Read El Triunfo Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El Triunfo (18 page)

BOOK: El Triunfo
7.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Creo que estáis en lo cierto, milord —corroboró Radisovik—. Probablemente a este gigante lo adiestraron para la batalla los Señores de la Guerra y todavía sigue confiando en ellos. Alguna otra
persona
, o alguna otra
cosa
, debe de haberlo lastimado.

El Señor de la Guerra dirigió unas tranquilizadoras palabras al gigante, de la misma forma que un padre consuela al niño que se ha hecho daño, ofreciendo curarle el brazo lastimado. El colosal ser se acercó de buena gana al brujo, llorando a raudales al sentirse objeto de atención, y le mostró el brazo, farfullando palabras incoherentes. Al ver la ardiente quemadura que cubría aquella enorme extremidad, Garald intentó de nuevo imaginar qué fuerza existía en aquel mundo que pudiera haber ocasionado tal lesión.

El mismo poder que podía romper una gruesa piedra en dos mitades, que podía hacer caer un carruaje del cielo y calcinar la carne del cuerpo de un hombre...

Criaturas de hierro.

El
Duuk-tsarith
movió una mano e hizo aparecer un ungüento sobre el brazo del gigante, que se extendió sobre éste con un efecto calmante a juzgar por la sonrisa que apareció en aquel rostro lloroso. Tras conjurar una pieza de ropa, el Señor de la Guerra envolvió luego deprisa la quemadura con un vendaje, acción destinada más bien a colmar la afición que aquellas infantiles criaturas sentían por aquel tipo de adornos que porque fuera a resultar particularmente útil para curar la herida. Una vez terminada su tarea, el Señor de la Guerra hizo un gesto en el aire, por encima de la frente del gigante, y luego regresó hacia ellos volando para informar.

—He colocado un hechizo hipnótico sobre el gigante —comunicó el
Duuk-tsarith
mientras su compañero retiraba el escudo mágico que rodeaba al príncipe y al Cardinal—. He convencido a ese ser que tiene que dar caza a lo que lo ha herido. Puesto que el conjuro está de acuerdo con las inclinaciones naturales del gigante, no creo que tengamos ningún problema.

—Excelente —replicó Garald. Su mirada se dirigió hacia el este, donde las columnas de humo eran cada vez más grandes, espesas y numerosas—. Debemos apresurarnos.

—Desde luego, milord. —El Señor de la Guerra pronunció una serie de palabras y utilizó su magia para hacer que Garald y el Cardinal se elevaran en el aire y colocarlos luego con cuidado sobre las anchas espaldas del gigante.

Garald se acomodó lo mejor que pudo, mientras arrugaba la nariz ante el olor que despedía el cuerpo sin lavar y cubierto de pieles del gigante. Éste demostró una intensa curiosidad por sus jinetes, y hubo un pequeño retraso mientras giraba la cabeza a uno y otro lado en un esfuerzo por verlos más de cerca. Su aliento resultaba aún más nauseabundo que el olor que despedía su cuerpo. Garald dio unas boqueadas mientras que el Cardinal se cubría la nariz con la manga de la túnica, cuando la boca desdentada y torcida en una sonrisa de la criatura se volvió hacia ellos.

Por fin, el
Duuk-tsarith
consiguió, mediante una orden impartida con voz severa, que el gigante se pusiera en marcha pesadamente. Señalando con la mano en dirección al humo para indicar hacia dónde deseaban viajar, los Señores de la Guerra empezaron a volar por delante del gigante, guiando sus torpes pasos.

Garald había temido que, a pesar del hechizo, la criatura se negara a acercarse al humo, a causa de la dolorosa quemadura que había sufrido. Pero a lo mejor el gigante no relacionaba el humo con el fuego, ya que avanzaba con pasos decididos, farfullando en un ininteligible idioma, que recordaba en gran manera al parloteo de un bebé presa de terrible excitación.

