Garald continuó mirando al frente con el ceño fruncido, el rostro sombrío e implacable. El mayor volvió a indicar que se le quitasen las esposas y, una vez más, el guarda avanzó un paso. El príncipe mantuvo las manos pegadas al cuerpo, ocultas bajo sus ensangrentadas y raídas ropas. Luego, despacio, de mala gana, extendió los brazos, el guarda retiró las esposas y la orgullosa mirada de Garald se volvió a disgusto hacia el mayor Boris.
Aunque el bajo y robusto mayor no alcanzaba siquiera la altura del pecho de Garald, sus hombros tenían la misma anchura que los del fornido príncipe. Los dos hombres tenían casi la misma edad, unos treinta años y, aunque uno se vestía con terciopelo rojo, jubón de seda y calzas, y el otro de austero color caqui, había una similitud entre los dos que se demostraba en la postura erguida de ambos y en su porte honesto y franco.
—Aceptaré vuestra oferta, mayor Boris —afirmó Garald con voz estirada—. Intentaré ayudaros a comprender a mi gente y, por mi parte, aprenderé... —tragó saliva y luego continuó con cierta brusquedad— a hablar vuestra lengua. Sin embargo, he de poner las siguientes condiciones.
El mayor Boris lo escuchó con atención, su rostro ligeramente preocupado.
—Primero, que a mi consejero, el Padre Saryon, se le permita permanecer a mi lado. —Garald miró a Saryon muy serio—. Si vos queréis, Padre.
—Gracias, Alteza —respondió Saryon sencillamente.
Nada más fácil de arreglar, el mismo mayor había estado a punto de sugerirlo.
—Segundo, que se les quiten las cadenas y las esposas a los ciudadanos de Merilon —dijo Garald con firmeza—. Hablaré con ellos —añadió al ver que el mayor arrugaba el ceño—, y me comprometeré a que, si se nos trata bien, como prometéis, no ofreceremos ni a vos ni a vuestros gobernantes la menor causa de alarma. También pido que se nos permita, por el momento, gobernarnos a nosotros mismos.
Tras un momento de vacilación, el mayor Boris asintió y conversó con Joram.
—Él está de acuerdo por su parte —interpretó Joram—, pero no puede responder por sus superiores. No obstante, cree que ambos, actuando juntos, podéis ayudar a persuadir a los gobernantes de los mundos del Más Allá de que redundaría en beneficio de todos los interesados.
—Vuestra mano, señor —pidió el mayor Boris torpemente en el idioma de Garald. Le tendió la suya.
Muy despacio, Garald le correspondió. Al hacerlo, las marcas de las esposas quedaron claramente visibles en sus muñecas y, al recordar la angustia vivida, el príncipe vaciló y su mano tembló. Parecía a punto de rechazar la cortesía del mayor, y Saryon contuvo la respiración con una plegaria en el corazón.
Apretando los labios hasta formar una fina línea, Garald cubrió las señales con la raída manga de su camisa y aceptó la mano que le tendía el otro. James Boris estrechó por su parte la del príncipe con fuerza, mientras sus labios se ensanchaban en una sonrisa.
Gwendolyn inclinó la cabeza para escuchar alguna voz que sólo ella podía oír, luego miró a ambos con una sonrisa.
—Los muertos me dicen que la amistad que habéis forjado hoy se convertirá en leyenda en la historia de los mundos del Más Allá. Muchas serán las veces en que cada uno de vosotros estará dispuesto a arriesgar su vida por el otro en vuestra lucha para traer el orden a vuestro universo. Al igual que el potencial para el bien crece ahora en los mundos con el retorno de la magia, también lo hace el potencial para el mal, más allá incluso de lo que podéis imaginar. Pero con vuestra mutua fe y confianza en vuestro Dios —dirigió una rápida mirada al Padre Saryon—, triunfaréis.
El mayor Boris, turbado y, al parecer, algo anonadado al recibir un sermón por parte de los muertos, se aclaró la garganta precipitadamente y graznó unas órdenes a los guardas. Tras saludar al príncipe, al Padre Saryon, y, por último y con mayor respeto, a Joram, se giró alejándose con paso marcial a atender otros deberes.
