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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El Triunfo (16 page)

BOOK: El Triunfo
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Rodeando un árbol con pasos silenciosos, consciente de que no podrían advertir su presencia a causa de la tormenta, como también de que le resultaría difícil observar con aquella lluvia torrencial, Mosiah se deslizó con sigilo hasta el lugar de donde provenían las voces. Apartó las hojas húmedas con cuidado y los vio.

Se quedó totalmente inmóvil y no precisamente por miedo o por precaución. No sentía la más mínima emoción, era como si su cerebro lo hubiese abandonado, como si le hubiera dicho: «Ya me he sobresaltado bastante, que otro se ocupe de esto durante un rato. Adiós».

Aquellos que hablaban eran humanos, pero no se parecían a ninguno de los que había visto o imaginado jamás.

Eran seis figuras, aparentemente hombres por el sonido de sus voces y el aspecto fornido de sus cuerpos. En un principio, Mosiah pensó que sus cabezas eran de hierro, ya que podía ver cómo los relámpagos se reflejaban en sus brillantes superficies. Pero en aquel momento, uno de ellos se la sacó para secarse el sudor de la frente, y Mosiah se dio cuenta de que aquellos extraños humanos llevaban yelmos, parecidos al artilugio en forma de cubo que Simkin se ponía en algunas raras ocasiones.

Además de los yelmos, aquellos singulares individuos iban vestidos todos iguales con trajes de brillante metal que se ajustaban a sus cuerpos como una segunda piel. De hecho, podría haberse tratado de su propia piel, por la impresión que le produjo a Mosiah, mas advirtió que uno se desprendía de un guante de un tirón, dejando al descubierto la piel, exactamente igual a la del muchacho. El hombre se había sacado el guante para juguetear con un objeto que sostenía en la mano, cuyo contorno oval le cabía perfectamente en la palma de la mano.

Éste se lo mostraba a un compañero, diciendo algo en aquel idioma ininteligible, aparentemente con respecto al objeto, ya que su voz parecía disgustada y lo sacudía con fuerza. Su compañero se encogió de hombros, sin apenas mirar al otro. Vigilaba, mirando fuera del bosquecillo, y resultaba evidente que estaba nervioso y tenso.

El hombre que poseía aquella pieza siguió sacudiéndola hasta que otro de los reunidos dejó escapar un siseo. El primero reaccionó prestamente, se puso otra vez el guante y se volvió para mirar en la misma dirección que sus otros cinco compañeros. Todos se agazaparon entre los empapados matorrales, y entonces Mosiah pudo ver, a través de la espesa cortina de agua, que cada uno de ellos llevaba en la mano uno de aquellos objetos de forma oval y que apuntaban con ellos al frente.

Mosiah aguardó con ellos, preguntándose qué era lo que había atraído su atención. Seguía sin sentir miedo, ni siquiera curiosidad. Estaba petrificado, conmocionado. Si esos hombres se hubieran dado vuelta encarándolo, no hubiera alterado su actitud inmóvil, mirando fijamente. En una ocasión uno de ellos sí que echó una ojeada a su espalda, aunque lo hizo de forma rápida y nerviosa, evidentemente más preocupado por lo que tenían delante, y Mosiah, bien oculto por la maleza y la torrencial lluvia, continuó agazapado, sin que nadie advirtiese su presencia.

Un Señor de la Guerra, una bruja y sus catalistas emergieron de otro bosquecillo a cierta distancia de aquel en el que Mosiah y aquellos extraños humanos se ocultaban. Los magos se movían con cautela y, a juzgar por la expresión aterrorizada de sus pálidos rostros, expresiones que Mosiah adivinaba reflejo de la suya propia, resultaba patente que habían sufrido espantosas experiencias similares. Sus negras ropas los señalaban como
Duuk-tsarith
, y, a la vista de los magos, los humanos de piel metálica se agazaparon aún más entre los matorrales.

