El Triunfo (13 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El Triunfo
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No
irás a atacar a un árbol de nuevo, ¿verdad? —preguntó la voz con severidad—. Nunca me había sentido tan humillado...

—¡Simkin! —siseó Mosiah furioso, buscando en una y otra dirección, intentando tranquilizar su corazón, para obligarlo a regresar al ritmo de sus latidos normales—. ¿Dónde estás?

—Aquí —repuso la voz en tono dolido. Ésta provenía de algún lugar cercano al oído de Mosiah—. Y jamás había pasado unas horas más aburridas en toda mi vida, ni siquiera en aquella oportunidad en que el anterior Emperador me contó la historia de su vida, desde el vientre de su madre hasta... o más bien hacia afuera, según el caso.

Mosiah se quitó el carcaj de flechas que llevaba a la espalda y lo arrojó al suelo.

—¡Ay! —gritó la voz—. ¡Esto era totalmente innecesario! ¡Me has arrugado las plumas!

—¿Y qué hay de darme un susto de muerte? —replicó Mosiah con un colérico susurro.

—Bien, lo haré, si insistes —comentó una flecha con voz perpleja—, aunque por qué quieres que vuelva a asustarte es algo...

—¡No lo hagas, estúpido! —exclamó Mosiah, pateando el carcaj en un arranque de furia—. Quería decir que
ya
me habías dado un susto de muerte —se llevó las manos al pecho, sintiendo cómo el corazón le latía con fuerza—. Creo que no me encuentro bien —murmuró, dejándose caer, sin fuerzas, sobre el tocón de un árbol cercano.

—Lo siento muchísimo —se disculpó la flecha, saliendo con dificultad del interior del carcaj. Mosiah, que la observaba con expresión lúgubre, comprobó que era de un verde brillante con plumas de color naranja, totalmente diferente de las sencillas flechas de metal que él llevaba—. Podrías ayudarme, ¿sabes? —comentó, retorciéndose y revolviéndose en sus esfuerzos por arrastrarse hasta la hierba.

Mosiah, no obstante, no sólo no hizo el menor intento por socorrerla, sino que le aconsejó con toda claridad lo que podía hacer consigo misma.

—Advierte que un sencillo atavío no hubiera sido suficiente —observó la flecha quejumbrosa. Con un último contoneo, consiguió deslizarse fuera del carcaj, y en un remolino de tonos verdes y naranja, Simkin, recuperado su tamaño normal, apareció muy erguido y tieso ante Mosiah, con los brazos pegados a los costados y los pies muy juntos—. Estoy tan tieso como la difunta Emperatriz y se me han dormido los dedos de los pies —se dolió, deprimido—. Bueno, ¿te gusta mi modelito? Lo llamo
Verde Lincoln
. En honor de aquel alegre grupo de bandidos cuyo cabecilla se aficionó a retozar por los bosques vestido con calzas de seda y sombrerito puntiagudo con plumas. Lo pescaron haciéndole cosas raras a los ciervos. Se presentaron denuncias ante el
sheriff
local y como resultado...

—¿Qué estás haciendo aquí? —refunfuñó Mosiah, paseando la mirada por la niebla mientras intentaba oír o ver algo. Le pareció detectar unos sonidos confusos a su izquierda, pero no estaba seguro—. Sabes que Garald dijo que no quería ver ni el dobladillo de ese pañuelo naranja de seda tuyo en el campo de batalla.

—Garald es un encanto y lo quiero con locura —replicó Simkin, desperezándose con voluptuosidad—, pero debes admitir que hay ocasiones en las que se comporta como un asno presumido...

—¡Chisst! —susurró Mosiah, escandalizado—. ¡No hables tan alto!

