El Triunfo (23 page)

Read El Triunfo Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El Triunfo
10.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Está Muerto...

—Lleva una espada diabólica que absorbe la vida de sus víctimas...

—Ha asesinado a muchísima gente, pero sólo a los malvados, al menos eso me han explicado. Fue falsamente acusado y ahora ha regresado de entre los muertos para vengarse...

—¡Lauryen cayó a sus pies! ¡Tú lo viste! ¿Qué más pruebas quieres? El viejo Emperador desapareció muy oportunamente para El
Dkarn-duuk
, ¿no es verdad? ¿Qué importa quién me escuche ahora? Lauryen está muerto y apostaría a que
él
no va a volver...

—¿La Profecía? En una ocasión oí una historia que tenía que ver con una Profecía, algo sobre el viejo mago, Merlyn, y un rey con una reluciente espada que regresaría a su país para salvar a sus habitantes en horas de necesidad...

Joram llevaba una espada, pero ésta no relucía. Cuando llamó a la lucha y la gente se reunió a su alrededor, a aquellos que lo observaban les pareció como si sostuviera un pedazo de oscuridad en sus manos. Su rostro estaba sombrío e inquebrantable como el metal del arma que empuñaba. Ni en sus palabras ni en el severo tono de voz en que las pronunció hubo el menor llamamiento a la gloria.

—Éste no va a ser un día que pase a la posteridad en leyendas y canciones. Si fracasamos, ya no habrá más canciones...

Iba vestido con el albo ropaje de los que escoltan a los muertos hasta su descanso definitivo, las blancas ropas del portador de féretros. Los magos y los catalistas que escucharon sus palabras aquel día sabían que avanzaban sin esperanza, de la misma forma que él había marchado al Más Allá.

—Lucháis contra un enemigo que no pertenece a este mundo. Contra un adversario que está Muerto pero que puede matar con la rapidez del rayo. Vuestra única ventaja es vuestra Vida. Utilizadla con prudencia, porque cuando haya desaparecido estaréis a su merced.

Cuando la voz de Joram cesó, no se oyeron vítores. El silencio, turbado tan sólo por el siseo de los relámpagos luminosos al atravesar el hielo y el temible retumbar de las criaturas de hierro, envolvió a los magos. Cuando los magos se dirigieron a la batalla, lo hicieron callados.

Siguiendo las órdenes de Joram, se derribó la pared de hielo; había que lanzar hechizos, y la pared estaba agotando la Vida de los magos y de sus catalistas. A partir de aquel momento, cada Señor de la Guerra, bruja o mago debía protegerse por sus propios medios de los letales rayos fulgurantes.

Muchos se hicieron invisibles, siguiendo el consejo de Joram. Aunque les avisó de que esto no los protegería de la muerte si un rayo los golpeaba, por lo menos así no resultaban un blanco tan fácil y podían caer sobre el enemigo sin ser vistos. Otros se protegieron de los
ojos
detectores de calor de los monstruos mediante sus propias murallas de hielo individuales o haciendo que la temperatura de su cuerpo bajara de forma drástica. Mientras que algunos otros se transformaron en hombres-bestia, fieras temibles que atacaban a su presa antes de que sus víctimas se percataran de lo que caía sobre ellas.

Tal y como había ocurrido en la antigüedad, a los catalistas se los transformó en duendes familiares, pequeños animales que viajaban con los magos, capaces de esconderse con facilidad en los matorrales, en las ramas de los árboles o debajo de las piedras.

Gracias a los Corredores que el príncipe Garald había obligado a abrir a los
Thon-li
, los magos ocuparon el terreno, dividiéndose y desperdigándose para luchar en grupos pequeños. No había habido tiempo para planear una estrategia muy compleja, y Joram ordenó que se utilizara una táctica de ataque y retirada concebida para confundir al enemigo y cogerlo desprevenido. Una vez en el campo de batalla, él y el príncipe Garald se dedicaron a viajar por los Corredores, yendo de grupo en grupo, para aconsejarlos sobre el mejor modo de luchar.