El príncipe, que apenas si le prestaba atención, se percató de repente de que el gigante intentaba contarles lo que había sucedido. Señalaba, una y otra vez, a su brazo herido, y en una ocasión con tanta fuerza que estuvo a punto de arrojar su carga al suelo. Agarrado precariamente a su asiento, ambas manos enredadas en el pelo sucio y enmarañado, Garald lamentó con amargura que nadie hubiera intentado comunicarse con aquellos seres humanos de descomunal tamaño. Mutados en su actual apariencia para luchar en la guerra, sus amos los habían abandonado, dejando que vagaran por las regiones salvajes del país hasta que se los necesitaba de nuevo. Las respuestas a las preguntas de Garald estaban guardadas en aquella enorme cabeza; el príncipe no guardaba la menor duda de que al gigante lo había atacado aquello que había masacrado a la población de Merilon.

Recorrieron con rapidez los kilómetros de terreno que había entre el Tablero roto y las columnas de humo, ya que el gigante avanzaba tan deprisa y con tanto entusiasmo y nerviosismo que los
Duuk-tsarith
se vieron obligados a ordenarle con severidad que fuera más despacio o de lo contrario perdería a sus pasajeros.

Desde su punto de observación, Garald, que inspeccionaba el Campo de la Gloria, divisó más cadáveres, y sus labios volvieron a cerrarse con fuerza a medida que aumentaba su ira. Percibió también otras señales de la presencia del enemigo: largas huellas serpenteantes de tierra revuelta que corrían tierra adentro, en dirección este. Al parecer este adversario no se detenía ante nada. Había arrancado grandes árboles de raíz y los había apartado a un lado; a otros más pequeños los había partido en dos y la vegetación aparecía pisoteada o incendiada. Era principalmente a ambos lados del rastro alargado donde se podían observar los cuerpos sin vida...

En un momento del viaje, cerca de los restos de un humeante bosquecillo, Garald descubrió un brillante centelleo, como un metal que reluciera bajo el sol. Se volvió para examinarlo, arriesgándose a caer de su precaria atalaya en el hombro del gigante. Parecía el cuerpo de un ser humano y, si no hubiera sido porque resultaba demasiado fantástico, el príncipe podría haber jurado que el cuerpo tenía la piel metálica.

Lo primero que pensó Garald fue detenerse e investigar, pero se vio obligado a abandonar la idea, puesto que el gigante —bajo la influencia del hechizo y de su propia excitación, que iba en aumento— sería difícil de detener y seguramente saldría corriendo si se lo dejaba solo. De todos modos cuando Garald llegó a esta decisión, el gigante ya los había alejado considerablemente de aquel ser, y aunque Garald miró hacia atrás ya no pudo ver ni rastro del bosquecillo y mucho menos del cuerpo que yacía bajo él.

«Lo más probable es que no tarde en averiguar qué es lo que está pasando», se animó torvamente, al observar que cada vez estaban más cerca de la más espesa de las columnas de humo.

De repente, a los oídos de Garald llegó, por encima de los balbuceos del gigante, un débil ruido sordo combinado con explosiones como las que creaban los Ilusionistas para asombrar a los niños durante las vacaciones. Una vez más, sintió cómo el estómago se le agarrotaba, la garganta le quedaba seca y las rodillas le temblaban, aunque esta vez el miedo se mezclaba con una extraña agitación, una curiosidad, un fuerte deseo de conocer lo que les esperaba más allá.

En ese momento, los
Duuk-tsarith
, que volaban frente al gigante, coronaron una escarpada colina y, súbitamente, aminoraron la marcha. Garald, que los observaba con atención, advirtió cómo las encapuchadas cabezas se miraban mutuamente. Le era imposible distinguir el rostro de los dos Señores de la Guerra pero, sin embargo, pudo percibir una sensación de incredulidad y de temor compartidos, emociones extrañas a aquella bien disciplinada secta.