—Odio tener que decirte esto, viejo —afirmó Simkin alegremente—, pero no hay duda de que estamos a kilómetros de distancia del Campo de la Gloria en estos momentos. No adoptes esa expresión tan abatida. De todas formas, todo ese montaje no es más que un completo aburrimiento. Un puñado de Señores de la Guerra bastante decrépitos que se dedican a lanzarse hechizos los unos a los otros, cuando consiguen acordarse de las palabras, claro está; catalistas dormitando al sol... ¡Oh! Por supuesto que algunas veces aparece algún joven impulsivo que anima la cosa un poco lanzando uno o dos centauros en medio de la refriega. Resulta bastante divertido ver cómo los pobres brujos se levantan las faldas y se baten en veloz retirada para buscar refugio entre los arbustos. Pero te aseguro que, en general, es terriblemente tedioso. No se mata a nadie ni ocurre nada parecido.

—¡Claro, se supone que nadie debe morir! —murmuró Mosiah, mientras se preguntaba con inquietud si Simkin tendría razón y se había alejado del Campo de la Gloria.

—Lo sé, pero pensaba que a lo mejor algún centauro se escaparía o que algún gigante se volvería loco, mas no ha habido suerte. Empecé a aburrirme considerablemente y, para empeorar las cosas, compartía el carruaje con el Barón Von Kicktenstein, quien por lo general ofrece los más maravillosos almuerzos fríos del país. Llevaba con él una enorme cesta de comida de la que emanaban los olores más deliciosos, pero aún faltaba una hora o así para el mediodía y el barón resultó un pelmazo increíble, que se empeñaba en describirme todas las jugadas. Le dije que empezaba a sentirme desfallecido a causa del hambre, pero no captó mis delicadas insinuaciones de que un tentempié me ayudaría a reanimar mi decaído espíritu. Así que al final decidí venir a buscarte, querido muchacho, puesto que había algo importante que quería decirte, de todas formas.

—No era aún mediodía... ¿Qué hora es ahora? —preguntó Mosiah, deseando que Simkin no hubiera mencionado la palabra comida.

—Alrededor de la una o las dos, diría yo. A propósito, ha sido sumamente ingenioso eso de introducirme furtivamente entre tus flechas, ¿no te parece?

Mosiah volvió a interrumpirlo.

—¿Qué quieres insinuar con que tienes algo importante que decirme?

Simkin enarcó una ceja.

—Precisamente lo que has entendido —aseguró con aquella extraña, medio burlona y a la vez seria sonrisa que nunca dejaba de provocar escalofríos en Mosiah—. Me encontré con una vieja conocida tuya en Merilon.

—¿Mía? —Mosiah miró fijamente a Simkin con suspicacia—. ¿Quién?

—Tu amiga, la bruja. La jefa de los
Duuk-tsarith
.

—¡Dios mío! —Mosiah palideció, estremeciéndose.

—¡Por las barbas de Almin, querido muchacho! —exclamó Simkin, contemplándolo divertido—. No te pongas así. Tienes un aspecto de lo más culpable y no has hecho nada, que yo sepa al menos.

—¡No tienes idea de lo que fue aquello! —repuso Mosiah, tragando saliva—. Algunas veces sueño que sigo viendo su rostro, mirándome con malicia... —Mosiah clavó la mirada en Simkin al tomar conciencia de repente de lo que éste había dicho—. ¿Qué estabas haciendo en Merilon ayer por la noche?

—He estado allí toda la pasada semana —bostezó Simkin. Miró con repugnancia al tocón de madera sobre el que se sentaba Mosiah e hizo aparecer un diván con un gesto de la mano, sobre el que se tumbó con las manos detrás de la cabeza—. Las fiestas que se han dado allí han sido fantásticas.

—¡Pero Merilon es el enemigo!

—Mi querido muchacho, yo
no tengo
enemigos —observó Simkin—. De todas formas me has hecho perder el hilo de mis pensamientos. Además, era importante. —Arrugó la frente, acariciándose la barba. La espesa niebla lo cubría por todas partes, ocultándolo en parte, hasta que todo lo que Mosiah pudo percibir de él fue el sombrero de brillante color naranja que combinaba con el traje verde y las puntas de sus zapatos naranja—. ¡Ah, sí! La bruja me preguntó, de paso, si había visto a Joram últimamente.

