—¡Maldición! —masculló el príncipe por lo bajo, dando la espalda a los nobles para mirar hacia la ventana, las manos cruzadas por detrás—. ¡Creí que lo había convencido de no acudir!
—Quizás esté paseando por el jardín —sugirió lord Samuels.
—¡Ya lo he comprobado! ¡No está! ¡Y el Padre Saryon y Gwendolyn también se han marchado! —Acercándose más a Garald, Mosiah fingió escudriñar el jardín—. ¡Aún hay una noticia peor! —murmuró—. ¡Simkin también se ha esfumado!
—Lord Samuels, interrogad a los criados —ordenó el príncipe sin alzar la voz—. Preguntad si alguno de ellos ha visto a Joram o al Padre Saryon esta mañana. Intentad hacerlo sin alarmar a nadie —añadió, pero ya era demasiado tarde. Antes de que pudiera detenerlo, el enloquecido lord atravesó a toda velocidad el salón y salió corriendo al pasillo, llamando a los criados. Los nobles lo observaron mientras salía, con rostros cada vez más fríos y severos.
—¡Príncipe Garald! —exclamó en voz alta el conde Marat—. ¡Insisto en saber qué está pasando! ¿Dónde está el Emperador?
—¿Dónde está el Emperador? —El grito se hizo unánime, y estalló el caos; todos hablaban a la vez sin que nadie consiguiera hacerse escuchar.
—¡Silencio! —rugió Garald por fin, y el clamor se fue apagando—. ¡Cualquiera pensaría que éramos un tropel de hadas y duendes que se habían vuelto locos! —añadió con severidad—. Mosiah me acaba de comunicar que la esposa del Emperador se encuentra gravemente enferma esta mañana y no quiere abandonarla. Lord Samuels acaba de enviar a los criados en busca de la
Theldara
. El anfitrión me ha comunicado también que el almuerzo está servido y sugiero que aprovechemos la oportunidad. El Emperador se reunirá con nosotros tras la comida. Señorías, por aquí. Los criados os mostrarán el camino. Gracias, adelantaos sin mí. Estaré con vosotros en un momento.
Con un intercambio de sombrías miradas y sin dejar de gruñir entre ellos, los nobles y los Supremos Señores de la Guerra de Merilon abandonaron despacio la habitación. Aquellos que hicieron intención de quedarse fueron acompañados educadamente pero con firmeza fuera de allí por los Señores de la Guerra del príncipe Garald. Una vez el tumulto hubo desaparecido, el príncipe indicó con un gesto a los
Duuk-tsarith
que sellaran la puerta.
—Esperad fuera —les ordenó Garald—. Dejad entrar a lord Samuels, pero a nadie más.
Los
Duuk-tsarith
se desvanecieron en el aire, dejando al príncipe, al Cardinal Radisovik y a Mosiah solos en la habitación. La luz del sol brillaba a través de los numerosos ventanales, esparciéndose sobre el suelo de mármol e iluminando los mapas enrollados que descansaban sobre la mesa. Nadie habló. Radisovik observó interrogador al príncipe, pero Garald, que jugueteaba nervioso con las cartas geográficas, se negó a atender la mirada de su ministro. Mosiah procuraba mantenerse calmado y esperar, pero se agitaba nervioso apoyando el peso de su cuerpo sobre uno u otro pie, al tiempo que se secaba las sudorosas palmas de las manos en su uniforme de arquero. Todos levantaron la vista aliviados cuando lord Samuels reapareció, llevando a una sofocada doncella con él.
Avergonzada de estar ante la presencia del príncipe, la doncella habló de forma incoherente al principio. Se necesitó bastante tiempo para que los modales educados y corteses de Garald consiguieran tranquilizarla para responder a las preguntas.
Sí, había visto al Emperador. Estaba cambiando la ropa de las camas aquella mañana cuando lo vio, con una capa de viaje, entrando en la habitación del Padre Saryon. Un poco más tarde, vio salir a ambos de la cámara del catalista y atravesar el vestíbulo. Los oyó hablar con lady Gwendolyn.
Sí, el Emperador parecía nervioso, pero ese sentimiento reinaba en la casa. Ella misma estaba tan trastornada que era un milagro que no cayera redonda al suelo.
Sí, ahora que lo pensaba, el Padre Saryon también parecía agitado. Estaba muy pálido y andaba como si fueran a arrojarlo al Más Allá. Eran unos tiempos terribles, como le había estado comentando ella a la cocinera aquella misma mañana.
No, no recordaba haber visto al joven de ropas llamativas que lucía barba, lo cual le resultaba un alivio debido a ciertas cosas algo chocantes que él le había insinuado la noche anterior y que esperaba no verse obligada a oír nunca más, pues tendría que despedirse.
—Gracias, querida —repuso el príncipe Garald con cierta brusquedad. Con una reverencia y una mirada furtiva en dirección a Mosiah, la doncella abandonó la estancia. Los
Duuk-tsarith
volvieron a sellar la puerta—. Bien, es evidente —continuó Garald con un pesaroso suspiro— que Joram ha ido al Templo y se ha llevado al Padre Saryon y a Gwendolyn con él.