Desesperado por contemplar lo que ellos veían, Garald se incorporó a medias, poniéndose en cuclillas sobre el hombro del gigante mientras éste alcanzaba la cima de la colina con gran estruendo. Mirando hacia adelante, Garald y el gigante descubrieron al mismo tiempo al enemigo. El gigante se detuvo bruscamente dejando escapar rugidos de furia, y Garald perdió el equilibrio, resbaló y cayó de espaldas en dirección al suelo. Por fortuna, su magia fue suficiente para sostenerlo y utilizó su Fuerza Vital para mantenerse en el aire, flotando justo por encima de las copas de los árboles que cubrían la cima de la colina.

Al mirar hacia abajo, vio al enemigo.

Criaturas de hierro.

14. Legiones de Muertos

Se arrastraban por la superficie de la tierra, en apariencia ciegos como topos, dejando tras ellos muerte y desolación. Aniquilaban todo a su paso. Garald observaba, aturdido y horrorizado, mientras las cabezas de aquellas criaturas giraban a un lado y a otro, y allí donde la cabeza dirigía su vista aparecía la muerte con la velocidad del rayo.

Se movían de forma coordinada y decidida. Veinte o más de aquellos monstruos convergían en aquellos momentos desde diferentes posiciones situadas al norte, y, una vez reunidos, empezaron a moverse en línea recta, separados unos de otros por unos diez metros de distancia. Detrás de las horribles criaturas se movían cientos de seres humanos. Al menos a Garald le pareció así ya que tenían piernas, brazos y cabezas, y andaban erguidos, aunque su cuerpo era metálico. Podía verlo brillar bajo el sol y eso le trajo a la memoria el cadáver que yacía entre los árboles.

Por lo menos se los puede matar, fue su primer pensamiento. El segundo, y mucho más aterrador, se centró en el descubrimiento de que el enemigo —las criaturas y los extraños seres humanos— se movían en una sola dirección: hacia el sur. Apartó la mirada de ellos con supremo esfuerzo y miró más allá, en el sentido que seguían. Se veían las nubes de tormenta que señalaban sus líneas, y, mentalmente, vio a sus Supremos Señores de la Guerra, brujos y brujas, allí de pie, ignorantes, aguardando a que la muerte cayera sobre ellos. Recordó el carruaje que ahora yacía sobre el suelo hecho pedazos, y pensó en los numerosos espectadores, con sus cestos de mimbre llenos de fruta y bebida. Naturalmente la tormenta habría impulsado a más de uno a marcharse, pero lo más probable era que se hubieran trasladado a los límites del Campo de la Gloria, donde el tiempo era seco. Algunos, quizá, podrían estar viajando en aquella dirección en la que sin duda veían brillar el sol...

—¡Milord! —Uno de los
Duuk-tsarith
le tocó el brazo, algo que Garald no recordaba que hubiera ocurrido jamás, y una señal segura de que estos disciplinados Señores de la Guerra estaban totalmente trastornados. El príncipe descendió la mirada y la dirigió al lugar que indicaba el brujo, situado varios kilómetros más allá, frente a ellos.

A una formación natural de rocas se la había moldeado de manera precipitada para darle la forma de una tosca fortaleza de piedra. En su interior, el príncipe pudo ver figuras en movimiento, cuyas ropas de colores rojos y negros las señalaban como brujos y brujas. Los diferentes tonos de su vestimenta indicaban de qué lado habían luchado antes de que aquella nueva amenaza los uniera. Mientras Garald observaba, descubrió una figura de color carmesí que paseaba a grandes zancadas por el recinto, agitando el brazo, evidentemente dando órdenes, aunque desde aquella distancia no podía oírse lo que decía.

—Lauryen —murmuró Garald.

—¡Milord, están justo en la trayectoria de esos artilugios! —exclamó el
Duuk-tsarith
, y la tirantez de su voz manifestó lo difícil que le resultaba mantener el control.

