sintiendo el dulce contacto de una mano femenina! Bendita seáis, lady Rosamund. Disculpadme por ensuciar vuestra salita con mi cadáver. Adiós.
Sus ojos se cerraron, su brazo quedó colgando y su cabeza cayó sobre los almohadones del sofá.
—¡Santo cielo! —Lady Rosamund se quedó muy pálida y dejó caer la mano que sostenía.
Simkin abrió los ojos y levantó la cabeza.
—No os molestéis por celebrar últimos ritos. —Sujetó de nuevo la mano de lady Rosamund—. No es necesario. He llevado... la vida de un santo. Lo más probable... es que me canonicen. Adiós.
Puso los ojos en blanco. La cabeza cayó hacia atrás, y la mano quedó inerte.
—He traído el coñac, señora —anunció Marie en voz baja, entrando en la habitación.
Uno de los ojos se abrió. La mano se agitó ligeramente. Una voz murmuró, apenas audible, desde las profundidades de los almohadones del sofá:
—¿Local o importado?
—¡Todo un sobresalto, os lo aseguro! —exclamó Simkin con honda emoción—. Ahí estaba yo de pie en el jardín, respirando profundamente el agradable aire de la tarde cuando ¡zas! ¡Me siento golpeado de repente y con fuerza en pleno diafragma.
Cubierto con el propio chal de seda de lady Rosamund, su cuarta copa de coñac —importado— flotando al alcance de la mano, el joven se sentaba, apoyado en innumerables cojines, recuperado por completo de la «caricia de la muerte».
—Ya me he disculpado —observó Joram, sin molestarse en ocultar la sonrisa cuyo cálido brillo iluminaba su mirada melancólica. Con una mueca, levantó la mano para mostrar los nudillos contusionados a causa de su impacto contra el tronco del árbol—. Yo me causé tanto daño como tú.
—¡Al parecer no es sólo mi lengua la que es peligrosa! —replicó Simkin mientras tomaba un sorbo de coñac.
Joram lanzó una carcajada, era un sonido tan inesperado que el Padre Saryon, que entraba en la habitación en aquel momento tras haber visitado a Gwen, se quedó mirando a su amigo con asombro. Sentado en una silla cerca del sofá en el que descansaba Simkin rodeado de comodidades, Joram parecía, por primera vez desde su regreso, haber olvidado sus problemas y hallarse relajado.
—Perdonad al Bufón sus pecados —murmuró el catalista, quien no podía deshacerse de la costumbre de comunicar con una deidad en la que no creía.
—Y yo acepto tus disculpas, querido muchacho —concedió Simkin y estiró una mano para palmear la rodilla de Joram—. Pero
supuso
un verdadero susto —añadió con una mueca de dolor y se tomó un nuevo coñac para reconfortarse—. ¡Especialmente si se tiene en cuenta que he venido aquí con el expreso propósito de traerte buenas noticias!
—¿Cuáles son? —preguntó Joram, perezosamente, al tiempo que guiñaba un ojo al príncipe Garald, quien sacudió la cabeza con divertida indulgencia y se encogió de hombros.
En aquellos momentos era ya muy entrada la noche, o por la mañana muy temprano, según el punto de vista de cada uno. Lady Rosamund, agotada por los sucesos del día, se había retirado a la cama ayudada por Marie. Lord Samuels sugirió que los caballeros se reunieran en la salita con Simkin, para no tener que mover al inválido, y disfrutaran de un coñac también ellos antes de
ir
a acostarse, posponiendo, por algunos momentos, las consideraciones sobre lo que les depararía el nuevo día.
—¿Qué noticias? —repitió Joram, sintiendo cómo el licor le caldeaba la sangre de la misma forma que el fuego le calentaba el cuerpo. El sueño empezaba a adueñarse de él, sus suaves manos le entrecerraban los ojos y le murmuraban dulces palabras al oído.
—He descubierto un modo de curar a Gwendolyn —anunció Simkin.
Sobresaltado, Joram se irguió en su asiento, derramando su coñac.
