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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El Triunfo (40 page)

BOOK: El Triunfo
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—¡Qué espantoso será si ganáis!

¿Quién había hablado? Saryon había oído las palabras con tanta claridad como jamás había escuchado nada en su vida; sin embargo, hubiera jurado que estaba solo. Con un estremecimiento, paseó la mirada en derredor suyo.

—¿Quién está ahí? —exclamó con voz trémula.

No obtuvo respuesta. Quizá no había oído nada. Desde luego no lo acompañaba nadie, probablemente todos dormían en la casa.

—Estoy agotado —se dijo, y se secó las heladas gotas de sudor de la frente con la manga de la túnica—. El cerebro me provoca alucinaciones.

Intentó ponerse en pie, ordenó a su cuerpo que se alzara, pero éste permaneció sentado, la Mano lo sujetaba allí. Luego, ésta dirigió su vista al frente.

Ante los ojos horrorizados de Saryon apareció con toda claridad el resultado de la batalla:
todos
aquellos extraños humanos yacían muertos; los
Pron-alban
utilizaron su magia para cavar una enorme sepultura, y todos los cuerpos, todos los que se habían podido recuperar y no habían sido devorados por los centauros, acabaron en su interior y la tierra los cubrió por completo. Todo rastro de su existencia como seres humanos —como esposos, padres, hermanos, amigos— quedó eliminado. Al cabo de cien años nadie en el mundo del que habían venido los recordaba.

Pero Thimhallan sí lo hacía. Ni árboles, ni flores, ni hierba crecieron en aquella fosa común. Sólo hierbajos, nocivos y venenosos, brotaban en él. Era un pedazo de terreno corrompido que se extendió despacio pero inexorable por el mundo hasta que todo murió.

—Pero ¿cuál es la alternativa? —gritó Saryon en voz alta—. ¿La muerte? Es eso, ¿no es verdad? ¡No tenemos elección! ¡Es la Profecía! ¡La Profecía se ha cumplido! ¡No nos has dado elección!

La Mano que lo atenazaba se abrió de repente y Saryon fue consciente de una Presencia. Enorme y poderosa, llenaba la capilla de tal forma que sus paredes seguramente reventarían a causa de la presión. Y, sin embargo, era muy diminuta, estaba en cada mota de polvo que descendía del techo. Se componía a la vez de fuego y agua, que lo abrasaba y lo refrescaba. Resultaba espantosa y se encogió ante su vista, pero también afectuosa y deseó descansar la fatigada cabeza en su palma, suplicándole el perdón.

Perdón ¿por qué?

¿Por ser tan sólo un naipe en un gran juego cósmico que se realizaba para diversión de un único jugador?

¿Por haber sido atormentado y perseguido, por haber sido arrojado por encima de un precipicio?

La voz habló de nuevo, severa.

—No comprendes. No puedes comprender la mente de Dios.

—¡No! —jadeó Saryon—. ¡No comprendo! ¡Y no voy a servirte más de diversión! ¡Renuncio a Ti! ¡Te niego!

Saryon se puso en pie vacilante, y salió de la capilla tambaleándose. Una vez en el exterior, cerró la puerta con fuerza y se apoyó contra ella entre sollozos entrecortados. Pero mientras permanecía allí, manteniendo la puerta encajada con su cuerpo, percibió que jamás podría mantener aquella Presencia encerrada en aquella habitación. Le resultaba tan imposible negar su existencia como negar la suya propia. Estaba en todas partes a su alrededor... y en su interior.

Saryon se llevó la mano al corazón y hundió los dedos en su carne.

4. En un abrir y cerrar de ojos

Saryon luchaba frenéticamente para escapar de la profunda sima en que estaba atrapado. Unas paredes verticales que se elevaban a cada lado, le impedían ver el cielo; un turbulento río que se abría paso por entre los rocosos acantilados amenazaba con engullirlo en sus blancas y espumeantes aguas; las enredaderas se arrollaban a sus pies; las ramas de los árboles extendían sus dedos parecidos a garras para arrastrarlo de vuelta. Perdido y abandonado caminaba sin rumbo, buscando una salida. ¡De repente, allí estaba! Una hendidura en la escarpada pared rocosa, un atisbo de luz solar y de cielo azul. Parecía una ascensión fácil y, con renovadas fuerzas, se apresuró hacia el lugar.