—¡Joram! —repitió Mosiah, espantado. Se puso en pie nervioso, se acercó a Simkin y apoyó la mano sobre el diván que éste había hecho aparecer en medio del bosque, aliviado de poder tocar algo sólido y real—. Pero... ¡eso no tiene sentido! A lo mejor lo oíste mal, o ella quería decir...

—Exactamente lo que he dicho. Me quedé pasmado, así como suena, y caí redondo al suelo, plaf, incapaz de seguir flotando en el aire.

»—Tengo un poco de pelusa en los oídos —le dije a la
Duuk-tsarith
—. No he oído bien. Me ha parecido, ¿o me equivoco?, que preguntabais si había visto a Joram.

»—Así es —contestó ella.

»—¿Joram? —repetí yo, pensando que los
Duuk-tsarith
iban siempre directos al grano—. ¿Aquel muchacho que tenía aquella singular espada que... ejem... pasó a mejor vida hará un año?

»—El mismo —afirmó la bruja.

»—¿Estamos hablando de manifestaciones espectrales? —seguí preguntando con lo que me temo era una voz temblorosa—. ¿Huesos que castañetean, cadenas que arrastran, objetos que caen en plena noche, la figura de Joram caminando majestuosa por los salones en camisa de dormir?

»Ella no me contestó, sino que se quedó mirándome con una penetrante y acerada mirada.

Mosiah volvió a estremecerse ante la expresión de Simkin y asintió rápidamente.

—Comprendo —murmuró—. Sigue.

—Entonces ella dijo: «Estaré en contacto», lo que, entre ellos, significa exactamente eso. Te juro —continuó Simkin muy serio y con un temblor que no era del todo fingido— que he sentido unos dedos helados cerca de mi oído...

—¡No digas esas cosas! —El labio de Mosiah se perló de sudor—. Sobre todo no en este momento. —Miró a su alrededor—. ¡Odio esta maldita niebla! ¿No has oído nada? —Se interrumpió para aguzar el oído. Un extraño sonido, como un zumbido amortiguado, surgía de la neblina—. ¿Qué está pasando? ¿Por qué no nos ponemos en movimiento?

—Bueno, espero que sepas el significado de todo esto.

—No —le espetó Mosiah, ladeando la cabeza en un intento de descubrir la dirección de la que provenía aquel peculiar sonido—. Pero imagino que me lo vas a decir...

—Representa, amigo mío —respondió Simkin con arrogancia—, que Lauryen no posee la Espada Arcana y, además, que o bien él o bien la
Duuk-tsarith
o quizás ambos creen que Joram ha regresado. Y, con Joram, la Profecía.

Mosiah no dijo nada. Ya no oía nada y dio por sentado que había sido su imaginación. Meneó la cabeza mientras clavaba la mirada en la niebla.

—Lauryen tiene razón, ¿sabes? —exclamó por fin, de mala gana y en voz baja—. Joram
ha
vuelto. Me lo dijo el corazón en el mismo momento en que puse los pies en aquella playa y vi a Saryon caído allí. Joram es el único que podría haber roto ese hechizo... —Calló un instante, luego prosiguió con un gran esfuerzo—. Hemos de convencer a Garald de...

—¡Silencio! ¡La niebla se está levantando! —exclamó Simkin, levantando la cabeza y poniéndose en pie.

Se oyó un toque de trompeta, y un vientecillo fresco y cortante empezó a soplar, transformando la niebla en finos jirones que se enroscaban sobre el suelo para luego desaparecer por completo. El sol del mediodía cayó con fuerza sobre ellos.

Mosiah agarró apresuradamente su ballesta y se colgó el carcaj de flechas a la espalda, mientras parpadeaba bajo la brillante luz y notaba cómo el sol empezaba a acariciar su cuerpo.

—¡Ahí está mi unidad! —Señaló con la mano a un grupo de hombres que se alineaban bajo las órdenes de uno de los hijos del herrero—. ¡No estábamos ni a seis metros de ellos! ¡No los había perdido! ¡Estoy aquí! —Mosiah empezó a gritar, agitando el brazo.