—¿Templo? ¿Qué Templo, Alteza? —preguntó el Cardinal Radisovik, desconcertado.
—El Templo de los Nigromantes.
—¡Que Almin los proteja! —exclamó con fervor el Cardinal, haciendo una señal para ahuyentar al demonio.
—Os pido disculpas, Divinidad, pero no creo que Almin pueda ser de gran ayuda —replicó Mosiah—. Creo que deberíamos acudir nosotros también. Es una especie de trampa, ¿verdad, Alteza?
—¡No lo sé! —soltó Garald, paseando malhumorado por la habitación—. La historia de Simkin sobre Nat o Nate es, manifiestamente, una mentira, sin embargo contenía la suficiente verdad en ella como para que Joram lo creyera. Y otros también, añadiría yo. —Dirigió una rápida mirada a lord Samuels, que permanecía apartado de ellos y miraba, sin ver, al jardín.
—¡Si mi hija
es
una Nigromante, ese Templo podría ser quizás el único lugar de este mundo donde podría encontrar auxilio!, milord —volvió un rostro angustiado hacia el príncipe—. Si nos entrometemos, Alteza, podríamos estropearlo todo.
—¡O podríamos salvar sus vidas! —interpuso Mosiah—. Podríamos utilizar un Corredor, Alteza, y asegurarnos de que no existe peligro. Después de todo, Simkin
estuvo
con el enemigo.
—¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Lo sé! —exclamó Garald con impaciencia, al tiempo que daba un golpe en la mesa con su mano—. ¡Conozco a ese joven! ¡Sé que se jugaría el alma, la de Joram y la de todos los habitantes de este mundo, si deseara alguna cosa, incluso una gallina bailarina o una patata hervida si así se le antojara!
—En cuyo caso —apuntó el Cardinal Radisovik en voz pausada—, Joram está corriendo un riesgo. Es posible, Garald, que Mosiah tenga razón.
Una figura negra apareció en el centro de la Sala de Guerra, cayendo sobre ellos con la brusquedad de un trueno. Las manos del
Duuk-tsarith
estaban cruzadas con fuerza ante él, según la costumbre, aunque se entrelazaban con demasiada fuerza y los dedos se crispaban por la tensión. Su voz, cuando habló, se notaba aún más tensa.
—¡Alteza, el enemigo se ha puesto en movimiento!
—¿Qué? —preguntó Garald asombrado—. ¿Se van?
—No, Alteza. Están... Una luz brillante y cegadora explotó ante sus ojos. Los grandes ventanales de cristal estallaron y sus pedazos cayeron al interior del salón. La habitación fue barrida por una lluvia de fragmentos de vidrio. Los cuadros cayeron de las paredes y las paredes mismas se resquebrajaron y combaron. Una enorme viga del techo se soltó y pandeó. Los cimientos mismos de la casa temblaron y se estremecieron.
Explosiones que sonaban cercanas completaron el mensaje que el Señor de la Guerra, muerto en el suelo, con el cuerpo cubierto de pedazos de cristal, no finalizó.
Merilon estaba siendo atacada.
La residencia de lord Samuels sufrió una nueva convulsión. El reloj de cristal, que había soportado la primera onda expansiva, cayó de la repisa de la chimenea, y su estuche de cristal se rompió en cien relucientes pedazos. Libre de sus confines, el diminuto sol rodó debajo de la alfombra, y también el minúsculo mundo fue a parar entre las cenizas de la chimenea.
El Templo de los Nigromantes ocupaba un lugar privilegiado en el mundo, situado en la misma cima de El Manantial, la montaña más alta de Thimhallan. El terreno sobre el que estaba construido había sido allanado mediante la magia, pero el Templo parecía colgar de un escarpado risco en vez de descansar firmemente sobre roca sólida. Esta impresión se debía sin duda a un efecto óptico, acrecentado por el hecho de que el Templo y su Jardín ocupaban el único terreno llano que existía a aquella altura de vértigo.
Según la leyenda, el Templo de los Nigromantes había sido labrado en la misma roca de la montaña por los muertos. El conjunto de la cima formaba la pared posterior del Templo, cuya forma recordaba a una cueva; el pico, que había sido alterado mágicamente y se elevaba con elegancia hacia las nubes, constituía su techo. Las dos paredes laterales, una mirando al este y la otra al oeste, estaban construidas a partir de la pared posterior; siguiendo las líneas naturales de la montaña, cada una de ellas se alzaba sobre escarpados precipicios. El Jardín del Patriarca Vanya —al que en aquellos momentos se denominaba la
cima
del mundo— en realidad se ubicaba ciento cincuenta metros más abajo.
El pórtico de columnas del Templo, encarado hacia el norte, daba a una gran extensión circular de terreno llano. Aquí se habían colocado un gran número de losas formando una rueda; nueve senderos laterales eran los nueve radios que llevaban desde el sendero exterior hasta el enorme altar de piedra situado en el centro de este círculo. Los símbolos de los Nueve Misterios se grababan uno en cada uno de los senderos laterales, y el conjunto de ellos volvía a repetirse, esculpidos en el altar de piedra.