En un principio resultó
fácil
y pronto dejó atrás el fondo de la sima, pero, desgraciadamente, no se pudo acercar más al cielo azul. Entonces tuvo la impresión de que cuanto más escalaba el agreste muro, más se elevaba el acantilado. La pared permitía cada vez menos el ascenso. Murciélagos negros caían en picado surgiendo de cuevas y se abalanzaban sobre él haciéndolo perder el equilibrio, amenazando con precipitarlo de nuevo al fondo del abismo. Sin embargo, no cejó en su empeño y, por fin, alcanzó la cima. Con un último esfuerzo, saltó por encima del borde y se encontró frente a un Ojo enorme e inmóvil.

Saryon se encogió ante el Ojo y apretó el rostro contra la roca. Mas sabía que no podía hallar ningún sitio en el que quedara oculto de éste.

—¡Arriba, catalista! —exclamó una voz.

Saryon levantó la cabeza. Junto a él se elevaba un árbol. Se recogió la túnica y empezó a trepar por el tronco, y, una vez estuvo camuflado entre sus verdes hojas, lanzó un suspiro de alivio. El Ojo no podía descubrirlo allí. Pero, justo mientras se reconfortaba con esta idea, las hojas se volvieron amarillas y, una a una, empezaron a caer al suelo. El Ojo lo encontró de nuevo. Entonces una rama se rompió bajo sus pies y luego otra.

—¡Padre! —Una mano le sacudía el hombro—. Es hora de levantarse.

Despertándose con un sobresalto, Saryon se agarró a aquella mano mientras el mundo se le escapaba de debajo de los pies; su apretón era fuerte y firme y se aferró a ella agradecido. No obstante, la mano lo soltó y el catalista volvió a caer sobre las almohadas, sintiéndose tan exhausto y magullado como si realmente se hubiera pasado la noche escalando precipicios.

Joram se dirigió a la ventana y abrió los postigos. Una luz fría y tristona procedente de un sol helado y blanquecino penetró en la habitación e hizo pestañear a Saryon.

—¿Qué hora es? —preguntó, parpadeando bajo el pálido resplandor.

—Falta una hora para el mediodía. Habéis dormido toda la mañana, catalista, y hay muchas cosas que hacer hoy.

—¿Lo he hecho? Lo siento —repuso Saryon y se sentó en la cama aturdido. Mantuvo el rostro vuelto de espaldas al sol. ¿Era aquél el Ojo? ¿Lo vigilaba?

¡Qué estupidez! No se trataba más que de un sueño.

Saryon abandonó el lecho, se lavó el rostro con agua fría y se vistió velozmente, consciente de la impaciencia, cada vez mayor, de Joram. Éste, que se paseaba por la habitación con una expresión ansiosa y febril en su rostro normalmente severo e impasible, se vestía con ropas de viaje, observó Saryon con desasosiego. Sobre los blancos ropajes llevaba una capa gris," y aunque Saryon no podía verla, sabía que debajo de ella Joram se ceñía con la Espada Arcana, sujeta a su espalda.

—Veo que has decidido acudir al Templo —comentó Saryon en voz baja. Se sentó al borde de la cama y empezó a atarse los zapatos. Pero, al inclinarse hacia adelante, lo asaltó una sensación de vértigo, y tuvo que detenerse unos instantes hasta que ésta hubo pasado.

—Nunca hubo ninguna decisión que tomar, resulta una acción inevitable. —Joram se dio cuenta de que Saryon descansaba, sin hacer nada—. ¡Daos prisa, catalista! —Hizo un ademán irritado con la mano en dirección a la ventana y a la luz del sol—. ¡Hemos de llegar hoy al mediodía, no mañana! Asegurasteis que vendríais con nosotros. ¿Lo afirmasteis seriamente? ¿O es toda esta lentitud parte de una artimaña sacerdotal para evitar la marcha?

