—¡Alteza! ¡Los espectadores! —lo apremió el Cardinal—. No saben lo que está sucediendo. Debéis permanecer tranquilo, o se creará el pánico.
El príncipe Garald contempló los relucientes carruajes que daban vueltas o permanecían estáticos en el cielo, sobre su cabeza, con sus ricos ocupantes dando buena cuenta de sus almuerzos. Incluso podía oír allí arriba, muy débilmente, mezclado con el murmullo de voces y risas, el tintineo producido por el entrechocar de copas de champán.
—Gracias, Radisovik —lo tranquilizó el príncipe, aspirando profundamente. Adoptó una pose erguida, cruzó las manos con fuerza a la espalda e intentó adoptar una actitud despreocupada—. Acercaos más al Tablero —ordenó a sus comandantes en tono tajante—. Apartadlo de su vista. ¡Hemos de sacarlos de ahí! —añadió en voz baja mientras los nobles se acercaban más, amontonándose alrededor de la mágica piedra, con rostros muy pálidos—. Pero ¿bajo qué pretexto...?
—Quizás una tormenta, Garald —sugirió Radisovik, dejando bien patente su miedo al utilizar el nombre propio del príncipe en público—. Los
Sif-Hanar
...
—¡Excelente idea! —Garald hizo una señal a uno de los Ariels que esperaban—. Vuela hasta los
Sif-Hanar
—ordenó el príncipe al alado ser—. ¡Diles que quiero que las tormentas barran todo el Tablero! ¡Lluvia, truenos, granizo, rayos! Eso puede que ayude también a detener a lo que nos está atacando por el norte —añadió el príncipe, la mirada de nuevo en el Tablero, el ceño fruncido por la preocupación—. Envía mensajeros adicionales a advertir a los espectadores —Garald indicó al cielo— que hay aquí y en otras partes del Campo, de que se avecinan temporales inminentes.
El Ariel hizo una reverencia, extendió las alas, y se elevó por los aires, indicando a otros de su clase que lo acompañaran. Garald los siguió con la mirada y vio que, de repente, algunos se desviaban de su curso para dirigirse hacia un objeto oscuro que había aparecido entre dos carruajes.
—Es un Ariel —informó Garald con gran cuidado de no demostrar la menor agitación—. Lo traen hasta aquí. Creo que está herido.
Dos Ariels —cada uno volando a un lado de su camarada, mientras lo sujetaban con cuidado por los brazos— regresaron junto al príncipe en tanto que los otros seguían adelante para ejecutar las órdenes recibidas. Los Ariels volaban despacio, sujetando su carga entre los dos. El príncipe, que aguardaba abajo con impaciencia, pese a su intento de permanecer tranquilo, advirtió el repentino silencio que empezó a adueñarse del nutrido grupo de espectadores y que luego se convirtió en un apagado murmullo de voces, a medida que se daban cuenta de lo que pasaba. Cuando los Ariels estuvieron más cerca, Garald pudo divisar al hombre que llevaban y lanzó una exclamación de horror, oyendo reacciones similares en aquellos que lo rodeaban.
El cuerpo del Ariel estaba abrasado, las plumas de sus enormes alas chamuscadas y ennegrecidas; tenía la cabeza hundida sobre el pecho, y colgaba inerte entre los brazos de sus compañeros.
—Milord, pudimos sostenerlo cuando caía del cielo —informó uno de los Ariels cuando aterrizaron en el suelo, ante su príncipe, al tiempo que colocaban al herido, con cuidado, sobre la hierba.
—¡Llamad al
Theldara
! —ordenó Garald, el corazón inundado de pena por el herido y a la vez admirado por el valor que había demostrado aquel hombre al volar hasta allí en aquel terrible estado.