Joram enseñó a los
Duuk-tsarith
cómo lanzar rayos que mataran a las criaturas de hierro, en lugar de golpear sus escamas de hierro sin causarles el menor daño, como había sucedido hasta entonces.

—¿Veis esa parte de la criatura en que la cabeza se une al cuerpo? Al igual que la parte inferior del vientre del dragón, ése es su lugar más vulnerable. Lanzad vuestros rayos allí, no contra las escamas.

Los Señores de la Guerra así lo hicieron y se quedaron asombrados cuando vieron que las criaturas de hierro explotaban, se incendiaban y ardían completamente.

—Utiliza el conjuro del Veneno Verde —aconsejó Joram a la bruja—. Las criaturas poseen un punto débil en la parte superior de la cabeza. Cubre esa parte con el líquido venenoso y observa.

Aunque esto parecía absurdo, pues el veneno afectaba a los cuerpos vivos y no al metal, la bruja ejecutó lo que se le ordenaba. Un gesto de su delicada mano hizo que el ardiente líquido verdoso cubriera la parte superior de la criatura de la misma forma en que se hubiera desparramado sobre la piel de una víctima humana. Con gran asombro por su parte, observó cómo la cabeza de aquel ser se abría de golpe y algunos de aquellos extraños humanos saltaban fuera de ella aullando de dolor, sus cuerpos cubiertos con esa pócima que, al parecer, se había filtrado a través de la cabeza de la criatura para caer sobre los humanos escondidos en su interior.

A una orden de Joram, los druidas enviaron al bosque a participar en la batalla. Robles gigantes, con la fuerza que dan los siglos de crecimiento, se levantaron del suelo y avanzaron pesadamente para atacar. Cada vez que atrapaban a una de las criaturas de hierro, sus enormes raíces se arrollaban a su alrededor, partiéndola como si de una de sus propias bellotas se tratara. Los moldeadores de piedra provocaban que la tierra se abriera bajo los monstruos de hierro, para luego cerrarse sobre ellos, enterrando al enemigo en sus fauces. Los
Sif-Hanar
invocaron a la lluvia y al granizo sobre su enemigo, lo sumergieron en la noche, y luego lo cegaron con la brillante luz del sol.

—Cuando luchéis contra los humanos de cuerpo metálico, recordad que no se cubren con piel —advirtió Joram a su gente—, sino con una especie de armadura, como la que llevaban los caballeros de las viejas historias que cuentan los Magos-Servidores. Existen aberturas en esa armadura, la mayor se sitúa entre el cuello y el yelmo.

Mosiah, convertido en un hombre-lobo, derribó a uno de los extraños humanos al suelo y le hundió los afilados colmillos en la desprotegida garganta. Un hombre-oso hundió un yelmo con un golpe de su enorme zarpa, y una mujer-tigre desgarró con sus zarpas el cuerpo plateado de otro de ellos.

—Estos humanos saben muy poco de magia. Les asusta. Utilizad su miedo en vuestro provecho, especialmente sus temores subconscientes, que son muy similares a los nuestros —indicó Joram.

Los Ilusionistas crearon tarántulas gigantes que se dejaban caer desde los árboles, sus patas peludas agitándose convulsivamente, sus ojos rojos ardiendo como llamas; briznas de hierba se convirtieron en oscilantes y silbadoras cobras; esqueletos que sujetaban pálidas espadas entre sus huesudas manos se alzaron de la tierra.

—Pedid a las criaturas de
nuestro
mundo que vengan en nuestra ayuda.

Se convocó a todo un ejército de centauros, y éstos, consumidos por la salvaje excitación que provocaba en ellos el deseo de verter sangre, atacaron y mataron implacables a los extraños humanos, para luego desgarrar los cuerpos miembro a miembro y darse un gran banquete con los restos despedazados de sus víctimas.

