Bueno, eso era absurdo. James Boris jamás se había enfrentado a algo que no estuviera previsto en él.
Hasta ahora.
Este aspecto concreto de la personalidad del mayor —su falta de imaginación— había sido uno de los factores principales que habían decidido su elección para la fuerza expedicionaria enviada a Thimhallan. Descripciones de este extraordinario mundo facilitadas por dos personas obraban en poder de importantes funcionarios del gobierno: a uno de estos informadores, los habituales de los casinos lo conocían por el nombre de Hechicero, y al otro, bajo el nombre de Joram, aunque tan sólo en el ámbito de organizaciones secretas del gobierno. Estos importantes funcionarios, muchos de los cuales apenas si podían creer lo que oían, habían concluido que, para que pudiera sobrevivir en Thimhallan sin perder la cordura, se necesitaba un hombre de mucho valor y con un frío e inamovible sentido de la lógica.
No resultaba difícil comprender cómo habían llegado a esta decisión, y desde luego no estaba desprovista de cierto mérito. Desgraciadamente, la decisión resultó totalmente equivocada. Aunque cualquier persona enviada desde el seguro y sólido mundo de la tecnología a este extraño y aterrador mundo mágico hubiera recibido un impacto emocional terrible, un comandante con imaginación podría haber poseído la flexibilidad suficiente para enfrentarse con aquellas enloquecedoras situaciones. Por el contrario, el mayor Boris sentía como si, por primera vez en su vida, el macizo y resistente tapón de corcho hubiera salido despedido por los aires. Ahora yacía impotente, sin nada a lo que aferrarse, ofreciendo un patético espectáculo.
—¿Quieres saber cuál es mi consejo, mayor? —refunfuñó el capitán Collin—. ¡Que nos vayamos de aquí a toda velocidad!
El capitán, un hombre de cuarenta y cinco años y veterano de una de las más duras campañas con artillería pesada que se había librado jamás en la Periferia Exterior, tomó un cigarrillo con mano temblorosa, lo dejó caer, tomó otro, lo partió en dos por accidente y, finalmente, volvió a meterse la caja en el bolsillo.
El mayor Boris miró con pesimismo a sus otros capitanes y éstos le dirigieron unos significativos movimientos de cabeza, excepto uno de ellos, que no prestaba la menor atención, sino que permanecía acurrucado en una silla, temblando.
—Me estáis sugiriendo que retrocedamos... —gruñó James Boris.
—Estoy recomendando que salgamos de aquí antes de que estemos todos muertos o chiflados como... —El capitán Collin se interrumpió cerrando la boca con fuerza y dejó que una mirada dirigida al tembloroso capitán que se sentaba junto a él completara la frase.
El mayor Boris se sentaba ante un reglamentario escritorio de metal, de cara a los comandantes de su compañía, que se sentaban frente a él en apropiadas sillas plegables de metal, reunidos todos ellos en el cuartel general de campaña del mayor Boris, una cúpula de plástico en el más moderno diseño geodésico. Toda una serie de cúpulas —algunas de mayor tamaño (cúpulas almacén, cúpulas comedor) y muchas más pequeñas, que servían de alojamiento— salpicaban el paisaje en una extensión de kilómetros. Las cúpulas se podían desmantelar en cuestión de minutos; todo el batallón podría estar a bordo de una nave y fuera de esta pesadilla en unas horas.
El mayor apoyó las manos sobre la superficie metálica del escritorio y se sintió reconfortado por aquel contacto frío, por su impasible e inquebrantable... ¿qué? James Boris buscó a tientas una palabra. ¿Metalidez? ¿Impasible e inquebrantable metalidez? No estaba seguro de que existiera
metalidez
, pero resumía sus sensaciones. A las 03.00 horas podría estar ya fuera de allí, de regreso al mundo de metal...