Algunos de los presentes se apresuraron a ir en busca de un hacedor de salud, aunque Garald, que se había arrodillado junto al hombre alado, comprendió que era demasiado tarde. El hombre estaba inconsciente, evidentemente moribundo. El príncipe apretó los dientes con rabia. ¡Tenía que averiguar qué estaba pasando! Con una palabra, hizo aparecer agua en la palma de su mano y humedeció los quemados labios del Ariel, para luego salpicar con aquel líquido refrescante la agrietada y reseca piel del rostro.
—¿Puedes oírme, amigo mío? —preguntó Garald en voz baja.
El Cardinal Radisovik se arrodilló junto a él y empezó a realizar discretamente el ritual que correspondía a los moribundos.
—
Per istam Sanctam...
Los ojos del Ariel parpadearon con rapidez y se abrieron. No parecía saber dónde se encontraba, sus ojos miraban despavoridos en todas direcciones y lanzó un alarido de terror.
—Estás a salvo, amigo —lo tranquilizó Garald con suavidad, de nuevo mojándole los labios con agua—. Dime, ¿qué ha sucedido?
Los ojos del Ariel se clavaron en el príncipe, alargó una mano ensangrentada y se agarró con fuerza al brazo de Garald.
—¡Monstruosas criaturas... de hierro! —El hombre respiraba con dificultad mientras sujetaba a Garald firmemente, clavándole las uñas—. La muerte... se arrastra... ¡No hay escapatoria! —Los ojos del Ariel quedaron en blanco, los labios se entreabrieron para lanzar un grito que no llegó a pronunciarse puesto que se ahogó en su garganta con un estertor.
—
...Untionem indulgeat tibi Dominus quidquid deliqusti...
La mano que sujetaba la manga de Garald se aflojó, cayendo al suelo. El príncipe permaneció allí arrodillado, mirando sin ver las manchas que habían quedado sobre sus ropas; la sangre resultaba casi negra sobre el terciopelo rojo brillante.
—¿Criaturas de hierro? —repitió.
—El pobre hombre deliraba, Alteza —repuso tajante el Cardinal Radisovik, mientras cerraba los ojos vacíos y fijos del cadáver—. Yo no prestaría demasiada atención a sus desvaríos.
—Ésos no eran los desvaríos de un hombre delirante —repuso Garald pensativo, pero entonces sintió la mano del Cardinal que se cerraba con fuerza alrededor de su brazo.
Levantó la mirada y observó cómo Radisovik movía la cabeza de forma casi imperceptible, dirigiendo una mirada de advertencia en dirección a los comandantes, que los escudriñaban con atención, pálidos y con los ojos muy abiertos.
—Quizá tengáis razón, Divinidad —se corrigió el príncipe sin convicción, y se pasó la lengua por los resecos labios.
Sobre sus cabezas, el brillante cielo azul empezaba a oscurecerse muy deprisa, a medida que las nubes de tormenta se materializaban, fluyendo e hirviendo como los confusos pensamientos que poblaban la mente de Garald. Aunque de forma inconsciente, oyó las voces de los espectadores —irritadas unas, coléricas otras— que exigían conocer los últimos sucesos. Escuchó también, lejanamente, las severas voces de los Ariels que respondían, instando a los espectadores a regresar a sus casas antes de que la tormenta se desatara con toda su furia.
Toda la furia... Criaturas de hierro... La muerte... se arrastra. ¡Qué frase tan curiosa! La muerte se arrastra...
Se elevó un fragoroso clamor. Todo el mundo hablaba a la vez, todos solicitaban su atención.
«¡Callaos! ¡Dejadme solo! ¡Dejadme pensar!», las palabras subieron por su garganta, pero —con un supremo esfuerzo— se las tragó. Si las pronunciaba, revelaría a todo el mundo que estaba perdiendo el control de la situación.
¿Perdiendo el control?