Los dragones descendieron de los cielos, trayendo con ellos el fuego y la oscuridad; los basiliscos y otros saurios utilizaron sus letales miradas para congelar los ojos mortíferos de las criaturas de hierro; la cola serpentina de las quimeras azotaba a los metálicos humanos destruyéndolos y las chasqueantes cabezas de las hidras atenazaban a sus víctimas y las devoraban enteras.

Quizás, el suceso más curioso que tuvo lugar en el campo de batalla aquel día fue el relato hecho por varios magos que aseguraban haber visto aparecer de repente en un claro un extraño círculo de hongos. Un grupo de enemigos que habían ido a parar al interior del mismo se encontraron con que no podían salir de él. Una a una, las víctimas fueron tragadas por la tierra. Los magos informaron, no sin un estremecimiento, de que lo último que se había oído habían sido las risas estridentes y la jerigonza incomprensible de las hadas...

Al iniciar su ataque por la mañana, las criaturas de hierro debían de haber estado seguras de su victoria, pero al caer la tarde, los magos habían cambiado el balance de la batalla. Sin embargo, no habían conseguido detener el flujo de invasores. Los monstruos de hierro seguían apareciendo, los ejércitos de humanos de piel plateada continuaban amenazando con sofocar a los sitiados magos gracias a sus nutridos contingentes. Los magos empezaban a debilitarse, la Vida se les agotaba, sus catalistas caían inconscientes, mientras que las criaturas de hierro seguían rodando sin necesidad de descanso ni de alimento, arrastrándose sobre la tierra, expulsando vapores venenosos y lanzando sus letales rayos de luz.

Fue entonces cuando ocurrió el milagro, según posteriores relatos y versiones de los mismos sobre esta gran batalla. El Ángel de la Muerte en persona entró en campaña, o eso es lo que se narra. En las manos empuñaba la espada de la muerte, la que finalmente puso de rodillas al enemigo.

En realidad, nadie quedó tan sorprendido por los sucesos como el mismo Ángel de la Muerte, pero esa parte de la historia nunca fue explicada, siendo conocida tan sólo por Joram y el príncipe Garald.

Ambos acababan de destruir a uno de los monstruos de hierro cuando su posición fue atacada por un escuadrón de aquellos humanos. A Garald casi no le quedaba magia. Agotada su Vida, sacó su espada y se enfrentó al enemigo sin ninguna esperanza, sabiendo que jamás podría sobrevivir a los mortíferos relámpagos que aquellos seres de piel plateada disparaban desde las palmas de sus manos. También Joram sacó su espada, dispuesto a morir junto a su amigo, aunque no se le escapaba lo absurdo e inútil de su gesto al enfrentarse a este enemigo con una espada; estarían muertos en cuestión de segundos, sin tener la posibilidad siquiera de devolver el golpe. Pero, al menos, morirían combatiendo.

Sin embargo, cuando Joram sacó la Espada Arcana, el metal empezó a brillar con una luz blanco-azulada, ardiendo cada vez con más fuerza. Éste se quedó mirándola maravillado. La única vez que había visto brillar a la espada de aquella forma había sido durante el Juicio, cuando había absorbido la Vida que los catalistas enviaban al Verdugo. Ahora reaccionaba de la misma forma, absorbiendo Vida de algo próximo. Pero ¿de qué? Desde luego no del enemigo, que estaba tan Muerto como el mismo Joram. Allí no había catalistas; el príncipe Garald había ordenado a Radisovik que se quedara con los heridos en la fortaleza. ¿De quién era la Vida que estaba absorbiendo?

Uno de los humanos de piel plateada levantó la mano, apuntó su rayo mortal hacia Joram y Garald y disparó.