Sus manos se agarraron con fuerza a la mesa. La examinó con cuidado abarcándolo todo, desde una tetera verde con una tapa de brillante color naranja que no recordaba haber pedido, pues era la última bebida que a James Boris le hubiera apetecido en aquel momento, hasta los papeles amontonados con pulcritud junto a su ordenador reglamentario de campaña. Nervioso, sin darse cuenta de lo que hacía, el mayor empezó a tamborilear suavemente con los nudillos sobre el metal, al tiempo que su mirada se desviaba hacia la pequeña ventana de plástico transparente colocada en uno de los lados de la cúpula.
Era una noche tan oscura como el hiperespacio, y no se vislumbraban ni la luna ni las estrellas. Boris se preguntó, mientras aumentaba su pesimismo, si aquello era una noche
auténtica
o una de aquellas aterradoras tinieblas mágicas que habían caído sobre él y sus hombres como un enorme y sofocante manto. No obstante, una rápida mirada a su reloj lo tranquilizó con respecto a la hora: eran las 24.00 horas. Llevaban allí sólo cuarenta y ocho horas.
Cuarenta y ocho horas. Ése era el espacio de tiempo que los gobernantes habían calculado para intimidar a la población de aquel mundo. Un populacho que, según los informes, vivía poco más o menos al sur de la Edad Media. Al cabo de cuarenta y ocho horas el mayor Boris hubiera debido de informar de que la situación estaba totalmente controlada, que sus fuerzas ocupaban ya las principales capitales y que podían iniciarse las negociaciones para una coexistencia pacífica...
Cuarenta y ocho horas. La mitad de sus hombres muertos, más de la mitad de sus tanques destruidos o inservibles, y de aquellos hombres que habían sobrevivido era muy probable que una tercera parte no se hallara en mejores condiciones que su tembloroso capitán. El mayor Boris, abatido, tomó nota mentalmente de enviar a aquel hombre a los médicos y declararlo no apto para el mando.
Cuarenta y ocho horas. Suponía que estaban seguros en aquel lugar, escondidos en las montañas, pero seguía sin abandonarle la sensación de que lo vigilaban ojos invisibles.
Mientras miraba por la ventana, el mayor oía hablar a sus capitanes. Repasaban los incidentes de las últimas horas, describiéndolos por centésima vez con voz tirante y nerviosa, como si retaran a cualquiera a que les discutiese sus aseveraciones. James Boris flotaba sobre aquel mar de palabras, y con la mente veía de cuando en cuando cómo pasaba, flotando a la deriva, algún fragmento de regla o de ordenanza. Intentaba, como fuera, sujetar aquel fragmento, agarrarse a él, pero éste se hundía siempre y lo dejaba allí impotente, ahogándose...
Tan absorto estaba en el oscuro mar de sus pensamientos que no se dio cuenta de la silenciosa entrada de otro hombre.
Tampoco lo percibieron los demás. Es posible que esto se debiera a que el hombre no entró utilizando la puerta del cuartel general, sino que sencillamente se materializó en el interior de la cúpula. Un hombre apuesto, alto y de espaldas anchas, ataviado con un costoso traje de cachemira, y una corbata de seda al cuello. Era un extraño atavío para un campo de batalla y, si el traje resultaba curioso, su manera de comportarse aún lo era más. Parecía como si estuviera matando el tiempo en la barra de un elegante restaurante mientras esperaba mesa. Con aire pausado, se arregló los puños de la blanca camisa; unos gemelos adornados con joyas brillaban en sus muñecas. Miró al mayor James Boris con calma. Llevaba una tarjeta de identificación adornada con su fotografía bien sujeta al bolsillo del traje. Sobre ella, escrito en rojo, su nombre, Menju, y una única palabra:
Asesor
.