Garald sonrió amargamente. ¡No poseía ningún control que perder! No tenía ni la menor idea de lo que estaba pasando. Seguía inclinado a creer —a lo mejor era que lo deseaba desesperadamente— que se trataba de alguna jugada de Lauryen, pero otra mirada en dirección al Tablero de Juego fue suficiente para convencerlo de que no era así. Los ejércitos de Merilon huían y eran destruidos al igual que los de Sharakan.
Puestos en fuga y destruidos por un enemigo invisible... Criaturas de hierro... La muerte se arrastra...
—Voy a dirigirme allí para examinarlo por mí mismo —anunció bruscamente el príncipe Garald.
Las nubes oscurecían el cielo, cada vez más espesas y negras. Una repentina ráfaga de viento aplastó la maleza contra el suelo e hizo crujir las ramas de los árboles, y, por fin, tras un zigzagueante relámpago y el fragor de un trueno, la tormenta se cernió airadamente sobre ellos. Una lluvia torrencial empapó sus ropas en un instante y el granizo azotó sus cuerpos sin piedad. Al desencadenarse las fuerzas de la naturaleza, se desataron también las emociones y tensiones que cada uno de los presentes llevaba en su interior, y aquello se convirtió en un caos; el pánico se extendía e invadía a todo el séquito, al igual que el viento lo hacía con el prado.
Algunos intentaron disuadir a su príncipe de su decisión, rogándole que regresara a Sharakan. Otros insistieron en que fuera y los llevara con él. Una de las facciones concluyó que se trataba de una ingeniosa estratagema de Merilon y sostenían que debían arrojar todas sus fuerzas contra las de Lauryen. Otros señalaron al herrero con dedos acusadores.
—¡Criaturas de hierro! —chilló uno—. ¡Eso es la maldita obra de estos Hechiceros!
De repente todos los temores tenían un punto sobre el que converger.
—¡Las Artes Arcanas! —gritaron varios— ¡Los Hechiceros se están apoderando del mundo!
—El Emperador Lauryen anunció que esto sucedería —se oyó una voz airada.
—¡Mi señor, os lo juro! —La angustiada voz del herrero resonó por encima del retumbar del trueno—. ¡No somos nosotros! ¡Vos sabéis que nunca os traicionaríamos!
Criaturas de hierro...
Garald empujó a un lado a sus comandantes, ignorando los ruegos, los razonamientos, las manos que se aferraban a él, de la misma forma que ignoraba la lluvia que le caía sobre el rostro y el granizo que lo golpeaba. El Cardinal Radisovik acababa de cubrir con su propia capa el cuerpo del Ariel y se estaba incorporando cuando el príncipe llegó junto a él.
—Abrid un Corredor para mí, Radisovik —exigió Garald, y le miró con severidad, seguro de que éste se opondría.
Ante la sorpresa de Garald, el Cardinal movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Lo haré, Alteza, dentro de un momento. —Colocó su mano sobre el brazo de Garald y miró a su príncipe fijamente—. ¿Cuáles son vuestras órdenes durante vuestra ausencia? —le recordó el Cardinal con calma.
El primer impulso de Garald fue rechazar al catalista, empujarlo a un lado como había hecho con los otros, pero la mano del Cardinal que lo sujetaba era firme y tranquilizadora, y la voz de su ministro tranquila y segura. Aunque en el rostro del anciano había miedo, su sabiduría lo mantenía bajo control. Garald vio su propio rostro reflejado en los ojos de Radisovik, sus propios ojos, extraviados y frenéticos, el principio del pánico.
El príncipe se obligó a sí mismo a tranquilizarse y volvió a razonar.
—Mis órdenes... —repitió. Se pasó la mano por los mojados cabellos y, al hacerlo, se dio cuenta de que, aunque seguía lloviendo a su alrededor, la lluvia ya no caía sobre él—. Alguien (supuso que habría sido un
Duuk-tsarith
) había lanzado un escudo mágico sobre el grupo y el Tablero de Juego para protegerlos de los elementos. De forma muy parecida, Garald lanzó un escudo sobre su mente, creando un pequeño oasis de calma en medio de la confusión que la gobernaba. Muy despacio, se volvió hacia el Tablero de Juego.