El rayo de luz surgió de su mano pero no dio en el blanco. La luz penetró en el metal de la Espada Arcana, haciendo que brillara con tal resplandor que Joram no podía distinguir nada a causa de aquella cegadora luz. La espada vibraba en su mano y terribles descargas eléctricas sacudían su cuerpo. Apenas si podía sujetarla y, por supuesto, no podía ni pensar en esgrimirla. Fue Garald quien le contó más tarde que los extraños humanos habían intentado desesperadamente disparar los rayos de luz contra sus víctimas, mientras se protegían los ojos del cegador resplandor, pero su esfuerzo por alcanzarlos era totalmente imposible.

La Espada Arcana absorbía la energía de las armas de los Muertos de la misma forma que absorbía la Vida del mundo. Los rayos de luz murieron y la Espada Arcana vivió, resplandeciendo furiosa y despidiendo un tétrico zumbido. Los extraños humanos arrojaron al suelo sus inútiles armas, se dieron la vuelta y huyeron.

Aquellos que presenciaron la batalla desde una cierta distancia hicieron correr la noticia de que el Ángel de la Muerte podía apagar el sol si así lo quería.

Cuando la noche —la auténtica noche— por fin cayó sobre Thimhallan, la batalla había finalizado. Los magos habían vencido, o al menos eso parecía. Las criaturas de hierro y los extraños humanos que habían venido con ellas retrocedieron, retirándose a algún lugar desconocido; llegaron informes confusos de que se había visto cómo las criaturas de hierro entraban en los cuerpos de monstruos aún mayores y de que estos colosales seres de hierro se habían elevado hacia el cielo y desaparecido. No obstante, nadie creyó en aquellos extravagantes rumores. Nadie a excepción de un hombre, Joram, quien levantó los ojos ceñudo hacia el cielo y sacudió la cabeza. Sin embargo no comentó nada. Ya habría tiempo suficiente para eso más tarde. Ahora quedaban muchas acciones pendientes.

El coste de la victoria había sido terrible.

Mosiah, abandonada su forma de hombre-lobo, regresaba a la fortaleza cuando se encontró con el cuerpo de la bruja. Sus enemigos yacían desperdigados a su alrededor, pero al final habían resultado demasiado numerosos. Mosiah cubrió aquel rostro pálido y hermoso con la negra capucha, luego alzó el cuerpo y lo llevó a la fortaleza.

Aquí los muertos, incontables, fueron enterrados bajo montones de piedras; el Cardinal Radisovik pronunció las palabras de ritual sobre ellos con voz entrecortada por las lágrimas y la rabia. Los cuerpos de aquellos que habían muerto en el campo de batalla permanecieron donde habían caído. Los magos que habían sobrevivido protestaron por ello, pero Joram se mantuvo firme. Conocía —nadie mejor que él, que había vivido en el País del Destierro— las horribles profanaciones que los centauros y otras bestias llevarían a cabo con los cadáveres, pero también sabía que salir a buscarlos, traerlos de vuelta y enterrarlos emplearía demasiado tiempo.

A los únicos a los que se permitió regresar al campo de batalla fue a los
Duuk-tsarith
. Éstos estaban interesados en los muertos. No en sus propias bajas sino en los muertos del enemigo. Trabajaron con rapidez al amparo de la noche, y les quitaron a los cuerpos todo lo que llevaban, desde las armas a los artefactos personales, sin tocar jamás ninguno de estos objetos, manejándolos mediante poderosos hechizos de levitación y transportándolos de esta forma a sus cámaras secretas para un futuro estudio.

Los Señores de la Guerra llevaron a cabo su trabajo con eficiencia; luego, Joram les ordenó también a ellos que abandonaran el lugar y regresaran a Merilon.

Other books

CRUSH by Lacey Weatherford
Naked Earth by Eileen Chang
Maldad bajo el sol by Agatha Christie
Blackbirds & Bourbon by Heather R. Blair
A Dirty Shame by Liliana Hart
'74 & Sunny by A. J. Benza
Secrets of Death by Stephen Booth
Bourne 4 - The Bourne Legacy by Robert Ludlum, Eric Van Lustbader
Face-Off by Matt Christopher
Shattered by M. Lathan