Un niño perdido que acabara de ver a sus padres no hubiera podido experimentar mayor alegría ni agradecimiento que los que Mosiah sintió ante la llegada de los
Duuk-tsarith
. El muchacho se aplastó contra el tronco del árbol, deseando fervientemente quedar fuera del campo de acción del hechizo que sabía que el Señor de la Guerra lanzaría sobre los extraños seres y esperó lo inevitable. Los humanos de piel metálica se movieron en silencio, desapareciendo entre los matorrales con una habilidad que demostraba un perfecto adiestramiento en el arte de ocultarse y de tender emboscadas. Sin embargo, no fueron suficientemente silenciosos. Se dice que los
Duuk-tsarith
pueden detectar la presencia de un conejo por el sonido de la propia respiración del animal.

El brujo reaccionó al instante. Con sus negras ropas arremolinándose a su alrededor, se volvió hacia el bosquecillo, y, extendiendo la mano hacia él, el Señor de la Guerra lanzó un conjuro de Magia Aniquiladora, que es la primera forma de ataque de los
Duuk-tsarith
. Aquel brujo era excepcionalmente poderoso; además, su catalista debía de haberle transferido gran cantidad de magia, ya que Mosiah sintió una ligera pérdida de su propia magia, pese a hallarse a cierta distancia del enemigo.

Esperando ver caer a aquellos humanos al suelo presas de terribles convulsiones, totalmente impotentes al arrebatarles el hechizo toda su Vida, Mosiah hizo intención de abandonar su escondite, con la esperanza de poder interrogar a los
Duuk-tsarith
y averiguar lo que sucedía. Mas se detuvo asombrado. A los extraños humanos no les afectaba el hechizo; al contrario, al comprobar que su presencia había sido descubierta y que ya no era necesario esconderse, se pusieron en pie. Mosiah, que los espiaba, recordó a otra persona a quien no le afectaba tampoco aquel conjuro: Joram.

¡Aquellos extraños humanos estaban Muertos!

Uno de los Muertos alzó su brazo derecho y apuntó al Señor de la Guerra. Un rayo de una intensa y cegadora luz surgió de la palma de su mano. Se oyó un zumbido en el aire, acompañado de un chisporroteo, y el brujo se desplomó, muerto al instante, mientras su catalista lo contemplaba estupefacto. Una delgada columna de humo se elevó de las negras ropas del cadáver y Mosiah recordó con horrible claridad la muerte que había presenciado anteriormente, y el orificio que atravesaba el cuerpo del hombre.

El muchacho desvió su mirada del mago al otro
Duuk-tsarith
que lo acompañaba, pero la bruja había desaparecido. Este suceso pareció alterar a aquellos seres Muertos, que permanecieron agazapados tras los árboles, girando sus metálicas cabezas a un lado y a otro, tal y como lo había hecho la cabeza metálica de la criatura que Mosiah había visto. Al cabo de un buen rato, el hombre Muerto que ocupaba el centro del grupo se encogió de hombros. Señaló al catalista del brujo, que permanecía arrodillado junto al cuerpo de su señor, realizando los Últimos Ritos y empezó a caminar hacia él.

Mosiah se acurrucó aún más contra el árbol, encogido de miedo, esperando ver cómo acababan con el indefenso catalista. Los demás hombres se acercaron también al sacerdote, pero éste, aunque los oyó, no levantó la mirada. Con el valor que le daba su fe, siguió ungiendo la cabeza del difunto Señor de la Guerra con un óleo y pronunció las palabras del ritual con voz firme:
«Per istam sanctam unctionem indulgeat...»

El hombre Muerto mantuvo la mano alzada, apuntando al catalista con el objeto que despedía rayos luminosos; no obstante, para sorpresa de Mosiah, aquellos extraños seres no asesinaron al sacerdote. Uno de ellos se inclinó (cautelosamente, fue la impresión que recibió el vigilante Mosiah) y tomó al catalista por el brazo.