—Apartad inmediatamente a todos los Señores de la Guerra y a sus catalistas de las zonas cercanas a ese frente. —Indicó como sugerencia los flancos orientales que aún no eran atacados. Aún no se distinguía ninguna señal de lucha en ellos, nadie huía ni moría en aquellos sectores. Lo que se extendía tomaba la dirección oeste desde el norte—. Hacedlos bajar hasta el sur, cerca de donde estamos nosotros ahora. Cubrid su retirada con los centauros, los gigantes y los dragones. —Señaló otras zonas del Tablero—. Estas criaturas parece que consiguen de alguna forma detener... —se interrumpió— lo que sucede allí...
—También hay un foco de fuerte resistencia aquí, Alteza —informó uno de los comandantes, atrayendo la atención de todos hacia una zona del extremo noroeste más alejado del Tablero.
—Ya lo sé —repuso Garald, que lo había reconocido como lo habían hecho todos los demás. Era la posición que ocupaba el Emperador Lauryen alrededor de su propio Tablero de Juego. Sin decir una palabra, el príncipe observó aquel pequeño grupo de figuras que luchaban... ¿contra qué? Garald se puso entonces en movimiento—. No toméis ninguna decisión hasta que tengáis noticias mías —añadió. Se dio la vuelta y se alejó veloz del Tablero—. Radisovik, abrid el Corredor. Os dejo a cargo...
—Yo voy con vos, Garald —lo interrumpió el Cardinal, colocándose a su lado.
—Gracias, Radisovik —dijo Garald en voz apenas audible—, pero creo que sería mejor si permanecierais aquí. —Paseó la mirada por sus comandantes y no le pasaron inadvertidas las rápidas y nerviosas miradas que se dirigían entre ellos y al Tablero—. Dejad que me lleve a uno de los otros catalistas. Vuestra sabiduría y sangre fría...
—... Le será necesaria a mi impulsivo príncipe —terminó Radisovik con una leve sonrisa. Se arrimó a Garald, para que tan sólo el príncipe pudiera oírlo, y añadió en voz baja—: ¿Recordáis lo que nos contaron de las Tierras de la Frontera?
Desconcertado, el príncipe clavó la vista en Radisovik, preguntándose qué querría dar a entender, e interrogó al catalista con la mirada, pero el Cardinal, tras lanzar una significativa mirada a los hombres que se hallaban cerca de ellos, no agregó nada más. No obstante, su rostro pareció envejecer visiblemente bajo el escrutinio del príncipe, lo cual resultó una respuesta mucho más elocuente que las palabras.
Garald comprendió de repente. La Profecía...
—Muy bien, Radisovik —repuso el príncipe, controlando la entonación, pese a que le parecía como si su corazón se hubiera vuelto de hierro, de tan opresiva como le resultaba aquella nueva carga amedrentadora.
Radisovik hizo abrirse un Corredor, un agujero de tranquila vacuidad en medio de los árboles azotados por la tormenta y de la lluvia torrencial. El príncipe, su Cardinal y dos
Duuk-tsarith
se dispusieron a penetrar en él.
—Enviaré Ariels para informar —anunció Garald, volviéndose hacia sus comandantes, que se habían congregado a su alrededor—. Hechicero, te dejo al mando durante mi ausencia —añadió, y con una severa mirada acalló los murmullos de protesta. Era ésta una decisión de la que se sentía seguro. Ya había sopesado la posibilidad de que esto pudiera ser el resultado de un complot de los Hechiceros para apoderarse del mundo, pero la había descartado. Conocía a aquella gente y confiaba en su lealtad, y, lo que era más importante, sabía perfectamente sus capacidades y sus limitaciones.
Criaturas de hierro...
Garald intentó imaginar mentalmente al herrero haciendo surgir demonios de su llameante forja.