¿Sabía eso Lauryen? ¿Sabía que las criaturas iban hacia allá y pensaba plantarles cara? ¿O simplemente se había refugiado en aquel lugar, ignorante de la poderosa fuerza que se agrupaba para atacarlo?

¿Y qué eran aquellos seres de hierro? Aquellos hombres de hierro, se preguntó Garald, volviendo la mirada hacia ellos, terriblemente fascinado, ¿de dónde venían? ¿Era posible que otra ciudad-estado de Thimhallan hubiera obtenido de alguna forma inexplicable conocimientos y poder suficientes para crear aquellas máquinas mortíferas? No. Garald rechazó esa idea; un acontecimiento así no hubiera podido mantenerse en secreto. Además, la invención de aquellos monstruos debía de haber sido la obra de Hechiceros cuya ciencia estaba más allá de cualquier idea que los antiguos hubieran podido imaginar.

Sin embargo, existía aún otro interrogante. ¿Por qué no habían aparecido en el Tablero de Juego? ¿Cómo no los había visto?

La respuesta estaba allí mismo, era tan evidente que se dio cuenta de que la había conocido siempre, lo había sabido desde el principio.

Estaban Muertos. Todos ellos, las criaturas de hierro, los extraños humanos de cuerpo metálico. Muertos.

El
Duuk-tsarith
volvía a tocarle el brazo.

—Alteza, Cardinal Radisovik, el gigante... ¿Cuáles son vuestras órdenes?

Garald apartó la mirada de los monstruos, luego dirigió una última ojeada a la fortaleza de piedra del Emperador Lauryen y se dio la vuelta. Al girarse observó cómo una de las criaturas se detenía ante una roca de enormes proporciones que le bloqueaba el paso. Un rayo de luz surgió de su ojo y la roca se hizo mil pedazos.

Así acabaría también la improvisada atalaya.

Garald empezó a moverse con rapidez. Su mente, a la que ya no atormentaban vagos temores, empezó a funcionar.

—Vamos a ir a avisar a Lauryen —anunció—, para que retroceda. No puede enfrentarse a esas máquinas con tan pocos hombres. Y necesitaré que se lleven mensajes a nuestras líneas.

Hablando consigo mismo, revoloteó rápidamente por el aire para regresar junto al gigante, de quien se había olvidado, igual que del Cardinal y de casi todo lo demás a causa de la sensación de parálisis que le había embargado ante aquella primera visión de las criaturas.

Radisovik lo esperaba de pie en el suelo, tras haber descendido con la ayuda del
Duuk-tsarith
. El brujo apenas si podía controlar ahora al enfurecido ser, y Garald sintió remordimientos al darse cuenta de que Radisovik había estado sin duda en peligro y de que él, su príncipe, había dejado que aquel débil catalista se las arreglara como pudiera. No obstante, aquel sentimiento se desvaneció con rapidez, aplastado por la urgente necesidad de ponerse en acción.

—¿Habéis visto? —preguntó Garald a su Cardinal con expresión ceñuda cuando llegó al pedazo de hierba calcinada sobre la que permanecían Radisovik y el gigante.

—Lo he visto —replicó el Cardinal, pálido y conmocionado—. ¡Que Almin se apiade de nosotros!

—¡Ojalá sea así! —murmuró Garald con un matiz sarcástico que arrancó una mirada de inquietud al sacerdote. Pero no había tiempo que perder preocupándose por la fe o por su ausencia.

Garald hizo una señal al
Duuk-tsarith
que lo había acompañado —el otro Señor de la Guerra intentaba entretanto mantener al gigante bajo control— y empezó a dar instrucciones.

BOOK: El Triunfo
7.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Sinners of Magic by Lynette Creswell
Forsaken by Daniele Lanzarotta
Black Water by Bobby Norman
New Earth by Ben Bova
The Ice Age by Kirsten Reed
Henderson's Boys: The Escape by Robert Muchamore