Enojado, ya que aún no había finalizado la ceremonia, el catalista se liberó de la sujeción con un movimiento brusco. El hombre Muerto miró a un compañero como en busca de instrucciones, y éste, que Mosiah empezaba a tomar por el jefe del grupo, habló en una lengua indescifrable e hizo un gesto con la mano; el primer hombre se apartó un poco y permitió que el catalista completase en paz la ceremonia.

Un error, les advirtió Mosiah en silencio desde su escondite. Claro que, al estar Muertos, no podían percibir el aumento de la tensión en el aire, ni la magia que empezaba a condensarse y a hervir a su alrededor. No podían percibir que la bruja aún estaba por allí.


... quidquid deliqusti. Amén.

El catalista había terminado el ritual. Tendió una mano y cerró los ojos del brujo, tras lo cual empezó a ponerse en pie con lentitud.

Mosiah oyó cómo uno de los hombres Muertos lanzaba un alarido, un grito de miedo y de terror que resonó de una forma extraña al surgir de la cabeza de metal. El humano señaló hacia el cuerpo del Señor de la Guerra y empezó a gritar horrorizado. El cadáver se estaba transformando en una serpiente gigantesca. Los ojos del brujo, que la muerte acababa de cerrar, se abrieron ahora de par en par, brillando con una anormal luz rojiza, mientras su cuerpo se estiraba y crecía para adquirir el aspecto de un reptil cuyo diámetro era más grueso que el tronco de un roble. El difunto Señor de la Guerra —convertido ahora en una enorme cobra— se alzó sobre la húmeda hierba, haciendo que su oscilante y plana cabeza se balanceara ligeramente, y se proyectó por encima de los hombres de cuerpo metálico, al tiempo que su lengua bífida aparecía y desaparecía en sus venenosas fauces.

El jefe de los hombres dio un paso atrás atemorizado. Apuntó el rayo mortífero en dirección a la serpiente, pero su brazo temblaba convulsivamente y el disparo erró el blanco, estrellándose contra la rama de un árbol a la que prendió fuego. La enorme serpiente se abalanzó veloz hacia adelante y hundió los colmillos en el hombro del hombre, atravesando con facilidad el metal que lo cubría. El hombre lanzó un grito de dolor y miedo que retumbó por todo el bosque, y Mosiah apretó los dientes con fuerza hasta que se extinguió con un agudo gemido de muerte.

La serpiente desprendió los colmillos de su víctima y volvió a alzarse para caer sobre sus otros enemigos. Sin embargo, éstos ya no estaban allí, huían presas del pánico, corriendo atropelladamente por el bosque. De pie, cerca de la serpiente, el catalista observó cómo se alejaban. Cuando se hubieron perdido de vista y ya no pudieron oírse sus gritos, la serpiente empezó a despedir una luz difusa y cayó al suelo. Perdida su Vida mágica, la cobra volvía a ser el cadáver del Señor de la Guerra.

Mosiah lanzó un tembloroso suspiro, dándose cuenta entonces de que había estado conteniendo la respiración durante toda aquella escena. Su frente estaba perlada de sudor y tiritaba violenta e incontroladamente. El corazón le dio un vuelco cuando, de repente, la enlutada figura de la bruja apareció flotando a su lado. Estuvo a punto de echar a correr también él, pero la fuerte mano de la mujer lo sujetó.

—¡Os dije que lo encontraría! —aseguró una voz quejosa que surgía de un pedazo de seda naranja que la bruja llevaba atada a la muñeca—. ¡Os he conducido directamente hasta él!

—¿Eres Mosiah? —preguntó la bruja, sus ojos resplandecían en las profundidades de su negra capucha mientras lo miraba con gran atención—. Sí —se contestó ella misma—. Te reconozco.

Mosiah también la recordó y aquella memoria lo dejó sin habla, ya que aquélla era la Señora de la Guerra que lo había capturado y casi lo había enviado a la muerte.

