—Puede que tenga razón —dijo. A lo mejor me tendrías que dejar con ella en el hospital.
—No, respondió Athena sonriendo. Entonces no podría tener tu cuerpo siempre que lo quisiera. Además pienso sacarla de allí cuando termine Mesalina.
Al llegar a Malibú Cross entró con ella en la casa. Tenía previsto quedarse a pasar la noche allí. Para entonces ya había aprendido a interpretar a Athena: cuanto más animada parecía, más nerviosa estaba.
—Si estás disgustada, puedo regresar a Las Vegas —le dijo. Ella lo miró con tristeza. Cross no supo si la quería más cuando se mostraba naturalmente efervescente o cuando estaba muy seria o melancólica. La belleza de su rostro experimentaba unos cambios tan prodigiosos que él siempre tenía la sensación de que sus sentimientos coincidían con los suyos.
—Has tenido un día espantoso y te mereces una recompensa —le dijo cariñosamente Athena.
Hablaba en tono burlón, pero él comprendió que se estaba burlando de su propia belleza y sabía que su magia era falsa.
—No he tenido un día espantoso —dijo Cross.
Y era cierto. La felicidad que había experimentado mientras estaban los tres juntos sentados a la orilla del lago en medio del bosque le había hecho recordar la época de su infancia.
—Te encantan los pastelillos con hormigas... —dijo tristemente Athena.
—No estaban mal —dijo Cross. ¿Crees que Bethany mejorará?
—No lo sé pero seguiré buscando hasta que lo averigüe —contestó Athena. Tengo un largo fin de semana en el que no me va a necesitar en el rodaje de Mesalina. Me llevaré a Bethany a Francia. En París me han dicho que hay un médico estupendo y quiero que la vea y le haga una evaluación.
—¿Y si te dice que no hay esperanza? —preguntó Cross.
—Probablemente no lo creeré. Pero no importa —contestó Athena. La quiero y cuidaré de ella.
—¿Por siempre jamás? —preguntó Cross.
—Sí, —contestó Athena. De pronto empezó a batir palmas mientras un extraño fulgor se encendía en sus ojos verdes. En tanto, nos divertiremos un poco. Vamos a satisfacer nuestras necesidades. Subiremos arriba, nos ducharemos y saltaremos a la cama. Nos pasaremos horas y horas haciendo apasionadamente el amor. Después prepararé una cena de medianoche.
Cross se sentía de nuevo como un niño que acabara de despertar, por la mañana con un día de placeres por delante, el desayuno que le preparaba su madre, los juegos con sus amigos, las excursiones de caza con su padre, la cena con su familia, Claudia, Nalene, Pippi. La partida de cartas. Una ingenua sensación infantil. Estaba a punto de hacer el amor con Athena en medio de la penumbra del ocaso Mientras sus dedos acariciaban su cálida carne y la sedosa suavidad de su piel y el cielo se teñía de espléndidos tonos rojizos y rosados, contempló la puesta de sol sobre el Pacífico. Besaría su bello rostro y sus labios. Esbozó una sonrisa y subió con ella al piso de arriba.
Sonó el teléfono del dormitorio y Athena se adelantó a Cros para cogerlo. Lo cubrió con la mano y dijo en tono sobresaltado
—Es para ti. Un tal Giorgio!
Cross jamás había recibido una llamada en casa de Athena. Pensó que había surgido algún groblema. Sacudió la cabeza, algo que jamás se hubiera creído capaz de hacer.
—No está aquí... Sí, le diré que le llame cuando regrese. Athena colgó el teléfono y preguntó:
—¿Quién es este Giorgio?
—Un pariente —contestó Cross sin acabar de creerse lo que había hecho ni el porqué. Era un delito muy grave pero no podía renunciar a una noche con Athena. Después se preguntó cómo habría averiguado Giorgio dónde estaba y qué querría de él. Tenía que ser algo muy importante, pensó, pero aun así lo dejaría para el día siguiente. Estaba deseándo disfrutar de unas horas de amor con Athena.
Era el momento con el que habían estado soñando todo el día y toda la semana.
Mientras se desnudaban para ducharse juntos, Cross, con el cuerpo todavía sudoroso después del almuerzo en el bosque, no pudo resistir la tentación de abrazarla. Después ella lo cogió de la mano y lo acompañó al chorro de la ducha.
Se secaron el uno al otro con unas grandes toallas de color anaranjado. Luego, envueltos en ellas, salieron a la terraza para contemplar cómo el sol se iba poniendo lentamente en el horizonte. Volvieron a entrar en la habitación y se tendieron en la cama.
Cuando empezó a hacer el amor con Athena, Cross tuvo la sensación de que todas las células de su cerebro y de su cuerpo se alejaban volando y que se hundía en un sueño febril en el que era un espectro cuyos tenues vapores penetraban en la carne de Athena en medio de un éxtasis indescriptible. Le pareció que la sensación se prolongaba indefinidamente hasta que finalmente se quedaron dormidos el uno en brazos del otro.