—Eso no es divertido, Simkin —respondió lentamente.
—No tengo la menor intención de serlo.
—Creo que lo mejor será que abandones el tema, Simkin —aconsejó el príncipe Garald con cierta severidad. Su mirada pasó de Joram a lord Samuels, quien había apartado su copa a un lado con mano temblorosa—. Estaba a punto de sugerir que nos retiráramos ya, de todas formas. Algunos de nosotros, al parecer, ya lo han hecho —observó a Mosiah, que dormía en su sillón.
—Estoy hablando totalmente en serio —replicó el joven, dolido.
Garald perdió la paciencia.
—Ya te hemos soportado tus tonterías demasiado tiempo. Padre, podríais...
—
No son
tonterías.
El muchacho apartó a un lado la manta y se sentó en el sofá. Aunque hablaba a Garald, no miraba al príncipe. Su mirada descansaba sobre Joram con una extraña expresión, medio solemne, medio burlona, como si lo desafiara a negarse a creerle.
—Explícate, entonces —pidió sucintamente Joram, jugueteando con la copa de coñac que tenía en la mano.
—Gwendolyn habla con los difuntos. Evidentemente es una regresión a los antiguos Nigromantes. —Se removió para colocarse en posición más cómoda—. Ahora bien, por la más pura de las coincidencias, esta circunstancia era compartida por mi hermanito Nate. ¿O era Nat? Sea como fuere, acostumbraba a recibir a toda una variedad de fantasmas y espíritus cada noche, lo cual preocupaba enormemente a mi madre, sin mencionar lo pesado que resulta que te despierten constantemente con el ruido de cadenas, el restallar de látigos y el ulular de aullidos y gemidos sobrenaturales. ¿O eso ocurrió cuando la tía Betsy y el tío Ernest vinieron a pasar la luna de miel con nosotros?
»No importa —siguió con rapidez al ver que el rostro de Joram se ensombrecía cada vez más—, uno de los vecinos sugirió que lleváramos al pobre Nat... ¿Nate? —refunfuñó—. Estoy seguro de que es así. ¿Dónde estaba? ¡Oh, sí! Bueno, se llame como se llame, llevamos al chiquillo al Templo de los Nigromantes.
Joram, que había estado mirando al interior de su copa de coñac con expresión impaciente, escuchando sólo a medias, levantó los ojos hacia Simkin.
—¿Qué has dicho?
—¿Lo veis?, nadie me presta atención jamás —se quejó el joven en tono compungido—. Mencionaba el hecho de que llevamos al pequeño Nate al Templo de los Nigromantes, situado encima de El Manantial, en la misma cima de la montaña. Ya no se utiliza, desde luego. Pero en una ocasión fue el centro de la Orden de la Nigromancia, en la época antigua. Los difuntos venían a él desde kilómetros de distancia, según he oído, para actualizar sus conocimientos en cuestión de cotilleos.
Haciendo caso omiso de Simkin, Joram se volvió en dirección al Padre Saryon, ardía con tanta fuerza la esperanza en aquellos ojos sombríos que el catalista se maldijo por tener que sofocar la llama.
—Debes quitarte esa idea de la cabeza, hijo mío —respondió de mala gana—. Sí, el Templo está allí, pero no es más que columnas y muros de piedra ruinosos. Incluso el altar está derruido.
—¿Y qué? —preguntó Joram, que se echó ansioso hacia adelante en su asiento.
—¡Déjame terminar! —exclamó Saryon con inesperada severidad—. ¡Se ha convertido en un lugar maligno e impío, Joram! Los catalistas intentaron devolverle la santidad, pero fueron expulsados de allí, según los informes, y regresaron contando cosas horribles. O lo que es peor, ¡algunos no regresaron jamás! ¡Finalmente, el Patriarca declaró que el Templo estaba maldito y prohibió que nadie fuera allí!
Joram echó a un lado sus palabras.
—El Templo está encima de El Manantial, encima del Pozo de la Vida, ¡el lugar de donde procede la magia de este mundo! Su poder debe de haber sido muy grande.