Garald sonrió ligeramente para sí, mientras le veía marchar, al parecer favorablemente impresionado por la firmeza de su apretón de manos y su porte erguido y militar. La sonrisa se desvaneció, no obstante, y sorprendió a Joram observándolo.
Con un gesto enojado y brusco de su mano, el príncipe refrenó a Joram cuando éste hizo intención de hablar.
—Es mejor que no hablemos. —Los fríos ojos del príncipe estaban fijos en algún lugar por encima del hombro de Joram—. Admitiste delante de mí que tenías el poder de salvar mi mundo y no lo hiciste. En su lugar, escogiste deliberadamente destruirlo. ¡Oh, ya lo sé! —añadió con aspereza, anticipándose a Saryon, que intentaba intervenir—. ¡He escuchado tus razones! El Padre Saryon me ha explicado tu decisión de liberar la magia por todo el universo. A lo mejor, con el tiempo, llegaré a comprenderlo. Pero nunca te perdonaré, Joram. Nunca.
Garald se inclinó fríamente ante Gwendolyn y se dio la vuelta sobre sus talones. Se hubiera alejado de allí si Joram no le hubiera sujetado por el brazo.
—Alteza, escuchadme. No os pido vuestro perdón —indicó Joram al ver que el rostro del príncipe se volvía frío y severo—. Yo mismo encuentro difícil perdonarme. Parece que la Profecía se ha cumplido. ¿Estaba yo destinado a hacerlo? ¿Existía otra alternativa? Creo que tenía elección, como los demás. Esto ha sucedido a causa de lo que escogimos todos nosotros. He descubierto, ¿sabéis?, que no era tanto una Profecía como una Advertencia. Y la ignoramos. ¿Qué me hubiera sucedido a mí, a este mundo, si el miedo no hubiera derribado al amor y a la compasión? ¿Qué hubiera ocurrido si mi padre y mi madre me hubieran conservado junto a ellos en lugar de arrojarme de su lado? ¿Y si hubiera escuchado a Saryon y destruido la Espada Arcana en lugar de utilizarla para buscar poder? Quizás hubiéramos podido descubrir al mundo del Más Allá por medios pacíficos, quizás hubiéramos abierto las Fronteras, soltado la magia de buen grado...
La expresión de Garald no se alteró; continuó allí de pie, rígido y tenso, con la mirada clavada en el infinito.
Con un suspiro, Joram apretó con más fuerza el brazo del príncipe.
—Pero no lo hicimos —continuó con suavidad—. Este mundo empezaba a parecerse a mi madre, un cadáver, podrido y descompuesto, que mantenía una apariencia de vida únicamente gracias a la magia. Nuestro mundo está muerto, excepto en los corazones de su gente. Llevaréis Vida con vos, amigo mío, adonde quiera que os dirijáis. Que vuestro viaje sea feliz, Alteza.
Garald inclinó la cabeza, sus ojos se cerraron apenados. Su mano, con la muñeca llena de señales y sangrando, descansó por un breve instante en la de Joram. Nubes de tormenta se agolparon en el horizonte, con relámpagos centelleando en sus extremos. Pequeños remolinos empezaron a correr por entre las ruinas de Merilon, absorbiendo pedazos de roca y polvo para lanzarlos luego al aire. El príncipe se liberó de la sujeción de Joram y se alejó.
La andrajosa capa ondeaba a su alrededor, y sus botas dispersaban los cascotes a su paso. Sin una mirada atrás el príncipe Garald salió por la derruida Puerta e inició el largo camino a través de la desolada llanura hasta donde esperaba la aeronave.
Con un suspiro, Saryon se ajustó la capucha alrededor de la cabeza para protegerse de la punzante arena.
—Nosotros también deberíamos empezar a movernos, Joram —dijo—. No tardará en estallar una nueva tormenta. Debemos dirigirnos hacia la nave.
Ante el asombro del catalista, Joram negó con la cabeza.