—Os acompañaré —repuso Saryon despacio, al tiempo que levantaba los ojos de los zapatos para posarlos sobre Joram—. Deberías saber eso sin necesidad de preguntar, hijo mío. ¿Qué motivos te he dado para que dudes de mí?

—Sois un sacerdote. ¿No es ése motivo suficiente? —contestó Joram sarcástico y empezó a dirigirse hacia la puerta.

Poniéndose en pie, Saryon lo siguió.

—Joram, ¿qué sucede? —preguntó y posó su mano con suavidad en la manga de su blanca túnica—. No eres tú mismo.

—¡La verdad es que no sé qué otro podría ser esta mañana, catalista! —replicó Joram, apartando bruscamente el brazo de la mano de Saryon, pero, al ver la expresión preocupada del sacerdote, Joram vaciló y el severo rostro se dulcificó. Sacudió la cabeza mientras se pasaba los dedos por entre su espesa y negra cabellera—. Perdonadme, Padre —pidió con un suspiro—. No he dormido bien. Y presiento que no dormiré esta noche ni, a lo mejor, durante muchas noches venideras. ¡Todo lo que quiero es ir a ese lugar y encontrar algo que ayude a Gwendolyn! ¿Estáis listo?

—Sí, y comprendo cómo te sientes, Joram —empezó Saryon—, pero...

Éste lo interrumpió impaciente.

—¡No hay tiempo para eso, Padre! ¡Hemos de encontrar a Gwendolyn y partir antes de que Garald o cualquiera de esos estúpidos intente detenerme!

Se le endureció el rostro, y Saryon lo miró con fijeza, confuso ante aquel cambio. «Sin embargo, ¿por qué debería sorprenderme?», se interrogó con tristeza. «Lo presentía. He visto la luz del fuego de la fragua brillando en sus ojos. Es como si todos los años transcurridos, todos los sufrimientos y penalidades que le enseñaron a ser compasivo, le hubieran sido arrancados, como si
su
carne hubiera sido transformada en piedra.»

La sima de la que Saryon acababa de escapar se abrió ante él. Cada paso lo acercaba más al borde. «¡Tiene, tiene que haber una senda que se encamine en otra dirección! Deja que mire a mi alrededor y la encuentre.»

Una mano le oprimió el brazo, haciéndole daño.

—¿Adónde vais, catalista? ¡Es hora de marchar!

—¡Por favor, reconsidéralo! —titubeó Saryon—. ¡Tiene que haber otro camino, Joram!

El rescoldo de la fragua llameó, chamuscando al sacerdote.

—Vos debéis elegir —replicó Joram tajante—. O bien venís conmigo u os quedáis atrás. ¿Qué escogéis?

¡Una elección! Saryon estuvo a punto de soltar una carcajada. Podía divisar el sendero que se alejaba del precipicio y estaba bloqueado por rocas caídas hacía años. No podía retroceder.

—Te acompañaré —afirmó el catalista, inclinando la cabeza.

Un pálido sol inundó de luz la casa de lord Samuels por primera vez en muchos días. Centelleando cegadora sobre la superficie de la nieve que empezaba a derretirse, no resultaba una luz cálida ni alegre. El jardín estaba precioso bajo su blanco manto, pero se intuía una belleza letal. Las plantas estaban congeladas, cubiertas de nieve. El peso del hielo había partido enormes ramas de los árboles. Árboles gigantes se habían desgajado por la mitad.

A pesar de las incomodidades de aquel clima frío, las calles que daban acceso a la casa de lord Samuels estaban atestadas de gente, que se agitaban de un lado a otro, con la esperanza de poder ver a Joram, y pedían noticias a todos los que salían de ella. Una sucesión continua de Supremos Señores de la Guerra, Ariels, Maestres de los Gremios,
Albanara
y otros entraban y salían de la mansión desde el amanecer; los preparativos para la guerra estaban ya muy adelantados.