Cuando despertaron aún estaban entrelazados bajo la luz de una luna más brillante que el sol.
—¿De veras te gusta Bethany? —preguntó Athena, besándolo.
—Sí, —contestó Cross. Forma parte de ti. .
—¿Crees que yo podré ayudarla a mejorar? —preguntó Athena. En aquel momento Cross pensó que hubiera sido capaz de dar la vída por la curación de la niña. Experimentaba el impulso de sacrificarse por la mujer a la que amaba, un sentimiento común a muchos hombres pero que él jamás había sentido hasta entonces.
—Intentaremos ayudarla entre los dos —dijo.
—No, tendré que hacerlo yo sola.
Volvieron a quedarse dormidos. Cuando sonó de nuevo el teléfono, la bruma del amanecer ya estaba ascendiendo en el aire. Athena cogió el teléfono, escuchó y le dijo a Cross:
—Es el guardia de la entrada. Dice que cuatro hombres que viajan en un coche quieren verte.
Cross sintió un estremecimiento de temor. Tomó el teléfono y le dijo al guardia:
—Que se ponga uno de ellos al teléfono. La voz que oyó era la de Vincent.
Cross, Petie está conmigo. Tenemos una noticia muy mala.
—De acuerdo, pásame al guardia —dijo Cross. Se dirigió al guardia y añadió: Pueden entrar.
Se había olvidado por completo de la llamada de Giorgio.
Eso son los efectos del amor
, pensó asqueado.
Como siga así, no duro ni un año
.
Se vistió rápidamente y bajó corriendo. Justo en aquel momento el vehículo se estaba deteniendo delante de la casa mientras el sol, todavía medio oculto, arrojaba su luz por encima del horizonte.
Vincent y Petie estaban descendiendo de la parte de atrás del automovil. Delante iban el conductor y otro hombre. Petie y Vicent recorrieron el largo camino del jardín que conducía a la entrada principal de la casa. Cross les abrió la puerta.
De repente Athena se situó a su lado, vestida con jersey y pantalónes y sin nada debajo. Petie y Vincent la miraron. Estaba más guapa que nunca.
Athena los hizo pasar a la cocina y empezó a preparar el café mientras Cross se los presentaba como sus primos.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —les preguntó Cross. Anoche estabais en Nueva York.
—Giorgio nos fletó un avión —contestó Petie.
Athena los estudió mientras preparaba el café. Ninguno de ellos mostraba la menor emoción. Parecían hermanos; eran muy altos, pero Vincent estaba tan pálido como el granito mientras que Petie tenía el enjunto rostro enrojecido por la intemperie o tal vez por la bebida.
—¿Bueno, cuál es la mala noticia? —preguntó Cross.
Pensaba que le iban a decir que el Don había muerto, que Rose Marie se había vuelto totalmente loca o que Dante había hecho algo terrible y la familia estaba pasando por una crisis.
—Tenemos que hablar contigo a solas —dijo Vincent con su habitual frialdad.
Athena llenó las tazas de café.
—Yo te cuento todas mis malas noticias —le dijo Athena a Cross. Tengo derecho a conocer las tuyas.
—Voy con ellos —dijo Cross.
No seas tan sumiso —le dijo Athena. No salgas.
Al oír sus palabras, Vincent y Petie reaccionaron. El rostro de granito de Vincent enrojeció a causa de la turbación. Petie miró a Athena con una inquisitiva sonrisa en los labios, como si pensara que era sospechosa y se la tenía que vigilar. Al verlo, Cross soltó una carcajada.
—Bueno, decidme qué es. Petie trató de suavizar el golpe.
—Le ha ocurrido algo a tu padre —contestó.
—Un miserable atracador negro le ha pegado un tiro a Pippi, terció Vincent interrumpiendo sin compasión a su hermano. Pippi ha muerto y el atracador también. Un policía llamado Losey disparó contra él mientras huía. Te necesitan en Los Ángeles para identificar el cadáver y para el papeleo. El viejo quiere que lo entierren en Quogue.
Cross se quedó sin respiración. Vaciló un instante, estremeciéndose bajo el soplo de un siniestro viento, mientras Athena le sujetaba el brazo con las manos.
—¿Cuándo? preeguntó.
—Anoche, sobre las ocho —contestó Vincent. Giorgio te llamó.
Mientras yo estaba haciendo el amor, mi padre yacía en el de pósito de cadáveres
, pensó Cross. Experimentó una profunda sensación de vergüenza y sintió asco de sí mismo por aquel momento de debilidad.
—Tengo que irme —le dijo a Athena.
Ella contempló su afligido rostro. Jamás lo había visto en semejante estado.
—Lo siento —le dijo. Llámame.
Desde el asiento de la parte de atrás de la limusina, Cross oyó que los otros dos hombres le daban el pésame. Los identificó como soldados del Enclave del Bronx. Mientras cruzaban la verja de la Colonia Malibú y enfilaban la autopista de la Costa del Pacífico Cross advirtió una cierta lentitud de movimientos. El vehículo en el que viajaban estaba blindado.