Toda esta zona había recibido un cuidado esmerado con anterioridad. Existían cómodos bancos de madera colocados a intervalos regulares alrededor del centro de la rueda, y en los sectores que separaban los nueve radios entre sí habían florecido macizos de flores, que las pacientes manos de los druidas habían conseguido hacer crecer a pesar de aquella elevada altitud.
A este Jardín, que en una ocasión había sido muy hermoso, a este magnífico escenario, venían las gentes de todo Thimhallan para consultar, pedir consejo o simplemente hacer una cordial visita a sus difuntos. Los Nigromantes —nacidos en el Misterio del Espíritu y a quienes Almin permitía residir en los dos mundos, el de los vivos y el de los muertos— actuaban como intérpretes y llevaban los mensajes de un mundo al otro.
Estos personajes habían representado una Orden muy poderosa; se rumoreaba que la más poderosa de Thimhallan en la época de las Guerras de Hierro. Se sabía que, en ocasiones, una palabra de los muertos había derribado tronos y casas reales. Los
Duuk-tsarith
, que no le temían a nada vivo, temblaban cuando se acercaban a los Jardines de los Nigromantes. Entre algunos de los gobernantes, sus Señores de la Guerra y sus catalistas, se había despertado la envidia por aquel poder.
Nadie conocía con exactitud cómo habían perecido los Nigromantes durante las Guerras de Hierro. Había sido una época muy confusa. Infinidad de gente había perdido la vida durante aquel sangriento conflicto. Los Nigromantes siempre habían sido una secta muy reducida; nacía muy poca gente dentro del Misterio del Espíritu, y aún en menor número poseían la disciplina necesaria para poder soportar una vida de muerte. Resulta fácil comprender cómo un grupo tan pequeño pudo perecer sin que nadie se diera cuenta de su desaparición.
Baste con decir que, al final de la guerra, los catalistas anunciaron que los Nigromantes habían sido exterminados. Se acusó a los practicantes de las Artes Arcanas, a los Tecnólogos, de haberlos asesinado, de la misma forma en que se los acusó de todo lo malo que había acontecido en Thimhallan durante el último siglo.
Pocos echaron de menos a los Nigromantes. Los que habían perecido en el país —y eran muchos— en general habían sufrido muertes horribles. Los supervivientes se sintieron muy felices de poder apartar de su mente todo aquel dolor y continuar viviendo, lo cual, en muchos casos, ya suponía una ardua tarea.
Si algunos se extrañaban de que no nacieran más niños dentro del Misterio del Espíritu, hubieran debido preguntar a los catalistas, a los
Duuk-tsarith
o a los padres de niños que oían voces no audibles para otros o que hablaban con amigos ausentes. En estos casos, los niños o bien superaban aquella extraña fase al crecer o, si la
etapa
persistía, desaparecían.
Lo que el Padre Saryon comentó sobre el Templo era verdad: la gente tenía prohibido pisar sus terrenos. Pero, sin afán de desacreditar la palabra del catalista, quien, sin duda, sólo repetía los chismorreos oídos en El Manantial,
no
era cierto que una maldición hubiera caído sobre el Templo,
ni
que ciertos poderosos catalistas la hubieran levantado al no haber regresado nunca.
En realidad, nadie se había preocupado por averiguar lo ocurrido. La única maldición que había caído sobre el Templo de los Nigromantes consistía en el olvido.
Con las rojas ropas de su disfraz cubriéndolo hasta los tobillos, Menju el Hechicero salió con cautela del Corredor y pisó los terrenos, tanto tiempo abandonados, del Templo. Los
Thon-li
que lo habían conducido hasta allí se habían sentido terriblemente escandalizados de su deseo de viajar hasta aquel lugar y habían intentado disuadirlo con todas sus fuerzas. Sólo tras asegurar que se trataba de una emergencia en tiempo de guerra había conseguido convencerlos de que lo enviaran a su destino.
Sus miedos, no obstante, no habían servido precisamente para aumentar su confianza. Menju, sujetando con la mano la pistola sincrónica láser que mantenía oculta en el bolsillo y las palabras de un conjuro para rechazar a los muertos en sus labios, dirigió una rápida mirada a su alrededor y percibió al instante la auténtica naturaleza del lugar. Se tranquilizó entonces y lanzó un suspiro de alivio.
Aunque el sol brillaba en un cielo sin nubes, un halo de tristeza y melancolía flotaba sobre el Templo como una niebla espesa, proyectando una sombra casi imperceptible sobre los derruidos muros y las piedras desmoronadas. Reinaba también una quietud sobrenatural en aquel lugar, un silencio anormal, como si un incontable número de personas permanecieran allí de pie, aguantando la respiración, mientras aguardaban a que sucediera algo.
El Hechicero se estremeció con el tranquilo y frío aire de la montaña y guardó la pistola, riéndose de sus temores, aunque no dejó de ser una débil sonrisa. Finalmente se sentó en uno de los desmoronados bancos de piedra, con una brusquedad involuntaria, provocada por una repentina flojera en sus rodillas.