En el interior, lord Samuels, el príncipe, el Cardinal Radisovik, varios miembros de la nobleza y los Supremos Señores de la Guerra, se reunían en una de las salas de baile del piso superior, transformada a toda prisa en una Sala de Guerra.

El príncipe Garald, con mapas desplegados sobre una larga mesa, empezó a explicar sus planes a los jefes congregados ante él. Si observó que la atmósfera en el interior de la sala de baile era casi tan gélida como la del exterior, lo disimuló.

—Los atacaremos por la noche; caeremos sobre ellos surgiendo de la oscuridad mientras duermen. Se sentirán confundidos y actuarán desorganizadamente. Les pareceremos la continuación de una horrible pesadilla, de modo que utilizaremos primero a los Ilusionistas. Conde Marat, vos conduciréis vuestras fuerzas aquí —Garald indicó un grupo de cúpulas geodésicas que apareció por arte de magia bajo sus dedos—, y...

—Os ruego me disculpéis, príncipe Garald —lo interrumpió el conde con voz suave—. Vuestros planes parecen viables, pero el Emperador es nuestro jefe. He venido aquí esta mañana para discutir varios asuntos con él. ¿Dónde está?

El príncipe Garald lanzó una rápida mirada a uno de los
Duuk-tsarith
que flotaba como una sombra en un rincón. La capucha se estremeció ligeramente como respuesta. Garald frunció el ceño y se volvió hacia el conde Marat, que no se hallaba solo al presentar su exigencia. Muchos otros de los
Albanara
de Merilon meneaban la cabeza en señal de apoyo.

—El Emperador no ha dormido durante las últimas dos noches —replicó Garald con tranquilidad—. Puesto que lo que discutimos se ciñe a su estrategia, no consideré necesaria su presencia. No obstante —añadió al ver que el conde estaba a punto de decir algo—, he enviado a Mosiah a buscarlo. El Emperador debería estar aquí.

Unos golpes sobre la puerta sellada de la Sala de Guerra se interpusieron en su explicación.

Garald asintió con la cabeza y uno de los
Duuk-tsarith
retiró el sello mágico de la puerta. Todos se giraron hacia ella y se prepararon para inclinarse ante su Emperador, pero se encontraron únicamente con Mosiah que venía solo.

—¿Dónde está Jor... el Emperador? —exclamó Garald.

—Me ha enviado con un mensaje —tartamudeó el joven, dirigiendo una rápida mirada al príncipe.

—Me ha enviado con un mensaje,
Alteza
—lo reprendió el Cardinal Radisovik, aunque Mosiah no lo escuchó y continuó observando fijamente al príncipe.

—Es... hum... confidencial, Alteza. —Hizo un gesto con la mano, indicando que se colocaran cerca de la ventana.

El príncipe abandonó su posición inclinada sobre el mapa.

—¿Un mensaje? —repitió irritado—. ¿Le dijiste que hace media hora que lo esperamos? No va a... ¡Oh! Muy bien. Disculpadme, señorías.

Ignorando a los nobles, que cuchicheaban entre ellos, Mosiah se dirigió veloz hacia los grandes ventanales. El príncipe Garald y lord Samuels lo acompañaron, mientras los
Albanara
observaban con suspicacia cada uno de sus movimientos.

—¡Alteza! —dijo Mosiah en voz baja—. ¡Es casi mediodía!

—No necesito saber la hora —le espetó Garald. Entonces, la comprensión se abrió paso poco a poco, y se quedó súbitamente en silencio, los ojos clavados, muy a pesar suyo, en el reloj de cristal que descansaba en la repisa de una de las chimeneas del elegante salón. El diminuto sol atrapado en su interior había alcanzado casi su punto más alto y centelleaba con fuerza desde su arco, a medio camino de coronar un pequeño mundo.

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