Cinco días más tarde se celebró en Quogue el funeral por Pippi de Lena. La finca del Don disponía no sólo de capilla particular sino también de cementerio privado. Pippi fue enterrado en una sepultura al lado de la de Silvio. El Don quería manifestar de ese modo el afecto que le profesaba.
Sólo asistieron al entierro los miembros de la familia Clericuzio y los soldados más apreciados del Enclave del Bronx. Lia Vazzi se trasladó desde el pabellón de caza de la Sierra a petición de Cross. Rose Marie no pudo estar presente. Al enterarse de la muerte de Pippi había sufrido uno de sus ataques y la habían tenido que llevar a una clínica psiquiátrica.
Claudia de Lena sí estaba. Había cogido un avión para consolar a Cross y despedirse de su padre. Lo que no había podido hacer cuando Pippi vivía, se consideraba obligada a hacerlo después de su muerte. Quería reclamar la parte de su padre que le correspondía y decirles a los Clericuzio que Pippi no sólo formaba parte de la familia sino que también era su padre.
El prado que se extendía delante de la mansión de los Clericuzio estaba adornado con una enorme corona de flores del tamaño de una valla publicitaria y había mesas con bandejas de fiambres varios camareros y un camarero con un bar improvisado para atender a los presentes. Era un día de luto y no se discutió ningún asunto de la familia.
Claudia derramó amargas lágrimas por todos los años en que se había visto obligada a vivir sin su padre. En cambio Gross recibió el pésame de los presentes con serena dignidad y no exteriorizó en ningún momento su dolor.
A la noche siguiente ya se encontraba de nuevo en su suite del hotel Xanadú, contemplando el desbordamiento de colores de las luces de neón del Strip. Desde allí arriba podía oír la música y el murmullo de los jugadores que abarrotaban el Strip en busca de un casino donde poder probar suerte. Sin embargo todo estaba lo bastante tranquilo como para que pudiera analizar lo ocurrido en el último mes y reflexionar sobre la muerte de su padre.
Cross no creía que Pippi de Lena hubiera sido abatido por un miserable atracador de raza negra. Era imposible que un hombre
cualificado
hubiera sufrido semejante destino.
Repasó los hechos que le habían contado. A su padre le había disparado un atracador negro de veintitrés años llamado Hugh Marlowe; con antecedentes penales por tráfico de droga. Marlowe había sido abatido mientras huía del lugar de los hechos, por el investigador Jim Losey, que le estaba siguiendo la pista por un asunto de droga. Marlowe sostenía el arma en la mano y había apuntado contra Losey, que se había visto obligado a abrir fuego. La bala le había penetrado limpiamente a través del caballete de la nariz al acercarse, Losey descubrió a Pippi de Lena e inmediatamente llamó a Dante Clericuzio, antes incluso de informar de lo ocurrido a la policía. ¿Por qué razón lo había hecho, por mucho que figurara en la nómina de la familia? Qué gran ironía... Pippi de Lena; el paradigma del hombre
cualificado
; el Martillo Número Uno de la familia Clericuzio durante más de treinta años, asesinado por un miserable atracador y camello.
Pero ¿por qué razón el Don había enviado a Vincent y Petie para que lo transportaran en un vehículo blindado y lo custodiaran hasta el momento del entierro? Por qué había tomado el Don semejantes precauciones? Cross se lo había preguntado durante el entierro, pero el Don le había contestado que lo más prudente era estar preparados hasta que se esclarecieran los hechos. Había llevado a cabo una exhaustiva investigación, y al parecer todos los hechos eran ciertos. Un maleante había cometido un error, y de resultas de ello se había producido una absurda tragedia. Aunque según había dicho el Don, casi todas las tragedias eran absurdas.
No cabía dudar de la sinceridad del dolor del Don. Siempre había tratado a Pippi como si fuera un hijo e incluso le había concedido cierta preferencia. Tú ocuparás el lugar de tu padre en la familia, le había dicho a Cross.
Pero ahora Cross, en la terraza desde la que se podía contemplar toda la ciudad de Las Vegas, reflexionó sobre la cuestión esencial. El Don jamás había creído en la casualidad, y sin embargo el caso estaba lleno de casualidades. El investigador Jim Losey figuraba en la nómina de la familia, y de entre todos los millares de investigadores y policías que había en Los Ángeles, había tenido que ser precisamente él quien descubriera el asesinato. ¿Cuántas probabilidades hubieran habido de que ocurriera tal cosa? Pero dejando aparte aquella cuestión, lo más importante era que Don Domenico Clericuzio jamás hubiera podido creer que un vulgar atracador y callejero se hubiera podido acercar tanto a Pippi de Lena. Y qué atracador efectuaba seis disparos antes de huir? Era imposible que el Don se hubiera tragado aquella explicación.
Quedaban por tanto algunas preguntas en el aire: ¿Habrían llegado los Clericuzio a la conclusión de que su mejor soldado constituía un peligro para ellos? ¿Por qué motivo? ¿Habrían sido capaces de olvidar su fidelidad, su entrega y el afecto que ellos sentían por él?