—Nosotros no vamos con vos, Padre.
—Sólo venimos a deciros adiós —añadió Gwendolyn.
—¿Qué decís? —Saryon los contempló perplejo—. ¡Ésta es la última nave! Debéis tomarla. —De repente, comprendió lo que intentaban decirle—. ¡Pero no podéis! —exclamó, paseando la mirada por las ruinas de Merilon; por las amenazadoras y veloces nubes de tormenta—. ¡No podéis quedaros aquí!
—Amigo mío. —Joram extendió las manos y apretó la deformada mano de Saryon entre las suyas—. ¿A qué otro sitio podría ir? Los habéis visto, los habéis oído —indicó con un gesto a los refugiados que aún seguían subiendo a la nave—. Nunca me perdonarán. No importa adónde vayan o lo que les suceda, mi nombre siempre, siempre será pronunciado con una maldición. Les hablarán a sus hijos sobre mí. Por siempre seré un proscrito, se me conocerá como aquel que cumplió la Profecía, aquel que destruyó el mundo. Mi vida y la vida de aquellos a quienes amo estarían en constante peligro. Es mucho mejor para mi esposa y para mí y para nuestros hijos que permanezcamos aquí, en paz.
—¡Pero solos! —Saryon miró a Joram con desesperación—. ¡En un mundo muerto! ¡Barrido por tormentas! La tierra misma no cesa de temblar. ¿Dónde viviréis? Las ciudades se hallan completamente derruidas.
—La fortaleza montañosa de El Manantial permanece incólume —repuso Joram—. Haremos de ella nuestro hogar.
—¡Entonces me quedaré con vosotros!
—No, Padre. —Joram miró de nuevo a la erguida y alta figura de Garald, que avanzaba solitaria por la llanura—. Otros os necesitan ahora.
—No estaremos solos, Padre —añadió Gwendolyn, colocando su dulce mano sobre las de su esposo—. Los muertos heredarán esta tierra. Nosotros les haremos compañía a ellos y ellos nos la proporcionarán a nosotros.
Saryon vio, de pie detrás de Gwen, formas indefinidas y figuras fantasmales, que lo observaban atentamente, con complicidad. Incluso le pareció distinguir, aunque se desvaneció cuando miró directamente hacia él, un revoloteo de seda color naranja.
—Adiós, Padre —se despidió Gwen, besándolo en la arrugada mejilla—. Cuando nuestro hijo tenga edad suficiente, os lo enviaremos para que lo eduquéis de la misma forma que educasteis a Joram.
Sonrió con tal dulzura y alegría, mientras contemplaba a su esposo con tanto amor en el rostro, que Saryon no pudo sentir pena por ella.
—Adiós, Padre —dijo Joram a su vez, apretando con fuerza la temblorosa mano del catalista—. Vos
sois
mi padre, el único que he conocido jamás.
Saryon estrechó a Joram entre sus brazos con fuerza, recordando al bebé cuya cabecita había reposado una vez sobre su hombro.
—Algo me dice, hijo mío, que nunca volveré a verte, y debo explicarte algo antes de que nos separemos. Cuando estuve cerca de la muerte, comprendí al fin —la voz se le quebró y murmuró con voz ronca—: ¡Hiciste lo correcto, hijo! ¡No lo dudes jamás! ¡Y ten siempre por seguro que te quiero! ¡Te quiero y te respeto! —Las palabras le fallaron, no pudo seguir.
Las lágrimas de Joram, mezclándose con las de Saryon, cayeron sobre la negra cabellera que se le rizaba sobre los hombros. Los dos permanecieron abrazados mientras los tormentosos vientos soplaban a su alrededor con más fiereza. Uno de los guardas, con una mirada nerviosa a las arremolinadas nubes, se adelantó para dar unos respetuosos golpecitos al catalista en el hombro.
—Es hora de que os vayáis. Que Almin os acompañe, Padre —dijo Joram en voz baja.
Saryon sonrió a través de las lágrimas.