Aunque no hizo el menor sonido para atraer la atención sobre sí, tampoco procuró ocultar su presencia. Los capitanes estaban sentados de espaldas a él, y el mayor Boris, absorto en sus propios problemas, tenía la vista clavada en el escritorio. El recién llegado se dedicó a escuchar con interés los informes de los oficiales, acariciando de vez en cuando la tarjeta de identificación que llevaba con las puntas de unos dedos de notable longitud y delicadeza. Cada vez que jugueteaba con la placa sonreía, como si encontrara todo aquello sumamente divertido.
—Fue cuando atacábamos la fortaleza de piedra donde teníamos atrapados, al menos eso nos dijeron —la voz del capitán Collin estaba cargada de amargura e ironía—, a esos bichos. La dotación de uno de mis tanques tenía a uno de ellos, a una mujer, una
mujer
, fijaos bien —su entonación se ensombreció— en la mira, cuando de repente esa cosa verde empieza a filtrarse por la trampilla, y antes de que puedan darse cuenta de qué es lo que está pasando, esa ¡esa sustancia viscosa les empieza a corroer la carne! Empezaron a desprender una especie de resplandor y en cuestión de segundos se habían convertido en una temblorosa masa de gelatina verde...
—¡Un muchacho se convirtió en un lobo delante de mis propios ojos! Saltó sobre Rankin, lo derribó, y le destrozó la garganta antes de que yo pudiera reaccionar. ¡Dios mío! Nunca olvidaré el alarido de Rankin... ¿Qué podía hacer? ¿Correr? ¡Demonios, desde luego que corrí! Y mientras huía sentía el aliento de esa cosa en mi cuello, jadeando detrás de mí. Aún sigo oyéndola.
—Le disparamos a aquella criatura, pero debía de tener al menos nueve metros de altura. Era como si le tirásemos cerillas en lugar de dispararle rayos láser, no parecía afectarle en absoluto. Levantó un pie, lo bajó de golpe y ése fue el fin de Mardec y Hayes. Ni siquiera pudimos rescatar los cuerpos de entre la chatarra...
—Un hombre vestido de blanco, como en uno de esos malditos dibujos de los libros de la escuela dominical, dio un salto y atacó a mis muchachos con una espada. Sí, con una espada. Ellos se prepararon para partirlo en dos con sus revólveres sincrónicos y... ¡Zas! Le disparan y la espada...
—... ¿Desvía el haz de luz?
—¡Desviarlo, qué diablos! Absorbió la maldita luz. Examiné esos revólveres y todos estaban completamente descargados, aunque los habían recargado justo antes de la batalla. Debieran de haber funcionado durante todo un mes sin necesidad de ser realimentados. Lo más sorprendente es que el tipo de la túnica actuó de la misma forma con un tanque.
—¡No!
—¡Lo vi, te lo juro! La tripulación informó de que todos sus instrumentos habían enloquecido y luego todo quedó muerto. La espada y el tipo aquel de la túnica estaban frente a ellos, reluciendo con aquella luz sobrenatural de color azul y la última comunicación de la tripulación consistió en la visión de un brillante fogonazo... Después se escuchó una explosión... y no percibimos más que aquel agujero en el suelo; el tanque se había ido al infierno...
El capitán, que temblaba en un rincón, habló de repente:
—Todo hecho a medias. Medio-hombre, medio-caballo. La cabellera les cubre el rostro, pero veo sus ojos horribles y sus cascos afilados... —Se puso en pie de un salto—. ¡Están pisoteando a Jameson! ¡Paradlos! ¡Oh, Dios mío! Lo han cogido... le están arrancando los brazos. ¡Aún... aún vive! ¡Dios mío! ¡Sus gritos! ¡Disparadle! ¡Que calle! ¡Silenciadle! —El capitán se cubrió los oídos con las manos, sollozante.
—Sacadle de aquí —ordenó el mayor Boris, levantando la cabeza y saliendo de su abstracción.