Entonces oyó de nuevo aquel misterioso sonido, mucho más cerca y mucho más poderoso. Se volvió y oteó a su alrededor. Mosiah se quedó horrorizado. Sintió cómo el miedo lo atravesaba, arrebatándole las fuerzas; no podía moverse, no podía pensar; no podía hacer otra cosa que permanecer allí con los ojos abiertos de par en par.

—¡Simkin! —gritó Mosiah angustiado, deseando sentir el contacto de otro ser vivo, algo que le era imprescindible para convencerse de su propia realidad en medio de aquel terror que se abatía sobre él, más espeso y helado que la misma niebla—. ¡Simkin! —gimió, paralizado por el pánico—. ¡No me dejes! ¿Dónde estás?

No recibió respuesta.

11. El enemigo invisible

El príncipe Garald no podía entender qué era lo que estaba pasando. Bajó la mirada, perplejo, hacia su Tablero de Juego, incapaz de comprenderlo.

Sus piezas estaban siendo atacadas por el flanco norte. Luchaban desesperadamente, luchaban por seguir vivas.

Estaban muriendo...

¡Y no había nada allí! ¡No se divisaba ningún enemigo!

—¿Qué es esto? —gritó Garald con voz ronca. Sujetó los bordes del Tablero con fuerza, como si así pudiera de alguna forma extraer la respuesta de la muda piedra—. ¿Qué es lo que está pasando? —preguntó a sus comandantes, quienes se quedaron mirándolo sin saber qué responder.

—¿Cardinal? —Garald miró con ferocidad a su ministro, pero el rostro del catalista había adquirido un tono ceniciento, sus labios se movían pronunciando una oración. Cuando levantó los ojos hacia su príncipe no pudo hacer más que sacudir la cabeza.

—No lo sé —consiguió murmurar.

—¡Lauryen! —rugió Garald furioso, clavando los dedos en la piedra—. ¡Él es el responsable! ¡Es la Espada Arcana! Sin embargo...

—No, Alteza —atajó Radisovik, señalando al Tablero con una mano temblorosa—. ¡Mirad! Sea lo que fuere lo que nos está atacando a nosotros, está atacando también a Lauryen.

Garald volvió la mirada al Tablero de Juego, y sus ojos se abrieron desorbitadamente mientras la voz se le ahogaba en la garganta.

Al parecer, las piezas del Emperador Lauryen luchaban también contra el mismo enemigo invisible: habían interrumpido su ataque a las piezas de Garald y ahora se las veía luchar también por sobrevivir.

¡Piezas! Garald lanzó un gemido. Eran hombres y mujeres reales los que estaban muriendo allí fuera, representados por las diminutas imágenes que poblaban el Tablero mágico. Mientras observaba, confundido e impotente, el príncipe asistió al desmoronamiento de las filas de los Supremos Señores de la Guerra situadas en la parte norte del Tablero. Las pequeñas figuras retrocedían y huían, algunos de los brujos de rojas túnicas caían al suelo como si una fuerza invisible los hubiera golpeado por la espalda, desapareciendo sus figuras del Tablero en el momento en que morían; otros brujos y brujas intentaban aparentemente resistir y combatir al enemigo que Garald no podía ver, pero aquellas diminutas figuras desaparecieron, también, muy pronto, sin dejar rastro.

En cuanto a los catalistas, a quienes no se los derribaba, sus cuerpos no caían inertes sobre el Tablero: simple y sencillamente se desvanecían.

—¿Qué está sucediendo? ¿Qué es todo esto? —Garald estaba como loco. Soltó las manos del Tablero, y las cerró con fuerza—. ¡Los Ariels de ese sector! ¿Dónde están? —exclamó de repente, escudriñando los cielos—. ¿Por qué no informan?

El Cardinal Radisovik levantó también los ojos, y sujetó el brazo del príncipe.

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