El pedazo de seda naranja desapareció de la muñeca de la mujer, fundiéndose en el aire para dar paso a la alta y delgada figura de Simkin. Pero se trataba de un Simkin muy cambiado, pálido e inquieto, cuyo atuendo, de normal elegante y cuidado, parecía haber sido colocado sobre su cuerpo imperfectamente y sin pensar. Llevaba pantalones de un algodón basto, igual que los que hubiera podido llevar el más humilde de los Magos Campesinos, y una sucia túnica de cuero cubría una camisa de seda de color indefinido con una manga arrancada. El pañuelo de seda naranja aún revoloteaba valerosamente en su mano, pero al cabo de un momento se metió una de sus puntas en la boca y empezó a mordisquearlo inconscientemente.

—¿Qué está sucediendo? —consiguió decir Mosiah con voz débil, apartando la mirada de Simkin para posarla en la bruja.

—¡Precisamente la pregunta que queríamos hacerte! —siseó la mujer, recordándole poderosamente a la serpiente. Dirigió una mirada inquieta al cuerpo del brujo y vio que el catalista corría hacia ellos.

—¡No podemos quedarnos! —exclamó el catalista en voz baja—. ¡Una de las criaturas de hierro viene hacia aquí!

—¡El Corredor! —apremió la bruja, y el catalista hizo que se abriera uno al instante. Simkin saltó a su interior, casi antes de que el Corredor se hubiera abierto, y el sacerdote lo siguió.

Mosiah vaciló. Podía oír el suave zumbido de la criatura de hierro, podía sentir cómo el suelo temblaba bajo sus pies, y, sin embargo, casi hubiera preferido enfrentarse a aquel monstruo ciego que a la bruja, cuya presencia y contacto le devolvían el recuerdo del dolor de las enredaderas y de las punzantes espinas que le habían atravesado la carne.

—¡Estúpido! —La mano de la mujer se cerró sobre su brazo—. No sobrevivirías ni un instante si te cruzas en su camino. No tiene ojos, pero no está ciega. Mata con infalible precisión. Voy a llevarte conmigo, te guste o no, pero preferiría que vinieses por tu propia voluntad. Necesitamos tu ayuda.

El zumbido aumentó de volumen. Mosiah recordó al mago, huyendo... El agujero que le había atravesado el cuerpo... No obstante, aún dudó, como el hombre inmovilizado en la pared vertical de un acantilado con una enorme roca que se le viene encima desde la altura, y cuya única esperanza está en saltar al negro abismo que se abre a sus pies.

—¿Adónde? —preguntó con unos labios tan rígidos que apenas si pudieron articular la palabra. El Corredor empezaba a cerrarse.

—Adonde se halla el Emperador Lauryen —respondió la bruja, mientras las manos que sujetaban a Mosiah se cerraban sobre su brazo de forma inquietante.

—No lo hagas —dijo él con voz suave, tragando saliva—. Voy.

El Corredor se abrió, lo absorbió, y se cerró con fuerza alrededor de él.

13. La muerte se arrastra

Todo estaba muy tranquilo.

Garald, al salir con cuidado del Corredor, se preguntó por un instante si los
Thon-li
—que se encontraban en un lamentable estado de confusión— no habrían cometido un error y lo habrían enviado a algún distante y apacible lugar del mundo. Pero el príncipe tardó sólo un momento en comprender que había llegado a su destino, y que aquella calma no correspondía a la tranquilidad de la paz.

Era el antecedente de la muerte.

El Corredor se cerró apresuradamente a la espalda de Garald. De una forma vaga advirtió que el Cardinal Radisovik se cubría los ojos con la mano y murmuraba una oración con voz entrecortada. También percibió que su guardia personal, los
Duuk-tsarith
, educados desde la infancia en la disciplina del silencio, lanzaban ahogadas exclamaciones de consternación y cólera. Garald era consciente de todo esto y, sin embargo, nada de ello lo afectaba. Era como si estuviera solo en aquel mundo y, paseando la mirada por él, lo viera por primera vez.

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