El resto de los comandantes dejaron de discutir y permanecieron silenciosos, poniendo buen cuidado en no mirar a su destrozado camarada. El mayor abrió la boca para llamar al sargento, cuyo despacho se encontraba en otra cúpula geodésica más pequeña adosada a la principal, pero fue entonces cuando James Boris se dio cuenta de la presencia en la habitación del hombre que llevaba la palabra
Asesor
adherida a su costoso traje.
El mayor sintió un escalofrío por todo el cuerpo y empezó a temblar casi con la misma violencia que el pobre capitán. Al observar la rigidez de su jefe y la fijeza de su mirada, y comprobar que las manos que se aferraban a la mesa perdían toda su fuerza, los capitanes miraron a su espalda con rapidez. Cuando vieron al hombre que los contemplaba, se giraron de nuevo —algunos más despacio que otros, especialmente el capitán Collin—, dirigiendo inquietas miradas a su mayor.
«Están perdiendo su confianza en mí», comprendió James Boris con tristeza. «¿Cómo puedo culparlos por ello? ¡Yo mismo ya no me siento seguro ni de mí, ni de nada de lo que me rodea!» Su atención se fijó de mala gana, pero inexorablemente, en el lloroso capitán. «Si no tengo cuidado no tardaré en enloquecer como Walters... Tengo que serenarme.»
Se sentó bien erguido con un supremo esfuerzo, apretó los dientes, echó hacia atrás la cabeza y llamó al sargento con un rugido.
La puerta se abrió y el sargento penetró en la habitación.
—¿Señor?
—Di órdenes de que no se permitiera la entrada a nadie. ¿Qué hace este hombre aquí? ¿Es que ha abandonado su puesto?
El sargento contempló al visitante y sus ojos se abrieron de par en par, su rostro adquirió un tinte cetrino.
—¡No, señor! ¡Yo no lo dejé entrar, mayor, lo juro! No he abandonado mi mesa en toda la noche, señor.
El inesperado visitante sonrió.
James Boris se puso en tensión, su mayor deseo hubiera sido hundir de un puñetazo los blancos y perfectos dientes de aquella sonrisa en la garganta rodeada de seda. Su mano se crispó expectante y tuvo que controlarla. Sabía muy bien cómo había conseguido entrar Menju; lo había visto hacer aquel truco con anterioridad, sólo unas pocas horas antes. Pero no era un truco, se recordó James Boris; no era una ilusión para dejar boquiabiertos a los niños y a los adultos meneando la cabeza maravillados. Esto no se hacía con espejos. Era real, al menos con la misma entidad que cualquier otra cosa de este mundo irreal.
—No importa, sargento —murmuró el mayor al darse cuenta de que sus capitanes se ponían cada vez más nerviosos—. Haga venir a los médicos —indicó al histérico Walters—. Que lo declaren incapacitado para el mando. Ascenderé al teniente... —James Boris enrojeció. Siempre se había enorgullecido de recordar los nombres de los oficiales bajo su mando, así como los de la mayoría de los hombres alistados. Sin embargo, ahora había olvidado a un teniente, a un hombre que había servido con él durante algo más de un año—. ¡Maldita sea!, a quienquiera que le siga en el escalafón, haga que se presente ante mí dentro de —lanzó una mirada a su visitante— media hora —concluyó con frialdad.
—Sí, señor —acató el sargento y se dio la vuelta para salir.
—¡Sargento! —gritó el mayor Boris.
—¿Señor? —El sargento se giró de nuevo.
—¡Quite de ahí ese maldito té! Jamás bebo esa porquería. Lo sabe perfectamente. ¿Por qué lo ha traído?
El sargento contempló la tetera con sorpresa, y las palabras: «yo no la he traído, señor» afloraron a sus labios; no obstante, una mirada al rostro malhumorado de su superior le hizo cambiar de idea, y sencillamente se dispuso a llevarse la tetera murmurando un «lo siento, señor», mientras la tomaba por el asa y la trasladaba a su despacho.