—Me acompaña, hijo —repuso, y se llevó la mano al corazón—. Está conmigo.
El Juego del Tarot al que aluden los personajes de esta trilogía es, en realidad, una forma del «tarok», uno de los primeros juegos conocidos utilizando las cartas del tarot, cuya aparición en Europa alrededor de los siglos XIV y XV todavía permanece envuelta en misterio. Existen muchas teorías con respecto al origen de estas cartas alegóricas y místicas, estableciendo sus relaciones desde el Libro Egipcio de Thot a la Cábala hebrea e incluso a bandas ambulantes de cristianos disidentes, quienes podrían haber utilizado los dibujos simbólicos de las cartas para enseñar a una población analfabeta.
Muchos eruditos atribuyen a los gitanos la introducción en Europa de las cartas y, puesto que antiguamente se creía —erróneamente— que esta raza provenía de Egipto (de donde proviene etimológicamente
gitano
), resulta fácil comprender de dónde surgió la teoría de que las cartas eran originarias de ese país, una teoría abierta a debate. Es dudoso que fuera esta raza quien inventó las cartas. Las utilizaban simplemente para toscas adivinaciones, sin una aparente comprensión del complejo simbolismo de éstas.
Las cartas del tarot se hicieron populares en Europa a pesar de que no gustaban a la Iglesia. Muchas de nuestras primeras referencias a ellas son edictos que prohíben su utilización. Pese a esto, se hicieron populares entre la nobleza acomodada, lo que salvó su existencia. Barajas pintadas a mano con pan de oro, polvo de lapislázuli, y otras sustancias con nombres tan exóticos como «sangre de dragón» y «polvo de momia» hicieron su aparición en las cortes reales.
Se especula con que al estar prohibido por la Iglesia decir la buenaventura, se inventaron juegos utilizando las cartas. La introducción de moldes de impresión hizo que las cartas fueran asequibles al pueblo en general, y llegó un momento en que las barajas del tarot fueron tan populares y su uso tan extendido que la Iglesia y los políticos no pudieron seguir luchando contra ellas. Incluso llegó a emplearse un simbolismo cristiano en ellas, en un esfuerzo quizá más tolerante por parte de los miembros de la Iglesia.
En general, las barajas del tarot en existencia hoy en día han cambiado muy poco durante los últimos quinientos años. La baraja del tarot incluye las veintidós cartas del Arcano Mayor y las cincuenta y seis del Arcano Menor. A las primeras veintidós cartas se las denomina triunfos, la palabra
triunfo
viene del latín
triumphi
. La palabra
tarot
proviene del término italiano del siglo XVI
tarocco
, cuyo plural:
tarocchi
, denominaba las cartas del Arcano Mayor y, más adelante, a toda la baraja.
Arcano
es una palabra latina que significa misterio o secreto.
Tarot
es la derivación francesa de
tarocchi
, y fue este término el que se popularizó para aludir a las cartas.
A través de los siglos, los estudiosos han intentado analizar los significados alegóricos y místicos de las cartas del tarot, en particular las del Arcano Mayor. Empezando por la primera carta (cuyo número tanto puede ser 0 como 22), conocida como la carta del Bufón, la baraja incluye también cartas que muestran al Mago, el Sol, la Luna, la Muerte, el Ermitaño, el Colgado, la Torre Partida por un Rayo, el Demonio y el Mundo, entre otras.
La teoría favorita con respecto al significado alegórico del tarot es que las cartas representan el viaje del Bufón (el hombre) por la vida. El Bufón está dibujado, generalmente, como un hombre joven que anda con despreocupación por el borde de un precipicio. Sus ojos están fijos en el sol, no mira por dónde va y parece en inminente peligro de caer. Un perro pequeño (la naturaleza física del hombre) que ladra a sus pies parece intentar alejarlo del borde del precipicio con sus ladridos o bien hacerlo caer por él. La gente con la que el Bufón se va encontrando —como el Mago, el Ermitaño— y las experiencias que experimente durante su viaje por la vida le facilitarán la autocomprensión que debe adquirir para completar su viaje con éxito.