—
¡Antes!
—recalcó Saryon. Posó su mano sobre el brazo de Joram y percibió su nerviosa excitación—. Hijo mío —siguió, con la mayor seriedad—. Daría cualquier cosa para poder decir que sí, que en ese antiguo y santo lugar, Gwendolyn podría encontrar la ayuda que precisa. ¡Pero no es así! ¡Si había un poder allí, murió con los Nigromantes!
—¡Y ahora ha regresado un Nigromante! —Joram apartó su brazo del contacto del Padre Saryon con suavidad y firmeza a la vez.
—¡Uno que es indisciplinado e inexperto! —protestó el catalista decepcionado—. Uno que está, perdóname, Joram, ¡loco!
—Se dice que es un lugar espantoso —apuntó lord Samuels despacio, sus ojos reflejaban la luz de la esperanza de Joram—. ¡Pero debo admitir que parece una buena idea! Podríamos llevar a los
Duuk-tsarith
para protegernos.
—¡No, no! —denegó Simkin, sacudiendo la cabeza—. No serviría de nada. Esos horripilantes Señores de la Guerra son más espectrales que los mismos fantasmas. Joram y Gwen deben ir solos, o quizá con nuestro calvo Padre, aquí presente, quien puede ser útil para interceder con los Poderes de la Oscuridad, si es que hay alguno agazapado por allí. Todo irá perfectamente, os lo aseguro; así ocurrió con el pobrecillo Nate, que se curó por completo. —Lanzó un suspiro desgarrador—. Al menos supusimos que así fue. Nunca tuvimos la certeza. ¡Bailaba lleno de alegría por entre las piedras cuando su pie resbaló y rodó por la ladera de la montaña!
Se secó los ojos con el pañuelo de seda naranja y luchó valientemente por reprimir las lágrimas.
—No pretendáis consolarme —sollozó con voz ahogada—. Ya está. Puedo soportarlo. Debes ir mañana al mediodía cuando el sol está justo encima de la montaña.
—¡Joram, me opongo a ello! —Saryon continuó con sus objeciones—. El peligro es...
—¡Bobadas! —soltó Simkin despectivo y se recostó en los mullidos almohadones con un bostezo—. No hay que olvidar que Joram
tiene
la Espada Arcana para protegerse.
—¡Claro! ¡La Espada Arcana! —Joram miró al catalista, triunfante—. ¡Si existe una magia maligna en ese lugar, Padre, la espada nos protegerá!
—Por completo. Acude mañana, antes de la batalla —repitió Simkin, jugueteando distraídamente con la manta.
—¿Por qué tanta insistencia en que sea mañana? —preguntó Garald, suspicaz.
Simkin se encogió de hombros.
—Tiene sentido. Si Gwen consigue librarse de los ratones de
su
azotea, no pretendo ofenderte, querido amigo, quizá podría establecer contacto con aquellos que nos dejaron hace tiempo. Los difuntos nos podrían ayudar en el inminente altercado. Por otra parte, Joram, piensa también en el alivio que significaría iniciar la lucha sabiendo que a tu regreso te recibirá una amante esposa, que, normalmente,
no
se dedica a destrozar vitrinas llenas de porcelana.
Joram se mordió el labio para mantener silenciada la lengua durante esta última perorata, su expresión correspondía a la de quien sufre los tormentos de un espíritu condenado. Nadie más habló, y la habitación se colmó de un silencio preocupado e inquieto, lleno de palabras no pronunciadas.
El príncipe Garald, que miraba fijamente a Simkin con el ceño fruncido, como si desease perforar la recostada cabeza con los ojos, abrió la boca para hablar pero luego cambió de idea y cerró los labios con fuerza. El Padre Saryon sabía lo que el príncipe quería decir, él mismo no se atrevía a decirlo: ¿A qué está jugando Simkin ahora? ¿Qué es lo que trama? Y por encima de todo, ¿qué cartas posee y no descubre?